V
Harvey Alexander aceptó la cápsula que le ofrecí sin decir palabra y se la metió en la boca, mientras la enfermera y el asistente le observaban. Tomó un sorbo de agua, echó la cabeza hacia atrás y tragó; tosió un par de veces y bebió un poco más de agua para detener la tos.
La enfermera asintió con un movimiento de cabeza.
—Por la mañana estará en la lista para recuperarlos —dijo el asistente—. El doctor ha dicho alrededor de las nueve.
Alexander se dejó caer débilmente sobre la almohada. Sus ojos empezaban ya a parpadear. Gruñó, movió la cabeza de un lado a otro durante unos momentos y se quedó tranquilo; su respiración tomó el ritmo lento y regular de las personas drogadas.
Cuando la enfermera y el asistente se fueron, abrió los ojos y volvió rápidamente la cabeza, escuchando para saber si cerraban la puerta con llave desde el exterior. La cerradura solenoide no zumbó, y él se dejó caer hacia atrás con un suspiro. Muy chapucero, pero probablemente confiaban en que el somnífero le mantendría inmovilizado hasta el amanecer. Abrió la boca, sacó la cápsula aún sin disolver de debajo de su lengua y la escondió detrás de la almohada.
No volverían. Tenía ocho horas de tiempo.
Durante todo el vertiginoso y caleidoscópico período en el que estuvo recuperándose de la prueba profunda, una sola idea había rondado por su cerebro: escapar. Escapar. Su tratamiento a manos de Bahr sus hombres le habían convencido de que no podía esperar que su investigación le rehabilitara, ni siquiera aunque McEwen le apoyara por completo. La probabilidad del proceso legal representado por un consejo du guerra, parecía remota. Sería «recuperado», tratado con «shock» químico y acabaría en un batallón de cosechadores de fruta, con un nuevo nombre, una nueva identidad y la memoria perdida.
Miró a través de la ventana de su cuarto. El hospital estaba rodeado por una pared de ladrillo de tres metros de altura, con guardianes apostados en las puertas. Sólo veía una parte del edificio mismo. Indudablemente, se hallaba en un ala de máxima seguridad, u la que se llegaba sólo por medio de un ascensor o pasando ante guardianes. Sorprendentemente, era un hospital suburbano. Por las hileras de sucios pisos que de extendían más allá de la pared, supuso que se encontraba probablemente a unos 30 kms. del centro de Chicago.
Repasó mentalmente los hospitales que conocía en los suburbios de Chicago. Sólo dos tenían instalaciones de seguridad psicótica: el George Kelley y el Hermana Andrea Farri. El Kelley le pareció más probable, especialmente al hallarse complicado el D.I.A. Y si estuviera en el Kelley...
Cinco años atrás, tres pacientes de máxima seguridad se escaparon del Kelley. Los volvieron a atrapar untes de que transcurrieran dos horas, naturalmente, pero el incidente sacudió a la administración y todo el sistema de seguridad fue renovado, para impedir otro accidente similar.
Pero Alexander, cuando fue destinado a la estación Wildwood, pasó varias semanas estudiando todos los sistemas de seguridad mayor más notables en el mundo: prisiones, guarderías psicóticas, plantas A, centros computadores, las minas Kingsley, los campos de concentración políticos chinos y soviéticos. También había pasado tres meses en el Hospital del Ejército de Buenos Aires, después del incidente de la Antártida, donde, por ser un huésped distinguido, había podido moverse con toda libertad dentro del edificio y había aprendido bastante sobre las costumbres y rutinas de un hospital.
Durante su viaje por Méjico trabajó con un equipo especial del Servicio Central de Información del Ejército, que estaba intentando romper el anillo de contrabandistas qualchi, los cuales introducían continuamente guerrillas chinas, armas y pertrechos en el sudoeste de los Estados Unidos. Después de seis meses de entrenamiento intensivo y con una cápsula de cianuro adecuadamente escondida, le azotaron metódicamente, le pegaron y lo echaron a una sucia prisión mejicana, donde tres conocidos agentes qualchi habían sido encarcelados, después de muchas maniobras cuidadosas, por golpear y robar a un par de turistas americanos (en realidad agentes del YC), quienes estaban visitando los barrios bajos de Mexicali.
Todo el asunto estuvo tan bien preparado que siquiera la policía mejicana supo que tenían agentes qualchi en su cárcel; los tres agentes fueron concienzudamente engañados, especialmente porque no interrogaron y maldijeron más a su mala suerte al Servicio de Información del Ejército.
