CAPÍTULO XI
DURRANCE RECIBE NOTICIAS DE FEVERSHAM
Un mes más tarde, Durrance llegó a Londres y encontró una carta de Ethne esperándole en el club. Le decía simplemente que se hallaba en casa de la señora Adair, y que se alegraría mucho si hiciera un hueco en su agenda para visitarla. Sin embargo, tanto el sobre como el papel lucían una orla negra, y a la tarde siguiente Durrance se acercó a Hill Street, donde encontró a Ethne sola.
—No te escribí a Uadi Halfa —explicó ella enseguida— porque pensé que estarías camino de Inglaterra antes de que recibieras mi carta. Mi padre murió a fines de mayo.
—Temí que fuera eso lo que querías decirme en cuanto recibí tu carta —replicó él—. Lo siento mucho. Debes echarlo de menos.
—Más de lo que podría expresar con palabras. Murió una mañana, temprano… Te lo contaré si lo quieres escuchar.
Y le habló de la muerte de Dermod, en la cual el resfriado desempeñó un papel más circunstancial que causal. Una muerte que no se debió a una enfermedad determinada, sino a una disolución gradual.
Curiosa historia. Al parecer, Dermod recobró parte de su autoritaria energía de antaño poco antes de su muerte.
—Sabíamos que se estaba muriendo —explicó Ethne—. Él también lo sabía. A las siete de la tarde, después de… —Vaciló unos instantes y luego continuó—: Después de haber hablado conmigo un rato, llamó al perro por su nombre. Aunque lo hizo en un leve susurro, el animal le oyó, subió de un salto a la cama y se tumbó en ella lanzando un gemido antes de hundir el hocico bajo la mano de mi padre. Éste me pidió que le dejara solo con el perro. Quería que cerrase la puerta. El perro me diría cuándo debía abrirla. Le obedecí y aguardé junto a la puerta hasta la una. A esa hora, resonó un aullido en toda la casa. —Guardó silencio. Una ligera pausa fue la única señal de angustia que dio y, a los pocos minutos habló, lo hizo de nuevo con sencillez, sin afectadas muestras de dolor—. Aguardar ahí fuera mientras moría la tarde y llegaba la noche fue una prueba muy dura. Anocheció, claro está, mucho antes de llegar el fin. No había querido dejar que encendiéramos la luz del cuarto. Lo imaginaba al otro lado de aquella débil puerta, muy inquieto y silencioso, tumbado en aquella enorme cama, de cara a las colinas, a la luz del atardecer. Parecía ver cómo se iba sumiendo la habitación en tinieblas, adquiriendo las ventanas mayor importancia cada vez, y percibía con los ojos de la imaginación al perro a su lado y a nadie más hasta el mismísimo fin. Así lo quiso él, pero fue un poco duro para mí.
Durrance permaneció en silencio. Le dio, sin embargo, lo que más necesitaba: un silencio comprensivo. Imaginó las horas aquellas en el pasillo; seis horas en las que hubo, además, crepúsculo y oscuridad. La imaginó de pie, la mano en el corazón para contener los tumultuosos latidos. Finalmente fue Ethne quien rompió el silencio.
—Te dije que mi padre me habló instantes antes de pedirme que le dejara. ¿De quién crees que me habló?
Miraba a Durrance de hito en hito al formular la pregunta. Ni en sus ojos, ni en el tono de su voz, halló nada que pudiera darle a conocer la contestación; pero un repentino latido de esperanza le dejó sin aliento.
—¡Dímelo! —murmuró, como sobre ascuas, inclinándose hacia delante en su asiento.
—Del señor Feversham —respondió ella.
Él se irguió de nuevo, con cierta brusquedad. Era evidente que no era aquél el nombre que había esperado. Bajó la mirada hacia la alfombra, para que la joven no pudiera verle la cara.
—Mi padre siempre le tuvo mucho cariño —explicó Ethne con dulzura—, y creo que me gustaría saber si tienes noticia alguna de lo que hace, o de su paradero.
Durrance no contestó ni alzó la cabeza. Estaba pensando en la extraña facilidad de Harry Feversham para conservar el afecto de las personas que en otros tiempos le conocieron bien, hasta el punto que incluso el hombre a quien había hecho daño, y a cuya hija tantos sufrimientos había causado, le recordaba con cariño en su lecho de muerte. Este pensamiento no carecía de cierta amargura para Durrance, y temía que su rostro y su voz lo delataran. Pero no tuvo más remedio que hablar, porque Ethne insistió:
—¿No te habrás encontrado con él nunca, supongo?
Durrance se levantó de su asiento, y se acercó a la ventana antes de contestar. Habló mirando hacia la calle; pero aunque ocultó para sí la expresión de su rostro, un dejo de ira profunda acentuaba sus palabras, a pesar de su esfuerzo por amortiguarlo.
