XVIII
Una vez derrumbado el muro, Bahr se movió rápidamente, siguiendo adelante con la fuerza de empuje que representaba la seguridad y la esperanza para la gente que esperaba que él los capitaneara.
Ni siquiera Alexander y MacKenzie imaginaron que su hombre actuara tan de prisa. MacKenzie tenía trabajo interminable y una pesadilla de detalles administrativos en las oficinas de campaña del BRINT. Para Alexander, significaba una creciente urgencia desesperada el formular y cristalizar el plan que sólo había delineado vagamente y una urgente necesidad de revaluar continuamente la situación, con la sempiterna responsabilidad de escoger el momento preciso para actuar.
Pasó días enteros revisando los varios volúmenes del expediente de Julian Bahr sacando de los archivos de altas personalidades del BRINT, los cientos de metros de cintas magnetofónicas, los kilómetros de película y la interminable sucesión de documentos que el BRINT había acumulado tan penosamente.
Y con esta ayuda vio temblar, tambalearse y desmenuzarse la estructura gubernamental de la Federación Americana, bajo la fuerza conductora de un hombre y un proyecto llamado Proyecto Tigre.
Los cambios eran muchos y fundamentales. Con el monopolio Robling bajo el control nacional, y personal de Bahr, los primeros hechos sucedieron rápidamente. En White Sands, que durante treinta años fuera una ciudad fantasma, se exhumaron los restos destrozados, quemados, y aborrecidos del antiguo proyecto XAR. Como el ave Fénix resurgiendo de sus cenizas, White Sands se convirtió en una ciudad floreciente. Los edificios fueron reconstruidos; por todo el país se buscaron científicos, ingenieros, técnicos y artesanos... todos aquellos que contribuyeran o podían contribuir, hasta el momento en que las escuelas técnicas recientemente organizadas pudieran proporcionar los hombres necesarios. Se extrajeron planes detallados de los polvorientos archivos, se enviaron materiales al sur y el casco abandonado del último navío XAR desapareció tras un nuevo andamio, por el que pululaban los obreros.
Cuando se leyeron los informes sobre los progresos logrados y los planes de continuación de los trabajos, el director de investigaciones de la sección de defensa del antiguo DEPEX, elevó su protesta.
—Lo que usted propone es imposible —le dijo a Bahr en la calurosa sala de conferencias, llena de gente, cierta mañana—. La economía no puede soportarlo. Requeriría un esfuerzo equivalente a una gran guerra, y aun así nunca podría garantizar el éxito.
—Estamos envueltos en una gran guerra —dijo Bahr—, y tendrán que hacerse cambios en la economía.
—Pero los cambios que usted dice son imposibles sin reducir a la población a un nivel de inanición.
—Eso quizá no sea exacto —dijo Bahr— y ciertamente no tiene importancia. No tenemos alternativa en esa cuestión y morir de hambre es la menor de las amenazas nacionales con la que nos enfrentamos. Sobre todo, no podemos permitimos el ser sentimentales.
Al director de investigaciones se le animó para que aceptara un empleo en otra alta organización, menos comprometida, y Bahr nombró un sustituto más conveniente.
Después de esto, se dieron pasos para alterar la economía de modo que se adaptara a las peticiones que ya estaba haciendo el Proyecto Tigre.
La forma en que Bahr actuó con respecto al DEPCO fue tan rápida como un hachazo, aunque mucho más humana. No arrestó a nadie del DEPCO. Les cortó simplemente los fondos y proveyó de tarjetas rojas a todo hombre, mujer y rapazuelo de la organización. Cogieron a algunos cientos de personas para interrogarlas, pero no hubo purga. El posterior suicidio de Adams fue en realidad un suicidio. Bahr ni siquiera prohibió a los del DEPCO que fueran a trabajar o continuaran sus investigaciones, pero les dijo con firme y reposada voz que la economía estaba reorganizándose para llevar a cabo el Proyecto Tigre y que los programas de investigación en gran escala, que no contribuyeran al objetivo más importante, se suspendía temporalmente. Les prometió que tan pronto como pudiera disponer de los fondos necesarios, recibirían de nuevo sus salarios, pero les informó en varias y sutiles formas de que tal vez esto tardaría algún tiempo.