Alexander fue entregado a las autoridades mejicanas cuando intentó acusar al Ejército por torturas para que confesara ser un agente qualchi, en vez de un ladrón de poca monta y sin un céntimo, intentando esconderse en Méjico. Sus acusaciones fueron, naturalmente, desmentidas y calificadas de ridículas por el mismo comandante del Servicio de Información Ejército que había supervisado su paliza. La mejicana, aunque creyó su historia, deseaba de todos modos encarcelarle, porque el Ejército era bueno para sus prostíbulos.
Pronto estuvo en términos confidenciales con tres agentes qualchi, descubriendo que formaban parte de una célula aislada y no poseían verdaderos informes. Tenían, sin embargo, algunos contactos en Nuevo Laredo, de modo que Alexander, imposibilitado para comunicarlo a los miembros de la Información, planeó y ejecutó una huida de la prisión (cosa que creyera superior a sus facultades), llevándose a los tres qualchi y dirigiéndose hacia el Sur.
Durante los cuatro meses siguientes, Alexander fue considerado, en los informes de la Información, desertor y «sabandija» (un agente que se pasa al campo contrario); ofrecieron sustanciosas recompensas por él o por su cuerpo envenenado con cianuro. Apareció cierto día en Des Moines, Iowa, y proporcionó una orden de batalla contra la red entera de qualchi extendida por Tejas, Nuevo Méjico, Oklahoma y Kansas, habiendo ascendido él mismo hasta el rango de Supervisor de Robos Locales y sorprendiendo seis incursiones aún sin resolver en almacenes de mercancías en el área a beneficio de las tropas guerrilleras.
Fue arrestado junto con otros doce agentes Qualchi, Interrogado durante dos días sin interrupción (ante testigos que fueron devueltos a los Qualchi seis meses más tarde, en un intercambio de prisioneros), y luego, como otros tres agentes superiores Qualchi, uno de los cuales resultó ser un hombre del BRINT, simplemente se desvaneció. En la reunión siguiente, estratégicamente llevada a cabo después de un período de nueve meses, fueron capturados e interrogados ciento veinte agentes Qualchi; los que no quisieron cooperar fueron entregados al BRINT para un examen sin restricciones y más de 600 soldados chinos de la dura escuela Mukden fueron apresados y se suicidaron. La operación se consideró un golpe maestro, hasta por el BRINT. En consecuencia, y como se acostumbra en los trabajos secretos, todo el crédito se lo llevaron unos pocos testaferros de la Información y del D.IA. de aspecto militar o de artistas de la televisión y dispuestos a aceptar el riesgo de que les asesinaran que acompañara tal notoriedad. Alexander, como los demás principales eslabones de la Información, se hizo alterar levemente el rostro con una operación quirúrgica y recibió un nuevo destino al otro lado del mundo, con sus registros del Ejército ajustados para cubrir el lapso de cinco meses.
Las únicas anotaciones del asunto se encontraban en los archivos centrales de la Información, donde su nombre fue sustituido por un número sin significado. Después de esto, no hubo condecoraciones, alabanzas, anotación de servicios prestados, ni siquiera una mención de su experiencia en la Información. La mayor parte de los miembros de la Información que trabajaron en estrecha colaboración con él, no conocían su verdadera identidad y la pista del Agente C451933 terminaba tan bruscamente como si no hubiera existido, según se acostumbraba en los trabajos secretos.
Pero Alexander nunca olvidó su experiencia, sobre todo la huida de la prisión, a la que consideraba como una maniobra de extraordinaria brillantez. Como resultado de su trato íntimo con operaciones secretas, siempre que recibía un nuevo destino se imaginaba a sí mismo en el papel de un agente secreto o prisionero y estudiaba el sistema de seguridad existente, en busca de fallos.
Esto no era únicamente una distracción o diversión: no tenía modo de saber cuándo la pista mortal del Agente C451933 se descubriría de nuevo por un conocimiento accidental, ni cuándo tendría que preocuparse de meter a personas en sitios o salir él.
El hecho de que estuviera confinado a un hospital americano en las afueras de Chicago, en vez de en un recinto chino o en un satélite, era levemente ajeno al asunto teniendo en cuenta las circunstancias. No le quedaba duda de que en este momento, su cabeza dependía de que pudiera descubrir lo ocurrido, en realidad, en la Estación Wildwood y le satisfacía saber que los secuaces de Bahr en el D.I.A. eran un enemigo por lo menos tan peligroso para él como una docena de Qualchis armados con navajas.
Pero el Hospital Kelley era una suerte. Había estudiado el sistema Kelley (modelado según el sistema, Bronstock, usado en los centros de «rehabilitación» del Este de Europa), cuando desarrolló el plan para Wildwood. Aquella vez no encontró ninguna debilidad aparente en el sistema Kelley, pero entonces estaba fuera, no dentro.
