XI


Libby Allison estaba arrodillada en el suelo, dentro del corralito para jugar, entreteniendo al rubio bebé, cuando Julian Bahr entró en la habitación, arrojó el abrigo encima del sofá y anduvo unos minutos de un lado a otro, mostrando su impaciencia mientras ella seguía ignorándole. Después, la impaciencia pareció evaporarse y se sentó pesadamente en el borde de un sillón; medio gruñendo, medio suspirando, empezó a golpear con el puño contra la palma de su mano izquierda.

Entonces Libby alzó la vista.

—¿Hay dificultades? —preguntó.

La única respuesta de Bahr fue un repentino y malintencionado golpe de puño contra la palma de su mano, como si mentalmente hubiera dado con sus nudillos contra la frágil estructura del rostro de alguien.

—¿El DEPCO?

—Eso también.

Ella colocó otra vez al pequeño dentro del corralito y se alisó los cabellos que el niño había desordenado con sus manecitas.

—¿Qué más? —inquirió.

El tardó un rato en contestar. Su mandíbula se apretaba por la cólera y su cuerpo estaba tenso, pero había algo más en su rostro, quizá sólo en sus ojos, cuando la miró. Después sacudió desesperanzado la cabeza.

—El elefante otra vez.

Libby se volvió rápidamente, olvidando al bebé; su corazón latía salvajemente y su entrenada mente de psicólogo registró de pronto un casi simultáneo calidoscopio de incidentes, observaciones, modales y las pocas desesperadas y forzadas revelaciones que en su mente formaban el cuadro clínico de Julian Bahr.

—La noche pasada —dijo iracundo—. En realidad, fue esta mañana, poco antes de despertarme.

Le mostró su mano izquierda. Los nudillos presentaban cortes y magulladuras.

—Julian...

—Estaba golpeando la pared. Me hice daño en la mano y supongo que fue eso lo que me despertó.

Permaneció sentado en silencio durante un instante, respirando profunda y rápidamente. Sosteniendo su mano, ella sentía el violento golpear de su pulso y observaba la tirantez que los músculos de sus hombros y espalda adquirían lentamente, como si tratara de apartar, con su sola fuerza física, un desagradable y atemorizado recuerdo.

Finalmente, él se levantó, introdujo las manos en los bolsillos, cruzó una vez la habitación, volvió y se sentó.

—Muy bien —dijo—. Es la primera vez después de dos años. ¿Por qué se ha repetido, Libby? Me fui a dormir completamente tranquilo. Trabajé hasta casi agotarme y en esos casos siempre puedo dormir, pero me desperté a las tres de la mañana, golpeando la pared con el puño y todo lo que recuerdo es el elefante.

—¿Empezó de la misma forma? ¿En la calle?

—Sí, de la misma forma. Y también era la misma mujer. Un hombre estaba buscándola y ella tenía que esconderse, de manera que yo entré con ella en el edificio. Vi el largo corredor con puertas a los lados, y las pequeñas habitaciones que se abrían en ellos, y el elefante estaba al final del corredor.

Ella asintió causadamente. Era lo mismo, detalle por detalle.

—¿Y el elefante la cogió?

—Igual que las otras veces... con la trompa. No le hacía daño, pero iba a llevársela y ella me gritaba que cogiera una manta y la colocara ante los ojos del animal, i de forma que no pudiese ver. Así es que cogí la manta y la eché sobre los ojos del elefante, pero se enganchó en sus colmillos y sólo los cubría parcialmente. Empezó a andar por el corredor y yo sabía que me veía y tuve que echar a correr, pero no podía correr bastante, así es que me metí en uno de los cuartitos y cerré la puerta. El elefante siguió andando, pero cuando llego al fanal del corredor deshizo el camino, y la gente pasaba por su lado como si no lo vieran. No podía salir del cuarto, ni saltar, y el elefante empezaba a empujar la puerta...

Se detuvo para respirar y enderezó los hombros por un momento.

—Entonces me desperté. Estaba golpeando la parea y me desperté.

Suspiro otra vez, respirando profunda y penosamente.

—Esa mujer —dijo Libby—. ¿La conocías?

—No.

—¿Estaba ella con el elefante cuando éste te perseguía?

—No —dijo Bahr—. Después de que yo echara a correr, ya no estaba allí.

La miró y vio que sufría por él.

—¿Qué significa, Libby? ¿Por qué me... «asusta» de ese modo. ¿Por qué ha vuelto ahora? No lo he tenido durante dos años.

