II


Entumecidamente, Alexander flexionó sus dedos un par de veces, sintiendo el martilleo revelador de la arteria de su muñeca contra la banda de presión que hacía hincharse y palidecer su mano izquierda y que conducía la aguja de un polígrafo, formando una línea sinuosa y vacilante.

—Es muy sencillo, comandante —estaba diciendo Bahr, mientras paseaba ante él—. Todo lo que deseamos de usted es la verdad. Bien, creo que esta es una petición bastante razonable en estas circunstancias. Sólo unos cuantos hechos, muy simples. Usted los conoce. Tiene que conocerlos, porque era usted el oficial de seguridad allí y admite que organizó el sistema. A la larga, nuestras investigaciones sacarán a la luz esos hechos. Se ayudará a sí mismo si nos ahorra tiempo.

—Le he dicho todo lo que sé —insistió Alexander, suspirando larga y exasperadamente.

McEwen, sentado a un lado de !a habitación, se dirigió hacia Bahr, quien contempló a Alexander por un momento y se .apartó luego con un gruñido. Por el rabillo del ojo, Alexander, observó cómo susurraban. El enorme puño de Bahr golpeó el brazo de la silla que ocupaba McEwen; el anciano director del D.IA.  le respondió murmurando algo en voz baja,  sacudiendo la cabeza. Alexander no pudo oír sus palabras, pero algo estaba bien claro: Bahr ganaba en la discusión.

John McEwen había llegado. McEwen, el salvador, la blanca esperanza, el defensor de la letra de la ley en la Estabilidad Nacional y de la forma democrática de la vida, echó una ojeada al cráter abierto ocho kilómetros al norte de Wildwood y ordenó la reserva completa de las noticias, cosa ilegal excepto bajo condición hemisférica B, el aislamiento del área en un radio de 30 kms., cosa ilegal sin el consentimiento de la unidad del Ejército responsable del terreno, ya que era parte de una reserva militar, y no pidieron siquiera el consentimiento de Alexander y la interrupción de todas las comunicaciones (cosa ilegal, pero casi sin precedente desde los tristes días de 1995-96, cuando la ola de pánico que siguió al Desastre estaba en su punto álgido).

Bahr había resumido a McEwen los hechos observados, breve y anteriormente, y McEwen había aceptado la explicación más natural. Los tres lingotes de metal U que faltaban, habían sido llevados, por persona o personas desconocidas, más allá de la alarma de la carretera, y los cargaron en la nave del bosque, fuera aquélla la que fuese, la cual se elevó prontamente cuando los que buscaban se le acercaron demasiado.

Cuando Alexander protestó y sacó a relucir ciertos detalles molestos, tales como cuestiones de método, motivo y los monitores que no funcionaban en las puertas de salida de la estación, Bahr había replicado encolerizado con acusaciones de obstrucción, interferencia, falta de cooperación y encubrimiento de hechos. Contratacó rápidamente basándose en la tardía llegada de las tropas de seguridad de Alexander, las cuales todavía se hallaban extendidas por medio Illinois en un largo perímetro, preguntándose lo que había sucedido.

Finalmente, Alexander había jugado su triunfo... la brutal ilegalidad de la unidad del D.1A de Bahr al exigir un inventario en la central. McEwen masculló algo ininteligible sobre el proyecto Prisco y se dirigió de nuevo al cráter, para contemplarlo. Alexander fue introducido en uno de los helicópteros y le llevaron a Chicago para interrogarle.

El interrogatorio había empezado hacía seis horas.

A pesar del brillo de las luces colocadas frente a él, Alexander pudo volver lo suficiente la cabeza para echar una larga ojeada al rostro de McEwen. La piel del Director del D.I.A. tenía un sucio color gris, las cuencas de sus ojos presentaban profundas arrugas. Las comisuras de su boca caían hacia abajo manteniéndose inmóviles hasta cuando hablaba. El rostro era una máscara, la cara dé un hombre que hubiera estado mucho tiempo enfermo... o asustado.

«¿Será ése mi aspecto?», se preguntó Alexander. Conocía el gesto que presentaba un hombre luchando por mantener su posición; lo había visto muy a menudo en su propio rostro durante los últimos meses.

