VII
—No puede usted interrogar ahora a esos pobres diablos —dijo el doctor Petri—. Están exhaustos. Apenas se han recobrado del «shock». El único motivo de que no estén ahora mismo bajo los efectos de un fuerte sedante, es que sus hombres me dijeron...
—Lo sé, lo sé —dijo Bahr con impaciencia—. Es una pena, pero tienen que ser interrogados.
—Conseguirá mucho más de ellos si los deja dormir durante ocho horas. —El doctor hizo girar un mando de la televisión tridimensional—. Mírelos.
Bahr contempló la imagen de la televisión dé la Guardería Crítica. Allí estaban los hombres, no dos, sino hasta siete, incluyendo al eminente James Cullen, de la Universidad de Michigan, uno de los principales sociólogos-economistas del país, y según se decía, uno de los diez hombres en todo el mundo que comprendía por entero las implicaciones sociales, económicas y sicológicas de las ecuaciones Vauner-Elling. Estaban tumbados en unas sillas extensibles, con los ojos vidriosos y macilentos, intentando descansar y dormir hay después de las drogas alimenticias que les habían dado. No parecían los científicos de vanguardia de ningún país. Parecían cadáveres vivientes, espectros.
—No podemos esperar —dijo Bahr—. Si los dejamor dormir, no se despertarán hasta dentro de unos días y nos urge saberlo que les ha pasado.
—Señor Bahr, no comprende usted la tensión...
Bahr se puso en pie.
—Usted se ocupa de los cuerpos, doctor. Yo tomaré las decisiones de lo que haremos con ellos. Quiero que los pongan en cuartos separados y deseo que alguien me acompañe, alguien que pueda mantenerlos despiertos. Quiero decir completamente despiertos.
El doctor suspiró y salió del despacho, dejando a Bahr que, en esos momentos, estaba contemplando el reloj de pared. Pensó en el viaje de retomo desde el Canadá. Un coche del D.I.A. le esperaba en el campo de aterrizaje y le transportó a toda velocidad por las calles de Chicago, con la sirena aullando a toda potencia, pero hasta ese corto trayecto le recordó bruscamente los cambios que habían tenido lugar desde la incursión de Wildwood.
No vio el normal bullicio mañanero de gente por las calles céntricas. En cambio, la gente se reunía en grupos por las esquinas, entrando con indiferencia en los edificios. Una enorme multitud se había reunido para ver el noticiario de la mañana, proyectado en la pantalla de ocho pisos del edificio del Tribune, con John John retransmitiendo las últimas informaciones del BURINF, pero era una multitud intranquila. Durante el trayecto hasta el hospital oyó una docena de veces la sirena de la policía.
Y en el hospital la repentina aparición de las cámaras de la televisión y de una docena de periodistas, todos hablando a la vez sobre un aterrizaje de seres extraños, pidiendo confirmación o negativas, quejándose amargamente acerca de la escasa información que le proporcionaba el BURINF.
Se abrió camino entre ellos a fuerza da codazos, repitiendo:
—Lo siento, muchachos, nada por ahora.
Hasta que la voz de una mujer, bastante aguda, sobresalió por encima del murmullo de las voces.
—¿No es cierto, señor Bahr, que su nombramiento como director del D.I.A. no ha sido aprobado en espera de una comprobación del DEPCO?
Bahr se detuvo, localizando el rostro de la mujer.
—¿Quién le dio esa información?
—Son sólo rumores, señor Bahr.
—Bien, puede usted publicar que me he hecho cargo del puesto de John McEwen en el D.I.A. en espera del nombramiento de un nuevo director, por razones de seguridad nacional rehusando esparcir rumores desagradables. —Echó a andar y añadió—: No sé quién será el nuevo director y ahora tampoco me importa. Simplemente estoy realizando un trabajo que tiene que hacerse.
Había sonado muy bien, pensó ahora, pero se había acercado demasiado al blanco. Alzó la vista cuándo el doctor Petri se acercó a la puerta, dirigiéndole una inclinación de cabeza.
—Muy bien, señor Bahr. Pero le prevengo...
Uno de los ayudantes de Bahr les detuvo en el corredor.
—Está aquí el señor Whiting, del DEPCO, que quiere verle, jefe.
Bahr frunció el entrecejo.
—Estoy demasiado ocupado —dijo.
—Tiene prioridad AA y dice que es sobre ese asunto de los seres extraños.
—¿De qué oficina del DEPCO? —dijo Bahr parándose repentinamente.
—La de Asuntos Exteriores. Es sobre esas emisiones de radio.