Y ron todo ello, empezó una infiltración de hombres del D.I.A., en los que podía confiar, en las oficinas, las comisiones planeadoras, los despachos y comenzó un lento e inexorable refuerzo del control, una desviación de las líneas de autoridad para formar una pirámide ascendente que al final conducía al despacho1 y a las manos de un solo hombre. Ocurrieron más incidentes, atribuidos a los seres interplanetarios, con la acostumbrada publicidad y sin que se hicieran capturas, pero el pánico y el terror que siguieron fueron encauzados y mantenidos hacia el rígido programa que había de librar a los cielos de los seres extraños para siempre.
Era un patrón tan viejo como el mundo, que proseguía paso a paso con su terrible familiaridad y Alexander y MacKenzie lo observaban. Todos los verdaderos tiranos de la historia habían seguido el mismo patrón... Napoleón, Hitler, Stalin, Khrushchev... todos ellos lo conocían a la perfección.
Pero Julian Bahr seguía luchando en una guerra mucho más importante, una guerra privada y personal, y golpeaba constantemente la palma de su mano con el puño, mientras las cenizas de su rabia ardían cada vez con más fuerzas.
La red del BRINT y Harvey Alexander emplearon casi una semana en seguir su pista, pero finalmente él la localizó en un sucio cuarto de un tercer piso, en una casa de apartamentos desmantelada de los suburbios de Boston. Sólo tenía la descripción del BRINT, la cual creyó notablemente completa, y empleó tres días en vigilarla, hasta que estuvo convencido de que era la mujer que buscaba.
Cuando por fin estuvo seguro de que el D.I.A. no la había descubierto todavía, subió al piso y llamó.
Estaba completamente borracha y su voz sonaba ronca. Cuando abrió la puerta, iba vestida con un sucio albornoz y llevaba una toalla arrollada a la cabeza; olía a ginebra y a perfume barato. El cuarto estaba en completo desorden, con vestidos esparcidos por todas partes, polvos de maquillaje derramados y la cama desecha.
—¿Desea usted algo? —preguntó roncamente—. No quiero estar en esta puerta toda la noche.
Alexander entró y cerró la puerta. Ella le miró, se encogió de hombros y se acercó al vaso medio lleno que reposaba encima del escritorio.
—Muy bien, entre —dijo—. ¿Quién le pidió que viniera?
Después sus ojos se desorbitaron, pareciendo verle por primera vez, y su cara adquirió una expresión de temor.
—¿D.I.A.? —preguntó.
—Haga un poco de café —dijo Alexander—. Necesito hablar con usted.
—Gracias, prefiero continuar borracha.
La golpeó por dos veces en la cara y la arrastró, cogiéndola por el cuello del albornoz, hasta el lavabo. La hizo vomitar y le lavó la cara con una toalla húmeda. Hizo un poco de café y ella se sentó, inclinada hacia adelante, bebiéndolo con los ojos cerrados, cansada, vencida y mareada. Vomitó la segunda taza; para entonces ya estaba serena y su rostro aparecía exhausto y atemorizado.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Por qué no me deja sola?
Era un mal comienzo y Alexander sacudió la cabeza. Su cabellera pelirroja parecía un estropajo y su boca permanecía abierta, con una expresión, estúpida y vencida. El vio una contusión bajo uno de los ojos, los cardenales de su cuello y rechinó los dientes.
—Por el amor de Dios, lávese un poco y vístase —dijo—. Me pone malo el mirarla.
Ella no protestó, sino que cogió algunas ropas y se encaminó al cuarto de baño.
Las cosas iban mal, peor de lo que había esperado. ¿Cómo era posible que una mujer se hiciera trizas de esta manera? Paseó por la habitación, encendió un cigarrillo y se preguntó si habría cometido un terrible error. La necesitaba, todo cuanto había planeado dependía de ella, pero era preciso que se encontrase fuerte, no deshecha y extenuada.
El vestido y el maquillaje produjeron un gran cambio. Parecía un poco más viva cuando reapareció. Él se levantó.
—Muy bien; me llamo Alexander y no soy del D.I.A. Pertenezco a la Inteligencia del Ejército y estoy asignado al BRINT. Deseo hablar con usted, pero ya casi es hora de comer. Afuera tengo un coche. ¿Dónde quiere que vayamos a cenar?
Libby le miró durante un momento, confusa y sin creerle, con el rostro sonrojado. Después pareció enderezarse un poco, recobrando algo el aspecto de la muchacha atractiva e inteligente descrita en el expediente del BRINT.
—¿Conoce usted Boston? —preguntó.
—Sé de un sitio...
Ella le miró. Cuando llegaron junto al coche, él le abrió la portezuela y las cejas de la muchacha se elevaron ligeramente.
