27 de abril de 2005

«Hay una enfermedad secreta llamada Lisa, es indigna como toda enfermedad y aparece de noche.» (Amberes, Roberto Bolaño). Nada mejor que esta frase para comenzar los apuntes de hoy. Sólo debo cambiar un nombre por otro: el nombre de esa mujer llamada Lisa por el de Moonlight. Ella también aparece de noche.

I.

Llamaron a mi puerta, era poco más de las ocho y media de la noche, recién había terminado el noticiario. Abrí, en el umbral de mi apartamento y apoyada contra la reja esperaba una mujer. Una mujer en cuyo rostro habían rasgos gatunos: Moonlight.

Estaba vestida como para matar.

La invité a pasar, le dije que me disculpara por el desorden. Sonrió. Me preguntó si en mi apartamento había estallado una guerra y si estaba herido. Caminó hasta mí.

«Estaba pintando» —dije y señalé hacia las paredes.

La Minina comenzó a tocar las gotas de pintura que se secaron en mis brazos, la cara y las piernas. Sólo atiné a quitarme el pañuelo con el que cubría mi cabello y abrir los brazos. De mi cuerpo hice una cruz. Con su índice Moonlight recorrió cada centímetro de la cruz. Empezó por mi cabeza y fue bajando con su dedo. Despacio. En la frente, los párpados, sobre la nariz, los labios.

Sentí la presión en el cuello, desde el pecho llegó a mi abdomen. Pero allí no terminó, porque por encima de mi short apretó su dedo contra mi pene. Y besó la portañuela abultadísima, la mordió. La yema de su índice descendió por uno de mis muslos y llegó a los pies. Nos miramos.

¿Ella?: agachada.

¿Yo?: de pie, con mis brazos abiertos, mirándola.

Decidió entonces tomar la misma ruta que había hecho desde mi cabeza a los pies para llegar hasta la palma de mi mano: la derecha. Me sacó el pulóver, la Minina terminaría de recorrer la otra parte de la cruz primero con el dedo, después con la lengua. Desde mi mano derecha hacia la izquierda.

¿Valdría la pena recordar lo que nos dijimos mientras estuvimos en la sala? Tal vez sólo tenga sentido consignar en este cuaderno que le pedí unos minutos para ordenar la casa.

«Pondré un poco de música» —dije.

Encendí el ordenador y elegí un álbum de jazz: The best of Ella Fitzgerald and Louis Armstrong.

Sí, vale apuntar este detalle, porque fueron los acordes del disco los que me obligaron a terminar todo rápido, muy rápido.

II.

Cuando terminé, la Minina me tomó de las manos y preguntó si me proponía hacerle una encerrona. Asentí. La besé en la frente, tras rodearla por la cintura la llevé al estudio. El haz de la bombilla con la que iluminaba mi escritorio era un hachazo amarillo en la penumbra de la habitación. La luz de la pantalla del ordenador agregaba un velo azul, irreal, frío.

Nos besamos

Largo.

Muy profundo.

«Creo que hoy no podremos hacerlo, tendremos que esperar un par de días» —dijo.

Sonrió.

Puse mi mano en su entrepierna, entonces sentí la almohadilla.

«¿Crees que podamos bailar?» —pregunté.

III.

Movidos por los acordes del disco y larguísimos y profundos besos bailamos una pieza, tal vez era la sexta. Con la siguiente supimos que ya no había vuelta atrás. Moonlight me pidió disculpas, dijo que necesitaba ir al baño. A su regreso retomamos el abrazo, los besos, y al compás de aquella pieza comenzamos a quitarnos la ropa.

Nos tumbamos en el piso.

Estábamos a cinco pisos sobre Altahabana, en una habitación en penumbras, bajo el cono incandescente de la lámpara, el sonido metálico y agudo de la trompeta de Armstrong, la voz de la Fitzgerald en Summertime y unos gemidos apenas audibles.

