VI
El vuelo hasta el Canadá duró ocho horas y, para Julian Bahr, cada segundo fue un tormento.
El BRINT llevaba ventaja, lo que ya era intolerable por sí sólo, y la estaban usando con notorio placer. Aparte del hecho escueto de que una nave inidentificada había aterrizado sin permiso en algún punto del desértico norte de la Columbia Británica, Bahr no pudo sacar ninguna otra información de las oficinas que el BRINT tenía en Nueva York.
Lo sentían mucho, pero se mantuvieron firmes. Londres había sido explícito en sus instrucciones. Si el señor Bahr lo deseaba, podía ponerse en contacto con su agente del BRINT en Montreal y acompañarlo al lugar del aterrizaje. Se había tomado todas las precauciones necesarias; aislar la zona y preservarla hasta que llegara el equipo de investigación del D.I.A... acompañado por el BRINT, naturalmente.
En Montreal esperó, bajo la lluvia y echando peste, durante cuatro horas, hasta que el hombre del BRINT, inexplicablemente retrasado, hizo su aparición. Bahr había tenido bastante experiencia con el BRINT en el pasado para esperar lo inesperado; Paul MacKenzie excedía a sus peores expectativas. El hombre del BRINT era pequeño y delgado, de cabello arenoso, ligero acento escocés y un aire de vacía inocencia en todo lo que decía o hacía. No se presentó ningún equipo del BRINT... sólo MacKenzie, excusándose mucho por su «retraso» y sin impresionarse aparentemente por la presencia del nuevo jefe del D.IA.
Sólo ahora, horas más tarde, mientras las calles y edificios de Dawson Creela se deslizaban bajo su helicóptero, Bahr notó, inquieto, que la fachada de inocencia era tan sólo una fachada y que Paul MacKenzie era muy listo, extremadamente listo, y estaba perfectamente enterado de lo que debía hacer.
Después de abandonar Montreal conversaron prácticamente sobre todo menos el D.IA. el BRINT y el Proyecto Frisco, pero, a pesar de ello, Bahr se enteró de que el BRINT había estado siguiendo los progresos de Prisco durante casi dos meses, rastreó sus unidades en el helicóptero hasta Wildwood la noche anterior y colocó un equipo de intercepción en las fronteras los EE UU. a los quince minutos de la alarma.
Esto no sorprendió a Bahr; sospechó algo parecido porque sabía que las radios de sus helicópteros eran demasiado pequeñas para que sus emisiones pudieran llegar al Canadá, como no fuera bajo condiciones atmosféricas excepcionales. Pero la habilidad con que MacKenzie trajo a colación el asunto, resultó profesionalmente inquietante.
Y, durante todo el tiempo, Bahr no pudo sacudirse la molesta sensación de que el hombre del BRNT muy silenciosa y discretamente, se estaba riendo de él.
—Es sorprendente —dijo MacKenzie, contemplando la pequeña armada de helicópteros que se abría en abanico tras ellos—, es en verdad sorprendente modo como ustedes, los americanos, se las componen para emplear tanta maquinaria en su trabajo. Por lo menos, hay ahí dos docenas de rotores.
—Dos unidades de campaña —dijo Bahr, un poco a la defensiva.
—Dudo que el BRINT pudiera conseguir una docena de esos aparatos en todo el Hemisferio Occidental —dijo MacKenzie—. Siempre tenemos que pedirlos prestados a las Fuerzas Aéreas.
—También nosotros nos encontrábamos con el mismo problema —dijo Bahr— cuando me encargaron de las unidades de campaña. Pero lo arreglé.
—Sí, ya hemos notado que ha habido bastantes cambios en las unidades de campaña del D.IA. desde que usted se hizo cargo de ellas —dijo MacKenzie.
Y, después de una pausa, añadió:
—¿Qué piensa usted hacer con ellas?
—Trabajo según el principio de que es mejor tenerlas y no necesitarlas que viceversa —dijo Bahr.
Contempló el terreno solitario que se deslizaba bajo ellos, cubierto por espesuras de alisos, en una sucesión de bosques, pantanos, maleza y lagos.