—Si esto es un arresto —dijo—, espero que todos sean como este.
No era un arresto y era de crítica importancia que ella lo comprendiera. Alexander decidió que hacerse amigo de ella había sido lo más conveniente. Una buena comida, un par de combinados, una charla insubstancial, unas cuantas bromas... el ritual de una cultura que por dos veces fuera desarraigada de la saciedad, y Libby Allison fue otra persona. El respeto hacia sí misma había sido pisoteado. Tendría que conseguir los detalles más tarde, pero básicamente ella era una persona fuerte y Alexander empezó a sentir que, posiblemente, lograría lo que deseaba.
No la interrogó esa misma noche, aunque estaba ansioso por sondearla. Ella parecía exhausta y su apartamento seguía en desorden. Dijo que volvería por la mañana y la acompañó hasta la puerta. Antes de abandonar los alrededores, se aseguró de que las patrullas del BRINT sabían lo que tenían que hacer. Era preciso que ella estuviera todavía allí cuando él volviera.
Tal como supuso a la mañana siguiente ella parecía otra. Deprimente como era, el apartamento estaba en orden y ella le ofreció café cuando entró. Hablaron y Alexander le dijo lo bastante para dar a entender claramente que sabía muchas cosas con respecto a ella y Bahr.
Y entonces, de repente, el dolor y la terrible pena se desbordaron en una tormenta de emociones que la atormentaban al querer dominarlas. Alexander escuchó y, por primera vez, supo que vencería.
—Supe que se enfadaría cuando le abandoné —dijo ella—. Pero no me di cuenta de que se pondría tan violenta y negativamente furiosa. No «podía» ser por mí; nunca se preocupó mucho por mi persona. Debía de haber algo más, algo con lo que él deseaba hacerme sufrir.
«La mañana siguiente a mi huida, canceló el DEPCO. Cogieron a la gente para interrogarle y vaciaron los archivos. Canceló también mi acreditación y mi graduación de estabilidad, aunque naturalmente ahora esas cosas no significaban nada, a menos que él lo desee. El primer día sus hombres descubrieron dónde vivía. Cuando volví a casa, me habían robado el coche y mi apartamento había sido saqueado. Cogí a Timmy y busqué otro sitio. Pensé que si podíamos esperar alejados durante algunos días, él lo olvidaría.
Miró a Alexander, con los ojos todavía llenos de pena y dolor.
—Pero me equivoqué, ¡oh!, me equivoqué. Al segundo día bloquearon mi cuenta corriente y me encontré sin dinero. Por la tarde vino la policía, con un comité de Educación y Acondicionamiento. Se mostraron muy apenados, pero firmes. No tenía empleo ni ganaba un sueldo, de modo que no podía mantener adecuadamente a un niño. Se llevaron a Timmy. Creí que conocía a Julian, pero no podía creer que dejara entrar a su propio hijo en el sistema de las Escuelas de Juego. Sólo lo hizo para herirme. Intenté ponerme en contacto con él, pero todo lo que conseguí fue ir de un lado a otro. A los tres días ya no me quedaba dinero ni para comer. Entonces Bahr nacionalizó al edificio donde yo tenía mi apartamento y me echaron. Introdujo esa miserable reforma monetaria y me encontré sin un bono o título que valiera siquiera el papel en que estaba escrito. Hasta mi seguro de vida... bien, ya conoce usted el infierno que ha levantado con esa movilización económica...
Se interrumpió y se sirvió una bebida.
—¿Por qué le abandonó usted? —preguntó Alexander.
—Desearía saberlo. Por Dios que desearía saberlo. —La muchacha se arrojó en el sofá, estudiando su rostro como si pudiera ver escrita en él la respuesta—. Mark Vanner no era en realidad mi tío, pero me educó desde la infancia. Era una personalidad nacional cuando Julian Bahr era sólo un famélico ladrón callejero, que vivía del contrabando de antibióticos estropeados. Mark Vanner mantuvo unida esta nación durante años sólo con su fe, su respeto y una honrada y decente jefatura. ¿Cree usted que Julian Bahr hubiera podido hacer eso?
Extendió las manos con un gesto desesperanzado.