Bahr se tranquilizó. No era la oficina de Adam. No deseaba hablar en este momento con nadie del DEPCO, pero una prioridad AA era difícil de ignorar
—Dígale que espere. Le veré tan pronto como pueda.
Entró en una pequeña habitación blanca. El operador de polígrafo estaba preparado y una bandeja esterilizada descansaba sobre la mesa.
—Muy bien —dijo Bahr al doctor—. Hagan venir a Cullen.
Dos hombres del D.I.A. introdujeron a Cullen en la habitación. Era un hombre de unos sesenta años, con el pelo gris, de aspecto arrugado y macilento; se inclinó y bizqueó un poco, como si las brillantes paredes blancas le dañasen la vista. Se apoyaba pesadamente en sus dos acompañantes, pareciendo estar al borde de un colapso nervioso. Sus ojos tenían el crudo y antinatural brillo del desvelo producido por la anfetamina.
Bahr lo condujo hasta el asiento PG, sacando su cartera y mostrándole su tarjeta ID.
—Soy Julian Bahr, doctor Cullen. Director del D.I.A. Nos gustaría preguntarle algunas cosas.
—Por favor —dijo Cullen sordamente—. Déjenme dormir. Han estado interrogándome días enteros, ya no puedo pensar más.
—Seremos tan breves como sea posible —le instó Bahr.
Hizo un movimiento de cabeza y los técnicos ataron uno de los receptores de polígrafo Gronklin alrededor del pecho de Cullen.
El viejo sacudió débilmente la cabeza.
—¡Déjenme solo! Ya no puedo contestar a más preguntas.
—¿Quién ha estado preguntándole?
—No lo sé, no lo sé. Alguien. Tengo el cerebro vacío.
La mandíbula de Bahr se cerró con fiereza.
—¿Se llama usted James Cullen?
Cullen no respondió.
—Doctor Cullen, tengo alguna idea sobre lo que acaba usted de pasar. Si lo que creemos es cierto, más de cuarenta colegas suyos están pasando ahora mismo por idéntico trance. ¿No quiere usted ayudamos a acabar con esto?
El anciano movió desesperadamente la cabeza.
—No sé nada. Estoy cansado. No recuerdo lo que sucedió.
—Nosotros le ayudaremos a recordar.
—¿Sabe mi familia que estoy a salvo?
El puño de Bahr se cerró al oír la disgresión.
—Se lo dirán. Ahora responda sólo a mis preguntas. Diga únicamente sí o no. —Se recostó en su silla y enrolló hacia adelante el papel del polígrafo—. ¿Es usted profesor de los principios Vanner-Elling en la Universidad de Michigan?
De nuevo Cullen se negó a contestar. Bahr golpeó la mesa con el puño cerrado, notando con satisfacción el cambio repentino de la presión sanguínea cuando sonó el golpe.
—Creo que está usted cansado —dijo solícitamente—. Creo que será mejor que le demos algún estimulante.
—Por favor...
—Sólo un poco de adrenalina y anfetamina. Se sentirá un hombre nuevo.
El técnico sujetó con una abrazadera el brazo de Cullen, fallando deliberadamente la vena por dos veces. En un instante, el corazón de Cullen empezó palpitar desesperadamente contra el constrictor pectoral, mientras sus ojos parpadeaban rápidamente
—Preparen otra dosis para el caso de que empiecen a adormilarse —dijo Bahr.
Cullen se mostró verdaderamente bastante cooperador después de esto y su memoria se volvió notablemente clara, por lo menos en algunas cosas. Habían exasperantes vacíos en su historia, pero el esquema era bastante claro.
Había sido raptado de su casa de Ann Arbor el domingo por la noche. No podía recordar cómo, ni el aspecto de sus raptores.
Recordaba vagamente haber hecho un recorrido bastante largo en una especie de vehículo, una habitación extraña y luces cegadoras.
Y las preguntas...
—¿Quién le interrogaba...?
—No pude verlo. Era sólo una voz. Una voz rara.
—¿Una voz humana?
—No. Definitivamente no... no la que yo oí. —El anciano dudó—. No tenía sentido, pero estoy seguro, de que era un «hablador».
