XVII


A Libby Allison le pareció que el mundo de pesadilla se volvía de pronto realidad. Había gente, un millón de personas en las habitaciones y corredores, todos hablando a la vez, dando vueltas, riendo en voz demasiado alta, saludándose con demasiada efusión, sonriendo y con el temor reflejado en la mirada. Todo había terminado después del discurso, todos lo sabían, y sin embargo, esperaron el formalismo de la aprobación del Congreso, esperaron hasta que se leyó y debatió formalmente la resolución y se aceptó sin un voto en contra. Y después llegaron a cientos los periodistas, haciendo estallara las luces de magnesio, esparciendo un centenar de preguntas por el aire y lodos fijando la vista en Julian Bahr.

Él era el centro de la atención, hablando, riendo, proclamando, mientras los hombrecitos con sus plumas y lápices apuntaban todas sus palabras. Estaba sonrojado y se mostraba voluble, casi como si estuviera borracho. Cuando se supieron los resultados de la votación, cuatro hombres corpulentos vestidos en una imitación psicofantástica de Bahr, impidieron que los grupos de gente se aproximaran demasiado.

Ella le observó con horror y fascinación crecientes. Había habido veces en que viera esto claramente, lo que había estado preparándose desde el principio. Ahora, de pronto, todas las restricciones se habían caído al suelo. Había pisoteado, golpeado y empujado por todo el campo y, repentinamente, éste se hallaba vacío ante él; él era el jefe. Permaneció allí, hablando, mientras su ego se hinchaba, demostrando su poder y confianza con cada palabra, cada movimiento de su cabeza, cada gesto de sus manos. Y todavía seguía adelante, luchando.

«Convertiría a toda la nación, cambiándolo todo en la Federación Americana, en una dinastía, pensó, Hará retroceder a la civilización seiscientos años. No habrá forma de detenerle si tiene éxito en esto. Tiene treinta y cuatro años y dentro de una semana gobernará un continente, pero esto no será suficiente. Podría ser el amo del mundo y no sería bastante. Cuando tenga cincuenta años, la idolatría de diez millones de personas tal vez le haga sentirse todavía poco querido».

Le pareció que todo esto era irreal, que no era más que un sueño en el cual flotaba y sólo lo percibía con una sensación de aislamiento como si en realidad no le estuviera pasando a ella. Hasta cuando Bahr se puso a su lado, llevándola cogida del brazo por entre la gente, sonriendo y hablando de las reformas y la parte que ella tendría en aquéllas, no sentía que fuese real. Le vio y con un estremecimiento de horror se dio cuenta de que estaba orgullosa de él, que se sentía excitada y ansiosa por él. Luchó tan duramente, hasta contra ella, y ahora había ganado, a pesar de todo. Y ahora la convertía a ella en parte de su victoria.

Su blanca diosa. Su emperatriz. Su esposa, su amante, su primer amor, su compañera, su hija, su hermana, su madre...

La realidad se introdujo en el ensueño con repentina brutalidad y la lente panorámica de la pesadilla se estrechó en una fina visual, enfocándose sobre el rostro de Adams.

Adams, abriéndose camino entre la gente, con las solapas de su abrigo aleteando, su lacio y rubio cabello en desorden, el rostro blanco, desencajado y feo mientras se dirigía hacia ellos. Empujó a los grupos de gente que estorbaban el paso y aquéllos se apartaron, mientras su cólera inundaba la habitación como una ola. Se acercó a Julian Bahr y dos de los hombres de éste aparecieron a los lados de Adams de repente, cada uno de ellos cogiéndole por un brazo, reteniéndolo cuando se retorció para librarse de ellos. Pero sus ojos llenos de ira no se fijaron para nada en Bahr, sino en Libby.

—¡Perra! —le gritó, inclinándose hacia adelante para ver su rostro—. ¡Perra! Tú lo hiciste, «tuyo» es. ¡Puedes estar orgullosa! Vanner debería estar satisfecho de su hija ilegítima, ¡Oh, sí, debería estar orgulloso y tu madre también! Tú les has hecho muy bien su trabajo, ¿verdad? Has traicionado todo aquello en lo que ellos creían y ahora puedes ver lo que has ganado...

Ella tenía una bebida en la mano y golpeó en la cara con el vaso, con tanta tuerza que lo rompió. Algo estalló en su mente y se arrojó sobre Adams, hiriéndole una y otra vez en la cara con el vaso roto, expresando todo el odio que sentía. Después oyó gritar a alguien y era Adams, pareciendo como si le hubieran arrancado toda la piel del rostro. Dio un paso atrás, jadeando y vio que Bahr estaba a su lado, riendo, y que los hombres del D.I.A. le sonreían, manteniendo a Adams sujeto de modo que no podía moverse. Este continuaba gritando:

—¡Traidora! ¡Traidora!