—Vanner era un hombre, un hombre magnífico. Cuando se convirtió en jefe de la planificación económica, no había ninguna fábrica en funcionamiento en todo el país. No tenía dinero, ni una pandilla de pistoleros para apoyarle. Pero habló con la gente y fue a todos los colegios y agencias de defensa y la gente se le ofrecía voluntariamente a cientos y a miles... los mejores cerebros del país. Vinieron a Washington, sabiendo que no les pagarían; era gente sincera, que creía en Mark Vanner y que su sistema social-económico era el único medio capaz de unificamos de nuevo. Harrison, Kronsky, Williams, Otto Lieblitz... mi madre y mi padre, antes de que los mataran... esa era la clase de gente que empezó con el DEPCO.
El silencio reinó en la habitación y la lluvia golpeaba contra la ventana, Libby Allison hablaba y Harvey Alexander escuchaba. Gradualmente, las piezas encajaban una con otras, formando el cuadro que él deseaba ver.
—Trabajaron durante cinco años —continuó Libby—. Reconstruyeron este país, convirtiéndolo de un gigante moribundo en una potencia mundial próspera y estable. En principio se pensó que sólo sería una medida temporal, una oportunidad para que el país se afirmara de nuevo y recobrara la orientación. Yo deseaba ayudar. Quería hacer más. ¿Sabe usted cuántos años tardé en conseguir mi doctorado? Ocho, y tres años de experiencia en un trabajo. Conseguí la graduación más alta de todos los L-12 en los últimos quince años. Me dieron una carta de recomendación por el trabajo que hice en el análisis de las Escuelas de Juego. Y entonces Julian Bahr llegó al poder. Odiaba al DEPCO y lo temía, y en una semana, en menos de una semana, destruyó la organización del DEPCO, que necesitó veinticinco años para formarse.
—Pero esa organización del DEPCO no era del todo buena —dijo Alexander.
—Claro que no, pero el caso es que «tampoco era del todo mala». Y yo, yo fui la loca, la inocente de ojos pasmados. —Se mordió los labios—. Supongo que sabe usted cómo fue el que Bahr consiguiera pasar por las selecciones del DEPCO durante los últimos cinco años. Le encontré por primera vez cuando lo seleccionaban después del Consejo de Guerra que le hicieron. No pude creer que su cociente de inteligencia fuera en realidad tan bajo y deseaba ayudarle para que encauzase aquella terrible energía y ambición. Prácticamente, le obligué a que trabajara conmigo. Me enamoré perdidamente de él en cuanto nos conocimos y me mentía a mí misma en lo que a él se refería, convenciéndome de cosas que jamás hubieran podido ser ciertas. Pero después, cuando hubo destruido el DEPCO ni siquiera pude convencerme a mí misma de que pudiera llegar a controlarme. Vi lo que había hecho. Él sabía que, en mi interior, yo sentía la misma clase de odio que él; lo comprendió cuando ataqué a Adams. Pero cuando me vi allí, mutilando deliberadamente a un hombre al que odiaba, supe que si permanecía al lado de Bahr tendría que destruir las cosas del mismo modo que él «desea» destruirlas. Ya había comprometido al DEPCO, roto todas las promesas y contratos morales que hiciera y traicionando todo aquello en lo que siempre creí.
Aspiró profundamente y extendió otra vez las manos.
—Entonces supe que no podía hacerlo. No me importaba lo que él me hiciera, ni cuánto me odiara; no podía hacerlo.
Guardó silencio durante largo tiempo y Alexander 1c permitió que se recobrara. Ella le miró y emitió una sonrisa insegura.
—Ya no hay mucho que contar. Salí de Nueva York. La policía me detuvo dos veces para interrogarme. Pasé una noche en la cárcel por vagabundear y comprendí que él no renunciaría, que no lo haría hasta que me hubiera destrozado por completo. Robé un coche, me vine a Boston y precipité el coche en el río. No tenía dinero ni documentación, de modo que no podía conseguir ningún empleo. No me atreví a inscribirme para que me dieran manutención gratuita, porque Bahr me hubiera encontrado. Bien, un día u otro me encontrará, pero ahora está demasiado ocupado. Aquí no puedo encontrar trabajo. Tengo tres grados universitarios y un cociente de inteligencia de 150, y ni siquiera puedo conseguir un empleo de camarera. Hacía dos días que no comía cuando llegué a Boston, pero encontré un modo de vivir. No tengo documentos ni acreditaciones. Ni siquiera puedo registrarme como ramera, de manera que cojo lo que puedo. Soy joven, aprendo de prisa, estoy enferma y me emborracho todo lo que puedo. Me odio a mí misma, pero juro por Dios que todavía le odio más a él.