—Mire, hablemos de negocios. Debe usted saber algo de lo ocurrido aquí.
—No sé mucho —dijo MacKenzie—. La unidad de radar 1237, a unos ocho kilómetros al norte de aquí, captó un eco a las 15,30 de esta tarde. La unidad de radar 1240 lo confirmó y las dos siguieron la trayectoria del objeto. Se movía muy de prisa y su ruta de descenso era decididamente curiosa.
Entregó el informe a Bahr.
Bahr parpadeó.
—¿Qué alcance vertical de barrido tiene su radar?
—A esta potencia, unos veinte kilómetros. Y un ángulo de barrido de 15 segundos.
—Entonces, ¿por qué no lo captó antes su unidad?
—Tuvimos mucha suerte en que lo captaran —dijo MacKenzie—. Son unidades de Primera Alarma, especializadas en captar trayectorias de proyectiles. Ese objeto no siguió tal trayectoria. En realidad, ningún proyectil, ni siquiera un Robling pudo haber seguido una trayectoria como esa. Ese objeto no pasó sobre el Polo, bajó a plomo.
—¡Pero, según eso, la zona exacta puede estar en cualquier lugar, en un radio de ochenta kilómetros! —estalló Bahr.
—De ciento sesenta kilómetros, para ser exactos —dijo suavemente MacKenzie.
—¿Cómo piensa usted registrar un radio de ciento sesenta kilómetros por esos terrenos salvajes?
—Bien, en realidad no hay muchos caminos para salir de la zona —dijo MacKenzie—. Una sola carretera, la Autopista de Alaska, que hemos bloqueado y dividido en sectores.
—Pero todo eso retrasa el momento de llegar al área del objeto.
—Bien, hasta ahora nos hemos mantenido a un paso de usted —señaló MacKenzie intencionadamente—. Y con toda esa rabiosa charlatanería de las emisoras europeas, nos sentimos obligados a continuar las Investigaciones sobre una base conjunta. Técnicas diferentes y todo eso...
Su forma de hablar era bastante clara, pero no había modo de equivocarse sobre la intención, firme como el acero, de comprobar los métodos del D.I.A. Al BRINT no le agradaba lo más mínimo ese asunto de los seres extraños.
—Además, tal vez tengamos un as en la manga—continuó MacKenzie—. Por aquí acampa un equipo de fotógrafos americanos; por lo menos obtuvieron un permiso para acampar en la zona. Dos hombres y una Hydro de dos ruedas. Son cineastas profesionales y filman documentales para el estudio de la naturaleza. Han trabajado varias veces en esta zona, durante los tres últimos años. Uno de ellos es cámara y el otro tipo es el productor, comentador y lleva a cabo el registro de sonidos. Si tenemos suerte, tal vez hayan visto el disturbio. Es decir, si están por aquí en realidad.
—Supongo que no sabrá sus nombres —dijo Bahr incapaz de evitar que el sarcasmo velara su voz.
—Stanley Bernstein, 42 años, mediana estatura, esbelto, casado, con dos hijos —dijo MacKenzie, como si estuviera leyendo una cinta—. Es el cámara. El otro es Anthony Russel, ante Russano, 33 años, alto más de metro ochenta, también esbelto, de cabello oscuro, soltero. Los dos son de Nueva York. —Se interrumpió, sonriéndole a Bahr—. Tenemos muy controlada esta región, ¿sabe? Difícilmente dejaríamos entrar a nadie en la zona sin someterle a una inspección cuidadosa.
—Lo que no comprendo —dijo Bahr— es por qué una nave de seres extraños ha escogido esta región para aterrizar por primera vez.
—Es bastante obvio, ¿no le parece? Es decir, si esperaban aterrizar sin ser notados. Casi lo consiguieron. —Contempló el mapa—. El campamento de los fotógrafos debiera estar en este lago, al Este. La autopista pasa a kilómetro y medio de la orilla. ¿Por qué no ordena a sus unidades que desciendan ahí y busquen el campamento?