Ella se sentó, sacudiendo la cabeza y manteniendo la mano de él entre las suyas.

—Julian, la última vez ya te dije...

—Pero, ¿de qué tengo que asustarme? —rugió él, poniéndose en pie de un salto—. Quieres buscar y revolver cosas en mi mente, pero todo eso ya ha pasado y no volverá más. ¡No permitiré que vuelva!

Se dejó caer de nuevo en su asiento y la cólera desapareció tan repentinamente como había surgido.

—No puede ser, Libby, no sirve de nada. No puedo hacerlo a tu manera.

—Es de la única forma en que puedo ayudarte. Y deseo hacerlo, tú lo sabes.

—Lo sé. —Se reclinó hacia atrás, respirando lentamente otra vez y más tranquilo—. Gracias a Dios que puedo venir aquí de vez en cuando —dijo, casi para sí mismo—. Algunas veces, las cosas presionan hasta que ya no puedo resistirlo. Aquí puedo descansar.

—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó ella.

—Mejor, creo. Bastante mejor. ¡Dios, tengo un hambre! ¿Tienes algo de comer?

—Haré unos emparedados y café —respondió ella y se dirigió a la diminuta cocina.

Bahr paseó por la habitación mientras ella ponía el café en la unidad sónica. Luego, ya no le oyó andar y fue a ver si se había ido.

Estaba agachado con una rodilla en el suelo, junto al corralillo, acercando su enorme dedo al niño quien luchaba por apartarlo a un lado y luego lo cogió con sus pequeñas y mal coordinadas manos. Finalmente, Bahr rió y cogió al bebé con sus enormes manos. Empezó a mover arriba y abajo al niño, haciéndole saltar en el aire, con sus pálidos ojos azules mirándolo sorprendido y cada vez que Bahr le cogía murmuraba un suave:

—Ah...

Después Bahr, el pequeño, empezó a chillar y el hombrón miró con aire culpable a su alrededor y comprobando que nadie le miraba, dejó al llorón en su corralito.

—El niño está llorando —dijo Bahr ásperamente—. ¿Por qué no le das de comer?

—Lo haré —dijo Libby.

«Cuando está solo», pensó, «es diferente. Es casi humano hasta que piensa que la gente le mira».

De repente, Bahr se le acercó por detrás, la pinchó con un dedo en las costillas y se echó a reír cuando ella saltó.

—¿Qué pasa? —dijo—. Me estoy muriendo de hambre, y tú dejas que el café hierva hasta derramarse.

—Estaba pensando —dijo ella, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.

Esperó hasta que él hubo terminado el café para decirle que Adams le había hecho una visita por la tarde.

—Debías estar fuera de ti —le dijo—. Te avisé de que el DEPCO estaría observando ese discurso de advertencia. Y entonces te pusiste allí y le dijiste al mundo entero que nos estaban invadiendo.

Bahr la miró y sonrió.

—Espero que vieran lo necesario. Lo dije bien claro. «Alguien» tenía que hacerlo.

—¡Oh, sí que lo dijiste claro! ¿Sabes a quién te parecías, delante de todas aquellas cámaras? A Marco Antonio diciendo su «Amigos, romanos»... ¿Crees que los del DEPCO son idiotas?

—Los que conozco, sí.

—Julian, tú mismo te cortaste el cuello con ese discurso. El DEPCO no tiene ni que esperar a entrevistarse contigo. Pueden poner en entredicho tu trabajo sólo por sospechas de Inestabilidad y fijar una fecha de entrevista para cuando tengan tiempo.

—Pues no tendrían ese tiempo —dijo Bahr—. Mira... están asustados. Pueden amenazar con eso de la Inestabilidad y dejar a la gente sin trabajo cuando no suceda nada grave, pero no durante una emergencia.

—Pueden y lo harán —dijo ella.

—¿A cuántos sacaron de sus puestos durante la última Condición B? ¿Qué pasó en el Sudoeste, cuando sobrevino el último desembarco chino y hubo aquellas explosiones? ¿A cuántos hombres clave destituyeron entonces porque temblaron o siguieron el mal camino? La respuesta es «ninguno» y no me destituirían ahora, porque no hay nadie que pueda reemplazarme. Y si fueran a hacerlo, Adams ya me lo hubiera dicho ayer, después de la conferencia.

—¿Reñiste con Adams?

—Englehardt lo hizo. Él es el principal del Robling y cree que es mejor hacer algo en vez de palmearle la espalda al público y decirle que todo irá bien.

Libby le miró y su rostro se puso blanco de repente.

—¿Qué propone?