Se interrumpió de golpe, cuando el problema real e inmediato de cómo .pasar esta investigación, estalló en su mente. Sintió un repentino encogimiento en el estómago y un sentimiento de temor enfermizo. Hasta ahora ni Bahr ni él mismo habían mostrado la más leve indicación de que se conocieran de antemano, imponiendo sus propias reglas en este juego poligrafiado del gato y el ratón, en el cual Alexander representaba el cuidadosamente calibrado ratón. Pero el interrogatorio se volvía cada vez más apremiante. Bahr no parecía cansarse; Alexander ya sentía que la fatiga le dominaba.

Era sólo cuestión de tiempo que su habilidad de seguir contestando a las preguntas, agudas como hojas de afeitar, empezaba a vacilar y la confusión y el asombro surgieran...

Y supo, mientras Bahr le miraba y discutía con McEwen, que esto era más que un interrogatorio rutinario.

Bahr estaba recordando lo sucedido en la Antártida.


Vívidamente volvió ahora el recuerdo a la mente de Alexander. Bahr había estado entonces en el Ejército... era sargento de la Comandancia de Comunicaciones, destinado a un diminuto puesto de la red de alarma inicial que se extendía a través del helado continente antártico.

¿Cuánto tiempo hacía? ¿Cuatro años? ¿Cinco?

La mente de Alexander situó instantáneamente la fecha: 12 de julio de 2019, exactamente tres días después de la primera alerta de radar, cuando los aparatos del puesto 1.743, profundamente enterrado en el hielo antártico, localizaron tres objetos inidentificados a una altitud de 1.200 kms. tres veces más altos de lo que ningún aparato pudiera volar desde que los satélites fueran suprimidos y se hubiera abandonado el infame proyecto de lanzar cohetes a la luna, allá por el año 90. Los tres objetos dieron tres vueltas alrededor de la Tierra a una velocidad orbital precisa, pudiendo observarse su avance en el Polo Sur y a través del Pacífico, perdiéndoseles luego al pasar sobre las Indias Orientales, China y la Unión Soviética. Un informe inmediato fue enviado a la sección especial de información del DEPEX y, cuando los objetos ya no reaparecieron después de la cuarta pasada a través del área «muerta», todo el bloque Occidental se colocó en estado B... preparación para el ataque con proyectiles H.

Informes en código del DEPEX inferían que el bloque Oriental había construido un proyectil, desconocido hasta para el enlace británico del servicio de Información, que se podía situar en órbita cambiable a voluntad. El BRINT naturalmente, negó que algo de tal tamaño pudiera haberse construido en el territorio del Este sin que ellos lo hubieran sabido años atrás, y sugirieron una fuente extraterrestre, posiblemente meteoritos... una idea bastante poco satisfactoria, ya que los meteoritos no mantienen normalmente una órbita a 1.200 kms.

El Puesto Antártico 1.743, bajo el mando de Alexander, era la principal unidad de alarma inicial entre el sudeste de Asia y los vitales centros de población sudamericanos. Se esperaba que el primer movimiento hostil del Este sería disparar un proyectil H blindado que caería sobre el puesto subterráneo, desde 950 kms. de altitud. El Puesto ya había estado viviendo a base de café y con un temor enervante durante cuarenta horas, la atmósfera oliendo a sudor y adrenalina, los hombres regañando unos contra otros a causa de la creciente tensión, cuando el sargento se presentó en el despacho de Alexander.

—Desearía seiscientas pastillas sedantes —dijo.

—¿Para qué, sargento?

—Voy a dormir con sedantes a la mitad del personal, durante doce horas —dijo el sargento—, antes de que tengamos un motín.

—A la mitad del personal, ¡durante doce horas!—exclamó Alexander—. Eso es imposible. Estamos en estado B.

—Ya lo sé. No puedo hacerme responsable de los disparates cometidos en Washington —le contestó el sargento—. Si nos bombardean, no tendrá la menor importancia que estemos durmiendo o despiertos, pero si esos hombres tienen que mantenerse en pie por más tiempo, no necesitarán el cohete H. Ellos mismos se harán pedazos.

Alexander sabía que la tensión crecía por momentos, pero él mandaba el puesto y no podía pasar por alto el estado B en que se hallaban

—Supongamos que me deja decidir a mí acerca del bienestar de los hombres, sargento —dijo secamente—. Eso no es asunto suyo.

El sargento le miró fijamente desde el otro lado del escritorio, apretando los puños.