Las cejas de Bahr se elevaron excitadamente al técnico. El «hablador» electrónico, el cual convertía los dibujos punteados de las cintas en sonidos hablados, fue construido en principio para las comunicaciones habladas a larga distancia, siendo particularmente útil cuando se necesitaban señales que se perdían en parte. La voz incompleta al ser reflejada por, la ionosfera fluctuante, solía salir del «reunidor» en una serie de gemidos, estallidos y silbidos. El «hablador» reducía las palabras a una ráfaga de siete caracteres pulsados, reuniéndolos y desenredándolos en el punto de recepción. Era bastante seguro, pero la voz conservaba siempre tonalidades del lenguaje electrónico y una fácil identificación por cualquiera que lo hubiese oído con anterioridad.
—¿Ha oído usted alguna vez un «hablador»? —preguntó Bahr.
—Los usábamos en el Centro. Para las comunicaciones a distancia y para propósitos de traducción.
—Y ¿de qué trataban las preguntas?
Sobre esto Cullen fue muy explícito. Le habían planteado centenares de preguntas acerca de su trabajo en Michigan, especialmente en lo referente a las ecuaciones Vanner Elling y su aplicación corriente para controlar la estabilidad psicológica y económica del país, a partir del colapso económico de la quiebra de 1995. Le interrogaron acerca del funcionamiento de las votaciones, del empleo de las máquinas al delimitar los planes de producción y anticipar los puntos psicológicos débiles en los diferentes segmentos de la sociedad.
Se negó a contestar a las preguntas sobre un proyecto altamente clasificado y le trataron con repetidos electro-shocks de pequeño voltaje, hasta que se desmayó. No podía recordar cuándo volvió en sí. Su último recuerdo era el de haber andado, sumido en una gran confusión, por las calles céntricas de Los Angeles, hasta que la policía le detuvo por vagabundo.
También se negó a decirle a Bahr lo que era el proyecto, ni nada sobre él, aunque Bahr le amenazó con inyectarle más anfetamina. Cullen sabía lo que era la Seguridad y nada más que un examen sin restricciones del BRINT le hubiera sacado informes de alta importancia. Bahr tomó nota al instante para que se hiciera sobre Cullen una investigación de antecedentes tipo 4, tan pronto como las cosas se arreglaran; a Bahr no le gustaba que la gente le negara nada.
Los otros seis hombres, mucho más cooperadores, también fueron sacados de sus casas, por lo que sabían, el domingo por la noche y por captores inidentificables. Eran dos sociólogos, un biólogo, dos lingüistas y uno de los pocos físicos del país que todavía trabajaba en física. Todos fueron intensamente interrogados sobre sus respectivas esferas de trabajo, sin ver nunca al que preguntaba y todos confirmaban el sonsonete de un «hablador» intermediario. Uno de ellos había sido lo bastante indiscreto, después de dos horas de electro-shock, para divulgar cierta información sobre el proyecto de alto interés con el que se hallaba en contacto en su trabajo para el DEPCO. Esto se vio en el P6, naturalmente, y Bahr tomó nota de sacar tanta información del hombre como le fuera posible para los planes de investigación del DEPCO, antes de devolverlo a este organismo para que le procesaran.
Esto no se llevó a cabo debido a que el hombre s# suicidó algún tiempo después de la entrevista, lo cual molestó considerablemente a Bahr. Esté no permitía que la gente cambiara sus planes.
Pero el esquema apareció tan claro cuando se conocieron todos los datos, que no era posible equivocarse. Los siete hombres fueron secuestrados por alguien, llevados a algún lugar, y les extrajeron sistemáticamente toda la información que conocían; después los dispersaron por grandes zonas, en un estado de confusión y con los nervios destrozados.
Bahr cerró el cuaderno y se dirigió a la habitación dónde los repatriados habían sido reunidos después del interrogatorio. El doctor Petri andaba por allí esperando ansiosamente que le permitieran administrar los sedantes. Bahr se encogió de hombros ante sus protestas y dirigió un movimiento de cabeza a los dos hombres del D.I.A. que montaban guardia junto a la puerta. Uno de ellos era un hombre alto y corpulento, con aspecto de marino y un rostro duro de presidiario; devolvió brevemente la inclinación de cabeza y enderezó automáticamente los hombros cuando Bahr entró en la habitación.
Los repatriados levantaron apáticamente la mirada mientras Bahr colocaba su pesado pie sobre una silla y se encaraba con ellos.
—Bien, por el momento hemos terminado el interrogatorio —dijo Bahr—. Cuando el doctor Petri esté satisfecho de su estado físico, se les pondrá libertad.
Contempló las cabezas inclinadas y oyó el suave suspiro de alivio que recorrió la habitación.
—Sin embargo, se les mantendrá a ustedes bajo completa vigilancia de seguridad.
Esto equivalía a un arresto en sus propias casas. Las cabezas se levantaron en un nuevo gesto de protesta.