Entonces Bahr hizo una señal con la cabeza, dio una brusca orden y los hombres arrastraron a Adams fuera de la habitación. Libby se sentía enferma, con un mareo más fuerte de lo que nunca sintiera en su vida. Alguien la ayudó a cruzar la habitación, llevándola hacia los lavabos. Se miró en el espejo y vio que tenía sangre en las manos, en los brazos y en el traje. Algunas manchas eran de sangre suya, pero la mayor parte era de Adams.

Durante todo el camino hacia su casa, por las calles oscuras y húmedas, algo le gritaba en la mente que la pesadilla era real, era real, era real...


El no notó que Libby ya no estaba allí durante bastante rato y por fin lo hizo vagamente, cuando se encontró recorriendo la habitación con la vista, intentando descubrir adonde habría ido. Se rió para su capote. Se había vuelto en contra de Adams. ¡Y en qué forma! No creyó que ella pudiera odiar así y sintió crecer su orgullo al pensarlo. Había acertado con respecto a Libby. Le ayudaría. Ella conocía la organización del DEPCO y sabría a quién convendría conservar y de quién deshacerse. Con Libby junto a él...

Pero ella no estaba en la habitación y Bahr habló con uno de sus hombres, que desapareció de su lado durante unos cinco minutos y volvió luego, con el entrecejo fruncido.

—Se ha ido, jefe. Salió de los lavabos y alguien la vio llamar a un taxi en la calle.

La alarma inundó su mente y parpadeó, intentando reflexionar. No le dijo una palabra, nada, y había gente a la que ella debía ver, mucho trabajo por hacer y planes que formular.

—Tráeme un coche —dijo—; y saca de aquí a esos parásitos.

¿Cuánto tiempo hacía que se había ido? Intentó vadear a través de la excitación embriagadora de las últimas horas, pero no puedo recordar. Algo frío presionaba sobre su pecho y regañó al chófer, golfeando la palma de su mano con el puño y preguntándose por qué sentiría dolor en su pecho, un dolor físico, como si algo le aplastara, quitándole la respiración y la vida.

Frente al edificio de apartamentos saltó del coche, apretó el botón del ascensor con su pulgar, maldijo y subió de tres en tres los peldaños de la escalera, mientras sus hombres le seguían jadeando. Corrió por el pasillo, buscando las llaves en sus bolsillos, pero no las necesitó. Se detuvo ante la puerta del piso y vio que estaba abierta, mostrando la habitación a oscuras.

En el interior, cuando hubo encendido las luces, no vio a nadie. Se había ido. Las puertas del armario estaban abiertas y no se veían ropas, como si una mano las hubiera sacado en un desesperado arranque. Faltaba una maleta de la repisa. Los cajones de la cómoda también estaban abiertos y vacíos. Y en la habitación posterior también la cuna estaba vacía.

Contempló la habitación, incapaz de creer lo que estaba viendo, sacudiendo la cabeza con desmayo al intentar dominar la creciente ola de temor que surgía en su mente y llenaba el vacío dejado por la impresión.

Miró a sus hombres y les indicó que esperaban en el pasillo. Temblaba; no podía dominar las sacudidas de sus manos. Vio su cara en el espejo y dio vuelta al interruptor de la luz con un gruñido de rabia. Permaneció un momento en la oscuridad y después se acercó a la ventana, contemplando las luces de la ciudad e intentó dominar el temblor de sus manos cogiéndose al antepecho con toda su fuerza.

Se había ido y parecería como si nunca hubiera estado allí. Pero ahora, en la silenciosa habitación, las cosas se contundían en su mente. ¿Era Libby la que se había ido, o era otra persona? De pronto, le pareció que todo había sucedido antes, hacía tanto tiempo que casi no podía recordarlo y que la confusión, la rabia y el dolor que ahora sentía, eran los mismos que sintió entonces, cuando alguien, alguien...

Ruth. Una puerta se abrió en su mente. ¡Clic, se encendió una luz! Un rostro se le apareció, claro y distinto. Una mujer sin facciones, en la que había soñado, una mujer y un elefante. El solo pensamiento le produjo un estremecimiento de temor en todo el cuerpo y se aferró al antepecho de la ventana. Le pareció que en la ciudad se encendían fuegos, llameantes infiernos, con lenguas amarillas alzándose en el cielo negro. Un rostro de mujer, que ahora veía con todo detalle y que era el de Ruth. Y supo que el elefante sólo era un símbolo de la mujer en la que ni siquiera se atrevía a pensar.

«Ruth le había abandonado, del mismo modo que lo hiciera Libby. Había rechazado el recuerdo, enterrándolo en su mente, pero ahora resurgía, atemorizado, perfilándose en anaranjado y carmesí contra el negro cielo nocturno».

