I


La alarma sonó diez minutos antes de la medianoche. Fuerte, martilleante, premiosa; rompiendo el adormecido silencio del cuerpo de guardia de la estación generadora, despertó violentamente a los dos cabos, dejándolos aturdidos.

—¡Qué diablos!

Se pusieron en pie de un salto, con la boca abierta, mientras la estridente campana los ensordecía. En un rincón de la pequeña habitación gris, el punzón marcaba agujeros en la cinta de alarma; su «clac, clac» se perdía en el constante y ensordecedor alarido de la campana de alarma.

Al otro lado del vestíbulo, el sargento de servicio salió corriendo del lavabo, remetiéndose todavía la camisa en los verdes pantalones de algodón.

—¡Alerta Geiger! —gritó a los cabos, aún inmóviles—. ¡Por Dios, no se queden ahí parados, llamen al O D! Conecten los mandos de inundación y el radar...

El sargento cogió el transmisor de alarma para los cuarteles de la policía y aumentó el volumen. Detrás de él los cabos hacían girar frenéticamente los mandos, inundando toda la estación generadora con poderosos aunque invisibles rayos infrarrojos.

—Soy Hutch, del edificio F —gruñó el sargento junto al transmisor de alarma—. Alerta Geiger. Despierten a todas las escuadras volantes. Pistolas «Burp», y camiones de desimpregnación a punto. ¿Comprendido?

—¿Qué)Sucede? ¿Dónde? —respondió la voz.

—¿Cómo puedo saberlo? En algún lugar del Sector Cinco...

El sargento estudió la cinta de alarma.

—Unos ocho kilómetros al norte de la entrada. Manden los camiones por la carretera 423, ¡y de prisa!

Hizo funcionar el selector para conectar con los cuerpos de guardia interiores, donde estaban todas las tropas de seguridad asignadas para patrullar por el interior de la Estación Generadora de Neutrones Lentos Wildwood.

—A todas las patrullas —gritó el sargento—. Alerta Geiger en el exterior del recinto. Pongan en práctica el Plan B, desde ahora... paralizadores e infraextensiones. Los inundadores están en acción. Cierren el recinto y comprueben los índices radiactivos de todos los que estén en el interior de la cerca. ¿Entendido? Eso significa que deben comprobar también los suyos propios.

Soltó el botón y se volvió al mapa. La campana había dejado de sonar, el punzón ya no marcaba la cinta. Fuera de la estación, el monótono y constante zumbido de los generadores de neutrones lentos, continuaba. El recinto exterior, inundado de rayos infrarrojos, aparecía todavía negro a los ojos del sargento, pero podía distinguir débiles sombras que corrían en círculos ante las vallas de alambre, bajo la lenta llovizna.

—¡Durante mi guardia! —estalló, dirigiéndose a los dos cabos que se hallaban, nerviosos, a su lado.

Se acercó al mapa de la pared y clavó una banderita roja en la posición del puesto de alarma subterráneo, a ocho kilómetros al norte de la estación, donde se había originado la alarma.

—Durante dieciocho años esos Geigers han estado ahí, y la primera vez que pasa algo, tiene que ser durante mi guardia...

El oficial de servicio entró rápidamente en el cuerpo de guardia, con la chaqueta sin abotonar y los ojos cargados de sueño. Llevaba un paralizador con el seguro bajado, en la mano.

—¿Qué sucede?

—Alerta Geiger, señor. —El sargento señaló la banderita roja del mapa—. Fuera del recinto. Y, ¿quería poner otra vez ese paralizador en la pistolera, señor?

El oficial miró fijamente el mapa, con la boca abierta, luego a su mano, al sargento, después otra vez a su mano y por fin puso el paralizador en su pistolera.

—Todavía está en posición de disparo, señor.

El oficial de guardia tragó saliva y puso el seguro.

—No comprendo —dijo—. ¿Qué ha pasado?

—Alguna materia... radioactiva., pasó junto a esa unidad de alarma de la carretera norte, y la alarma se disparó.

—¿«Fuera» del recinto? ¿Cómo llegó allí?

—No lo sé, señor. Salió, de alguna forma, pero ninguna de las unidades de la puerta la detectó.

El asombro se intensifico en el rostro del oficial de guardia.

—¿Quiere decir que alguien robó metal U. de este sitio? Pero, eso es ridículo. ¿Quién querría hacer eso?

—No lo sé, señor. —El sargento se movió, incómodo—. Probablemente tendremos una investigación para descubrirlo.

El oficial juró y comprobó rápidamente la cinta de alarma.

—Espere a que ponga mis manos sobre esos centinelas de la entrada. ¿Ordenó que salieran las patrullas?

—Sí, señor. En el mismo momento en que sonó la alarma. —Oyó a lo lejos el gemido de los giróscopos de los camiones de tierra—. ¡Cristo! Ni siquiera tenían los giróscopos en marcha.

—¿Qué hay? —preguntó el oficial.