—Estúpido bastardo —dijo claramente—. Terco e incomprensivo hijo de perra. ¡Si yo no me hubiera hecho cargo de esta asquerosa unidad en su lugar, habría sido usted expulsado del Ejército en menos de una semana, por incapacidad!

De pronto, Alexander notó que el corpulento suboficial estaba temblando de rabia.

—¿Me dará esos sedantes, capitán?

—¡No! pudo decir Alexander, haciendo un esfuerzo—. Salga de aquí. Vuelva a su puesto.

Durante un momento creyó que el hombre iba a ahogarle. Después, el sargento Julian Bahr giró sobre sus talones. La pesada, puerta de plástico se cerró de golpe a sus espaldas.

Cuatro horas más tarde, en el corredor de la tropa, uno de los hombres empezó a golpear la mesa con una taza de plástico, mientras la larga cámara subterránea devolvía el eco de los golpes. Al instante, las paredes temblaron con un atronador martilleo, que se podía oír por todo el puesto. Alguien empezó a gritar. Casi al instante mil doscientos hombres se pusieron a vociferar, jurando, chillándose los irnos a los otros; el temor estimulado por la bencedrina y el desamparo impotente, haciendo erupción en un pandemónium volcánico.

En el punto culminante de su primer crescendo, Alexander entró en el comedor, desarmado y solo, consciente de que quizá no viviera ni tres minutos más, pero convencido de que el motín tenía que cesar. Las palabras que dirigió a la multitud de hombres encolerizados, se perdieron entre el ruido; de pronto se halló frente a un círculo de rostros llenos de odio. Con los grandes tazones de café y los cuchillos de mesa en la mano, se agrupaban frente a él...

Alguien le cogió por detrás. Alguien le hizo cruzar de un tirón la puerta, medio le arrastró y le llevó en volandas por el corredor, subiendo luego un tramo de escaleras y bajando por otro pasillo, hasta llegar a la armería. Atontado, vio cómo Bahr abría la puerta de un golpe, con un crujido de plástico destrozado. Después, de un empujón, Bahr le hizo cruzar la puerta interior, que conducía a la armería.

—La llave, deme la llave —pidió Bahr

Los paralizadores pesados de posición se alineaban en los estantes, cuidadosamente asegurados por una ¡barra de acero y un candado.

—No toque esas armas —advirtió Alexander.

Bahr le sacudió violentamente, volviéndole los bolsillos al revés y arrojando su contenido por el suelo.

—¿Dónde tiene usted esa llave?

—No tocará usted estas armas —le dijo bruscamente Alexander—. Todavía mando en este puesto.

Bahr no contestó siquiera. Cerró de golpe la puerta interior y pasó el cerrojo, mientras el ruido de la multitud perseguidora crecía en el corredor. Cuando sonaron los primeros golpes de tazas, pies, puños y hombros contra la puerta de plástico, Bahr se agachó frente al armero, cogiendo la fuerte barra de acero, de casi dos metros de largo que aseguraba las armas, entre sus manos. Empezó a forzarla, tensando sus .enormes espaldas y piernas.

Alexander sacó de su bolsillo un delgado cilindro de metal, que presentaba la apariencia de un lápiz, pero que era en realidad un paralizador de poco alcance, que todos los oficiales del servicio exterior llevaban consigo.

—Apártese de este armero —dijo—. Esos hombres acataran mis órdenes, o se enfrentarán con una acusación de motín. No voy a permitir que mate ni paralice a nadie con estas armas.

Bahr sólo gruñó, mientras la barra de acero empegaba a doblarse un poco.

—Se lo advierto... dispararé —dijo Alexander.

Bahr volvió la cabeza, vio el reluciente cilindro y comprendió lo que era. Detrás de él, la puerta tembló bajo el choque de unos pesados cuerpos.

—¡Así se muera! —dijo Bahr y continuó empujando la barra.

Alexander disparó. Bahr lanzó un gemido y cayó al suelo, como un tronco, golpeándose la cara contra el piso y corriéndole la sangre por la nariz. El paralizador habría debido dejarle inconsciente, retorciendo todo su cuerpo en un estrecho nudo, pero no lo hizo. Increíblemente se levantó del suelo, cogió una silla por él espaldar y se enderezó, con el brazo derecho, el cuello y un costado enrigidecidos en la misma posición que tenían cuando fue alcanzado, y la pierna derecha estremecida por agónicos e incontrolables espasmos. Alexander apuntó de nuevo con el cilindro y Bahr balanceó la silla, hiriéndole en la cara y haciéndole chocar contra la pared. El cilindro salió despedido de su mano, yendo a parar al otro lado de la habitación.

