CAPÍTULO XXXIV
FIN
A principios de verano del año siguiente, dos ancianos leían el diario después del desayuno, sentados en el arriate de Broad Place. El más viejo de los dos volvió una página.
—Veo que Osma Digna vuelve a estar en Suakin —dijo—. Es muy probable que haya lucha.
—Oh —exclamó el otro—. No hará mucho daño. —Y dejó el diario.
La apacible campiña inglesa desapareció ante su mirada; sólo veía la blanca ciudad junto al mar Rojo, resplandeciente al sol, las llanuras pardas que la rodeaban, el manto de hierba y, en la distancia, las colinas que se extendían en dirección a Khor Gwob.
—Bochornoso sitio ese Suakin, ¿eh, Sutch? —observó el general Feversham.
—Espantosamente bochornoso. Oí hablar de un oficial que bajó al desfile a las seis de la mañana, y que sufrió una insolación a pesar del casco de reglamento que llevaba. Sí, ¡una ciudad de calor húmedo! Pero me alegré de estar allí, me alegré mucho. —Esto último lo dijo con cierta emoción.
—Sí —dijo Feversham vivamente—. Íbices, ¿eh?
—No, la guarnición inglesa no ha dejado uno sólo en millas a la redonda.
—¿De veras? El tener algo que hacer, ¿eh?
—Eso es, Feversham. El tener algo que hacer.
Y ambos hombres se ocuparon, de nuevo, de sus periódicos. Pero al cabo de un rato, un lacayo trajo a cada uno un montón de cartas. El general Feversham repasó rápidamente los sobres, escogió una carta y lanzó un gruñido de satisfacción. Sacó unas gafas y se las caló.
—¿De Ramelton? —inquirió Sutch, dejando caer el periódico al suelo.
—De Ramelton —asintió el general—. Antes encenderé un cigarro puro.
Depositó la carta sobre la mesa del jardín que se hallaba entre su compañero y él, sacó una cigarrera del bolsillo y, a pesar de la impaciencia del teniente Sutch, se puso a cortar el puro y a encenderlo con toda deliberación. El anciano se había convertido en un epicúreo en este aspecto. Una carta de Ramelton era un lujo que uno debía disfrutar rodeándolo de toda la pompa y circunstancia posibles. Se puso cómodo en el sillón, estiró las piernas y chupó lo necesario el cigarro como para asegurarse de que tirara. Después, tomó de nuevo la carta y la abrió.
—¿Es de él? —inquirió Sutch.
—No, de ella.
—¡Ah!
El general Feversham leyó la carta lentamente, mientras el teniente Sutch hacía esfuerzos por no echar miradas indiscretas desde el otro lado de la mesa. Cuando hubo terminado de leer, el general volvió a la primera página y empezó a leerla otra vez.
—¿Alguna noticia? —preguntó Sutch, fingiendo indiferencia.
—Están muy contentos con la casa ahora que ha sido reconstruida.
—¿Algo más?
—Sí, sí. Harry ha terminado el sexto capítulo de la historia de la guerra.
—¡Magnífico! —aplaudió Sutch—. Ya verá; hará eso bien. Tiene imaginación, conoce el terreno y estuvo presente durante la guerra. Además, visitó los bazares y los vio por dentro.
—Sí, pero usted y yo no la leeremos, Sutch. No, corrijo. Usted tal vez sí, porque tiene muchos menos años. —Volvió a enfrascarse en la carta, y Sutch preguntó de nuevo:
—¿Hay algo más?
—Sí. Van a venir dentro de quince días.
—Me alegró —dijo Sutch—. Me quedaré.
Dio una vuelta por el arriate y regresó. Vio a Feversham sentado, con la carta sobre las rodillas y un gesto de perplejidad en el semblante.
—¿Sabe, Sutch? —dijo—, yo nunca comprendí. ¿Y usted?
—Sí, creo que sí.
Sutch no intentó explicarse. Pensó que Feversham no lo entendería.
—¿Ve usted de vez en cuando a Durrance? —preguntó el general de pronto.
—Sí, con frecuencia. Actualmente se halla en el extranjero.
Feversham se volvió hacia su amigo.
—Vino a Broad Place cuando marchó usted a Suakin, y conversamos durante media hora. Fue padrino de boda de Harry. Bueno, pues eso tampoco lo he comprendido nunca. ¿Y usted?
—Sí, eso lo comprendí muy bien.
—¡Mmm! —murmuró el general Feversham.
No pidió explicación alguna, sino que, como siempre había hecho, tomó las cosas que no comprendía y las desterró de sus pensamientos. Pero no se volvió hacia el resto de la correspondencia. Fumó el puro, miró hacia el veraniego paisaje y escuchó los sonidos que se alzaban, a lo lejos, en los campos. Sutch había leído ya todas sus cartas antes de que el general volviese a hablar.
—He estado pensando —dijo—. ¿Se ha fijado usted en el día del mes, Sutch? —Y Sutch alzó rápidamente la cabeza.
—Sí —respondió—, dentro de una semana será el aniversario de nuestro asalto a Redan, y el cumpleaños de Harry.
—Precisamente. ¿Por qué no hemos de retomar nuestras noches crimeanas?
Sutch se levantó de un brinco.
—¡Magnífico! —exclamó—. ¿Cree usted que podremos reunir una mesa llena?
—Vamos a verlo —contestó Feversham.
Hizo sonar la campanilla que tenía sobre la mesa, y mandó al criado en busca del listado de oficiales del Ejército. Allí, inclinados sobre el escalafón militar, ambos veteranos se fundieron en una noble e idéntica ilusión.
A otra figura de esta historia ha de dedicarse unas palabras finales. Aquella noche, cuando las invitaciones hubieron sido enviadas desde Broad Place y no brillaba ya luz alguna en las ventanas de la casa, un hombre se apoyó en la borda de un vapor fondeado en Port Said y escuchó la canción de los colis árabes que subían y bajaban por las planchas, desde las barcazas del barco, cargados con cestas de carbón. El clamor de las calles de la ciudad flotó sobre las aguas, elevándose hasta sus oídos. Imaginó el resplandor de las luces en los muelles, los portillos iluminados, las oscuras chimeneas en la procesión de vapores. Acompañado de un criado, había regresado a Oriente. A primera hora de la mañana siguiente, el vapor hizo avante por el canal y, allá hacia el ocaso, salió a los fríos del golfo de Suez. Kassassain, Tel el Kebir, Tamal, Tamanieb, el asalto al zareeba de McNeil… Durrance revivió sus años de actividad, los años de abundancia. Dentro de aquel país, hacia occidente, iban adelantando los largos preparativos que algún día arrollarían al Imperio derviche y lo pulverizarían. En el glacis del fuerte en ruinas de Sinkat, Durrance se había prometido a sí mismo tomar parte en tan grande obra; pero el desierto que amaba le había castigado y arrojado de su seno. El vapor navegó en dirección sur y entró en el mar Rojo. Tres noches más y, aunque él no podía verla, la Cruz del Sur se alzaría, oblicua, en el firmamento.