—Decía que los giróscopos funcionan ahora, señor —disimuló rápidamente el sargento.

Alguien se la cargarla cuando se descubriera que las patrullas tuvieron que aguardar hasta que los giróscopos se pusieron en marcha. Pero, ¿qué podían esperar, después de dieciocho años durante los cuales nada había sucedido, en una central térmica, abandonada de la mano de Dios, como era ésta?

—¿Ha informado al comandante?

El sargento se frotó la barbilla.

—Pensé que sería mejor que lo hiciera usted, señor. No le gustará nada esto, señor.

Con un gruñido, el oficial hizo girar el disco selector del teléfono, y escuchó su zumbido, mientras la manecilla del reloj señalaba la medianoche. El sargento había acertado en eso... al comandante «no» le gustaría.

Al norte de la estación, el camión de tierra que iba en cabeza dio lentamente la vuelta en la faja de asfalto para una sola rueda, mientras los faros iluminaban los árboles y la enmarañada maleza que bordeaba la carretera. La lluvia caía implacable en la oscuridad. En algún lugar hacia adelante, se hallaba el puesto de alarma automática que había lanzado Ja alarma Geiger, un monitor subterráneo a punto de reaccionar en cuanto pasara, a unos quince metros, cualquier radiación importante.

—Iluminen hacia adelante —dijo el conductor de repente, apretando el freno.

El camión patinó hasta detenerse, saliéndose casi de la faja. Giróscopos estabilizadores estiraron los resortes de los tentemozos para impedir que el camión de dos ruedas se ladeara.

—Iluminadlos con el faro —dijo el cabo, sacando su pistola «burp» y abriendo la tapa de seguridad—. Tal vez sea lo que estamos buscando. —Sacó la cabeza de la cabina, gritando a los camiones que venían detrás—: Desimpregnadores... ¡Listos!

—Pare —dijo el conductor—. Nos hacen señales. Es una unidad de campaña del D.I.A. (Asuntos Internos).

El cabo parpadeó.

—¿Qué diablos están haciendo aquí? —Sacó de nuevo la cabeza—. Paren... Paren... Unidad del D.I.A.

Como el zumbido de los desimpregnadores continuaba, el cabo saltó del camión, protegiéndose de la lluvia, y se dirigió hacia la luz.

—¿Qué está haciendo aquí una unidad del D.I.A.? —murmuró alguien a sus espaldas—. Esos tipos actúan más de prisa que la estricnina. Sólo han pasado diez minutos desde que empezó la alarma.

—Quince —dijo el cabo, sintiéndose la boca seca a! acercarse a los dos hombres que sostenían linternas de mano.

—¿Ejército? —preguntó una voz.

—Exacto. El 923 de la Policía de Seguridad; Estación de Energía Wildwood, cabo Bams.

Acercó su insignia al rayo de luz de la linterna.

—Muy bien, Bams. Pongan los seguros en esas pistolas «Burp» —dijo la voz.

Bams sabía que era mejor no discutir con los hombres del D.I.A. ni siquiera pedir que se contraidentificaran. No deseaba sufrir una investigación de sus actos. No quería tener nada que ver con el D.I.A.

Desde el tercer camión se acercó un teniente, chapoteando por el barro.

—Bams, ¿por qué se ha detenido? No he dado orden de que nos paremos aquí.

—Está bien, teniente, déjelo —dijo el hombre del D.I.A.

—¿Quién demonios es usted?

—Carmine, del D.I.A.

El hombre sacó una insignia del bolsillo de su impermeable civil, iluminándola brevemente.

—¡Oh! —dijo el teniente con mucha más suavidad.

Bams sonrió.

Alguien salió de la oscuridad, un hombre corpulento, que llevaba un impermeable negro con cinturón y un sombrero recubierto de plástico. Tenía unos hombros enormes, un cuerpo pesado y poderoso, y sin embargo se había acercado por la carretera sin producir ningún ruido, como un tigre que se aproximara a un aguaje.

—¿Seguridad?

—Exacto, señor Bahr —respondió Carmine.

El hombre llamado Bahr pasó entre los dos hombres del D.I.A. y miró de soslayo al teniente.

—Es usted Axtell, agregado a la Estación Wildwood, ¿no? —No era una pregunta, sino la afirmación directa de un hecho, como si desafiara a Axtell a que se atreviera a ser otro cualquiera—. Muy bien, yo soy Julian Bahr... del D.I.A. Detectamos una alarma en nuestra red atómica y mandamos hacia aquí una unidad de campaña. ¿Era una señal de entrada o de salida?

Esto cogió desprevenido a Axtell.

—No... lo sé, señor.

—Entonces supondremos que era de salida. Un ladrón de metal U —dijo Bahr—. Quienquiera que sea, no puede haber ido muy lejos por entre esa maleza, y sabemos que no está en la carretera. Quiero que sus hombres se desplieguen en un círculo amplio alrededor del punto preciso. Mande a sus camiones formando una pinza y coloque un hombre cada cuarto de milla con un reflector. Registren el campo abierto, la hierba y las carreteras, y usen los reflectores para formar una cerca. No quiero que escape del área en cuestión nada mayor a una ardilla. ¡Muévanse!