—Pero usted ya nos ha interrogado —dijo débilmente Cullen.
—Deben ustedes darse cuenta de que, bajo estas circunstancias, no podemos suponer que todo lo que nos han dicho sea cierto —dijo Bahr.
—Pero seguramente los registros del polígrafo...
—Tal vez no signifiquen nada. Yo sé que nunca hemos encontrado occidentales que pudieran engañar a nuestro sistema de polígrafos bajo un tratamiento adecuado de drogas. Desgraciadamente, los resultados no son concluyentes cuando se trata de orientales, los cuales tienen una noción diferente de la verdad y en particular al tratarse de yoguis, que pueden controlar su sistema del gran simpático.
Cullen estaba ahora sentado muy erecto en una silla, con el rostro enrojecido por la cólera.
—Señor Bahr, tenemos algunos derechos legales.
—Por ahora, doctor Cullen no tienen ustedes ninguno —respondió ásperamente Bahr—. Hasta que no se pruebe lo contrario, estamos obligados a suponer que sus raptores fueron seres interplanetarios, que llevaban a cabo los primeros intentos de una invasión. Ustedes han estado en contacto con esos seres... Son «los únicos» que lo han hecho. Por la forma en que fueron raptados, parece obvio que esos seres son capaces de entrar en nuestras ciudades sin ser detectados, bien disfrazados de humanos o bien usando y controlando a los hombres. Muy bien, saque usted a las conclusiones. Si sus secuestradores poseen técnicas de control mental desconocidas para nosotros, pueden resultar ustedes unas víctimas peligrosas. No podemos correr el riesgo de que no lo sean.
Se detuvo, esperando a que todas sus palabras profundizasen.
—Bien, si lo han comprendido, continuaremos. Serán ustedes puestos en libertad, pero bajo la custodia del señor Yost. —Indicó al hombre de rostro duro y aspecto de marino—. Serán responsables ante el señor Yost de cuanto hagan o digan. No responderán ustedes a las preguntas ni harán declaraciones. Si encuentro alguna cita, admisión o su posición en cualquier emisión de TV, el señor Yost se encargará de mejorar su comprensión de lo que es seguridad.
Yost los acompañó hasta la sala de recuperación. Bahr había visto la chispa de envidiosa admiración que brilló en los ojos de Yost y sonrió, satisfecho. Yost era un antiguo teniente del 801 que estuvo en una penitenciaría de Texas convicto de estupro, asalto a mano armada y de otra docena de crímenes violentos. antes de hacerse voluntario. En Texas fue el matón de la cárcel; en el 801 dio con su vocación y había endurecido a su pelotón de guerrilleros y, posteriormente, a su unidad de campaña del D.I.A. convirtiéndola en una fuerza terrible, violentamente peligrosa. Yost sólo creía en una cosa —el poder— y para él, Bahr era poder. Temía a Bahr y le odiaba, pero estaba decidido a obedecerle hasta la muerte. Bahr lo sabía y se fiaba de ello. Reconocía las ventajas de un subordinado temido y odiado por todos, quien le hacía todos los trabajos sucios.
Y estaba seguro de que cuando los repatriados fueran puestos en libertad, ya habrían transferido permanentemente su temor y su odio de su persona a la de Yost.
Empujó la silla hacia atrás y fue, escalera arriba, a encontrarse con el comité del DEPCO que le esperaba.
El Departamento de Control, la oficina multifacética e intrincada que ejercía el final y definitivo poder ejecutivo del Gobierno de Estabilidad Vanner-Elling, era una organización de amor.
Julian Bahr había necesitado varios años y cientos de encuentros con hombres del DEPCO, de mayor importancia, desde las sesiones ejecutivas de alto nivel-3 con los Jefes Conjuntos hasta los más casuales encuentros en fiestas particulares, para darse cuenta de la veracidad fundamental de este hecho y después, comprender por entero sus implicaciones. Libby Allison lo negó vigorosamente y con el mismo ardor (aunque inconscientemente) lo probó en sus batallas armadas y conversaciones con Julian. Lo había oído de labios de altos oficiales del DEPCO, quienes no tenían idea de lo que estaban admitiendo y también lo oyó decir a otros hombres del DEPCO que lo reconocerían y, sin embargo, lo admitían.
El DEPCO era una organización de amor. Todo lo que hacía tenía insinuaciones de amor. Inevitablemente, esto oscurecía su juicio. Igualmente inevitable era que esto lo atrincherara con increíble firmeza en la posición de poder que mantenía desde que Mark Vanner puso en funcionamiento su control de ecuaciones en una amplia base de gobierno, después de la quiebra. Era extremadamente difícil atacar al amor convertido en institución y llegar muy lejos en ese ataque.