Y esto, decidió, representaba una gran diferencia.
Saltando de la cama, escuchó junto a la puerta. No oyó ningún ruido en el corredor. Abrió una rendija de la puerta con el oído apretado contra el umbral de aluminio, intentando percibir las vibraciones indicadores, de los gongs de alarma usados en el Kelley. No oyó nada. Ni timbrazos, ni sonido de pisadas. Abajo, en algún lugar, sabía que un cuadro de señales se iluminaba cada vez que se abría la puerta de un paciente, pero era casi la hora de la cena y la mayor parte del personal estaría ocupado. Una luz azul podría pasar, desapercibido durante un momento. Hasta los exploradores de televisión del vestíbulo estaban apagados, aunque sabía que la más ligera alarma pondría a los J corredores que llevaban al vestíbulo y a todos los cuartos bajo estricta vigilancia en menos de diez segundos.
Cruzó rápida y silenciosamente el vestíbulo, dirigiéndose al lavabo de caballeros y se escondió dentro. Vio lavabos, un urinario y sumideros. Cogió todos los rollos de papel higiénico y toallas que pudo encontrar y cruzó rápidamente hacia su cuarto.
Tardó sólo un momento en arrugar el papel y las toallas, envolverlo todo en una de las sábanas de la cama y meter el bulto bajo el colchón de espuma plástica. En la pared había una lámpara de cabecera; sacó el enchufe, quitó la bombilla del cordón y entrelazó los hilos de cobre sin revestimiento formando un par de ganchos.
Finalmente, metió los tres soportes metálicos de papel higiénico en la funda de la almohada que quitó de la cama. Desnudándose por completo, introdujo el cordón de la lámpara en el soporte de la pared y acercó los ganchos hasta que se tocaron, manteniéndolos cerca del papel arrugado. Saltó una nube de chispas y el fusible se quemó, pero ardió lentamente dentro del nido de papel y produjo una pequeña llama.
La corriente volvió inmediatamente por un circuito de emergencia. Oyó sonar un zumbador en el pasillo, convocando a todos los hombres de protección. El humo empezaba a salir del colchón recalentado, apestoso y acre. Ahogándose, Alexander abrió la puerta que conducía al vestíbulo y miró hacia fuera, mientras el humo comenzaba a salir formando una nube.
Tal como había supuesto, al final del corredor había una esquina y un guardián civil empezaba de nuevo a leer su revista, después del zumbido provocado por el fusible quemado. Alexander esperó hasta que el humo fue lo bastante denso para oscurecer el explorador de televisión más cercano. Entonces, gritó:
—¡Fuego! —y empezó a correr en dirección al guardián, manteniendo fuera de la vista la cachiporra formada con la funda de almohada.
El guardián, sorprendido, se levantó de un salto, mirando incrédulamente al hombre que se acercaba corriendo, completamente desnudo, por el corredor. En vez de dispararle con el paralizador que llevaba, el guardián se quedó con la boca abierta, como Alexander esperaba, suponiendo que, lo último que un hombre desnudo haría, al huir de un fuego, sería golfearle. Al detener su carrera, Alexander alzó la funda de la almohada y los tres soportes de metal chocaron contra la cabeza del guardián.
Tan pronto como éste cayó al suelo, Alexander abrió el cierre de cremallera de su mono azul claro. Después levantó el cuerpo desmadejado hasta echárselo al hombro y volvió a toda prisa a su habitación.
El humo salía en grandes bocanadas por la puerta y oyó sonar a lo lejos el gong de incendios. Cogió el mono y dejó que el guardián se deslizara fuera de él como la yema de un huevo. Una vez que se hubo puesto el mono, empujó el cuerpo del guardián dentro del cuarto lleno de humo.
Al final del corredor se oyó de pronto un ruido, indudablemente la escuadra de incendios. Alexander hizo una profunda inspiración y se metió entre el humo. Cogió al guardián por un tobillo y empezó a retroceder lentamente, tosiendo con fuerza cuando llegaron los primeros componentes del equipo de emergencia.
Manos ansiosas le ayudaron a sacar del cuarto al guardián, que estaba boca abajo. Alguien empezó aplicarle la respiración artificial; Alexander tosió, el rostro entre las manos, y retrocedió, mientras empezaban a llegar más gentes y equipo. Un extintor comenzó a rociar el colchón, que ardía lentamente y producía grandes nubes de humo negro y acre. A los veinte segundos, Alexander se marchaba, andando lentamente, pasando junto a varios internos que se apresuraban hacia el ruido y seguía por el corredor principal de aquella ala del Hospital George Kelley.