Ruth le había abandonado. Pero eso fue en otro lugar, tiempo atrás. Amargamente, Julian Bahr lo recordó todo.


1995 y la instalación de las naves cohete XAR en el desierto. Tenía doce años y era un chiquillo irascible, solitario y amargado, viviendo en un mundo en el que no había amor, comprensión ni lugar al que anclase firmemente... en un mundo de autoridad absoluta, completa soledad y afectos inseguros. No sabía lo que hacía Howard en la nave espacial. Era un ingeniero de alguna especie, que trabajaba dieciocho horas por día en los laboratorios experimentales, apareciendo raramente por casa y, cuando lo hacía, el asedio interminable que Julian sólo podía observar, impotente, desde lejos. Ruth estaba enferma la mayor parte del tiempo, se marchaba por largas temporadas y estas ausencias, a veces de varios meses hacían que

la vida de Julian fuera estéril, absolutamente vacía. Después, cuando Ruth volvía del hospital, o de la playa donde estuviera «descansando», las cosas recobraban vida y calor. Ella cantaba, charlaba, le abrazaba, lloraba y le ahogaba con demostraciones de cariño empapadas de lágrimas. Estos regresos eran los oasis de su vida, pero entonces llegaba Howard, muy cansado, y las risas y canciones terminaban. A los pocos días, desaparecía la cordialidad de Ruth y surgía de nuevo su nerviosismo, de manera que Julian se retraía de nuevo.

La vida era la vida, y sus hechos eran sencillos e inflexibles. En primer lugar estaba Howard, al que era preciso obedecer, con sus sarcasmos, su crueldad y sus largas y agrias batallas que alejaban una y otra vez a Ruth. Por encima de su padre había un uniformado desconocido, el Ejército que era poderoso y traidor. Su madre, cuando entró en su vida trajo calor, felicidad y amor. Pero después se fue de nuevo, sin previa advertencia, y se encontró solo con Howard.

Le odiaba. Su rebelión era total y no tenía en cuenta las consecuencias. Había las luchas en el patio de la escuela, las raterías, la amarga y obsesiva competición. Sus condiscípulos le odiaban porque él rechazaba sus ofrecimientos de amistad con las amarguras y sarcásticas palabras aprendidas en boca de Howard. Sus maestros le odiaban y él les devolvía este odio con intereses. Y cuando las notas llegaban a casa a manos de Howard, sabía que éste le odiaba, se sentía disgustado con él y le despreciaba, y ante esto no había respuesta, ni forma de contraatacar.

Un día se encontró apuntando con un riñe contra la espalda de su padre. No recordaba las circunstancias; sólo veía claramente el largo y brillante cañón del arma, la mira del extremo y la espalda de su padre, nítidamente delineada a través de la ventana abierta. La escopeta estaba cargada y veía el punto exacto en que la bala haría blanco; excitadamente, se imaginaba los movimientos de su padre cuando cayera hacia adelante sobre el escritorio. Lo imaginó fría y clínicamente, sin el menor sentimiento de interés o afecto. Podía hacerlo, y entonces Ruth volvería a casa y permanecería en ella. Su dedo se apretaba ya alrededor del gatillo cuando se le ocurrió que probablemente Ruth se enfadaría, de modo que bajó el arma y la metió cuidadosamente en su funda. Al día siguiente, llevó el rifle a una cantera y lo tiró al agua.

Después, de un modo increíble, sobrevino la quiebra y el asalto al Proyecto Cohete. Tenía trece años cuando el populacho forzó el recinto de White Sands, asesinando, saqueando y quemando en su camino hacia las odiadas naves espaciales y todos los que habían trabajado con ella. Con el creciente alboroto nacional, se esparcieron los rumores del «día de la gasolina» cuando científicos, ingenieros y técnicos fueron envueltos en trapos empapados de gasolina, le prendieron fuego, y los obligaron a disputar una carrera entre todos, para llegar a un único bidón lleno de agua, situado a noventa metros, mientras la multitud se alineaba, gritando, a ambos lados.

El populacho llegó a la parte que ellos ocupaban en el recinto y el padre de Julian no dudó ni un segundo. Agarró una caja de cartuchos, mientras la pandilla, aulladora, colérica y sedienta de sangre, se acercaba a la puerta delantera. Pero el rifle no estaba dentro de su funda.

Tres de los hombres resultaron muertos y otros dos cayeron sin sentido, antes de que le rompieran un brazo a Howard Bahr, le dejaran desmayado y le arrastraran a la calle. Cogieron a Julian y a Ruth y los sacaron de la casa para que contemplaran los golpes, la mutilación y finalmente la cremación, todo lo cual soportó Howard en obstinado y desdeñoso silencio. En ese día. Julian se dio cuenta de algo muy sorprendente acerca de su padre, aunque aun mientras observaba las anaranjadas llamas que consumían el cuerpo muerto, sintió una rara excitación y liberación.