Todo mi cuerpo empujaba hacia adentro, acompasado, a ratos violento, hacia adentro y más. Ella encajaba sus uñas en mis nalgas, la espalda. Sudábamos. Las gotas de sudor corrían por mi frente. Ardían en mis ojos. Saladas al rodar sobre mi boca. Caían también en su rostro. Gemidos. A veces se escuchaba un quejido o un ronroneo o un maullido o un grito. Y yo tapándole la nariz, su boca. No para callarla, sino para cortarle el torrente de aire a sus pulmones mientras le encajaba mi pene.

Taladro. Tungsteno. Agujero. Profundo. Blando. Tibio. Húmedo.

Muy húmedo.

Tenía una de mis manos apoyada en el suelo y la otra en su cuello. Como un anillo sobre su garganta. Un anillo que se abría y cerraba con cada embestida de mi cuerpo. Cómo olvidar sus ojos: abiertos, almendrados. No dejaba de mirarme. Y sonreía. Decía algo, eran palabras muy duras y yo encajándome más. Las gotas desudor corrían sobre mirostro y su cara. Su voz entrecortada pedía más.

«Me gusta el dolor

«Nos gusta el dolor» —dije, porque cerré mucho más ese anillo que era mi mano y ella encajó sus uñas en mis nalgas todavía más, hasta que fuimos cediendo.

Ante el dolor y la necesidad de fundirnos cada uno en el cuerpo del otro fuimos cediendo.

Eramos un amasijo.

Húmedo.

La piel contra la piel.

«Te quiero» —dijo.

«También yo. Te quiero, te quiero torturar

Y sentí un latigazo, duro. Muy duro azotó con su mano abierta mis nalgas.

«Me correré como un río —dijo—, inundaré toda la habitación, la escalera».

Sería un torrente desde su sexo, tibio. Los dos cayendo en ese líquido, flotando en ese líquido para luego seguir en una deriva desde mi habitación a cinco pisos sobre Altahabana y precipitarnos escalera abajo hasta el asfalto, desnudos. Los dos, cayendo, embadurnados de saliva, de la sangre que entonces advertí en la entrepierna de Moonlight y la mía, oscura, con un duro olor. Así íbamos narrando, ella y yo, cuanto hacíamos: los dos, embadurnados de saliva y trazas de sangre con un duro olor. La embestía suave. Yo decía saliva y ella lágrimas. Entonces apreté su garganta con mis manos. Un doble anillo. Cerrándose. Para luego decir en un susurro eres como una enfermedad, eres indigna. Moonlight a su vez dijo podría matarte, créeme.

Y apreté más duro.

Demasiado calor. Los órganos latiendo. Piedra fundida corriendo a chorros por las venas. Los dos fundidos en un sólo cuerpo.

Taladro. Tungsteno. Agujero. Profundo. Blando. Tibio. Húmedo.

Muy húmedo.

Mis manos comenzaron a ceder.

«No, más duro, amor. Húndete más duro

Y volví a sentir un latigazo en mi espalda.

«Quisiera quererte. Créeme.» —dijo.

«También yo

«Quisiera quererte torturar toda la noche

Anillo. Se cierra. Agujas. Se clavan.

Un único cuerpo.

Torrente.

Sus piernas cediendo. Mis manos cediendo. Su cuerpo, estremeciéndose.

Inhalar, profundo.

Exhalar.

Moonlight tenía los ojos cerrados. Temblaba. Se había acurrucado, era un ovillo. Temblaba. Quería cubrirla, rodearla con mis brazos, pero solo me senté junto a ella.

«Qué pasa, Minina. Al menos ronronea, por favor

Sin abrir los ojos, temblando, apenas sin deshacer el ovillo que era su cuerpo, con su índice buscó mis labios.

«Cállate. No digas nada, por favor. No es nada, créeme. Es todo, créeme

Miré mi cuerpo. Tenía trazas de sangre en los muslos. Miré su cuerpo, tenía trazas de sangre en los muslos y las nalgas.