Habiendo dado el primer paso, Alexander se dirigió rápidamente hacia el ascensor del servicio que había subido el equipo contra incendios. Era sólo cuestión de tiempo que alguien descubriera que la víctima del cuarto lleno de humo era un guardián y no un paciente; tenía que trasponer los muros hospital antes de que comenzara la alarma.
Desde mucho antes había descartado la idea de hacerse pasar por un enfermo dado de alta, cosa imposible, ya que era demasiado tarde; o pasar por un guardián o hasta por un doctor era también imposible, porque la comprobación de huellas dactilares le detendría en el acto al llegar a la puerta. Sabía que en el hospital se usaban sábanas y batas de plástico, las cuales se esterilizaban y remodelaban después de usadas, de modo que del recinto no salían nunca camiones para la lavandería. Las cajas de cartón que contenían víveres y demás artículos, pasaban al interior sobre cintas transportadoras normales, siendo controladas por rayos X al entrar. Las basuras y desperdicios se transportaban al exterior en forma parecida, dentro de toneles sellados.
Pero, en Buenos Aires, Alexander había notado un detalle curioso en los procedimientos de seguridad de aquel hospital, y pensó que el sistema de Kelley también lo presentaría.
Encontró el depósito de cadáveres en los sótanos, adyacente a una plataforma de carga, detrás del cuerpo principal del edificio. Llegó a ella por una escalera de servicia y un túnel de cemento que conducía más allá de la pila eléctrica.
Chicago, al igual que todas las grandes ciudades, tenía una sala de autopsias central; y el Kelley, como los demás hospitales de la ciudad, mandaba allí sus cadáveres diariamente. El transporte solía hacerse por la noche, para evitar el tráfico de la Wahanakee Drive. Alexander vio que el camión estaba todavía esperando, con la: parte trasera adosada a la plataforma de carga, mientras que los conductores se hallaban en la cafetería. En la trasera del camión refrigerado había cargar das tres camillas rodantes, con los Cuerpos cubiertos por sábanas.
Alexander trepó por la puerta posterior, mirando con cuidado el interior del camión. Detrás de las camillas, el giróscopo sin cúpula giraba lentamente, produciendo un agudo zumbido, casi inaudible, con el volante. Detrás de la unidad giroscópica había un espacio libre de irnos 60 cms., con una rueda de recambio y media docena de sábanas plásticas.
Oyó que los conductores regresaban y se agachó detrás del giróscopo, tapándose a medias con una sábana. Pesados pasos se acercaron a la trasera del camión; después chirrió cuando la levantaron. Las portezuelas se cerraron con un golpetazo y se encontró encerrado, en unión de cuatro cadáveres, dentro de un negro y helado ataúd.
La oscuridad le cogió por sorpresa; no había contado con ella y, por un momento, tuvo que luchar contra una creciente ola de pánico. A pesar de las sábanas, empezó a temblar de frío. Oyó que el conductor ponía en marcha el motor, y el camión, con una sacudida, se puso en movimiento.
Hicieron tres paradas, la última acompañada por el ruido de la puerta de salida al abrirse. Después se encontraron rodando... fuera.
Esperó hasta que sus dientes castañearon de frío y estuvo seguro de que el camión se hallaba en camino abierto. Después, tentó en la oscuridad, hasta que su mano tocó el soporte del giróscopo. Este era del tipo Robbing, impulsado por aire, muy sencillo y de toda confianza, con el volante movido por una pequeña corriente de aire que incidía en las hojas de la turbina periférica. Una vez en movimiento, se necesitaba muy poca energía para mantener girando el pesado rotor, a una velocidad lo bastante alta para estabilizar el camión. El volante y las hojas de la turbina estaban protegidos por una cubierta, pero directamente bajo el boquerel de presión, había una rendija para permitir la salida de aire. La corriente de aire producía el zumbido y Alexander tanteó alrededor del borde de la caja de la turbina, hasta que sintió el chorro fresco y continuo.
Introdujo un dedo por la ranura, con mucho cuidado, hasta que notó que las hojas de la turbina rallaban la punta de su uña como si fuera una sierra circular. Entonces sacó uno de los rollos de papel higiénico de su bolsillo.
Envolviendo cuidadosamente su mano con una de las sábanas de plástico, empujó el rodillo metálico contra la turbina en movimiento.
Saltó una cascada de ardientes chispas y la turbina chilló y se estremeció. La barra de metal empezó a calentarse, mientras las hojas de la turbina mordían el blando metal. De pronto, el camión frenó y se sacudió arrojándole contra las camillas; el volante del giróscopo giraba a menos revoluciones por minuto de las necesarias para mantener la estabilidad y el camión se inclinó y se tumbó de lado, en un largo patinazo, mientras las puertas se abrían bruscamente y Alexander salía despedido contra el suelo, junto a los tres cadáveres.