—Construir naves espaciales y perseguirlos.

—¡Naves espaciales! ¡Oh! Pero, ¿no es ridículo? Todos desde el DEPCO hasta las Máquinas lo impedirán. ¿Quieres decir que de verdad «propuso» eso?

—Y consiguió apoyo. Los militares y el DEPEX están con él.

—No cuentan. El DEPCO tiene la última palabra en una cosa como esa.

—Bien, quizás esta vez el DEPCO no la tenga —dijo incisivamente Bahr—. Tú y tus condenados sicólogos, murmurando acerca de símbolos y fijaciones. «Yo» soy el que tiene que luchar contra los seres interplanetarios y éstos no se presentarán a que les hagan un análisis. Esta vez no se trata de una pequeña campaña de guerrillas; tal vez necesitemos esas naves para sobrevivir. ¿Has pensado en ello alguna vez? Tu terapia y tus ajustes no valen un comino cuando se trata de seguir viviendo.

—Eso no importa ahora —dijo Libby—. Todo lo que el DEPCO ha intentado hacer ha sido cambiar algunas pequeñas cosas como las guerras, la anemia y la neurosis. Lo que significa arrancar esas cosas de raíz.

—Basura —dijo Bahr—. Englehardt puso el dedo en la llaga cuando dijo que no teníamos adonde ir y que por esto todo el mundo está asustado. Si tuvieran algo que hacer, ya no se sentirían atemorizados.

—¿Tienes «tú» algo que hacer? —preguntó ella.

—Puedes apostar la vida a que sí. Tengo que dirigir el D.I.A. Y llegar hasta el fondo de este asunto de los seres interplanetarios.

—¿Tienes miedo?

—Claro que no. Estoy demasiado ocupado para sentirlo. Yo...

—Pero tuviste una pesadilla con elefantes.

La boca de Bahr se cerró. Permaneció callado. Libby se levantó para evitar su mirada. Le había herido con algo contra lo cual él no tenía defensa, y ella lo sabía, pero la única forma de impresionar a Bahr era hiriéndole.

—No lo entiendes —dijo lentamente—, y «tienes» que entenderlo. Hay cosas que impulsan a la gente a hacer otras, y ni siquiera reconocen el motivo. Se fabrican toda clase de mentiras disculpadoras y fantásticas para justificar de alguna manera las cosas que no tienen más remedio que hacer. Y para esto se formó el DEPCO... para descubrir esos impulsos y hacer algo con ellos, arrancarlos de raíz. Y para eso he estado intentando ayudarte durante cuatro años, Julian. porque tú ni siquiera comprendes lo que sucede dentro de tu propia mente; sólo te preocupa encontrar motivos, excusas y necesidades urgentes para todo lo que haces, y culpas a los demás por todo lo que te hacen o todo lo que te obstaculiza el camino. He intentado demostrarte que todo está en tu interior, en tu propia mente, pero tú sólo dices que no, que ponga trabas al DEPCO, que te consiga una tarjeta blanca, que no les dejarás que te detengan...

Se interrumpió, desesperanzada.

—Ni siquiera sabes para qué deseas una tarjeta blanca.

—Claro que lo sé —respondió Bahr—. No puedo Pegar a ningún lado sin una tarjeta blanca de grado de estabilidad. Una tarjeta verde me hace perder dos puntos en cualquier caso que se presente.

—Y si tuvieras una tarjeta blanca... Supón que la consiguieras y también todo lo que deseas... entonces ¿qué?

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Qué harías si tuvieras cuanto deseas?

—Cambiaría las cosas —dijo Bahr ásperamente—. Cambiaría todo lo que se me pusiera por delante.

—Pero después de hacer todo eso... después de que hubieras hecho «todo» lo que quisieras... ¿qué desearías entonces?

Bahr la miró fijamente, sin comprender.

—Eso no sería posible. Todo el mundo se interpone en mi camino, intentando detenerme. Nunca conseguiría todo lo que deseo.

Libby suspiró y le pasó una mano por el cabello.

—En eso tienes razón, Julian —dijo—. No sabes cuánta razón tienes.

Había esperado que tal vez habría influido en él de algún modo, que posiblemente hubiera surgido una chispa de contacto o comprensión, pero cuando más tarde él le preguntó:

—Bien, ¿qué quería Adams? —comprendió que no lo había logrado.

—Intentaré detenerle lo más que pueda —dijo—. No creo que sirva de mucho. Adams sospecha y además tiene un interés personal.

