CAPÍTULO XX

ORIENTE Y OCCIDENTE

Durrance encontró a su criado esperándole cuando llegó a su casa de Guessens tras cruzar la campiña.

—Puede apagar las luces y acostarse —le dijo.

Y cruzó el vestíbulo hacia su despacho. El nombre mal cuadraba a la habitación, pues había servido más de armería que como despacho.

Estuvo un rato sentado y luego se puso a pasear por la oscuridad del cuarto. Había diseminadas por él muchas copas que Durrance había ganado en otros tiempos. Las conocía, una por una, por su forma y por el sitio que ocupaban, y hallaba cierto consuelo acariciándolas. Las tomó y las acarició, preguntándose si ahora que estaba ciego las conservarían tan limpias y brillantes como él las había tenido antaño. Ésta, de pie fino, la había ganado en una carrera de obstáculos en Colchester. Recordaba el día, con sus nubes y grisáceo cielo, y el aspecto de los campos arados, entre los setos. Aquella de peltre que se hallaba encima de su mesa y le servía para colocar las plumas, la había adquirido recién ingresado en la universidad de Oxford. De adorno sobre la repisa de la chimenea, tenía el casco de un caballo, montado en plata. En fin, sus trofeos hacían del cuarto una especie de gigantesco diario.

Acariciando los recuerdos de los buenos tiempos pasados, fue a parar adonde estaban las escopetas y los rifles.

Las sacó del armero. Eran para él lo que el violín para Ethne, y tenían historia, una historia que sólo él conocía. Se sentó con un Remington cruzado sobre las rodillas, y revivió un caluroso día en la montaña al oeste de Berenice durante el cual había seguido el rastro de un león a través de terreno pedregoso, matándolo a trescientas yardas, un poco antes de la puesta del sol. Otro rifle le habló del primer íbice matado en Khor Baraka, y de antílopes seguidos por entre las montañas al norte de Suakin. Había una escopeta Greener, pequeña, que había usado en las noches de invierno, embarcado en aquella mismísima caleta del estuario de Salcombe. Había derribado a su primer anadón con ella. Resbalando la mano izquierda por la parte inferior, la alzó y sintió que la culata encajaba cómodamente en su hombro. Pero las armas empezaron a hablar más alto de la cuenta en sus oídos, de igual manera que lo hiciera el violín de Ethne al poco de desaparecer Harry Feversham. Al tocar los gatillos y darse cuenta de que ya no podía ver las alzas, apareció en toda su espantosa magnitud lo que para él implicaba la falta de visión.

Dejó las escopetas en su sitio y sintió, de pronto, el deseo de hacer caso omiso de su ceguera: fingir que no era impedimento y fingirlo con tanta energía que resultara no serlo en efecto. El deseo creció y le agitó como una pasión, llevándole en volandas fuera de los países de estrellas semiapagadas, derecho a Oriente. El aroma peculiar de ese Oriente, sus ruidos, las cúpulas de sus mezquitas, el cálido sol, la chusma en las calles y el cielo azul acerado tiraron de él hasta arrancarle de la silla y hacerle recorrer la habitación con paso intranquilo.

Soñó encontrarse en Port Said, en uno de los vapores que en larga procesión descendían por el canal. El canto de los árabes que cargaban de carbón el barco sonaba en sus oídos, y lo hacía tan alto que podía verlos de noche, subir y bajar por las planchas colgadas entre las barcazas y la cubierta del vapor, cadena sin fin de figuras desnudas que cantaban monótonamente, figuras que tornaban cárdenas el rojo resplandor de los hornos encendidos.

Salió, navegando, del canal, pasando junto a las rojizas puntas de la península sinaítica y entrando en los fríos del golfo de Suez. Zigzagueó por el mar Rojo mientras la Osa Mayor giraba hacia el norte, muy baja en el cielo, por encima del alcázar del barco, y la Cruz del Sur empezaba a resplandecer al sur. Tocó en Tor y en Wambo; vio las altas casas blancas de Yeddah alzarse del mar, y admiró el maderamen oscuro encogido por la salada humedad en sus esculpidas casamatas; paseó por la penumbra de sus cubiertos bazares con la alegría del emigrante que tras largos años de ausencia regresa al hogar. Y, desde Yeddah, fue a cruzar por entre los arrecifes de coral hacia el cercado puerto de Suakin.

Al oeste de Suakin se extendía el desierto, con todo lo que representaba para aquel pundonoroso militar que tanto lo amaba, y cuyas armas le habían de tal modo expulsado tras aniquilarle. Le parecía oír el leve rumor de las pisadas de camello en la arena; ver los enormes conos de roca que se alzaban escarpados, abruptos, como de la superficie de un grandioso océano inmóvil, y hacia los cuales marchase uno durante todo el día y sin llegar jamás a su lado. Contemplaba el magnífico y momentáneo resplandor de los colores del ocaso en poniente, y escuchaba el susurro del viento durante el breve crepúsculo, cuando occidente es de un verde pálido puro y oriente de un azul más intenso. Y veía, finalmente, la aparición de los planetas, que surgían de la nada, rumbo a la Tierra. El enamorado de los espacios abiertos y lejanos soñó que había vuelto al lugar amado, a pasear de un lado a otro, olvidada la ceguera, reseco el paladar de deseo como si fuera presa de una extraña fiebre. Hasta que, inesperadamente, oyó a los mirlos y a las golondrinas en el jardín y comprendió que, fuera de sus ventanas, el mundo se había teñido de blanco con la aurora.