Se oyeron maldiciones en la cabina y los conductores salieron.
—Debe haber sido el giróscopo. ¿Qué diablos le habrá pasado?
—¡Oh, Dios mío! Mira todos esos cadáveres tirados por ahí.
—No te preocupes por los cadáveres. ¿Qué le ha pasado al giróscopo? ¿Dónde está la linterna?
Los doce conductores apartaron a un lado, sin ceremonias, a los cadáveres y a Alexander y treparon al camión con la linterna. Ninguno se dio cuenta de que uno de los cuerpos llevaba un mono.
Por la carretera se acercaban unos faros y Alexander se deslizó a toda prisa tras la sombra del camión cuando pasó el coche. Después se agachó cuanto pudo y corrió a esconderse detrás de la escarpa de la carretera. Rodó cuesta abajo hasta una zanja de drenaje, mientras otros dos coches se acercaban, reducían la velocidad y se detenían.
Sabía que estaba en la Wahanakee Drive, pero no en qué punto. Cerca se erguían edificios de apartamentos y algunas personas corrían por la carretera, aproximándose al camión volcado. Oyó a lo lejos el gemido débil y creciente de una sirena.
Alexander bajó a toda prisa por la zanja de drenaje, escaló después la pared y cruzó la autopista, mientras la continua riada de gente se convertía en una multitud y embotellaba el tráfico, alzando sus voces por la excitación. Se apartó andando despacio, combatiendo su deseo de correr, manteniéndose apartando de las personas que se apresuraban carretera abajo, esperando que en cualquier momento, los conductores descubrieran lo que le había pasado al giróscopo y empezaran a preguntarse cómo era posible que cuatro cadáveres desnudos hubieran podido estropearlo tan completamente.
Estaba libre.
Encontró un edificio de apartamentos con la puerta abierta de par en par, los inquilinos debían estar en la autopista participando en la excitación y la bulla. Cogió el teléfono del vestíbulo y marcó un número de los suburbios de Chicago.
—¿Diga?
—¿BJ?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Harvey.
Siguió un breve silencio, luego la fría y deliberada respuesta:
—¡Oh...!
—Óyeme, BJ —dijo insistiendo—. Es muy importante. Estoy en la Wahanakee Drive, en los Apartamentos Kingston. ¿Puedes venir a recogerme en el parque de estacionamiento, por la entrada norte?
—¿No puedes tomar un taxi?
La voz sonaba distante, sin querer comprometerse.
—No —respondió—, no puedo. Estoy en un aprieto.
—Iré a buscarte.
Sonó un chasquido y Alexander devolvió el teléfono a su horquilla. Borró sus huellas digitales y se dirigió, por la salida trasera, al parque de estacionamiento. Pudo oír más sirenas en la autopista, y un helicóptero de la policía pasó rugiendo sobre su cabeza descendiendo en dirección del camión volcado. Era sólo cuestión de tiempo, pensó él, que BJ le encontraría antes que la policía.
Harvey Alexander conocía Chicago, o al menos su suburbios, bastante bien, por haber pasado en ellos tres de sus vacaciones de Navidad mientras estuvo en West Point (1), cuando cortejaba a su ahora ex-esposa
Betty Jean Wright. Desde su apartamento hasta este punto de la Wahanakee Drive había unos veinte minutos de camino, estimó, si el conductor tenía prisa. Supuso que la policía empezaría a registrar los edificios antes de bloquear la carretera. Eso le daría tiempo suficiente.
Si bloqueaban las carreteras sería un mal asunto pero parecía más probable que el personal de Kelley llevara a cabo una búsqueda completa dentro del hospital, antes de suponer que había escapado a través de su infalible sistema de seguridad.
Sonrió aviesamente.
Asombraba pensar cuán natural era para un hombre que desarrollaba un sistema de seguridad, presumir que éste era infalible.
De todos modos, el Hospital Kelley avisaría casi toda seguridad a la policía y al D.I.A. para decirles que él había huido, tan pronto supieran lo del camión accidentado. Y no deseaba complicar a BJ con la policía y el D.I.A., hubiera o no fracasado su matrimonio.
Recordó otro terreno de estacionamiento, detrás del Club de Campo de Oak Park. En el año 94, él era un estudiante de tercer curso en West Point, capitán de los equipos de ajedrez y judo, y un día habla empezado a cambiar un neumático deshinchado del Electro de su padre, un coche de dos ruedas, nueva, que pidieron prestado para el baile. El no conocía la técnica de ladear el coche haciendo dar vueltas al giróscopo e intentó ponerlo de lado con un gato prestado. Después de mucho sudar y murmurar blasfemias, acabó con una parte del coche alzada en el aire y continuó sus esfuerzos para hacerlo caer de lado y poder llegar a la rueda. BJ se retorcía de risa y el Rival, representado por un físico de la universidad de Chicago, ofrecía sugerencias cuidadosamente amañadas, con su sarcástica pronunciación arrastrada del medio oeste.