Para Julian Bahr todo el concepto era difícil de comprender y completamente imposible de sobrentender. Bahr prefería instintivamente el temor y el odio al amor, pero sabía que ahora tenía que obtener una operación cordial y sin preguntas por parte del DEPCO. Por consiguiente, tenía que quererlo. Mientras el ascensor subía los seis pisos hasta el salón de conferencias donde el comité del DEPCO le había estado esperando, Bahr intentó valientemente pensar en una sola razón por la que amar a la organización que estaba haciendo cuanto se hallaba en su mano por destrozar su vida.
No pudo encontrar razón alguna.
El amor era necesario a veces, naturalmente, y según cuando hasta placentero, refrescante, confortador. Algunas veces creía que amaba verdaderamente a Libby y sufría violentas punzadas de culpabilidad por el modo en que siempre parecía impelido a contrariarla e intentaba dominarla. Deseaba no tener que depender de ella para que le falsificara su Grado de Estabilidad, porque si sólo hubiera sido una joven agradada, tal vez hubiera podido hablar francamente con ella,
Pero Libby era una terapeuta que trabajaba para el DEPCO, y había algunas cosas que no podían decirse a un terapeuta aunque éste fuera una hermosa mujer.
Encontró al comité del DEPCO esperando paciente mente, sonriéndole, a pesar de todo, en forma paternal, después de haber aguardado cuatro horas para conseguir una conferencia con prioridad AA, saludándole calurosamente, aceptándole y apreciándole contra viento y marea. El jefe del grupo era un hombre alto y rubio, con pálidos ojos azules, que intentó borrar las arrugas de preocupación de su frente cuando Bahr entró en la sala.
Bahr le estrechó la mano, sonrió de dientes afuera y entonces vid a Paul MacKenzie, sentado a un lado de la habitación, limpiándose descuidadamente las uñas, sin mirar apenas cuando Bahr se sentó, pero dándose cuenta de todo lo que ocurría espiando. Bahr sintió que los músculos de sus hombros y de su cuello se atiesaban.
—Muy bien —dijo—. Siento haberles hecho esperar, pero tenía entre manos un trabajo muy importante. Vayamos al caso. ¿Qué desean ustedes?
El jefe de la delegación se aclaró la garganta.
—Yo soy Whiting, señor Bahr. Sentimos mucho tener qué molestarle ahora; naturalmente, sabemos que está usted muy ocupado, pero, para ser perfectamente francos, señor Bahr, he de decirle que estamos alarmados.
Bahr rezó mentalmente por conservar su dominio y sonrió a Whiting.
—¿Por qué?
El hombre del DEPCQ pareció embarazado.
—Por el modo en que el D.I A. lleva a cabo las investigaciones sobre esos... —Vaciló, esforzándose por evitar la palabra—. Esos incidentes que han estado sucediendo.
—¿Se refiere usted a las naves interplanetarias que han estado aterrizando?—dijo Bahr.
Whiting se sobresaltó.
—Creo que no se da usted cuenta de la magnitud de lo que está pasando aquí, señor Bahr. Acabamos de recibir unos informes recogidos en los Estados Unidos Continentales y en otros lugares de la Federación Americana, además de los enviados por dos unidades de campaña en Europa. Nuestra curva de pronóstico... —Abrió un portafolio y puso un gráfico ante Bahr.
Las manos del hombre del DEPCO temblaban.
—Señor Bahr, estas curvas indican que se esparce por el país un pánico creciente, centrado en los rumores de aterrizajes interplanetarios. Esta mañana hubo un tumulto, que se impidió por muy poco, en los Angeles y otro en San Luis. Nuestras fuentes de información indican que los Oyentes de noticiarios extranjeros han aumentado en un factor de diez durante la semana pasada. —El hombre del DEPCO levantó las manos, desesperanzado—. Como es natural, nuestras técnicas de control social fueron proyectadas para dominar emergencias de pánico, pero nunca había sucedido nada de esta magnitud, ni siquiera durante los últimos años de la quiebra. Si esto estallara en un pánico a gran escala...
Bahr frunció el ceño.
—¿Por qué ha venido a hablar conmigo, señor Whiting?
