XV
Ningún bloqueo de Condición B hubiera podido ocultar jamás la catástrofe que llameaba en el cielo como una bandera, ni al hemisferio nocturno, de donde provenía el primer informe, m al hemisferio diurno. Bahr observaba impaciente mientras los congresistas se apiñaban aquí y allá en pequeños grupos nerviosos, embotellando los pasillos y puertas de la sala de la Cámara del Congreso. El aviso fue dado hacía sólo ochenta minutos, pero casi todos estaban ya presentes, por lo menos un setenta por ciento, y se esperaba de un momento a otro la llegada del Jefe Ejecutivo y de los Jefes Conjuntos.
La sesión con los Jefes Conjuntos en Nueva York... notándose la conspicua ausencia de Adams, del DEP-CO... había sido tormentosa; la mayor parte de ellos se opusieron a convocar una sesión conjunta del Congreso, porque, de todos modos, el Congreso no tenía poder para hacer nada. Pero Bahr insistió en que sólo un retorno a las semiolvidadas formalidades y tradiciones podría convencer a la gente de que hicieran lo que era debido. El Congreso todavía representaba nominalmente al pueblo, aunque ya no ostentaba un poder real desde que el gobierno era regido por el DE-PEX, el DEPCO y las otras Oficinas Vanner-Elling y que los congresistas no hacían más que asentir a lo que se les proponía. Pero ahora tenía que hacérseles sentir útiles, que pensaran que estaban tomando una decisión que todas las máquinas y todos los cálculos matemáticos de Mark Vanner no podrían tomar nunca.
Y los Jefes Conjuntos cedieron por último porque tuvieron que hacerlo, porque todos habían visto la Luna en el cielo... el satélite terrestre, bello, estable y amarillo contra el cielo azul, pero ya no era la Luna, sino sólo un montón de trozos, colgando obedientes en órbita, como los fragmentos de un plato roto, separándose lentamente unos de otros.
Un observatorio de Australia vio la explosión, una repentina llamarada de increíble blancura que estalló en el oscuro cielo australiano, y después, más mortecino a través de la cortina de fragmentos, un despliegue lentísimo de destrucción planetoide. Destrucción estúpida, destrucción sin motivo, pero destrucción de terribles consecuencias.
Si los seres extraños podían hacerle eso a la Luna...
Todos los habitantes de la Tierra podían verlo. En las calles, el terror se extendía como un reguero de pólvora.
Desde la habitación auxiliar que había detrás de la tribuna, Bahr vio la llegada del Jefe Ejecutivo, que vestía una chaqueta de nylon blanco impecablemente cortada, de corte militar modificado, espléndida y muy vistosa. El presidente G. Allen White, había tomado a las damas por asalto después de haber abandonado su emisión de «Héroes del 801» en la TV para solicitar la presidencia. Aún representaba su papel de héroe, tan apreciado por los demás, aunque ahora era un caso serio y había peligro, un peligro real, y tenía que luchar para que el temor no apareciera en su expresión! ¿Qué cara tenía que poner? Tendría que adoptar una expresión preocupada, claro está. Se podía ver trabajar a su mente de actor. Grave preocupación, pero confianza...
Bahr miró a Libby.
—Un niño bonito —dijo.
—Es mono —dijo Libby—. Aunque sin espina dorsal.
Detrás del Jefe Ejecutivo aparecieron los Jefes Conjuntos, avanzando como los Cuatro Jinetes de la Apocalipsis por el pasillo. Se pasó lista. El portavoz de la Cámara hizo una sencilla introducción.
—Julian Bahr, Director del D.I.A., ha pedido esta sesión de emergencia para hablarles.
Entonces Bahr subió a la tribuna.
Detrás de él, en una gran pantalla que había en la pared aparecieron las imágenes. En primer lugar, una telefotografía nocturna de la Luna en pedazos, colgando sobre ellos como un ojo agrietado y funesto. Luego, un lento fundido que mostró un crecimiento del pánico en tecnicolor: largas y harapientas columnas de evacuados, gente apiñada en las calles, asustadas, saliendo desesperadamente aprisa de la ciudad, muchedumbres alborotadas por la noche, blandiendo antorchas, edificios bombardeados envueltos en llamas, tropas de choque avanzando con ametralladoras y «burps», un hombre con una camisa blanca y el rostro lleno de sangre, que pasaba por baquetas entre un grupo de hombres y mujeres que se burlaban de él. Todas estas escenas habían sido tomadas durante los crueles y sangrientos días de la quiebra; aparecieron en la pantalla, y se apagaron lentamente cuando la voz de Bahr surgió por el micrófono.
—Hemos visto antes estas cosas, en una época de terror y entonces nos hicimos la promesa de que nunca más volverían a ocurrir en la Tierra. Ahora bien, hoy estamos amenazados por un pánico y un horror igual al que aquí hemos visto. Sea cual sea la naturaleza de esas criaturas extrañas que han aparecido en nuestro cielo, está bien claro lo que intentan hacer. Es una guerra de nervios. Todos los movimientos que los seres extraños han hecho, ha sido calculado para esparcir el pánico y el terror entre nosotros, para obligarnos a que nos destruyamos nosotros mismos. No hemos devuelto ni un golpe. A pesar de todos los esfuerzos, mis fuerzas del D.I.A. no tuvieron ningún aviso de este ataque.
Hizo una pausa para dejar que esto calara bien hondo.
—Ahora voy a decirles algunas cosas que están triplemente clasificadas como puntos A. Les damos esta información porque tienen ustedes que llegar a una decisión sobre la seguridad de este país a la que ni máquinas ni ecuaciones pueden llegar. Ninguna otra rama del gobierno puede tomar estas decisiones porque a ustedes les corresponde por derecho el hacerlo, como agentes que son de nuestro poder nacional, el pueblo.