No recordaba los hechos exactos, pero el caso es que BJ persuadió al Rival a que cambiara el neumático de acompañamiento de una conferencia sobre los métodos científicos y los principios de la mecánica giroscópica, mientras ellos subían silenciosamente al coche de cuatro ruedas inglés del Rival y arrancaban. Se les acabó el combustible, a las cuatro de la madrugada, en los alrededores del lago Michigan y tuvieron que volver en un camión que transportaba leche; subieron por el camino delantero de la casa, ante los ansiosos padres y el resentido rival, a las seis y media, y acallaron todas las críticas y admoniciones anunciando su noviazgo.
Él se graduó en West Point al año siguiente, tres meses antes de lo debido a causa de la Quiebra, y se casaron al día siguiente en la Iglesia del Redentor, cercada con alambre de púas, de Nueva York, contra la voluntad de sus padres, parientes y de su propio sentido común.
La quiebra... la sucia, apestosa y sangrienta quiebra... que hundió al mundo entero en la vileza, destrozó también su casamiento. En los tres primeras años vio a BJ dos veces; durante la segunda, cuando él obtuvo un permiso de quince días en el que pensaban desde hacía diez meses, le ordenaron regresar al servició activo al segundó día y le mandaron a China, a causa de la repentina tregua del Yangtsé. Entonces BJ estalló y dijo que ya tenía bastante. El culpó a sus padres, les dijo que era egoísta, infantil y muchas otras cosas estúpidas y se marchó.
Cuando regresó dé China a los dos años y medio, ella le comunicó que pensaba divorciarse de él. El Rival, cambiando rápidamente su campo de actividades de la física a la sociología, junto con los mejores intelectuales del país, había conseguido un empleo cómodo y de un gran nivel de estabilidad, en el DEPCO, el nuevo Departamento de Control Económico y Psicológico, el cual se había encargado del destrozado gobierno mientras él se hallaba en. China. El Rival se mostró muy atento y convincente. BJ se casó con él tan pronto como obtuvo los documentos necesarios para el divorcio.
Cuando Alexander volvió a verla, unos años después, al pasar por Chicago camino de Méjico, supo que el segundo matrimonio también había fracasado. Claro que cualquier matrimonio que durara más de cinco años en aquellos días, era considerado una excepción, un pequeño milagro, pero BJ se sentía amargada y desalentada por el fracaso. Se emborrachaba recordando viejos tiempos, pero para entonces ella se había resignado y ya no quedaba nada entre los dos.
Ahora se estremeció en el frío aire de la noche y deseó haber robado la ropa interior del guardián al mismo tiempo que el mono. Por lo menos seis sirenas aullaron en la Wahanakee Drive, antes de que oyera el crujido de la grava en la entrada del aparcamiento. Se agachó detrás de un Hydra 22, mantenido en equilibrio por unos gatos. El coche, un Volta modelo sport se movió un poco sobre su única rueda, con los faros apagados. Vio que BJ había bajado la capota y mantenía las luces del tablero encendidas, de manera que él pudiera reconocerla. En la autopista, pudo ver que las partidas de búsqueda empezaban a desplegarse, en forma de abanico, por la hierba y las plantas la zanja de drenaje, haciendo oscilar las linternas.
Esperó hasta que el Volta pasó ante él y entonces arrojó un puñado de grava contra su costado de plástico.
—¿Harvey?
El Volta se paró.
—Aquí estoy.
Miró cuidadosamente a su alrededor y subió al coche, haciendo que se balanceara ligeramente sobre su única rueda.
—¿Qué es eso de que te encuentras en un grave apuro?
—Te lo explicaré más tarde. ¿Sabes cómo salir aquí sin tropezar contra los bloqueos de la carretera puestos por la policía.
—¿Están buscándote esos coches?
—No lo sé. Creo que sí. Mira, están registrando las zanjas.
—Por ese lado hay un camión volcado —dijo BJ—. No me detuvieron, pero tuve que ir muy despacio y creo que el oficial que ordenaba el tráfico miraba al interior de los coches cuando estos pasaban por su lado.
—Bien —dijo Alexander—, tal vez sería mejor que bajara y me arriesgase. Te meterías en un buen lío si te cogieran conmigo.