Despertó de su sueño al escuchar los sonidos. No habría más viajes para él: la desgracia le había enjaulado, soldándole una cadena en torno a la pierna. Guiándose por el pasamanos, subió la escalera hasta su habitación y se acostó. Se quedó dormido al alba.

* * *

En Dongola, en la gran curva del Nilo al sur de Uadi Halfa, el sol quemaba ya y sus habitantes estaban despiertos. Se les había preparado una diversión aquella mañana bajo las escasas palmeras ante la casa del emir Uad El Nejumi. Un prisionero blanco, capturado una semana antes por un grupo de árabes cerca de los pozos de El Agia, en el gran camino de Arbain, había llegado durante la noche y aguardaba a que el emir decidiera su suerte. La noticia corrió como un reguero de pólvora por la población. Una muchedumbre compuesta de hombres, mujeres y niños había acudido ya al agradable y poco frecuente espectáculo. Delante de las palmeras se extendía un espacio abierto hasta la entrada de la casa del emir; tras ellas descendía un terraplén de arena, liso y desnudo, hasta el río.

Harry Feversham se hallaba de pie bajo los árboles, custodiado por cuatro soldados ansares. Le habían arrancado la ropa. Sobre el cuerpo llevaba sólo una chilaba rasgada y harapienta, y lucía una especie de turbante en la cabeza para resguardarse del sol. Los hombros y brazos desnudos aparecían quemados y cubiertos de ampollas. Tenía grilletes en los pies, las muñecas atadas con cuerda de fibra de palmera, y al cuello llevaba un collar de hierro con una cadena que sujetaba uno de los soldados. Sonreía mirando a la burlona multitud que le rodeaba y le tomaba por loco.

Tal era el papel que quería desempeñar. Si lograba sostenerlo, si conseguía desorientar a los que le habían hecho cautivo de manera que dudaran de si era, verdaderamente, un loco o un agente portador de promesas de ayuda y armas a las tribus descontentas de Kordofan, entonces existiría la posibilidad de que no se decidiesen a eliminarle y le enviaran a Omdurman para observarle mejor. Era el momento crítico. En el interior de la casa, el emir y sus consejeros discutían la suerte del prisionero, y en la ribera del río, como amenaza inminente, se alzaba una horca negra y siniestra sobre la arena amarilla.

Harry Feversham se alegraba inmensamente de tener una cadena al cuello y los grilletes en los pies. Le ayudaba a no exteriorizar pánico alguno el convencimiento de que no le serviría de nada demostrarlo.

Aquellas horas de espera, mientras el sol se alzaba más y más hacia el cénit y nadie salía de la casa, eran las peores que había soportado hasta entonces. Durante los quince días pasados en Berber, la esperanza de escapar le había dado fuerzas para resistir y, cuando la linterna brilló sobre las ruinas a su espalda, lo que había que hacer fue menester realizarlo tan deprisa que no hubo tiempo para temer ni para pensar. Aquí había tiempo, incluso demasiado.

Tenía tiempo de sobra para anticipar lo que sucedería. Se sintió desfallecer como aquellos días en que oyera a los perros lloriquear en un coto y se hallara él temblando a caballo. Echó una mirada furtiva hacia la horca, y previó la posibilidad de verse colgado en ella, con los buitres posados sobre sus hombros, revoloteando ante sus ojos. Pero el hombre había crecido durante sus años de prueba. El temor a los sufrimientos físicos no era lo que predominaba en sus pensamientos, ni siquiera el temor de que al caminar hacia la horca lo hiciera con cobardía; en su interior anidaban peores temores. Si moría allí, en Dongola, Ethne no retiraría nunca su cuarta pluma; por otro lado, la esperanza que había depositado en el futuro jamás se vería realizada. Por eso se alegraba tanto de tener el collar de hierro al cuello y los grilletes en los pies. Su contacto le daba ánimos para soportar todas las miserias, sin ningún compañero que las compartiera, y también para sonreír y hacer muecas a quienes le atormentaban.

Una vieja bailaba y gesticulaba delante de él, cantando una canción monótona. Los gestos eran la pantomima de las torturas y abominables mutilaciones que esperaban al prisionero. Las palabras expresaban, en lengua sencilla y sin expurgar, las agonías de muerte que le aguardaban y la eternidad de los suplicios que sufriría después en el infierno. Feversham comprendió y se estremeció interiormente; pero se limitó a imitar los gestos de la bruja y a asentir con la cabeza, como si le estuvieran ofreciendo las glorias del paraíso. Otros, tomando sus trompas de guerra, las colocaban contra los oídos del prisionero y soplaban con toda su alma.