—No —respondió—. Nunca. —Y, de pronto, la ira le dominó, escogiendo e informando sus palabras—. No quiero verle jamás —exclamó—. Era mi amigo, lo sé. Pero ahora no puedo recordar esa amistad. Sólo puedo pensar que, si hubiera sido el hombre que creíamos que era, tú no hubieras tenido que esperar sola en aquel pasillo oscuro durante seis horas. —Se dirigió al centro del cuarto y preguntó—: ¿Vas a regresar a Glenalla?
—Sí.
—¿Vivirás allí sola?
—Sí.
Durante un rato reinó el silencio. Al cabo, Durrance se acercó al respaldo de la silla de Ethne.
—Una vez me dijiste que quizá me contarías por qué se deshizo tu boda.
—Si ya lo sabes. Lo que acabas de decir junto a la ventana lo demuestra.
—No, no lo sé. Una o dos palabras que pronunció tu padre. Me pidió noticias de Feversham la última vez que hablé con él. Pero no sé nada concreto. Me gustaría que me lo dijeses.
Ethne negó con la cabeza y se inclinó hacia delante, apoyados los codos en las rodillas.
—Ahora, no —repuso.
El silencio volvió a servir de colofón a sus palabras, roto de nuevo por Durrance.
—Sólo me queda otro año en Halfa. Entonces, creo que será prudente que abandone Egipto. No espero que se haga gran cosa en el Sudán hasta pasado algún tiempo. No creo que me quede allí… sea como fuere. Es decir, aunque decidieras vivir sola en Glenalla.
Ethne no quiso fingir que no se había dado cuenta de la insinuación que ocultaban sus palabras.
—Ya no somos unos niños —dijo—. Tienes que pensar en tu vida. Deberíamos ser prudentes.
—¡Sí! —exclamó Durrance, exasperado—. ¡Pero con una prudencia lógica! La prudencia que sabe que vale la pena atreverse a mucho.
Ethne no se movió. Estaba inclinada hacia delante, de espaldas a él, de manera que a Durrance le resultaba imposible verle la cara; así permaneció largo rato, en silencio, muy quieta.
Por fin planteó una pregunta, en voz baja y dulce:
—¿Tanto me quieres? —Y antes de que él pudiera contestar, se volvió con rapidez—. Procura no quererme —advirtió encarecidamente—. Durante este año procura no hacerlo. Tienes mucho en que ocupar tus pensamientos. Procura olvidarme del todo.
Su voz expresaba el suficiente dolor ante la perspectiva de perder a un amigo a quien se aprecia para quitarle hierro a sus palabras, pero también, por desgracia, para confirmar a Durrance en su error de que, de no haber sido por el temor de echarle a perder la carrera, le hubiese dado una respuesta muy distinta. La señora Adair entró en el cuarto antes de que él pudiera responder, y así fue cómo se llevó consigo su desengaño.
Cenó aquella noche en el club, y se acomodó después a fumar un puro bajo el árbol mismo a cuya sombra se sentara con tanta insistencia un año antes, cuando buscaba, en vano, noticias de Harry Feversham. Era poco más o menos la misma clase de noche despejada que aquélla en que viera entrar en el patio, cojeando, al teniente Sutch, que vaciló al verle. Ni una nube empañaba el azul del cielo tachonado de estrellas. El aire tenía la agradable languidez de una noche estival en junio. La iluminación procedente de ventanas y puertas confería a las hojas de los árboles el verde frescor de la primavera, y, afuera, en la calle, rodaban los coches con un zumbido atronador, semejante al del mar. También aquella noche entró en el patio un hombre que conocía a Durrance. Sin embargo, el recién llegado no vaciló. Se fue derecho a él y tomó asiento a su lado. Durrance soltó el periódico que había estado hojeando y le tendió la mano.
—¿Qué tal? —saludó.
Aquel amigo era el capitán Mather.
—Me estaba preguntando si le vería cuando leí el periódico de la noche. Sabía que era aproximadamente la fecha en que podía esperársele en Londres. ¿Lo habrá visto usted, supongo?
—¿Qué?
—Así, pues, no lo ha hecho —replicó Mather. Recogió el periódico que Durrance había dejado caer y lo hojeó, en busca de la noticia que necesitaba.
—¿Recuerda el último reconocimiento que hicimos desde Suakin?
—Perfectamente.
—Hicimos alto junto al fuerte de Sinkat al mediodía. Había un árabe escondido en los árboles, detrás del glacis.
—Sí.
—¿Ha olvidado ya la historia que le contó?
—Lo de las cartas de Gordon y la pared de una casa de Berber. No, no lo he olvidado.
—En tal caso, he aquí algo que le interesará.