Le extendí mi mano y la ayudé a levantarse.

Sobre las losas del piso habían quedado impresos los manchones de sudor de su espalda, los brazos, también la huella sucesiva de las nalgas al presionar sobre las gotas de sangre y el sudor. Eran semicírculos dibujados en las losas, veteados del rojo pálido al matiz más intenso. Junto a los semicírculos también se estiraban las marcas de sudor que habían dejado sus piernas.

«Hicimos un grabado y tenemos que acabarlo» —dije.

Antes que se evaporara el sudor definí líneas, delimité manchones. Moonligth me veía hacer. Puso sus manos en mi espalda, las mojó con el sudor.

«¿Te ayudo?»

Le indiqué dónde debía pegar sus manos. Se hincó de rodillas y presionó sobre las losas donde debía estar la cabeza de ese ser antropomórfico que habíamos hecho.

«¿Y tus manos? ¿Dónde las pondrás?»

Le pedí que se levantara y dejara las piernas abiertas. Se paró delante de mí, deslicé mis manos desde sus pies hacia la entrepierna. Despacio. Mientras lo hacía, de su sexo caían gotas de sangre. Reventaban en el piso.

Puse mis manos embadurnadas sobre su pelvis rasurada y luego hice dos trazos muy burdos desde el abdomen hasta los senos. Y los apreté, muy suave. Seguí con mis trazos sobre el busto y llegué al cuello. Mis manos eran un anillo doble que comenzaba a cerrarse, muy suave. La besé en los labios, le pedí que se diera la vuelta. Luego de humedecer nuevamente mis manos con las gotas de sangre las presioné, abiertas, contra su espalda y las pantorrillas.

Le pedí una mano, le dije que la cerrara. Entonces mojé su puño en su sexo y le pedí ponerlo en el centro del manchón de sudor, justo donde estaba lo que para mí era el pecho de aquella figura antropomórfica grabada en el suelo. Lo presionamos contra la losa.

«Nuestra primera obra de arte» —dije.

«Le falta la firma

No tenía sentido firmarlo:

«Es arte efímero, Minina

Se encogió de hombros, luego dijo que yo me tomaba todo muy en serio, que al menos en aquella noche no le interesaban los conceptos, que era nuestra primera obra y quería firmarla: «Ojalá pudiera quedarse en el suelo para siempre

Podemos hacer otros.

Le pedí que abriera las piernas. Metí mi dedo en su sexo, lo moví. Y en el centro de una losa escribí una M y una A.

«Debemos ponerle un nombre» —dijo.

Con un gesto le respondí que no.

«Ya te dije que no quiero saber de ningún jodido concepto. ¿Le ponemos un título?»

Me paré frente a ella. Sonreí.

«No tienes remedio» —dijo.

Asentí.

«Abrázame» —se recogió el cabello.

Pero elegí otro disco, uno de Elena Burke.

Del refrigerador saqué una botella de vino. Le quité el corcho. Tomaríamos a pico de botella.

«Abrázame» —se cruzó de brazos.

Insistí con la botella y me dio una suave cachetada. Bebió, me devolvió la botella. Moonligth pidió que la disculpara, iría al baño a ducharse. De su bolso sacó una almohadilla sanitaria.

Fui a mi habitación —recordé que en el baño sólo estaba mi toalla y le llevé una.

«Gracias» —dijo.

La besé. De regreso al estudio vi la huella de sangre que dejó Moonlight camino al baño.

Subí el volumen de las bocinas.

Tras beber un largo trago de vino me senté frente a la figura que entre los dos habíamos hecho. Miré la hora, debía terminar con el desorden que tenía en la sala —páginas de nuestra prensa estrujadas y manchadas, latas de pintura vacías, devolver la escalera, limpiar las brochas—. También debía prepararme algo de comida y limpiar.