Bahr cogió el micrófono y oprimió el botón. El lago era visible a la luz del atardecer, una pequeña superficie de agua en forma de riñón, a penas diferenciable del cinturón de pantanos, malezas, ramas caídas y espesuras de alisos. Sobre el lago, dos de los helicópteros descendieron casi hasta la altura de los árboles y empezaron a recorrer lentamente la orilla.
Diez minutos después, sonó el altavoz.
—Hay una tienda en el claro de ahí abajo, jefe. ¿Debemos aterrizar?
—Pídales que esperen un poco —dijo rápidamente MacKenzie—. Me gustaría echar un vistazo antes de que entremos en acción.
—Esperen —dijo Bahr junto al micrófono—. Ahora mismo vamos.
El helicóptero se precipitó hacia abajo. Un faro brilló en la luz del atardecer que desaparecía lentamente, dio con un pequeño claro al borde de la orilla del lago y se posó en el techo de lona de una tienda, en el margen mismo de una espesura de alisos.
—No hay fogata —dijo lentamente MacKenzie—. También la tienda presenta un aspecto raro. ¿Aterrizamos y echamos una ojeada?
Bahr dio la orden al piloto y cogió una pistola «burp» del suelo apretando un sujetador en su posición debida. El helicóptero se posó rápidamente en la alta y áspera hierba del claro, con el faro todavía enfocado sobre el parche de lona. Otro helicóptero aterrizó a su lado y Frank Carmine saltó al suelo.
Cuando el quejido de los motores cesó, un silencio mortal reinó en todo el ámbito. No se movía ni una hoja, ni un soplo de viento. El lago parecía de cristal. Bahr y MacKenzie empezaron a cruzar el claro, con Carmine siguiéndoles muy de cerca. Los dos hombres del D.I.A. llevaban pistolas «burp». MacKenzie sólo llevaba una linterna y su pipa. Se acercaron cautelosamente a la tienda.
—Ya dije que me parecía raro —comentó MacKenzie, deteniéndose.
La tienda estaba desgarrada y hecha trizas, como una colada de harapos pendiendo de una cuerda. Una de sus esquinas había sido completamente arrancada, y se veían pedazos de lona chamuscados, casi carbonizados, esparcidos por el suelo.
—¡Jesús! —exclamó Bahr—. Parece como si alguien hubiera cortado la parte posterior de la tienda con un soplete.
—Mire (dónde pisa —dijo MacKenzie vivamente.
Apuntó al suelo con su linterna, a pocos centímetros del pie de Bahr. Había una lata de conserva Bako, a la que le faltaba la parte superior. Los dos se arrodillaron junto al envase. Parecía como si la parte de arriba hubiera sido consumida por el fuego; el borde de metal estaba rizado y presentaba ampollas. En el fondo de la lata quedaban algunos trozos de estofado y un poco de caldo, pegados como jalea.
Rápidamente, MacKenzie dirigió su luz hacia el cajón de las provisiones. Habían abierto la puerta quemándola, produciendo un corte liso y levemente decolorado. Los recipientes de comida se hallaban dispersos por todo el lugar, algunos vacíos y otros sólo abiertos y desdeñados.
—¡Cristo, qué hedor! —exclamó Bahr, moviendo el rayo de luz de la linterna de un lado a otro.
—Espere.
MacKenzie añadió su luz y contemplaron un pequeño y maloliente charco de algo verdoso y repugnante.
—Alguien vomitó —dijo Bahr.
—Sí, estaba a punto de decirlo. Se ve que no pudo resistir el estofado Bako. No puedo culparle por ello, verdaderamente...
—¿Dónde demonios están los dos hombres? —preguntó Bahr—. Han robado su campamento y no hay ni señales de ellos.
Barrió el suelo y los árboles con su linterna.
—¿Por dónde se va al lago?
—En esa dirección, diría yo —MacKenzie empezó a andar por entre los árboles—. Aquí hay un sendero. Será mejor que sus hombres se queden atrás, Bahr. No nos conviene dejar más huellas que las necesarias, hasta que hayamos echado una ojeada.