Retorciéndose, se liberó del hombre que le mantenía sujeto, cogió una lata de gasolina y la arrojó a la cara del matón que había dirigido la ejecución. El hombre rugió y arremetió contra él, pero Julian saltó por encima del fuego. Las llamas alcanzaron al hombre y mientras éste daba vueltas, gritaba y caía al suelo, Julian huyó, atravesando el recinto, ocultándose tras las vacilantes sombras producidas por las hogueras y corriendo hasta que ya no sintió pasos tras de sí, hasta que se encontró respirando ahogadamente, sofocándose por el cansancio y el temor. A lo lejos oyó los agudos gritos de los torturados, pero no le interesaron. Había matado a un hombre, pero esto no era suficiente. Había mucho que hacer antes de terminar el trabajo. Tenía que matarlos a todos.

Cuando volvió, encontró a Ruth esperándole a la sombra de las humeantes ruinas de las casas. Los hombres ya se habían marchado. Su boca parecía una estrecha hendidura; se movía lenta y penosamente, sin atreverse a mirarle a los ojos.


Siguió una confusión de noches y días de pesadilla. Se cometieron más y más actos de violencia, mientras todos los que estuvieron conectados con los proyectos espaciales luchaban por salvar la vida. Julian vivía con Ruth en una iglesia abandonada, y pedía limosna, robaba y forrajeaba como todos en los primeros días de la quiebra, aferrándose a todo lo que le permitiera seguir viviendo o con lo que pudiera hacer negocio. Ruth había cambiado, ya no parecía la misma. Hablaba y reía continuamente, diciendo cosas sin sentido, relatando cosas de sus tiempos de escuela en Vermont y de la pipa de su padre, comportándose como si no hubiera habido ninguna quiebra.

Una noche enseñó a Julian una pequeña botella y él temió que fuera veneno, hasta que ella se lo explicó.

—La he guardado semanas enteras. Es un perfume muy caro.

Le dejó que lo oliera, con los ojos brillantes y él sintió un estremecimiento cuando se dio cuenta de que sólo era perfume.

—Naturalmente, ahora no vale nada —dijo ella—. Todas las cosas bellas y delicadas no valen nada ahora. Tendré que volver pronto a casa.

Había cogido la mano de él, manteniéndola apretada contra su mejilla y estaba arrodillada a su lado en la oscuridad, como si esperara que él le dijera algo confortador, pero no había nada que decir. El no podía robar lo suficiente para alimentar a ambos. Retiró la mano.

Y en la noche siguiente, cuando volvió a casa después de pasarse el día barriendo las calles, Ruth se había marchado. Toda la comida, vestidos y cigarrillos que él guardaba, había desaparecido también. Buscó durante dos días, pero no pudo encontrarla. Entonces tomó una decisión desesperada; escaló la doble valla guardada del recinto de la Policía Militar y se dirigió a los iluminados barracones de los oficiales.

Allí había algunas mujeres, con rostros hambrientos. Alguien tocaba el piano y a través de la puerta medio abierta pudo ver a Ruth, bailando mientras todos la observaban. El rostro de la mujer estaba sonrojado, sus ojos brillaban, agudos y endurecidos por una visión de muerte y odio. Los hombres se reían y gritaban, y ella sonreía, cantando algo en francés y continuando con su danza.

Entonces, Julian se volvió y se marchó, sin mirar atrás. Nunca más pensó en ello hasta ahora, mientras paseaba por el apartamiento vacío de Libby, mirando fijamente los cajones vacíos, el armario vacío y la cuna también vacía.

Golpeó la mesa con el puño, rompiéndole una pata y agrietando el tablero. Sintió dolor en la muñeca y la rabia le dominó. Paseó por el cuarto, casi cegado, golpeando, rompiendo y destruyendo cuanto hallaba a su paso, hasta que la rabia se extinguió, dejando sólo frías y duras cenizas. Entonces abrió la puerta y salió al pasillo.

Libby se había ido. Después de todo lo que él hiciera por ella, hasta después de lo que había sucedido esa misma noche, se había ido, dejándole y volviéndole la espalda.

Pero esta vez él no se iría.

Esta vez no estaba hambriento, ni asustado, ni desvalido. Esta vez tenía el mando y la vería quemándose en el infierno que antes de que hubiera terminado con ella. Esta vez ella sufriría, del mismo modo que él había sufrido.

Y después, cuando terminara con ella, todavía quedaría el niño.

Se volvió a sus hombres y rápida y cuidadosamente, empezó a darles sus órdenes.