Aturdido, Alexander vio cómo el sargento se arrastraba a través de la sala, usando la silla como si fuera una muleta, la pierna derecha y el brazo temblándole, y el rostro casi irreconocible por la crispación del dolor. Alexander contempló incrédulamente a Bahr, mientras éste cogía el candado con la mano izquierda y torcía lentamente el cáncamo hasta que el duro acero se rompió con un chasquido. Bahr apartó la barra aseguradora y sacó del armero un paralizador pesado, liso y pulido, en el mismo momento en que la puesta de plástico cedía bajo los brutales golpes y una docena de hombres se esparcía por la sala.

Lo que sucedió después, lo supo poco a poco Alexander mientras se recobraba, en el Hospital Militar de Buenos Aires, de una fractura de cráneo y de nariz. Él se había desmayado, y Bahr, armado únicamente con un paralizador descargado, obligó a los amotinados a regresar al comedor y, aunque visiblemente semiparalizado, inyectó sedantes a doscientos de ellos para que descansaran doce horas, mandando de aquí para allá a los cuatro atemorizados tenientes. Con medio puesto sufriendo los efectos del sedante, se sentó en la cabecera del comedor, con el paralizador en las rodillas haciendo que los hombres relataran cuentos sucios durante ocho horas, hasta que su pierna dejó de sacudirse y el lado derecho de su cuerpo funcionó nuevamente.

El estado B se dio por terminado mucho antes de que Alexander saliera del coma. No sobrevino ningún ataque de proyectiles H, los objetos inidentificados no reaparecieron más en el cielo y, gradualmente, el incidente del radar se olvidó. Alexander recibió una carta de recomendación y un ascenso a comandante de la Comandancia de Comunicaciones por su excelente actuación en una revuelta sin haber empleado la violencia, el uso acertado de sedantes y demás. Al personal de la estación se le suprimieron dos meses de salario y Julian Bahr pasó por un Consejo de Guerra y fue expulsado del Ejército por haber maltratado de obra a un oficial.

El Consejo de Guerra casi había terminado, cuando Alexander recobró el conocimiento. Recompuso la historia más tarde, cuando recibió el nombramiento y un nuevo destino en el BURINF, de Nueva York. Bahr había rehusado los servicios de un abogado consultor durante el proceso. No hizo ningún intento por negar o refutar los cargos omitidos por uno de los tenientes —quien pronto fue ascendido a capitán por la excelente asistencia que prestó al cuerpo de investigación—, sino que permaneció sentado en silencio durante todo el proceso, mirando a los componentes del Consejo de Guerra con un odio y desprecio tan evidentes que sólo la consideración de las extremas circunstancias le salvaron de ir a Leavenworth.

Una vez estuvo fuera del hospital, Alexander intentó abrir nuevamente el caso, pero encontró escaso interés oficial. Nada de lo que Alexander pudiera hacer, le informaron, podría influir en lo que se consideran hechos probados, anotados ya en el Registro de Estabilidad permanente, acerca de Bahr: que era un hombre que despreciaba a la autoridad y propenso a la violencia, una personalidad peligrosamente inestable, y, por lo tanto, un riesgo grave para la Estabilidad. Bajo los principios básicos del sistema gubernamental Vauner-Elling, esto quería decir que Bahr nunca podría alcanzar una posición superior a la tarjeta verde en cualquier carrera que escogiese. Alexander nunca supo si Bahr estaba informado de esto, o si, ni siquiera, le preocupaba.

Y ahora, al otro lado del cuarto, tras las brillantes luces, se hallaba el mismo Julian Bahr, teniente de primera del D.IA. sin duda alguna, en la más poderosa y misteriosa de todas las agencias gubernamentales, y Alexander se preguntó cansadamente quién se habría equivocado y dónde...


—Bien —dijo Bahr, dando vuelta ante él—. Esta tontería ya ha durado bastante. Le hemos dado todas las ocasiones posibles para que nos ayudara.

—Les he dicho cuanto sé —protestó Alexander.

Su corazón empezó a latir con fuerza cuando vio que uno de los hombres de Bahr colocaba ante su vista una bandeja esterilizada. En ella había dos jeringas y una esponja de alcohol.