El teniente Axtell saludó, algo innecesariamente, ya que Bahr era un civil y no le devolvió el saludo; después corrió carretera abajo, volviendo a los camiones y empezando a gritar. Los neumáticos gimieron, los hombres empujaron y maldijeron, aullaron los giróscopos cuando los camiones salieron de las fajéis de la carretera y empezaren a rodar en ambas direcciones a través de los campos empapados e inundados por la lluvia.

En la carretera sonó una sirena y los camiones se pararon. La parpadeante luz roja de una torrecilla se movía de un lado a otro, entre los camiones casi vacíos. Después, un coche, un Wolta 400 de una sola rueda, brillante aunque manchado por el barro, se detuvo gimiendo a pocos metros de Bahr y de los demás hombres del D.I.A. Un oficial, bajo, y flaco, con un impermeable y llevando las hojas de comandante en las hombreras, era el único que ocupaba el coche. Saltó al barro.

—¡Axtell! —gritó.

Axtell rugió en respuesta desde la parte baja de la carretera, empezando a correr por el barro. El comandante se volvió a los hombres del D.I.A., recorriendo sus rostros con la luz de una linterna, descubriendo sus trajes civiles.

—¿Qué hacen ustedes aquí?

Axtell tropezó al detenerse y saludó.

—Teniente Axtell informando, señor.

El comandante se volvió hacia él.

—¿Qué pasa en esta carretera? ¿Ha caído un árbol?

—No, señor.

—Entonces, ¿por qué están empujando los camiones por el barro? Todavía no están en el lugar preciso. ¿Ha visto usted algo por allí?

—Señor... estos hombres del D.I.A. me dijeron...

El mayor miró a los hombres del D.IA y luego otra vez al teniente. Su rostro era gris y arrugado, pero sus ojos brillaban de cólera.

—¿El D.I.A.? ¿Qué pinta el Departamento de Asuntos Interiores en un problema de seguridad militar?

—Captamos la señal de alarma con nuestra red atómica —dijo Bahr, adelantándose—. Hemos estado esperando aquí más de diez minutos —añadió intencionadamente—. He ordenado a sus hombres que rodeen el área en cuestión y la cerquen.

—¿Con qué autoridad? —preguntó Alexander.

—Ley de Seguridad Atómica de 2005 —dijo Bahr—. Era una señal de salida de su monitor de la carretera. Eso quiere decir que era un ladrón de metal U que salía de su estación, mientras no se pruebe lo contrario.

—Nadie le ha llamado para que se ocupe del caso —dijo el comandante.

Bahr bufó.

—Ha llegado usted un poco tarde para poder llamarnos. Ya tenemos bloqueada la carretera. En el mismo momento en que sonó la alarma, ya teníamos una unidad en helicóptero en el aire. Lo situamos inmediatamente—. Adelantó los hombros, mirando a Carmine—. Puede creerme si le digo que no hay vehículo alguno entre este lugar y el sitio en que hemos bloqueado de la carretera. Quienquiera que haya sacado metal U de esta estación, ahora ya se lo habrá llevado al bosque.

—Entonces destacaré una unidad en su captura —espetó el comandante.

—¿Con este aguacero?—dijo Bahr—. Para eso ha llegado usted quince minutos tarde. Ahora, todo lo que se puede hacer es una maniobra envolvente.

Bahr empezó a andar carretera abajo.

—Aclararemos esto aquí mismo —dijo el comandante—. Soy el comandante Alexander, del 923 de Seguridad. Estas son mis tropas, mi territorio y mi problema. No quiero tener un grupo de hombres del Servicio de Información de Washington husmeando por toda esta estación generadora.

De pronto, Bahr le miró con dureza.

—Mi nombre es Bahr —dijo—. Director Ayudante del D.I.A. —Alumbró su insignia y adelantó después un paso, mirando fríamente a Alexander—, Y me gustaría saber qué clase de sistema de seguridad emplea usted, permitiendo que materias radiactivas lleguen a ocho kilómetros de su estación antes de que los monitores lo descubran. También me siento intrigado por saber por qué intenta con tanto empeño retrasar una búsqueda organizada.

Alexander sintió repentinamente un nudo en el estómago. El D.I.A. quería decir investigación y, en; la actualidad, investigación podría significar una escala completa de pruebas psíquicas del DEPCO, meses de interrogatorios, estabilidad decreciente... ruina. Y el D.I.A. podía convertir la tardía llegada de sus tropas de seguridad en cualquier cosa que se deseara.

—No estoy intentando retardar nada —insistió—. Estoy intentando poner en marcha un plan de seguridad. A menos que desee usted convertir esto en una estación directamente dependiente del D.I.A.