Bahr indicó con un gesto a Carmine que se quedara atrás y siguió al hombre del BRINT, que se abría camino entre los alisos. Se veía un destello de la puesta de sol sobre el lago. Avanzaron silenciosamente, Bahr sosteniendo la pistola en la mano derecha con el dedo sobre el gatillo, y MacKenzie en cabeza, registrando el terreno con la linterna.
—Deténgase.
Se pararon. Algo brillaba en el sendero. Se acercaron y Bahr encendió también su linterna.
—Una cámara. Es una cámara de cine. ¿Por qué la dejarían aquí?
—La tiraron, diría yo. Parece haber saltado desde...
MacKenzie movió el foco de la linterna, lenta y cuidadosamente por el suelo y el sendero, en dirección al lago.
—¡Cristo! —gritó Bahr.
El foco de la linterna se había detenido. En el pequeño círculo de luz se veía la mano de un hombre, con la palma hacia abajo y los dedos rígidamente engarabitados, que habían excavado cuatro surcos en la blanda tierra cuando sobrevino la última y desesperada agonía.
—Creo que hemos encontrado la zona debida —dijo MacKenzie.
Sobre los árboles colgaban globos de señales, cegadoramente blancos, formando manchas de luz y oscuridad sobre la maleza y los pinos. Abajo, en el suelo, estallaban luces de magnesio y pequeños grupos de hombres se movían activamente, mirando, midiendo, comprobando, fotografiando, recogiendo pruebas, trabajando en silencio o hablando en voz baja, pero todos afanándose desesperadamente.
Al otro lado del claro se revelaba la película de la cámara, #n el laboratorio portátil que llevaba uno de los helicópteros del D.I.A. Bahr y MacKenzie se hallaban junto al cuerpo mientras lo tapaban con una manta. El pecho del hombre mostraba un agujero grande y goteante y en el suelo había una mancha apestosa y horrible, como si el carnoso contenido del tórax se hubiera derretido, dejando los huesos pelados de la cavidad.
El cuerpo estaba encarado en dirección contraria al lago, desmadejado, con las manos abiertas y el rostro congelado en una expresión de inimaginable horror.
—Bernstein —dijo MacKenzie—. Es lo que sugiere la cámara.
Bahr gruñó:
—Lo sabremos dentro de un minuto. Un hombre está comprobando sus huellas dactilares y la forma de su dentadura. —El hombre corpulento hizo una pausa, mirando hacia el lago—. Huía de algo, eso es seguro. Debieron herirle por la espalda.
—¿Con qué? —inquirió MacKenzie.
—Con una especie de bala dum-dum.
—A mí me parece más bien un producto químico.
—Bueno, ¿y qué diferencia hay? —dijo Bahr irritadamente, fastidiado por las tranquilas y enojosamente razonables contradicciones del hombre del BRINT—. Haremos un análisis en el laboratorio, naturalmente.
—Tal vez —sugirió MacKenzie— pudiera usted consultar con Oredos Vegas, en el Centro de Investigación Cancerosa de Puerta Rico. Ha estado trabajando en enzimas proteolíticas... es el número uno en ese campo.
Bahr se volvió a Carmine.
—Pida a la sección mecánica del DEPEX que repasen los índices de disolventes de proteínas y nos informen sobre el trabajo de ese hombre —dijo—. Si ha hecho algo estará en los archivos.
—Lo dudo —dijo MacKenzie—. Sus archivos quizás estén algo retrasados respecto a este investigador. Vegas no publica sus trabajos sin terminar.
—Entonces, ¿de qué lo conoce usted?
—Tenemos un contacto de alerta en el Centro de Investigación —dijo amigablemente MacKenzie.
Bahr frunció el ceño, reprimiendo un violento y repentino deseo de coger al pequeño escocés por la garganta y estrangularle. Como de costumbre, la opinión ecléctica sobre la inteligencia, presentada por el BRINT, les llevaba un paso de ventaja.
—Muy bien, si no podemos resolver el problema nosotros mismos, haremos que venga en avión a nuestro laboratorio y le pondremos a trabajar en el caso —dijo Bahr.
MacKenzie se rió de buena gana al oír esto. Bahr giró y se encaminó hacia el pequeño grupo de hombres que estaban en la orilla del lago, con Carmine a su lado y el hombre del BRINT siguiéndoles.