—Miente usted —dijo Bahr—. Eso lo sabemos. Pero hemos considerado la posibilidad de que no esté mintiendo deliberadamente.

—No estoy mintiendo —dijo Alexander.

—Está usted asustado, ¿no es verdad?

—No estoy asustado.

—¿Pero, ¿de qué se asusta? ¿Qué esconde usted? —Bahr hizo una pausa—. Muy bien, pongan en marcha el registrador.

Alexander había estado luchando contra los correajes que le ataban; ahora se dejó caer hacia atrás cuando el registrador empezó a zumbar.

—¿Su nombre de pila es Harvey?

—Sí.

—Tiene usted el grado de comandante del...

—Ejército. Comandancia de Seguridad.

—¿Su puesto de servicio está en el Generador de Energía Wildwood?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo ha estado sirviendo en ese lugar?

—Seis meses.

Las preguntas rutinarias, interminables, paso a paso, iban cansándolo. Alexander sintió que la fatiga y el aburrimiento retrasaban su pulso, embotando sus respuestas.

—¿Qué sistema de seguridad se hallaba en vigor cuando usted tomó el mando en Wildwood?

—El normal del Ejército, sexta clase.

—¿Se encontraba todavía en uso ese sistema, la pasada noche?

—No.

—¿Por qué no?

Alexander sintió un repentino ahogo. Su pulso empezó a martillear.

—Porque ordené que lo cambiaran.

Bahr dio vueltas a su alrededor, confiado por el sobresalto que Harvey había sufrido.

—¿Por qué plan lo substituyó?

—Por un plan Bronstock modificado.

—¿Lo proyectó usted?

—Sí.

—¿Sin autorización?

—Tenía autoridad para hacerlo —respondió Alexander.

—¿Por qué cambió usted el sistema de seguridad?

—Porque pensé que el sistema antiguo no era bastante seguro —dijo Alexander—. Un sistema de sexta clase está muy cerca de no ofrecer seguridad alguna.

—Y, su plan era mejor, ¿no?

—Sí.

Bahr se inclinó salvajemente sobre él.

—Pero no funcionó —dijo.

Alexander no respondió.

—¿Por qué cambió usted el sistema de seguridad?

—Ya le he dicho...

—¿Fue por culpa de un chantaje? —espetó Bahr—. ¿O le sobornaron? ¿Intentó usted engañarnos en la estación para ocultar sus propias actividades, o el engaño formaba parte del plan?

—Está usted mal de la cabeza —dijo Alexander.

—¿No me dijo usted ayer noche que no faltaba metal U?

—Sí.

—¿«Faltaba» metal U?

—Sí.

—¿No intentó usted impedir que el equipo de investigación examinara la estación?

—Sí.

—¿Y los monitores debieron haber registrado cualquier materia radiactiva que saliera por las puertas?

—Sí.

—¿Anduvo usted manoseando los monitores de la salida?

—No.

—¿Sabe usted de qué forma el metal U salió de la estación?

—No.

—¿Conoce usted las rendijas de su nuevo sistema de seguridad?

—No las hay.

—¿Quiere usted decir que es completamente seguro?

—Hasta dónde llega mi saber.

—Pero el metal U fue robado.

—Sí.

—¿No prueba esto que su sistema de seguridad tiene fallos?

Alexander buscó un camino para salir de esta trampa. Los ojos le escocían a causa del brillo de las lámparas; su cerebro no funcionaba correctamente. La sima entre las preguntas y respuestas se ensanchaba, mientras él luchaba por afirmar su vacilante control.

—¿Y bien? —dijo Bahr.

—No había fallos.

Bahr colocó ante sí una silla y se sentó muy cerca, descansando los brazos sobre el espaldar, mientras se encaraba con Alexander.

—¿Cuál era su destino antes de Wildwood, comandante?

—Oficina de Información, Nueva York.

—¿Y su cargo en ella?

—Era el director.

—¿No le gustaba el trabajo?

—Sí, me gustaba.

—Entonces, ¿por qué no está usted todavía allí?

Las manos de Alexander se aferraron a los brazos de la silla.

—Eso está en el registro, puede usted comprobarlo.

—No tengo tiempo. ¿Por qué le degradaron?

«No me degradaron», protestó la mente de Alexander. «Me revaluaron». Me dieron un nuevo destino. Demasiada tensión, me dijeron. Se abre paso en usted demasiada agresividad. El BURINF no puede arriesgarse ante la inestabilidad de su personal, comandante. Debe usted comprenderlo. La nación depende de BURINF para su estabilidad».