—Lo voy a convertir en una maniobra conjunta —dijo Bahr—. Mi organización y su personal. Tendrá aquí más unidades del D.IA. dentro de quince minutos. Mientras tanto, no quiero que nada ni nadie salga de esta área.

—Muy bien —dijo Alexander—, en ese caso combinaremos nuestros esfuerzos.

Se volvió a Axtell.

—Teniente, despliegue sus tropas según las órdenes del señor Bahr.

Axtell saludó, bajó corriendo por la carretera y empezó a gritar.

El chillido de los neumáticos y el ruido de las pisadas empezaron de nuevo.

Bahr giró sobre sus talones y atravesó la cinta de la carretera, dirigiéndose al claro donde su helicóptero había aterrizado; Carmine iba a su lado. Furioso, el comandante Alexander les siguió a través del barro. Un hombre se hallaba junto a la radio del helicóptero.

—¿Hay algo? —preguntó Bahr al hombre.

—La unidad B acaba de informar, señor Bahr. Siete helicópteros.

—Bien; deles las coordenadas del punto preciso. Indíqueles que se muevan en un cuadro cada vez más ancho y hagan descender sus Geigers a través de los árboles, con cables, y a intervalos de 25 metros. —Se volvió a Alexander—. Lo que necesitamos saber es; cuánto metal U ha sido robado. ¿Sabe usted cuánto falta en la estación?

—No falta metal U de la estación —dijo firmemente Alexander—. Lo comprobé al salir. Hay monitores de salida en todas las puertas y ninguno de ellos ha registrado la salida de radiactivos.

Bahr le miró fijamente.

—¿Está usted intentando decirme que una alarma de la carretera se produce a ocho kilómetros de su estación, indicando que se ha sacado material radiactivo de la pila y que, sin embargo, nada ha desaparecido de la estación?

—No sé qué fue lo que hizo funcionar al Geiger —espetó Alexander— Todo lo que sé es que nada pudo ser sacado de contrabando de la estación. Nuestro sistema de seguridad es completo y seguro.

—Su sistema de seguridad apesta —dijo Bahr—. Sus centinelas probablemente están dormidos o borrachos, en la ciudad. Ni siquiera pudo usted mandar aquí un camión de tropas antes de quince minutos. Por Dios, Carmine, anote esto. Echaremos un vistazo a ese sistema de seguridad antes de que acabemos.

Se volvió a Alexander de nuevo.

—¿Tendría usted por casualidad un inventario del metal U de la estación?

—Desde luego —dijo Alexander, con el rostro muy encamado.

—Bien, haga otro inmediatamente. Cierre toda la dichosa central térmica, si le es necesario, pero deseo que me dé cuenta de cada lingote de metal U y de cada centímetro cuadrado de terreno.

—No está usted bien de la cabeza —dijo Alexander—. Todo San Luis está usando nuestra energía y nuestro calor. No puede usted parar una estación generadora del mismo modo que se cierra una emisora de radio.

—Oiga, comandante —rechinó Bahr—. Ha habido un robo de metal U. El ladrón ha evitado su sistema de seguridad. Quiero saber cuánto metal falta. Va usted a ordenar que se haga este inventario, ¿o debo ordenarlo yo?

—No tiene usted autoridad dentro del recinto —insistió Alexander.

Bahr le miró. Después se dio vuelta y se acercó al helicóptero. Cogió el micrófono de la radio.

—Póngame con la unidad C —dijo.

El oficial de radio hizo girar rápidamente el selector.

—Oiga —saltó Alexander—. Le advierto...

—Soy Bahr —dijo el hombre corpulento junto al micrófono—. Al habla Bahr. Hay un cambio de plan para la unidad C. Quiero que todo el personal aterrice dentro del recinto de la Estación Wildwood. He dicho «dentro». Quiero un inventario completo del metal U de esa estación. Me interesa saber cuánto ha sido robado y no me importa el modo en que lo descubran.

—Si disparan contra sus helicópteros, será bajo su propia responsabilidad —dijo Alexander—. Mis hombres tienen orden...

—No les dispararán —le cortó Bahr—. Nadie dispara contra los helicópteros del D.IA.

Sobre sus cabezas, seis círculos rojos formados por las toberas de las palas de las hélices de los helicópteros, cruzaban el campo en dirección a los bosques, zumbando justo a la altura de las copas de los árboles, manteniéndose inmóviles durante un momento, mientras hacían bajar los Geigers entre los árboles y subiendo después, para continuar adelante.

Alexander se volvió al oficial de radio, montando en cólera.

—Deseo enviar un mensaje —dijo—. Tengo prioridad.

—Lo siento, señor. Esta unidad está ocupada ahora.

—Es un caso de prioridad —espetó Alexander.

—Ya lo ha oído —dijo Bahr sin volverse—. Use su propia radio.