Carmine hojeó un bloc de notas.
—Tenemos una unidad de campaña registrando la maleza y un grupo estudiando la zona del campamento. En la orilla del lago hay algunas huellas de pisadas, pero no son muy claras. Debe de haber llovido.
—¿Hay algo de las barreras de la carretera?
La expresión, mezcla de burla y desprecio de Carmine, indicó lo que pensaba sobre los bloqueos de carreteras del BRINT.
—Pero hemos encontrado el dos ruedas. Se estrelló contra los árboles a unos noventa metros de la carretera.
Bahr asintió.
—Esto empieza a encajar —le dijo a MacKenzie—. La nave aterrizó en algún lugar cerca de aquí, alguien se acercó al campamento, mató a Bernstein e intentó comer parte de las provisiones que allí había, luego trató de utilizar el coche para salir a la autopista.
—¿Es ese el análisis que hace usted de lo que ve? —interrumpió MacKenzie.
—¿Hay algún error en él? —espetó Bahr.
—Sólo una cosa. ¿Dónde está Russel? El otro hombre.
—Encuéntrenlo —ordenó Bahr a Carmine—. O a su cadáver. Y dígales que se apresuren con esa película.
Atravesaron el claro, pasando entre los grupos de hombres del D.I.A. haciendo oscilar las linternas, inútiles ahora a causa de las señales. Mientras andaban, Bahr contenía su ira, preguntándose qué demonios estaba haciendo aquí McKenzie, entremetiéndose por todas partes en primer lugar, maravillándose de cómo podía estar investigando ya que no parecía llevar ni sombra de equipo con él. No fotografiaba ni medía nada, ni tomaba muestras; de hecho, el hombre del BRINT parecía andar de un lado para otro con su deformado abrigo escocés, las manos metidas en los bolsillos, observando, como si estuviera verdaderamente asombrado por las extrañas e inexplicables actividades de los hombres del D.I.A.
Diferencia en los métodos, había dicho MacKenzie. Los crímenes investigados por el BRINT eran deliberados, con distribución lógica del motivo y la violencia, y por lo tanto podían resolverse con un análisis introspectivo de los principios primarios, mientras que los crímenes investigados por el D.I.A. consistían en la conducta característica e inconsciente de anormales —criminales— y por lo tanto se resolvían por medio de medicinas y clasificaciones. (Risas del BRINT, risas burlonas.)
Durante un breve y glorioso instante, Bahr tuvo una visión mental de MacKenzie reducido al tamaño de un ratón y cogido en una ratonera, el pecho completamente abierto por una enorme incisión de escalpelo, y Bahr; con un cristal de aumento y una sonda extraía el corazón del hombre del BRINT y contaba cuidadosamente las contracciones «tac-tac» para descubrir qué era lo que lo hacía latir. Una vez extraído el Corazón, echó el cuerpo en un tanque de alcohol. La imagen se repetía en ciclos, sincronizada con los pasos de Bahr, de modo que cada vez que su píe derecho pisaba, el corazón salía y cada vez que lo hacía el pie izquierdo, el cuerpo caía con un golpe sordo dentro del tanque.
Cuando llegaron junto al coche destrozado, Bahr había destruido personalmente a todo el BRINT, un hombre-ratón tras otro.
El cuerpo de Russel no estaba en el coche siniestrado, ni cerca de él. No había huellas en el sendero que conducía a la carretera, ni ninguna señal de desorden en la maleza de los alrededores. El bosque bajo era una espesura de alisos, que crecían muy juntos, y de arces; un hombre tardarla diez minutos en pasar a través de tres metros de esa espesura.
—Ese hombre no puede desvanecerse así como así —gruñó Bahr.
—Los helicópteros han estado registrando la maleza con focos —dijo Carmine—. No han encontrada nada.
—Pero eso es imposible. Sea lo que sea lo que mató a Bernstein, no dejaría que su compañero escapara. No tiene sentido.
—Me parece —dijo lentamente MacKenzie— que es perfectamente obvio lo ocurrido. Si yo tuviera a mano sus recursos mandaría a buscar un equipo de hombres-rana.