—No seas estúpido. —Miró el mono que tan mal le sentaba y se rió—. ¿De qué se trata? ¿Qué has hecho?
—Pues una de las cosas ha sido escaparme del Hospital George Kelley.
BJ dejó de reír.
—¿Del Kelley? Pero esto...
Miró otra vez el mono azul, con una K estampada sobre el plástico.
—Muy bien —dijo, y puso el coche en marcha, dirigiéndose a la salida—. Agárrate.
Alexander permaneció sentado en silencio, observándola conducir mientras pasaban por el nuevo caserío de Kingston, cruzaban la acera, viraban a través del campo de deportes de una escuela de Juegos y finalmente a través de un campo de golf. Este era nuevo, con césped plástico que no se desgastaba ni se arrancaba en pedazos al golpear con los palos, y con hierbas y árboles también de plástico, formando un curioso aunque ineficaz enmascaramiento ante la enorme fábrica de carne en conserva escondida tras él. Cuando salieron del campo de golf, BJ giró hacia el sur, tomando una antigua carretera construida sin duda en los tiempos en que se usaban coches de cuatro ruedas, y redujo la velocidad del Volta hasta los noventa kilómetros. Pocos momentos después emergieron en el tráfico de una de las nuevas autopistas rápidas, donde el Volta pudo deslizarse a 200 km., siguiendo a los demás vehículos.
—Por este camino tardaremos algo más —dijo ella—, pero tendrían que extender la alarma por todo el Estado para detenemos ahora.
Conectó el piloto automático, dejando que el ojo electrónico siguiera la blanca cinta de la calzada, y se volvió hacia él.
—Bien, ¿de qué se trata? ¿Para qué te encerraron en el Kelley?
—Para recuperación —dijo Alexander.
—¿A ti? ¿Para recuperación? Dios mío, Harvey.
Le explicó lo de la alerta Geiger en Wildwood y cómo la unidad del D.I.A. que tan rápidamente compareció, sospechaba que él se Hallaba complicado en el robo y le habían interrogado con la ayuda de un polígrafo. Ella le dejó hablar hasta que hubo contado la historia completa. Toda su amargura estalló de pronto y habló durante un buen rato, antes de que la rabia empezara a disiparse y se callara.
—¿De modo, que crees que hay algo ilegal en el DI.A.
—Bien, ¿a ti que te parece? —dijo Alexander—. Algunos de los hombres de Bahr le son tan leales, que obedecen sus órdenes sin tener en cuenta a McEwen o la ley. —Pensativo se mordió el labio—. De algún modo he de ponerme en, contacto con McEwen y hacérselo saber. Tal vez no quiera escucharme, pero Julian Bahr es peligroso. McEwen debería de saberlo.
—Has llegado un poco tarde para eso —dijo BJ tranquilamente—. McEwen ha muerto esta mañana. De un ataque al corazón.
Alexander tragó con dificultad.
—Entonces, ¿Bahr es quien dirige ahora el D.I.A.?
—Hasta que se nombre un nuevo director, sí. Alexander profirió una maldición.
—Entonces, mi única posibilidad de evitar mi "recuperación» o que me fusilen por complicidad en el robo de Wildwood, es descubrir qué le sucedió en realidad al metal U que sacaron de las pilas.
BJ frunció el entrecejo.
—Pero si ya saben lo que pasó. El D.P.A. lo niega, naturalmente, pero las redes de noticiarios europeas y africanas han estado parloteando sobre esto durante todo el día. Radio Budapest lo ha emitido en inglés para este país...
—¿Qué ha emitido en inglés?
BJ alargó la mano y conectó la radio. Hizo girar un mando, produciendo chillidos y saltando por las descargas de estática, hasta que encontró la voz nasal del locutor intercontinental de Radio Budapest,
—«...todavía no se han retractado de la beligerante y estúpida negativa sobre el robo de una gran cantidad de materiales radioactivos en la estación generadora atómica de Wildwood, Illinois, alegando que no fueron seres interplanetarios —estaba diciendo la voz—, a pesar de la interceptación canadiense, ya conocida, de los mensajes intercambiados por las distintas unidades del D.I.A. que atacaron al platillo cuando los seres extraños, según se alega, hicieron estallar ellos mismos su nave con una explosión semi-atómica. Radio Intercontinental ha intentado ponerse en contacto con Julian Bahr, el nuevo jefe de la policía secreta del D.I.A. para descubrir por qué no se publicaron los hechos sobre esos seres extraños, pero nos ha resultado imposible encontrar al Director Bahr.