—¿Oyes, infiel? —exclamó un niño que bailaba con regocijo ante él—. ¿Oyes nuestras trompas? ¡Soplad más fuerte! ¡Soplad más fuerte!

Pero el prisionero pareció alegrarse, exclamando que la música era muy buena.

Por fin se acercó al grupo un guerrero muy alto con una lanza pesada y extraordinariamente larga. Alzóse un grito al verle aparecer y, al momento, se abrió un claro ante el prisionero. El guerrero se detuvo delante del cautivo y alzó la lanza, meciéndola hacia delante y hacia atrás, como armando el brazo para el golpe. Feversham miró, febrilmente, a su alrededor y, no viendo medio alguno de escapar, echó de pronto el pecho hacia fuera para recibir el lanzazo. Pero la lanza no llegó a tocarle; uno de los guardianes tiró violentamente de la cadena que llevaba al cuello y esto hizo caer de espaldas al prisionero, medio estrangulado. Por tres veces, con grandes gritos de alegría, fue repetida la diversión; luego apareció un soldado en la puerta de la casa de Nejumi.

—¡Traed al kaffir! —ordenó. Y, seguido de las maldiciones y amenazas de la muchedumbre, el prisionero fue arrastrado por debajo del arco, luego a través del patio y, finalmente, metido en una habitación oscura.

Por espacio de unos instantes, Harry Feversham fue incapaz de ver nada. Luego sus ojos se fueron acostumbrando a las tinieblas y distinguió a un hombre alto, barbudo, sentado en un angareb (cama indígena del Sudán) y a otros dos más que estaban sentados a su lado, en el suelo. El hombre que ocupaba el angareb era el emir.

—Eres un espía del gobierno de Uadi Halfa —dijo el emir.

—No, soy un músico ambulante —repuso el prisionero con una risotada alegre, como si al afirmarlo hubiese dicho algo muy divertido.

Nejumi hizo una seña y le fue entregado al prisionero un instrumento con muchas cuerdas rotas. Feversham se sentó en el suelo y, con dedos torpes, jadeando al inclinarse sobre la cítara, empezó a tocar una vacilante melodía. Era la misma que escuchara Durrance en la calle de Tewfikied la noche de su último viaje al desierto; la misma que había tocado Ethne Eustace la noche anterior en la tranquila sala de Southpool. Era la única melodía que Feversham conocía. Cuando hubo terminado, Nejumi empezó a hablar otra vez.

—Eres un espía.

—Te he dicho la verdad —contestó Feversham, testarudo.

El emir cambió ahora de tono. Ordenó que trajesen comida y colocaron delante de Harry el hígado crudo de un camello, cubierto de sal y pimienta. Rara vez habrá sentido un hombre menos inclinación a comer; no obstante, Feversham comió de aquel desagradable plato, comprendiendo que el menor titubeo sería interpretado como miedo, y que cualquier señal de temor le condenaría a la muerte. Y, mientras comía, Nejumi le interrogaba con voz dulcísima acerca de las fortificaciones de El Cairo y las fuerzas de guarnición en Asuan, así como de los rumores de disensión entre el Khedive y el Sirdar.

Sin embargo, a cada pregunta, respondía Feversham:

—¿Cómo podría conocer esos asuntos un griego?

Nejumi se alzó del angareb y dio una orden. Los soldados asieron a Feversham y volvieron a arrastrarle al exterior. Allí vertieron agua sobre la cuerda de palmera que le ataba las muñecas, de manera que ésta se hinchó y se hundió en la carne.

—Habla, infiel. Tú llevas promesas a Kordofan.

Feversham guardó silencio. No quería apartarse del plan que tanto tiempo y tan cuidadosamente había madurado. No podía mejorarlo, estaba seguro, con detalle alguno sugerido por el temor de aquel momento en que no podía pensar con claridad. Le echaron una cuerda al cuello y le empujaron brutalmente hacia la horca.

—Habla, infiel —dijo Nejumi—, y así te salvarás de la muerte.

Feversham sonrió y sacudió la cabeza de un lado para otro, como si tuviera el cuello roto. Él mismo se asombró de poder hacerlo, de no caer de rodillas y pedir gracia. Aún le resultó más asombroso no experimentar tentación alguna de rebajarse de semejante modo. Se preguntó si la historia, con frecuencia repetida, de que los criminales en las cárceles inglesas iban serenos a la horca porque les habían dado una droga sería verdad. Porque él, sin necesidad de drogas, se estaba portando con parecida dignidad. Su corazón latía con violencia, pero era fruto de una especie de excitación. Ni siquiera pensó en Ethne en aquel momento. Y, en verdad, ni siquiera le preocupó el temor de que su gran esperanza no se viera realizada. Tenía que representar un papel y lo representaba. Eso era todo.

Nejumi le contempló con acritud unos instantes, y se volvió hacia sus hombres, que estaban preparados para retirar de debajo de los pies de Feversham el angareb en el que lo habían subido.

—Mañana —dijo— llevaréis a este infiel a Omdurman.

Feversham empezó a darse cuenta entonces de que la cuerda de fibra de palmera atormentaba las muñecas.