—A causa de las filtraciones en la seguridad. Las redes de noticiarios extranjeras reciben información y la gente las escucha. Sus historias encubridoras, emitidas por el BURINF, no son aceptadas. Y la implicación de las redes extranjeras de que usted intenta desesperadamente mantenerlo todo oculto, no hace más que atizar la llama.
Bahr se encogió impacientemente de hombros.
—Tuvimos una filtración verdaderamente lamentable —admitió—, la charla entre los helicópteros que los canadienses interceptaron. —Miró a MacKenzie—. No ha habido más filtraciones desde entonces y no las habrá.
Whiting frunció el entrecejo.
—Pero, señor Bahr, hace seis horas Radio Budapest emitió una detallada descripción de un aterrizaje interplanetario en el norte de la Columbia Británica.
Bahr golpeó la mesa con el puño y se puso en pie de un salto, estrellando la silla contra la pared.
—¿Qué ha dicho usted?
—Ha dicho que la noticia se ha hecho pública—dijo MacKenzie desde su sitio—. Ya corre por todo el país.
Bahr juró violentamente.
—Entonces es que hay una filtración en el D.IA. o en el BRINT. Lo hemos mantenido tan secreto que...
Se interrumpió, dirigiéndose a un ayudante.
—Dígales que se preparen para un cierre completo de noticias en todas las frecuencias. Dígale que obstaculicen el trabajo de esas redes extranjeras. Toda historia que aparezca en los noticiarios tendrá que explicárseme personalmente.
Whiting le miraba con fijeza, mientras su rostro palidecía.
—¡Señor Bahr, no puede usted hacer eso! ¡Un cierre de los noticiarios ahora, sería el colmo!
Bahr se volvió rápidamente hacia él.
—Idiota, ¿no reconoce usted una guerra cuando la tiene ante sus propios ojos? ¡Esto es lo que tenemos entre manos... una guerra, una deliberada guerra psicológica! Sean lo que sean esos seres, no sabemos prácticamente nada sobre ellos, y ellos lo saben todo de nosotras. Ni siquiera podemos suponer cuál será su próximo movimiento. Han aterrizado aquí, pueden haber estado escuchando y controlando nuestras emisiones de TV y noticiarios durante años. Han interrogado a nuestro personal clave. Todo lo que han hecho ha sido perfectamente organizado para provocar una reacción general de temor.
—Pero la gente...
—Si ya han robado el caballo, ¿a qué viene cerrar ahora la puerta del establo? —espetó Bahr—. Si la única cosa que la gente creerá es la verdad, eso será lo que les diremos. La verdad.
—No podemos decirles la verdad —dijo Whiting, interrumpiendo el espeso silencio que siguió.
—¿Por qué no?
—Porque la única cosa con la que nuestra sociedad no puede enfrentarse es con una invasión interplanetaria —dijo Whiting—. Arrancaría de raíz nuestra sociedad.
—¿Por qué? —inquirió ásperamente Bahr.
—Porque no tenemos absolutamente ninguna defensa ante una invasión interplanetaria... ninguna., y la gente lo sabe.
—Tonterías. Tenemos armas, poseemos tecnología —dijo Bahr.
—De nada nos servirían ante un invasor interplanetario— opinó Whiting—. Ni ante el temor. No sabemos exactamente dónde tiene sus raíces ese temor, básicamente... es probable que en los viajes al espacio anteriores a la quiebra... pero el temor es tan fuer» te ahora como lo fue siempre.
—¿Se refiere usted al temor al espacio?
—Me refiero al temor a las naves interplanetarias —dijo Whiting—. No tiene usted idea de cuán profundamente penetra. No puede usted imaginar cuánto hemos luchado por superarlo desde la quiebra.
Whiting suspiró y sus ojos se pusieron soñadores.
—Vanner lo vio, mucho antes de la quiebra; por lo menos advirtió los síntomas. Hasta vio que debía hacerse aniquilar firmemente el sistema Vanner-Elling, ahuyentar la tecnología de la mente de las masas, especialmente de las masas futuras. Esta era la única esperanza que quedaba para lograr la estabilidad y necesitábamos esa estabilidad a todo precio. Una brillante visión. Vanner temía esto a causa de las repercusiones, pero Larchmont...
De pronto Bahr lo localizó. ¡Whiting... claro! Libby le había hablado de él aquella noche en el Colony Club, cuando los dos estuvieron un poco bebidos y se rieron tanto que les dolían los costados. Whiting... el último de los hombres puramente exóticos que quedaba en el DEPCO, el protegido del legendario Larchmont, quien casi consiguió convertir el sistema educativo del país en un vasto instrumento de análisis por grupos, durante los vacilantes días en que se formó el gobierno Vanner-Elling. Larchmont no lo logró por completo, pero dejó permanentemente la huella de su oculta personalidad en la psicología del país y en el gobierno.