Y Mather, doblado el periódico a satisfacción suya, se lo entregó a Durrance señalando un párrafo. Era muy corto, y no daba detalles. No podía ser más breve en resumen, y Durrance lo leyó entre calada y calada del puro.
—Por lo visto, ese individuo debió de volver a Berber —dijo—. Mal asunto, muy arriesgado. Abu Fatma… así se llamaba.
El párrafo no mencionaba a Abu Fatma, ni a hombre alguno, a excepción hecha del capitán Willoughby, gobernador interino de Suakin. Anunciaba, simplemente, que ciertas cartas enviadas por el mehedí a Gordon, exigiéndole que entregara Jartum e invitándole a que se convirtiera a la religión mehedí, junto con las breves respuestas de Gordon, habían sido rescatadas de una pared de Berber y entregadas al capitán Willoughby en Suakin.
—No valía la pena arriesgar una vida por ellas —opinó Mather.
—Tal vez —dijo Durrance, dubitativo—. Pero, después de todo, se alegra uno de que hayan podido ser rescatadas. Quizá las copias estén escritas de puño y letra del propio Gordon. Sea como fuere, son de interés histórico.
—Hasta cierto punto, sin duda. Aun así, no obstante, su posesión no arroja luz alguna sobre la historia del asedio. En realidad, no pueden afectar a nadie en absoluto, ni siquiera a un historiador.
—En efecto —admitió Durrance.
Jamás hubo cosa menos cierta. En el mismo lugar en que buscara noticias de Feversham las había obtenido, sólo que no lo sabía. Nada pudo sospechar en ese momento. No pudo apreciar que aquéllas eran noticias que, por poco que preocuparan al historiador, a él le afectaban en las más profundas raíces de su vida. Desterró el párrafo de su mente y se puso a pensar en la conversación que había mantenido aquella tarde con Ethne; lo hizo sin desaliento, por mucho que Ethne había mencionado a Harry Feversham, que había pedido noticias de él. Pero era posible, mejor dicho, era probable que la hubiese impulsado a preguntar el hecho de que las últimas palabras de su padre se refirieran a él. Recordaba la firmeza de la voz de Ethne al pronunciar el nombre. Más aún, el mero hecho de que lo mencionara siquiera podía tomarse como señal de que ya no ejercía influencia alguna sobre ella. Para Durrance, resultaba alentadora hasta la petición de que intentara durante el año aquél desterrarla de sus pensamientos. Porque casi le parecía que le daba a entender que, si no lo lograba, tal vez le diese ella, vencido el plazo, la respuesta que continuaba anhelando. Dejó transcurrir unos cuantos días, y luego volvió a casa de la señora Adair. Mas sólo encontró a ésta. Ethne había abandonado Londres, había regresado a Donegal. Lo había hecho inesperadamente, le informó la señora Adair, y no tenía ni idea de cuál podía ser el motivo de su marcha.
Durrance, sin embargo, creyó comprenderlo. Ethne estaba poniendo en práctica la política que le había recomendado. Él debía intentar olvidar y ella quería ayudarle todo lo posible a conseguirlo, con su ausencia. Al atribuirle este motivo, Durrance acertó. No obstante, Ethne había olvidado una cosa. No le había pedido que dejara de escribirla. Por consiguiente, en otoño de aquel año, las cartas empezaron a llegar otra vez del Sudán. Ella se alegró francamente de recibirlas, aunque al mismo tiempo le preocupaban. A pesar de su cuidadosa reticencia, había una frase que llamaba su atención, quizá porque le recordaba una trivial dicha por ella tiempo ha, y tiempo ha olvidada; no podía menos de ver que, a pesar de sus ruegos, moraba ella en sus pensamientos. También percibía cierta animación, cierta esperanza en aquellas cartas; como si viviera en un mundo pintado con una nueva paleta de colores, un mundo que se hubiese tornado de pronto musical. Ethne jamás había conseguido desterrar el temor de que por ella se había echado a perder la vida de un hombre; por esa razón, jamás había flaqueado en su determinación por evitar que dicha circunstancia pudiera darse una segunda vez. Sólo que, con las cartas de Durrance ante sus ojos, no podía esquivar una pregunta nueva, que la llenaba de perplejidad. ¿De qué medios podía valerse para alejar semejante posibilidad? Había dos. ¿Cuál de ellos debía escoger para cumplir con su decisión? Ya no estaba tan segura como lo había estado el año anterior de que, para Durrance, su carrera lo era todo. La pregunta acudió a su mente una y otra vez, la persiguió ese interrogante aun lejos de la casa, en las colinas. Allí fue con las cartas, meditó el asunto y dio vueltas y más vueltas a la idea en la cabeza, sin acercarse, poco ni mucho, a una solución. Hasta su violín le falló en aquel trance.