—Hubo una comprobación rutinaria de estabilidad —dijo roncamente—. Fui revaluado y me dieron otro destino.

Una fría sonrisa cruzó el rostro de Bahr.

—Su cargo en el BURINF era importante, ¿verdad?

—Sí.

—Le proporcionaba a usted una considerable importancia nacional y bastante poder.

—Sí.

—Y entonces le arrojaron a usted a un lugar despreciable como Wildwood.

—No hicieron nada de eso —protestó Alexander—. Estaba debilitándome. Los psicólogos no tuvieron más remedio que darme un nuevo destino.

—¿Quiere usted decir que «aprobó» el nuevo destino? —preguntó incrédulamente Bahr.

—No. Es decir, no me gustó, pero...

—¿Quién le sobornó, comandante? ¿Cuál era el fallo en su sistema de seguridad de Wildwood?

—No había ningún fallo.

Bahr levantó los brazos.

—Así no iremos a ninguna parte. Admite usted que su sistema de seguridad se descompuso. Tiene que haber fallos. Usted: no nos dirá cuáles eran. Tendremos que estimular su memoria.

Acercó hacia sí la bandeja de las jeringuillas.

—No puede usted emplear esto —protestó Alexander—. No se me acusa de ningún crimen grave o de espionaje. No tengo ningún consejero legal. Y sólo terapeutas calificados del DEPCO pueden usar drogas, después de que un caso haya sido debidamente revisado.

—Tiene razón —dijo cansadamente McEwen desde un lado de la habitación—. Se basa en un fundamento legal.

Bahr se volvió hacia el viejo.

—Esto es un caso de urgencia y usted lo sabe. Este hombre está mintiendo, eso es obvio.

—No podemos evitarlo.

—Mac, el Proyecto risco puede depender de la información que él posee. Esta es la primera indicación que hayamos tenido...

—La ley es la ley, Julian —dijo McEwen—, con Proyecto Frisco o sin él. No puede usted lograr a este hombre.

Alexander estuvo a punto de manifestar su alivio. Los ojos de Bahr relampaguearon y por un momento su rostro duro e impasible empezó a contraerse de rabia. Luego se encogió de hombros.

—Muy bien —dijo—. Usted es el jefe. Nos limitaremos a retenerle aquí e intentaremos aclararlo con la ayuda de Washington. Será mejor que vayamos a mirar el teletipo, por si ha surgido algo nuevo.

Bahr y McEwen se dirigieron juntos a la puerta. Bahr miró hacia atrás, haciendo un movimiento de cabeza en dirección de sus hombres.

—Cuiden del comandante —dijo.

Cuando Bahr se fue le sacaron las vendas de presión, los salivadores y el respirador. Uno de los hombres empezó a enrollar el largo carrete de cinta de polígrafo. Para Alexander, el alivio fue casi un choque emotivo; una especie de tensión interior, que le había sostenido hasta entonces, empezó a desaparecer y se tambaleó de debilidad cuando intentó levantarse. Uno de los hombres de Bahr, todos jóvenes y de cara seria, hizo rodar una camilla móvil y le tendieron suavemente en ella, a pesar de sus protestas de que se encontraría perfectamente dentro de un momento.

—¿Un cigarrillo, comandante?

Asintió, agradecido. Como muchas personas de habilidad e imaginación que han luchado contra sentimientos de culpabilidad e inseguridad toda la vida y han conseguido bastante visión interior para reconocerlas por lo que son, Harvey Alexander temía más que nada en el mundo1 el horrible proceso psicológico de que otras personas le registraran el cerebro. Ahora, habiendo podido escapar a esto, estaba casi mareado por la exaltación y el temor decreciente, notando apenas las hábiles manos que le atendían, hasta que sintió picazón en la nariz y quiso rascarse.

Tenía los puños atados.

Se debatió y tiró, y notó que tenía atados también los tobillos. Una enorme lámpara fue descendida desde el techo. Sobre él, como gárgolas serias, pálidas y ansiosas, se hallaban los jóvenes de Bahr.

Sacudió desesperadamente la cabeza cuando las agujas de anfetamina y curare brillaron ante sus ojos y se sintió de pronto violentamente mareado, forzado e impotente.

Notó un dolor agudo en el muslo y, desesperadamente, gritó.