Bahr se volvió y le miró fijamente.
—¿Cree usted que la nave aterrizó «dentro» del lago?
—¿Qué mejor lugar para esconderse? Y ¿por qué supone usted que los seres de la nave se dispusieron a cruzar la campiña inmediatamente? A mí me parece que primeramente necesitarán información (sobré el país, carreteras, lugares donde esconderse) de alguien que conozca la zona. Alguien como Russel, por ejemplo.
Bahr se rascó la barbilla.
—Han estado apoderándose de hombres por todo el país... estamos seguros. —Se volvió a Carmine—; ¿Cuánto tardaría en traer aquí a Van Golfer? Con un equipo completo?
Carmine calculó rápidamente.
—Quizás horas —dijo.
—Vaya a buscarlo —dijo Bahr—. Esta vez no habrá trucos como el de Wildwood. Si la nave está ahí la sacaré aunque tenga que regresar y desecar el lago para conseguirlo.
Varios metros de película sobre la vida de los pájaros pasaron ante la pantalla, buenos, malos y a veces desenfocados. De pronto apareció una toma del cielo, sin filtro, y muy cerca del sol. Bahr entornó los ojos ante la brillantez y dio un manotazo a los mosquitos que llenaban la pequeña tienda de proyección de campaña.
—Debieron ver la nave —dijo Bahr.
MacKenzie gruñó cuando apareció la secuencia siguiente. Era mucho más oscura, tomada a través del lago... algo que descendía sesgando hacia el agua, una salpicadura cuando un objeto plano, parecido a un disco, rozó el agua como una piedra, saltó otra vez y se hundió. La cámara siguió el salto, mostrando luego un largo trozo de película mientras la superficie del lago se tranquilizaba y las olas se calmaban.
—Demasiado lejos de la cámara para verlo bien —comentó Bahr—. tendremos que mirar algunas diapositivas.
Algo pequeño e indistinto apareció en la superficie del lago, como un corcho, descendió otra vez y flotó. La cámara lo siguió mientras se acercaba desde el medio del lago, como una manchita apenas visible. La mancha dejaba una pequeña estela, se aproximó hasta unos pocos metros de la orilla, directamente bajo la cámara, empezando luego a emerger del agua.
Se veía con bastante claridad, a pesar del leve temblor de la cámara. Era un casco bulboso y reluciente, de sesenta centímetros de diámetro y, bajo el casco, apareció un traje de presión chorreante, que cubría un cuerpo bisimétrico, completamente humanoide excepto por las grotescas piernas, largas y delgadas. Salió del agua haciendo un esfuerzo, mostrando su estatura, que podía fácilmente ser de tres metros, y se dirigió hacia la cámara.
Bruscamente, la película terminó.
MacKenzie frunció el ceño ante la pantalla cuando las luces se encendieron.
—Esto responde en parte a sus preguntas —dijo—. Aterrizó en el lago.
—Mande a esos hombres-rana ahí abajo —dijo Bahr—. Quiero que dos helicópteros se mantengan encima, con cables colgando, a punto de sacarlos con la mayor rapidez. Y, ¡Carmine!
—¿Qué, jefe?
—Quiero un informe sobre el charco que hay detrás de la tienda y otro sobre la materia del pecho de Bernstein.
—Lo comprobaré —dijo Carmine—. Y tiene un mensaje urgente para usted en la radio.
Bahr buscó al helicóptero que estaba provisto de la estación de radio y cogió la hoja amarilla del mensaje. Estaba firmada por el jefe del DEPEX en Nueva York.
BAHR DIRECTOR DEL D.I.A. PUNTO REFERENCIA PROYECTO FRISCO PUNTO INFORMAN JAMES CULLEN Y ARNOLD BECK DESAPARECIDOS DOMINGO TARDE DE UNIVERSIDAD MICHIGAN ENCONTRADOS POR POLICIA ANDANDO ATURDIDOS CENTRO LOS ANGELES A 22 HORAS PUNTO EN TOTAL ENCONTRADOS TREINTA Y TRES CONDICIONES SIMILARES PUNTO CREEMOS IMPORTANTE INFORME POR FAVOR.