Alexander volvió a su Volta, arrastrando los pies por el barro; puso en marcha la unidad emisora y logró contacto con el relay de la estación

—Soy Alexander. Quiero prioridad para hablar con Washington. Urgente, personal, con John McEwen, Director del D.IA. Referencia Estación Generadora Wildwood: su ayudante Bahr ordena el cierre de la central entera para investigar —punto— extralimitación de autoridad —punto— pido sea rescindida esa orden durante el estudio y comprobación subsiguiente —punto—. Harvey Alexander, comandante, nueve-dos-tres. Seguridad. Responda inmediatamente. Cierro.

Introdujo el micro en la ranura y se recostó en el Volta. De pronto, se dio cuenta de que sus manos temblaban. A menos que obtuviera una pronta respuesta de Washington, se encontraría en dificultades, serias dificultades. Gruñó interiormente. ¡Como si no hubieran surgido bastantes problemas en las últimas seis semanas! Sabía muy bien cómo trabajaba el D.IA. ¿Por qué no había cerrado la boca, cooperando, y más tarde habría devuelto el golpe por los conductos apropiados? ¿Por qué no pudo comportarse con más sentido común, en vez de actuar como un estúpido chapucero?

Todavía estaba pasmado por el completo desprecio que Bahr había mostrado hacia la autoridad militar. El hombre se había pasado de rosca, a menos que en el caso éste hubiera complicado algo mucho más importante, que él no podía adivinar.

Alexander se mordió los labios, escuchando el golpeteo de la lluvia sobre el techo de plástico. Los camiones se habían desplegado en un amplio círculo con los helicópteros precediéndoles por el aire. Alexander puso mal gesto. ¿Qué había de tan inquietante en unos materiales radiactivos que hubieran cruzado una alarma Geiger? Bahr no tenía prueba alguna de que tales materiales provinieran de la estación. Y Alexander estaba virtualmente seguro de que no habían salido de ella.

Conocía bien el sistema de seguridad de la estación, ya que lo había organizado personalmente, del principio al fin. Después de su degradación del BURINF, cuando le enviaron al confinamiento militar de esta anticuada, estación generadora en las llanuras de Illinois, Harvey Alexander se había dado cuenta de que su única esperanza de rehabilitación era batir el record de la ejecución, modelo de su nuevo trabajo... la protección de la seguridad de la estación. Al cabo de una semana había estudiado y descartado el antiguo e ineficaz sistema de seguridad, y había instalado el sistema que tan cuidadosa y esmeradamente inventara para que resistiera cualquier situación de emergencia imaginable.

Era un sistema tan perfecto como Alexander pudiera inventar, y él era especialmente experto en la cuestión de sistemas de seguridad... aunque sólo Dios y el BRINT sabían esto, aparte de él mismo. Y estaba seguro de que nada de metal U había podido salir de la estación sin que él lo supiera.

Pero, aunque lo hubiera hecho, no veía motivo para tanto pánico. ¿Quién intentaría robar metal? Era tan inservible como un lingote de oro. No tenía mercado. No servía para nada, fuera de la pila energética. Además, la Estación Wildwood era una de las pilas más antiguas que existían, construida en el siglo XX, con todas las ineficiencias mecánicas más increíbles que el año 1960 hubiera producido. Los lingotes de metal ü que se usaban en ella sólo podían servir para esta pila en cuestión.

Sencillamente, esto no tenía sentido. La completa irracionalidad de que «cualquiera» robara metal U, se clavó en la mente ordenada de Alexander, como un anzuelo barbado. Y esta investigación del D.I.A... Se sobresaltó ¿Qué tendría que ver un robo de metal U... el menos práctico de todos los crímenes... con el D.I.A.?

De algún lugar por el Oeste aparecieron en el cielo dos escuadras más de helicópteros, extendiéndose como un abanico en un enorme círculo, formando radios a partir del espeso bosque y del terreno cubierto de maleza que rodeaba el área del punto preciso de alarma.

En algún lugar dentro de ese espacio, algún material radiactivo había hecho disparar un monitor de la carretera, centrando la alarma. Fuera lo que fuese, todavía estaba allí Pero mientras observaba, Alexander podía ver que el círculo inmenso se ensanchaba cada vez más. Gritaban los hombres, los camiones avanzaban. Las hélices de los helicópteros abanicaban el cielo. En la oscuridad podía ver cómo los hombres del D.I.A. se movían rápida y eficazmente, cumpliendo la maniobra ordenada desde el puesto de mando del helicóptero de Bahr.

Era como una enorme y bien lubricada máquina y él no formaba parte de ella. No había nada que él pudiera hacer, ni tenía órdenes que dar, porque Bahr ya las había dado todas.

El crepitar de la radio puso a Alexander en estado de alerta.

—Comandante Alexander. A S P X nueve-dos-tres llamando al comandante Alexander.

Tomó el microteléfono, bajando el interruptor.

—Aquí Alexander.

—Washington nos remite a Lowrie Field, Denver, señor. McEwen está allí de vacaciones.