Alexander comprendió que cualquier comentario no haría más que frotar sal en las heridas; finalmente, su reserva se rompió por completo. Empezó a llorar y él la dejó tenderse en la cama y llorar hasta que se durmió, como si fuera una niña. Tuvo una pesadilla y se despertó gritando, pero él la sostuvo, hablándole como se habla a un niño, y después de un rato se quedó tranquila. Por fin se despertó, lo cual Alexander agradeció mucho, ya que estaba poniéndose un poco impaciente y sabía que todavía no había empezado.
Más tarde una Libby más tranquila y comedida demostró que había recobrado parte de su confianza.
Alexander se dio cuenta de que por lo menos había ganado un tanto muy importante: para ella, él era la reencarnación de Mark Vanner. Él jugó entonces sus cartas con gran habilidad, mientras hacía bocadillos y café para los dos. Le contó lo de su degradación desde el BURINF hasta Wildwood, haciendo que se diera cuenta de que también él era un proscrito, aunque estaba en una posición más fuerte y era capaz de ayudarla. Ella lo aceptó; aunque se reprimió después de la desnuda declaración de la mañana, él comprendió que deseaba desesperadamente su amistad.
Con un relámpago de comprensión que ella «era» la hija de Mak Vanner. En el expediente del BRINT se parecía a su madre, pero ahora, al observarla... la habilidad para organizar ideas inciertas e inexactas, su talento para la abstracción... estaba claro.
Esperó hasta que estuvo seguro de que había llegado el momento y dijo:
—Creo que podría descubrir dónde está su hijo —y una puerta que se había cerrado ante la vida de Libby se abrió de nuevo.
—Está en algún lugar dentro del sistema de Escuelas de Juegos —dijo, atreviéndose apenas a creer lo que estaba oyendo—. Los registros deben estar cambiados. Y la gente de Bahr se ha infiltrado.
—Ya lo sé —dijo Alexander—. Pero aun así creo que podríamos localizarlo. Si está en el sistema, el BRINT tendrá registros duplicados.
Ella le miró fijamente.
—¡Si pudiera, si pudiera usted hacerlo!
Estaba interesada, desesperadamente interesada.
Alexander sugirió un plan.
Si conseguían localizar al niño, el BRINT lo sacaría de la Escuela de Juegos. Se conseguiría dinero y Libby y Tim saldrían del país, pasando tal vez al Canadá. En recompensa, Libby ayudaría a Alexander.
—¿Cómo? —quiso saber ella.
—Tiene que ver con Bahr. Ahora no puedo decirle más, excepto que tal vez resulte peligroso para usted.
—Y, en cualquier caso, ¿Timmy saldrá de la escuela?
—Antes de que empiece nada —le prometió Alexander—. Aunque hay una cosa. Tal vez tenga usted que enfrentarse con Bahr y combatirle. Si tiene usted miedo, será mejor que lo diga ahora.
Libby guardó silencio durante un largo rato. Después se volvió.
—No quiero tener nada que ver con Bahr —dijo sordamente.
—Muy bien, pero, ¿qué va usted a hacer con su vida? ¿Emborracharse hasta morir? ¿Olvidar a Bahr y a su hijo? Mire, usted forma parte de esto. Julian Bahr no cayó del cielo. Usted le formó. Y el DEPCO. Vanner... sí, Mark Vanner le formó, con un odio tras otro.
—Lo sé —dijo ella secamente—. Sé la clase de vida que ha llevado. Sé lo que el DEPCO le hizo cuando estaba en Riley. Estaba deshecho cuando le conocí. Yo hice que se recobrara. Hice que luchara...
Se interrumpió.
—Sí, usted hizo que luchara para que construyera un imperio y lo pusiera a los pies de usted. —Se encaró con ella, obligándola a mirarle a los ojos—. ¿Sabe usted por qué huyo de Bahr? Yo se lo diré. Porque ya había usted destruido el DEPCO. Siempre lo deseó.
—¡No es verdad! Deseaba ayudar, hacer todo lo que estaba en mi mano.
—¿Protegiendo a Bahr? ¿Colocándole en el poder?
Se volvió bruscamente hacia él.
—¿Por qué me atormenta? ¡Le odio!
—Usted odia a Bahr. Luche contra él.
—¡Muy bien, lo haré! ¡Ojalá terminara con él!
Contuvo el resto de la frase, pero sus ojos se estrechaban y endurecían por la ira y Alexander supo que la Reina Blanca de esta partida de ajedrez, ya había sido cogida.