Bahr sonrió de pronto a Carmine, tendiéndole la hoja de papel.
—Algunos de nuestros desaparecidos regresan. Frank, quiero que tú te encargues de todo lo de aquí. Que no se escape nada. Conserva a MacKenzie a tu lado, si insiste, pero consigue que esos hombres encuentren la nave, aunque sea lo último que hagas en la vida. Quiero saber por qué están aquí y lo que han hecho a ese Russel. —Hizo una pausa—. Voy a ver que les han hecho a Cullen y Beck...
El radiotelegrafista levantó la vista, con los auriculares puestos.
—Otro mensaje urgente, jefe. Personal, de Abrams, desde Chicago.
El mensaje se componía únicamente de tres palabras y Bahr maldijo cuando lo hubo leído.
—¿Qué es? —preguntó Carmine.
—Alexander —respondió Bahr roncamente—. Nuestro amable, inocente y chapucero comandante Alexander. Se ha escapado del Kelley.
Carmine parpadeó.
—Jefe, si llega hasta el DEPCO...
—No lo conseguirá. —Bahr garrapateó un rápido; mensaje con la prioridad del Provecto Frisco y se lo entregó al radiotelegrafista—. Abram conoce su obligación. O sería mejor que la conociera.
MacKenzie se acercó por el sendero, acompañado
por un técnico del DJA., calvo y cubierto con una bata.
—Acertamos sobre lo de Bernstein, Fue una especie de enzima proteolítica.
El técnico señaló una pequeña zona ulcerada sobre el dorso de su mano.
—Todavía sigue activa como un demonio.
—¿Y el charco?
—Nada. La comida no fue masticada, sino sólo descompuesta por ácidos y vomitada —Bahr asintió.
—Muy bien, continúen con ello, Y llamen a un helicóptero. Tengo que marcharme a Chicago. ¡Carmine! Ocúpese de esa nave.
Estaba mirando en dirección al lago cuando sobrevino la explosión... una repentina luz y una columna de agua saltaron por los aires seguidas inmediatamente por la honda expansiva que los alcanzó como un estallido amortiguado. La luz se extinguió y los árboles se sacudieron cuando el repentino soplo de viento los alcanzó. Bahr se echó a correr hacia el agua, con MacKenzie a su lado.
—Esos pobres diablos no tuvieron ni una oportunidad —murmuró MacKenzie.
Bahr no dijo nada. Durante un largo momento su rostro decidido y obstinado se relajó, palideció y su fuerte mandíbula colgó flojamente, como si no pudiera respirar. Después dio media vuelta sacudiendo aún la cabeza.
—Ya es demasiado tarde para hacer nada —dijo MacKenzie.
—Otra vez —dijo lentamente Bahr—, ¡Lo han hecho otra vez!
Con un esfuerzo se dominó y su mandíbula se cerró apretadamente. Sus ojos se encontraron con los de MacKenzie y los dos hombres se miraron. La hostilidad había desaparecido, en forma extraña, de los oíos de Bahr. Por un momento, MacKenzie experimentó el fugaz sentimiento de eme si pudiera decir lo más apropiado, las cosas entre él y Bahr serían diferentes de aquí en adelante, pero no se le ocurrió ninguna idea y el instante pasó. El rostro de Bahr aparecía duro y reservado cuando se volvió hacia Frank Carmine.
—Envía en busca de un equipo médico. Haz lo que
puedas reúnete conmigo en Chicago. Prepárate para llevar a MacKenzie cuando desee marcharse.
Carmine asintió y se puso a organizar las actividades del D.I.A. mientras Bahr, todavía tranquilo hasta un punto casi pasivo, subía al helicóptero y se sentaba pensativo y silencioso, al tiempo que el rotor adquiría velocidad y se elevaba del suelo.
La última cosa que vio a la luz de los faros de inundación fue a Paul MacKenzie, un poco apartado y observándole, y se asombró vagamente ante el aspecto de aturdimiento y preocupación que mostraba el rostro confuso del hombre del BRINT.