—Entonces trasladen el mensaje —dijo Alexander—. Lenguaje claro, empezando: «Personal para McEwen» y envíenlo con prioridad.

—Sí, señor.

Por el microteléfono, Alexander podía oír el «clic-clic» del teletipo cifrador que componía el mensaje.

—Un momento, señor... el oficial de guardia desea hablar con usted.

La voz del oficial resonó en el altavoz.

—Seis helicópteros del D.I.A. acaban de aterrizar en el recinto, señor. Los investigadores quieren detener la producción y hacer un inventario del metal U ahora mismo. ¿Qué debo hacer?

Una serie de sugerencias, todas ellas obscenas, inundaron inmediatamente el cerebro de Alexander, pero las suprimió y pensó cuidadosamente durante un momento. Había confiado en tener ya una respuesta de McEwen pero ahora tenía que decidir por sí mismo. Sabía que el D.IA. no tenía autoridad dentro del recinto a menos que recibiera órdenes específicas del DEPOP, pero esto era un tecnicismo legal, no una consideración práctica. Era obvio que Bahr iba a forzarles a hacer el inventario, aunque tuviera que mantener a raya a los guardias del recinto con los paralizadores. Y la probabilidad de que el oficial de guardia de Alexander pudiera oponer resistencia a una decidida escuadra del D.I.A., era menor que cero. Bahr no dejaría que le estorbasen.

—No haga absolutamente nada —comunicó al oficial. No coopere ni se oponga. Están abusando de su autoridad.

—Muy bien, mi comandante.

El graznido se apagó.

Alexander se recostó en el asiento, mientras el sudor le corría por la frente. Ahora todo dependía de que McEwen le apoyara, aunque fuera demasiado tarde para evitar el inventario. Bahr pagaría con su cabeza, y no él, siempre y cuando McEwen se aferrara a la letra de la ley.

Y de esto, pensó ardientemente, podía estar seguro. Era lo que McEwen había estado haciendo durante doce años.

Ya que, a pesar de toda la ominosa reputación de investigaciones, arrestos e interrogatorios llevados a cabo por el Departamento de Asuntos Interiores, la temida organización de información secreta que había surgido después del corrompido y desaparecido F.B.I., para servir como perro guardián al nuevo gobierno Vauner-Elling de Estabilidad, un solo hecho continuaba siendo principal: El D.I.A nunca traspasaría los límites legales de su autoridad. Hasta Alexander, tras su breve y amarga experiencia en la Oficina de Información, creía todavía que esta afirmación era exacta, y no simplemente una cuestión de silenciar a todos los testigos de un caso excepcional.

El D.I.A. no necesitaba quebrantar las leyes. Sus investigaciones e interrogatorios eran tan concienzudos que podían, sobre bases legales, atrapar a un hombre por un permiso de tránsito mal archivado, por una investigación de su vida marital poco satisfactoria, o hasta por no poder recordar correctamente el número de serie de una prostituta y en pocos días de interrogatorio le hacían confesar todo crimen y delito de menor cuantía que hubiera cometido en su vida, o que tal vez imaginara haber cometido. En los casos difíciles su cabildeo legal introducía una nueva ley en los códigos, en medio de una investigación, solo para que aquélla se ajustara al caso.

Pero esta vez, Alexander conocía la ley. Sabía que tenía razón, pero se sentía un poco sorprendido por el rápido martilleo de su corazón y el repentino sudor que resbalaba por sus brazos. Había algo de ominoso en esta repentina aparición de un enjambre de helicópteros del D.I.A. en el lugar de una alerta Geiger aislada.

Contempló, a través de la confusión de los faros y la lluvia que caía, la alta y oscura figura que se mantenía de pie allí, con los hombros echados hacia adelante y las manos profundamente hundidas en los bolsillos del impermeable.

Julian Bahr...

El nombre le era extrañamente familiar. Y también lo eran el corpulento y macizo cuerpo, los hombros inclinados hacia adelante, el rostro duro, el ladrido de la voz de ese hombre. En algún sitio había conocido a Bahr, estaba seguro.

Alexander se trasladó mentalmente a los tiempos de su carrera en el BURINF, el inmenso y enérgico portavoz del Departamento de Explotación... la sala de super-prensa, la organización de propaganda, la agencia de anuncios, el centro de investigación motivada y la oficina de relaciones públicas, sin par en el mundo. Rostros, nombres, ideas... conversaciones (privadas), banquetes, inundaron su mente. Sintió una ola de nostalgia que crecía suavemente, una sensación penetrante de desolación por la caída que había experimentado desde aquellos tiempos, tan repentina, tan inexplicablemente.

La apartó de su mente, Julian Bahr no era miembro del BURINF.