Fueron sus seguidores los que cambiaron la tradición romántica del país, convirtiendo la antigua falacia del patrón empleado en Hollywood «héroe atractivo - bella heroína, enamorados», es la todavía más horrenda falsedad de «ser su papaíto - ser su pequeña ninfa», concepto principal en las películas de ficción corrientes, las tonadillas populares y en las confesiones hechas en el sofá del psicoanalista.
Y Whiting era un discípulo de Larchmont, un soñador psicoanalítico, un divagador fantasioso, mantenido por el DEPCO en la oficina de Asuntos Extranjeros porque era inofensivo y una mina de información para las cabezas de chorlito de algunos sectores del mundo psicológico, inofensivo también porque nunca sucedía nada en esa oficina.
Pero ahora sí había sucedido algo. Las redes extranjeras que trataban de la historia de los seres extraños caían bajo la jurisdicción de Whiting y, naturalmente, Whiting se dirigió a Bahr. Pero lo que Whiting tenía que decir era otra cosa. Bahr se tranquilizó, sintiéndose de pronto cálidamente exultante, escuchando ahora para saber cómo podría utilizar a Whiting, quien después de todo, representaba la autoridad del DEPCO.
—...Interpretamos las naves espaciales como signos fálicos —decía ardorosamente Whiting—. En el punto culminante de la quiebra, apareció un tremendo odio a los padres y un complejo de Edipo hacia las naves. El populacho destrozó la última incluso antes de que estuviera terminada, así que usamos el odio hacia la generación anterior para persuadir a las masas a que rechazaran los antiguos gobiernos militares y legales. Y teníamos los calculadores. Tuvimos que usarlos porque Vanner, después de todo, era el punto político conjuntados Pero la idea de ponerlos en las cavernas fue un rasgo de genio por parte de Larchmont. Los calculadores significaban seguridad, calor, protección y la ausencia de naves espaciales, y ellos estaban en las cavernas... un magnífico complejo de Edipo.
Bahr miró a Paul MacKenzie, que continuaba sentado, con sus ojos adormilados y sin dejarse impresionar por el torrente emocional expresado por Whiting. Aparentemente, MacKenzie ya había oído antes esta letanía. Parecía ser el único en la habitación, aparte de Bahr, que no sentía la influencia de lo que Whiting estaba diciendo.
—Lo que quiere usted decir —cortó Bahr en medio de una frase—, es que ahora la gente siente un enorme terror culpable hacia las naves espaciales y, por asociación, temen también a los seres interplanetarios. ¿No es así?
Whiting pareció aturdido por el sucinto resumen que Bahr hizo de sus incompletos artículos de Fe
—Bueno... bueno, sí, esto es...
—Muy bien —dijo Bahr—. Ahora escúcheme con atención. Tenemos que decirle a la gente la verdad, tal como la vemos, desde luego. Podemos usar la rivalidad nacida del parecido con los seres extraños a causa de su aspecto humanoide. Desde luego tenemos que hacer público esto.
Hablaba de prisa, enérgicamente, esperando no convertir las charlas conferenciales de Libby en psicodinámicas teóricas, en una forma tan confusa que hasta Whiting, en su estado de éxtasis, viera lo absurdo del caso.
—Después usaremos la forma no fálica de las naves espaciales extrañas y la protección y seguridad características como si provinieran de una defensa guiada por los calculadores, en contra de los seres interplanetarios... desde las cavernas, claro.
Durante un momento temió que MacKenzie se echara a reír en voz alta y lo estropeara todo, pero el hombre del BRINT consiguió disimular su reacción con un ataque de tos. Whiting asentía fogosamente.
—Brillante... brillante... a Larchmont le hubiera gustado la idea.
—Seguramente esta proposición cortará de raíz el pánico —dijo Bahr gravemente—. No hay necesidad de un estado de alarma B. Con la autoridad del DEPCO —de usted— controlaremos la seguridad, dividiendo el país en zonas étnicas; usaremos el sentimiento de grupo para combatir a los seres extraños. Naturalmente, necesitaremos una censura de alarma B, en las emisiones de noticiarios y en el tráfico.
Whiting pareció dudar.
—Eso es pedir mucho.
—No se preocupe —dijo Bahr—. Me ocuparé de que los jefes conjuntos acepten, si usted me apoya.