—Espero que lo tenga —dijo bruscamente Bahr—, porque también yo me tomo un interés personal en él. ¿Qué sabes de él?

—Porque si es lo que yo creo, tengo un par de especialistas en mi personal que podrían silenciarle de una vez.

Ella se volvió de repente hacia él.

—Julian, tú no...

—Escucha, creo que no lo entiendes. Ni Adams ni ninguno como él va a quitarme mi trabajo tras una comprobación de Estabilidad.

—¿Crees que podrías sobornarle para que no lo hiciera? No te serviría de nada. Hay otros en el DEPCO tan importantes como Adams y no se pueden comprar ni sobornar. Julian, en mi oficina está fraguándose una tormenta. Con seres interplanetarios o sin ellos, puedo garantizarte que mañana tendrás que enfrentarte con un examen preliminar. Y no lo pasarás.

—Pues pasé las otras pruebas.

—Porque te indiqué de antemano las respuestas, una por una. Pero no puedo hacer eso ante un examen preliminar; emplean un polígrafo

—Rebuscan en los sitios más delicados, ¿verdad? Se saltan las preguntas ante las que uno no reacciona e insisten en los lugares más débiles.

Ella dudó.

—Sí, estudian el examen preliminar antes de continuar con una prueba más intensa

—Estupendo —dijo Bahr—. Tú puedes hacerme un resumen de lo que será.

—No podrás dar respuestas falsas bajo un polígrafo, serían demasiado claras. Con tus suprarrenales...

—Puedo controlar mis reacciones —dijo él.

—Tus músculos faciales... tal vez. Pero no la presión de la sangre ni tus glándulas sudoríparas.

—¿Ni siquiera hipnotizado?

—Aun así, hasta con reacciones sugestionadas ante específicas preguntas comprometedoras, no sé si serviría de algo. Tendrías que conocer las preguntas.

—Tú podrías descubrir cuáles serán.

—No —dijo Libby.

El la miró fijamente.

—¿Qué quieres decir con ese «no»?

—Quiero decir que hasta ahora siempre podía decir que había evaluado mal tus calificaciones de personalidad o que estaba emocionalmente complicada en tu caso y que no lo sabía. Pero una falsificación deliberada de un examen preliminar es un delito federal.

El permaneció sentado en silencio durante un minuto. Luego extendió las manos abiertas.

—Escucha, nunca te he pedido demasiado. Siempre te lo he dicho antes y tú has hecho lo que yo te decía. Ahora te lo pido y, si con pedírtelo no lo consigo, por Dios que te lo ordenaré. He arriesgado demasiado en el juego para tropezar ahora con esto. Tienes que conseguir que pase este examen.

—No puedo hacerlo —dijo ella—. Si me cogieran, todo habría terminado para mí. Nunca más lograría el grado profesional.

—No estoy hablando de grados profesionales —insistió tranquilamente Bahr—, sino de ti y de mí,

—No —dijo Libby.

—Haré un trato contigo. Siempre has deseado descubrir lo que significa el elefante. Siempre has querido que me dejara hacer un análisis a fondo y empezar desde el principio. Sabes que ni siquiera el DEPCO puede hacerme un análisis a fondo si yo no quiero; tengo que prestarme a ello, cooperar. Muy bien, tú consigues que pase ese examen. Tan pronto como tenga en marcha ese caso de los seres interplanetarios y el proyecto de Englehardt, de forma que no tenga que ocuparme de ellos día y noche, te dejaré que empieces el análisis. No me resistiré, sino que cooperaré contigo.

Ella sabía que estaba mintiendo y, de pronto, no le importó. Él no sabía que mentía. En este momento creía sinceramente lo que estaba diciendo y aunque ella vio a través de su máscara con perfecta y aterradora claridad, no pudo remediarlo.

—¿Tomarás un BHE y firmarás los documentos de paternidad si lo hago?

Bahr asintió.

—Si paso el examen, sí.

Ella se apoyó en su hombro, sintiéndose de pronto infinitamente cansada, más agotada do lo que nunca hubiera estado en su vida.

—Habría sido mucho más fácil, ¿sabes? —dijo—. Todas estas huidas y luchas; habría sido mucho más fácil si me hubieses dejado empezar un análisis a fondo dos años atrás.

Él se puso rígido.

—¿Más fácil?

—No habrías sufrido lo del elefante, ni el insomnio y no estarías hirviendo de odio, ni golpearías la pared con el puño mientras duermes, ni tampoco tendrías que enfrentarte con este examen.

—Pero no habría llegado a ninguna parte —dijo Bahr.