Tiempo atrás, entonces, Gran Bretaña, Turquía, Buenos Aires, Australia... una docena de destinos anteriores cruzaron por su mente: el proyecto de investigación solar a cuyo cargo estuvo en Méjico; la enorme presa del Yangtsé en la que sólo fue teniente, la curiosa tregua parcial con el Oeste Asiático que había surgido al construir el Ejército de los Estados Unidos la mayor presa del mundo en el Yangtsé, para detener las inundaciones que originaban en China, la cruel hambruna a pesar del severo bloqueo económico con el cual Occidente había acelerado su inflación, hasta que el vasto continente estuvo casi completamente obligado a hacer un trueque, no obstante su ferocidad gubernamental.

El Ejército era la inmensa herramienta administrativa del Departamento de Explotación, ya que no funcionaba como una potencia efectiva de combate. Quince millones de hombres y oficiales se encargaban de los enormes problemas de aprovisionamiento, ejecución de las leyes, transportes, ingeniería y educación en la necesaria reorientación ecológica que el sistema Vauner-Elling prescribió cuando subió al poder después del desastre de 1995 y que el DEPEX llevaba a cabo. Esto era el Ejército, quince años atrás, cuando un hombre recibía una tarea que cumplir y la autoridad para cumplirla, no como esta maraña... Alexander bloqueó la amargura que le ahogaba. Bahr no estuvo en China.

La Antártida...

Como una llave que ajustaba en su cerradura, algo sonó en la mente de Alexander y se dio cuenta de por qué no había sido capaz hasta el momento de situar a este hombre.

Era en la Antártida. Recordaba a Julian Bahr.


Se sobresaltó cuando la portezuela del Volta se abrió y vio a Bahr junto a él, con la lluvia resbalando por su sombrero.

—Necesito su coche —dijo.

—¿Es una orden? —inquirió Alexander,

—Llámelo como quiera —espetó Bahr—. Un par de nuestras unidades de tierra han estado volando un kilómetro carretera arriba, y yo...

—¡Atención! —tronó el altavoz—. Señor Bahr... uno de los Geigers de la unidad B da una señal muy fuerte; helicóptero número siete. Mantienen la posición. Cambio.

Bahr cogió el micrófono, poniendo el selector de onda en la frecuencia del D.I.A.

—Aquí Bahr. Número Siete. ¿Qué ha sucedido?

—No puedo verlo, pero ahí abajo hay algo, entre los árboles —tartamudeó la voz—. Lo que sea produjo una sacudida endemoniada en el Geiger.

—Muy bien. A todas las unidades —dijo Bahr—. Formen un círculo de 400 metros de radio alrededor del número Siete. Unidades de tierra alerta para el envolvimiento. Usen precauciones. Sea lo que sea lo que esté en este círculo, ¡manténgalo dentro! Pero no ataquen. Repito: ¡no ataquen! Cierro.

Se volvió a Alexander, mientras Carmine venía tropezando entre la suciedad y la lluvia y se deslizaba dentro del coche, sin decir ni palabra.

—Ya ha oído esto —dijo Batir—. Necesito su coche para llegar hasta las unidades de tierra.

—Este coche es un Volta —dijo Alexander—. Se romperá la cabeza si no sabe cómo debe conducirlo.

—Pues condúzcalo usted —dijo Bahr—. Póngalo en marcha.

«Me conoce», pensó Alexander. «Me conoce y está jugando a este jueguecito en espera de que yo cometa un disparate.» Alexander ya no dudaba de que investigarían su actuación. Pero McEwen podría sacarle del aprieto. Conoció a McEwen cuando éste se entrenaba en el BRÍNI, en Méjico. McEwen le ayudaría...

Con mala intención, Alexander puso violentamente los controles a toda velocidad. El coche se disparó con un aullido, carretera adelante, por la cinta suave y llena de barro, con la sirena funcionando, y Alexander lo condujo, produciendo un chillido continuo, por el centro de la calzada; la hierba húmeda y los arbustos rozaron la carrocería plástica, pulida y aerodinámica; llevaba los faros largos y la luz roja de la torrecilla parpadeando. El Volta podía llegar a los 500 kms. en una buena carretera, pero en esta cinta tortuosa y cubierta de grava, Alexander lo mantuvo a 200. Tomaron una curva cerrada y puso el giróscopo direccional en una compensación de noventa grados, usando los propulsores para contrarrestar la inercia del coche cargado. La grava saltó despedida bajo la única rueda, mientras el Volta patinaba por el saliente de la carretera, con los giróscopos gimiendo para impedir que el coche volcara. Sintió que el enorme cuerpo de Bahr se crispaba cuando un árbol les amenazó, y que después se relajaba cuando se apartaron de él y continuaron su camino tras la sacudida.

—Pare —dijo Bahr, cuando se acercaron al grupo de los helicópteros.

Alexander apretó el botón del freno y el Volta se detuvo, meciéndose. Tres segundos antes de que el coche se detuviera, los reflectores les iluminaron. Carmine abrió la puerta y él y Bahr salieron del coche sin dirigir ni una palabra a Alexander.