Hubo un movimiento de agitación, un creciente murmullo de entusiasmo, porque Bahr había dirigido su afirmación a cada uno de ellos y se sentían orgullosos.
—Hemos sido impotentes para encararnos con el invasor. Dónde están los seres extraños, lo que son, cómo se comunican, qué es lo que intentan hacer... iodo eso nos es desconocido. Este último golpe es un escarnio. No podemos vengarnos. Ahora tenemos que encararnos con una alternativa ineludible. Podemos esperar el próximo golpe, y el siguiente y sucumbir por último... ¡O podemos sacar a tos seres extraños!
No hubo aplausos, sólo un largo y tenso silencio mientras la idea calaba en las mentes.
Después Bahr continuó:
—Sólo hay una forma para, que podamos hacer eso, sólo tenemos un arma qué pueda salvarnos.
Se volvió y señaló a la pantalla que colgaba de la pared, a sus espaldas.
En la pantalla apareció una brillante imagen plateada, mostrando la vieja y casi olvidada nave espacial, el XAR3, empezando su despegue en el desierto de Nuevo Méjico. El viejo film mostraba, en color y cámara lenta, los motores que escupían llamas y humo, la nube de polvo. Bahr hizo una señal y el rugido de los potentes motores se amplificó hasta un volumen atronador, interrumpiendo todas las conversaciones, impidiendo pensar, mientras el fiero y blanco estallido de las toberas cegaba y fascinaba. La enorme nave se elevó lentamente, como una torre flotando sobre la llama ardiente de las toberas y luego, arriba, la cámara apuntando hacia lo alto, los motores rugiendo, mientras olas de calor y sonido abrasaban el aire, subiendo y finalmente desapareciendo de vista.
La pantalla se oscureció.
—Esta —dijo Bahr— pudo haber sido el arma militar más poderosa de la historia. Si hubiera tenido éxito, hubiera sido inexpugnable, irresistible y omni-perceptiva. Pero falló. Si la época hubiera sido buena, se hubiese conquistado el espacio en los años noventa, pero no lo era y todos guardamos amargos recuerdos de ella.
«Pero desde entonces han pasado treinta años, treinta años de control, equilibrio y evolución. A causa de la extensa reacción de la gente y las enseñanzas de unos pocos hombres mal predispuestos, que condenaban al Espacio, la ciencia y las leyes físicas para ganar poder en provecho propio, toda esta zona de cultura se ha mantenido tabú, mientras que dirigíamos nuestras energías hacia el interior. Deseábamos estabilidad, no importaba a qué precio. Muy bien... ahora conocemos ese precio. Pero ahora tenemos que luchar por conseguir algo más que la estabilidad; tenemos que luchar por nuestras vidas. Y eso quiere decir que tenemos que construir de nuevo esta nave espacial si esperamos sobrevivir. Una nave a punto de funcionar puede montarse y lanzarse en tres meses. Hasta ese momento estaremos indefensos. Pero ustedes tienen el poder de reiniciar este gran proyecto científico y militar. Es el momento de usar su poder.
El aplauso se convirtió en un rugido atronador cuando todos se levantaron de sus asientos. Bahr descendió de la tribuna mucho antes de que el ruido, se acallara y cuando por fin G. Allen White pudo conseguir la atención del Congreso, leyó una corta y sencilla petición para tomar medidas congresionales. No había ensayado la proclamación que fue entregada en una hoja de papel blanco con el membrete del D.I.A., pero siendo un actor de tanta experiencia, la leyó sin vacilaciones, con lágrimas en los ojos y gran expresión.
—Proponga que se conceda al Jefe Ejecutivo completa autoridad en esta emergencia para establecer un proyecto, que se llamará Proyecto Tigre, para la construcción de una nave espacial y subsecuentemente, una armada espacial para dar caza y destruir al enemigo interplanetario en su cubil; este proyecto estará bajo la especial supervisión de los Jefes Conjuntos y Julian Bahr, Director del D.I.A., de modo que tengan preferencia sobre toda otra jurisdicción y actividad hasta que termine esta emergencia.
No quedaba duda alguna.
Más tarde, en una antecámara llena de gente, Bahr se sacó la chaqueta, empapada de sudor y aflojó su pistolera Markheim. Libby le miraba con los ojos muy abiertos. Cuando entró en la habitación reinó el silencio, roto por un creciente zumbido de excitadas conversaciones cuando empezaron a comprender la inmensidad y la rapidez del hecho. Algo que no podía suceder había ocurrido: increíblemente, era el fin de una era.
Los periodistas llenaban la habitación y estallaban las luces de magnesio mientras se hacían las declaraciones a la prensa. Allí estaba Cari Englehardt, sacudiendo vigorosamente la mano a Bahr y palmeándole la espalda. Bahr se mostraba voluble, riendo, casi borracho. Dos de sus hombres del D.I.A. se le acercaron, le felicitaron y dijeron algo en voz baja. Bahr frunció el ceño y sus ojos recorrieron la habitación.
Cerca de la puerta vio un hombre de rostro delgado, vistiendo todavía su trinchera y el exagerado uniforme de paracaidista.
—¡Kocek!
Bahr se apartó del grupo de gente que le rodeaba y atravesó la puerta que estaba junto a Kocek. Este le siguió. En el temporal aislamiento del corredor Bahr se volvió.
—Carmine ha confesado —dijo Kocek.
Bahr asintió con un movimiento de cabeza y una dura sonrisa cruzó su rostro.
—¿Quién fue? ¿Quién le respaldaba? ¿Quién era el que le influenciaba?
—Antes de morir, habló.
Kocek volvió la cabeza hacia la habitación llena de clamores y alboroto.
—Fue Englehardt —dijo—. Cari Englehardt.