»Fuentes bien informadas de Nueva York creen ahora que ha habido otro aterrizaje de seres extraños al norte de la Columbia Británica, cerca de la frontera del Yukon. Unidades de investigación del BRINT y del D.I.A. se dirigen ahora al lugar del aterrizaje. Continuaremos emitiendo los hechos verdaderos sobre este último incidente, a pesar de los procedimientos de seguridad militaristas a los que recurre la policía secreta del D.I.A.»
BJ apagó la radio y se volvió hacia Alexander. Éste sacudió la cabeza, contemplando aturdido el aparato.
—Vi aquel objeto del bosque antes de que estallara —dijo finalmente—. Creí que estaba enfermo, imaginando cosas... pero seres extraños.
Sacudió de nuevo la cabeza.
—BJ, acabo de pasar dieciocho horas de interrogatorio sobre el modo en que el metal U salió de la estación y te aseguro que «no pudo salir». Ni siquiera unos seres extraños pudieron sacarlo de la estación, a menos que emplearan la cuarta dimensión, y en ese caso no hubieran provocado una alarma Geiger en la carretera.
—Creen saber cómo lo hicieron —dijo BJ y le contó lo que Radio Budapest había explicado sobre una protección de neutrones.
—Pero, ¿por qué? Y, ¿cómo consigue Radio Budapest toda esa información si se le ha puesto la cobertura de seguridad? Tiene que haber una filtración en d D.I.A.
—No lo sé, pero el BURINF casi está volviéndose loco. Hasta se metieron con John en su emisión de TV de esta noche. Y una enorme cantidad de gente escucha los noticiarios de Radio Budapest...
El coche corría a través de las zonas residenciales. Alexander permaneció sentado en silencio durante un buen rato.
—Sostengo que ese metal U no pudo haber salido —dijo por último—. Algunas personas de la estación aborrecían hasta mi sombra por haber cambiado el sistema de seguridad y obligarles a trabajar un poco, por cambiar. No me extrañaría que alguna de ellas hubiera hecho algo con el deliberado propósito de poner mi cabeza bajo el hacha. No puedo opinar sobre ese objeto extraño, pero sé que en Wildwood había muchos seres corrientes que hubieran visto con alegría que me expulsaran de allí.
BJ le miró largamente.
—No me gusta tener que decírtelo en estos términos —observó—, pero ese argumento presenta un rasgo bastante paranoico. Todos contra ti, y todo el mundo equivocado, menos tú.
—¿Crees que estoy mintiendo?
—Creo... bueno, creo que estás muy excitado y desesperado.
Alexander no contestó. Ahora se dio cuenta de que había evitado pensar en lo que viera en los bosque al norte de Wildwood, porque aunque lo vio, no podía comprender qué era. Ahora tenía que encararse con eso. Necesitará formular un plan, alguna estratagema simple que le permitiera justificarse, pero no parecía haber nada hacia lo que volverse, nada que pudiera hacer, como no fuera esperar impotentemente hasta que la policía o una unidad de campaña del D.I.A. le encontrara y atrapara...
Vio que BJ le observaba, con ojos llenos de preocupación, el cabello oscuro enmarcando su rostro delgado y sensitivo. Parecía tan joven y vital en este momento como lo fuera veinte años atrás y sintió una oleada de calor al comprender que el solo hecho de estar con ella le hacía sentirse más tranquilo, a salvo y lejos del peligro. Había encontrado un puerto seguro en medio de la tormenta, una persona en la que podía confiar sin reparo. Era increíblemente satisfactorio estar de nuevo junto a BJ.
De repente se echó a reír, como si una fibra dura e indestructible hubiera revivido en su interior.
—Es una cosa endemoniada —dijo—. He estado durante tanto tiempo en el Ejército, que casi he olvidado lo que es luchar. Tendrán que encontrarme primero, antes de que puedan complicarme, y creo que les va a costar un poco.
—¿Qué es lo que vas a hacer? —preguntó BJ.
—Descubriré lo que sucedió con aquel uranio —dijo—. Es la única esperanza que me queda, con Bahr capitaneando el D.I.A. Si consigo alguna información, me pondré en contacto con el BRINT. Puedo confiar en ellos ¿Puedes llevarme hasta Wildwood?
—Harvey, si las noticias son verdaderas, la estación estará llena de hombres del D.I.A.
—Tendré que arriesgarme.
—Muy bien. Podremos llegamos hasta mi piso y te conseguiré algunas ropas.
—Bien, también me convendría beber algo.
Exteriormente se sentía mucho mejor, pero en las profundidades de su mente las preguntas todavía le importunaban.
El D.I.A. estaba corrompido y Bahr, ante el rígido sistema de control del DEPCO, suplantaba la autoridad. Hasta aquí podía entenderlo.
Pero nunca una invasión de seres extraños... ¿qué significaría eso?