Las tropas de tierra del D.I.A. ya andaban trotando por el bosque y entre la empapada maleza, con las linternas fluctuando y desapareciendo. Se introducían entre los matorrales con una urgencia feroz... sin gritar, sin gritar, sin movimientos inútiles. Probablemente eran veteranos del 801, ya desmembrado, pensó Alexander; el legendario ejército de guerrillas que luchó en la guerra de contención de las Indias Orientales. Mandado por ingleses, el 801 nunca había sido integrado más que por americanos, los más tenaces, duros e incorregibles mercenarios que los británicos pudieron encontrar, ejecutaron incursiones en Indonesia y China Meridional, que hicieron aparecer la marcha de Sherman como un proyecto de repoblación forestal. El Servicio de Información británico empleó al 801 para forjar eslabones irrompibles en la situación económica y política de Asia, pero el interés del BRINT en tener un ejército de hombres jóvenes, mandaba de vuelta a América, cada año, una cuota regular de hombres endurecidos por las batallas, entrenados por el BRINT en el servicio de inteligencia, jóvenes de apenas treinta años.

El D.I.A. escogía la flor y nata de esos hombres y, hasta la fecha no había noticia de que nadie se hubiera resistido a un arresto de los agentes del D.I.A. Lo cual, pensó Alexander, era poco menos que ominoso.

—¡Atención! —tronó de nuevo el altavoz—. Unidad de tierra tres. Aquí hay algo, señor Bahr.

—Mantenga su posición —dijo la voz de Bahr desde uno de los helicópteros—. ¿Qué ve usted?

—Nada muy claro. Aunque el registrador está caliente.

—Dispare algunas señales luminosas. Estreche el círculo, pero no tire... —la voz de Bahr se desvaneció entre un chasquido de estáticos.

Luego surgió otra voz.

—¿Señor Bahr? Soy Johnson, desde la estación. Tenía usted razón, señor. Tres lingotes de metal U faltan de la pila número cuatro. Cargaron imitaciones en su lugar.

—Buen trabajo —respondió la voz de Bahr—. Esto lo resuelve definitivamente. Los tenemos acorralados aquí. Manténgase en su puesto.

Aturdido, con la boca abierta, Alexander se desplomó en su asiento; el corazón apenas le latía, el sudor cubría sus palmas y su frente. Un peso muerto y aplastante parecía gravitar sobre su pecho.

«Faltaban tres lingotes».

Ni siquiera McEwen podría ayudarte ahora.

Su sistema de seguridad, desarrollado paso a paso durante los meses que estuvo en Wildwood, que él creyera absolutamente sin tacha, habla dejado salir del recinto tres lingotes de metal U, cada uno de los cuales pesaba siete kilos y era furiosamente radiactivo. Y su carrera militar... tragó saliva, sintiendo un gusto amargo en la boca.

Un almacén de aprovisionamiento en Watooki, todo lo más. Si las cosas iban mal, sufriría una investigación a toda escala del D.I.A., un consejo de guerra, una prueba psicológica del DEPCO, la degradación final.

Una vez Bahr se apoderara de los tres lingotes, estaría acabado.

En algún punto del cielo se encendió un reflector, iluminando las copas de los árboles con su muerta luz blanca. Otro reflector, y otro más aparecieron bajo las toberas de los rotores de los helicópteros. Alexander salió del coche haciendo un esfuerzo, y subió tropezando por la colina hasta llegar al bosque. Oyó una charla por la radio, procedente de una unidad terrestre, cuando pasaba:

—Disco...

—¿Qué es? ¿Dónde?

—...parece una especie de nave...

—¿Dónde?

—...disco de metal, ahí hacia la izquierda...

—...estado aquí todo el tiempo...

—Retrocedan, retrocedan...

Tras el círculo de hombres que iba estrechándose, Alexander pudo ver algo. Yacía en un claro de los árboles, vagamente silueteando por la cruda luz de los reflectores... algo grande, gris y plano.

—Enfoquen una cámara, sea lo que sea —gritaba alguien, muy cerca.

—Pónganos con Aviación, Lowrie Field; necesitaremos Aviación. Unidades de tierra; detengan...

De pronto, el objeto gris que yacía en el claro pareció florecer como una flor violentamente anaranjada. La ola de la explosión alcanzó a Alexander, golpeándole como si hubiera chocado contra un muro, tumbándole cuan largo era, mientras una nube color fuego en forma de hongo se elevaba, brillantemente iluminada en la base por algo que ardió furiosa y rápidamente, despidiendo luego una ola de intenso calor. Los helicópteros que todavía se encontraban en el aire se acercaron como otros tantos buitres intentando divisar algo en el húmedo cráter, y en la oscuridad y el silencio; sólo se oyó el ruido intermitente de los trocitos de madera, tierra y metal, al caer entre los árboles; poco después cayeron los fragmentos más pequeños, casi convertidos en polvo y mezclados con la lluvia, silenciosos, invisibles y ligeramente radiactivos.