—Y, naturalmente, tendrá que hacerse un cuidadoso trabajo en las emisiones de noticias del BURINF —dijo Whiting, animándose con la idea.
—Yo me ocuparé de eso —le respondió Bahr—. Para una noticia como ésta necesitaremos un guion. escrito Sería mejor hablar personalmente.
—¡Desde luego! —asintió Whiting—. Tenemos algunas personas que podrían hacerlo estupendamente.
—No es necesario —dijo Bahr con firmeza, ya completamente seguro de su posición—. Yo mismo hablaré.
La emisión se llevó a cabo a las siete de la tarde, desde los estudios del BURIMF, en Nueva York, adonde Bahr se dirigió en avión, cuando por fin pudo librarse de Whiting. Desde el mediodía, cuando empezó a funcionar el cierre de noticiarios por el estado de alarma B, la poderosa red de TV del BURINF se puso en acción, coordinando emisiones de anuncios, alcanzando a todas las radios, micrófonos de habla al público y aparatos de televisión del país. El BURINF había tenido una larga y fructífera experiencia en el control de audición de las masas, siendo una fuerza vectorial mayor la implantación de la política del DEPCO; en las siete horas de máxima saturación podían garantizar un 80 por ciento de auditores a la hora de los anuncios, con una reemisión a medianoche que lograba otro 17 por ciento.
El contenido de los anuncios sólo era suficiente para garantizar la máxima atención. El cierre era un movimiento calculado, con una única noticia, que venía de todas las fuentes de información: que el director del D.IA. pondría en claro los rumores de una invasión de la Tierra por seres extraños.
—Debes tener cuidado —le dijo Libby al revisar su maquillaje para la TV—. Observarán todos tus gestos y ademanes.
—Claro que lo harán —gruñó Bahr—. Eso es lo que quiero.
—No me refiero al público, sino al DEPCO. Adams se puso furioso cuando recibió el informe de Whiting. Están observándote yo ya no podré detenerlos por mucho tiempo.
—Claro que podrás —dijo Bahr—. Lo estás haciendo muy bien.
—¿Cuándo dormiste por última vez?
—No necesito dormir. Me encuentro magníficamente.
Dirigió un movimiento de cabeza a un técnico, quien le hizo una señal desde la ventanilla de control, se levantó y entró en el estudio del BURINF.
Libby tenía razón: estaban observándole. Las cámaras le enfocaron al cruzar el umbral y oyó el murmullo de voces que sonaban en la habitación oscurecida y a través de la nación, esperando, observándole. Su boca se distendió en una sonrisa crispada, que no pudo dominar. Este era el momento por el que había luchado. «El pasado ya no cuenta», se dijo a si mismo salvajemente, mientras cruzaba la habitación. «Ahora nada importa, excepto esto. No importa que te hayan dado una tarjeta verde para mantenerte abajo, para degradarte. No importa que te hicieran pasar por un Consejo de Guerra para expulsarte del Ejército. Durante toda tu vida han estado intentando rebajarte, intentando hundirte en el barro, y durante toda la vida tú has estado luchando y ahora vencerás.»
Se vio a sí mismo en la pantalla monitor, mientras se acercaba al micrófono colocado en el centro de la, cabina, con el abrigo al brazo, mostrando el brillante» y mortífero paralizador Markheim en la pistolera colgada del hombro, llevando a Frank Carmine a su derecha. Vagamente, sus oídos captaron al comentador, que murmuraba la introducción en voz baja,
—Julian Bahr, director interino del D.I.A. va a hacer una declaración al pueblo de la Federación Americana. sobre la urgente crisis nacional que acaba de surgir. El ayudante del señor Bahr se ha sentado. El señor Bahr se pone el abrigo. Hasta este momento ha estado trabajando en la solución de la crisis. Y ahora, amigos, el director del D.I.A., señor Julian Bahr
Reinó un pesado silencio, mientras Bahr esperaba, contemplando los rostros grises que llenaban la sala, sintiendo la desesperada angustia de los que se hallaban ante noventa millones de televisores, esparcidos por toda la nación. Vio el rostro de Adams, tenso y ceñudo, observándole, y a un lado, lejos, la cara de un hombre de edad, con un rebelde mechón de cabello blanco, observándole también.
Y luego surgió su voz, pesada, resonante, poderosa, imperativamente y, sin embargo, tranquilizadora.
—Amigos, ya no hay duda de que nos estamos enfrentando con una crisis nacional. Sabemos que naves de mundos extraños han aterrizado en nuestra Tierra, en la primera ola de una silenciosa invasión. Están ahora entre nosotros...