CAPÍTULO XXVII
LA CASA DE PIEDRA
Aquellos eran los días anteriores a la construcción del gran muro de barro alrededor de la Casa de Piedra de Omdurman. Sólo un cerco de espinos rodeaba la fétida prisión y sus aledaños.
Se hallaba en la frontera oriental de la población más escuálida, a no dudar, de cuantos imperios hayan existido desde que el mundo es mundo. No crecía una sola flor en rincón alguno. No había hierba, ni la verde sombra de ningún árbol. Una llanura parda y pedregosa, calcinada por el sol, y, sobre ella, una estrecha zona de miserables casuchas apestadas por las enfermedades.
No se alzaba ninguna casa entre la prisión y el Nilo y, por aquella fecha, mientras duraba la luz del día, se permitía a los prisioneros bajar, dando traspiés con sus cadenas, la media milla de quebrada pendiente hasta la ribera del Nilo, a fin de que pudiesen coger agua para beber y asearse.
Para el indígena o el negro, la fuga no era tan difícil entonces, porque a lo largo de la ribera estaban anclados los dous, y había muchos; el tráfico fluvial, o lo que podía considerarse tal, tenía su puerto allí, y la ancha playa resultaba lugar conveniente para el mercado. Por consiguiente, el espacio abierto entre el río y la Casa de Piedra estaba atestado de gente y poblado de ruido durante todo el día. Los cautivos se veían con sus amigos, se perdían entre la muchedumbre y se dirigían al primer herrero para quien el precio del hierro era más interesante que el riesgo que corría. Además, ni camino de casa del herrero llamaban la atención sus grilletes en Omdurman. Por todas partes se veían esclavos arrastrándolos, y apenas había calle en toda aquella larga, pálida y escuálida ciudad sin árboles donde no se oyera a todas horas el tintineo de un hombre arrastrando cadenas.
Para un occidental, sin embargo, la fuga era otra cosa. No había tantos prisioneros blancos para que el que lo intentase no fuese pronto percibido. Además, las primeras necesidades de la evasión eran puestos de camellos, estacionados a través del desierto, mucho dinero, largos preparativos y, sobre todo, indígenas fieles, dispuestos a arriesgar la vida en su servicio. Podían obtenerse camellos y escalonarlos a lo largo del camino que iba a recorrer en el desierto. Pero ello no significaba que los conductores hubiesen de permanecer en sus puestos. Los largos preparativos podían verse arruinados por el látigo del carcelero, que llegaría hasta matar al cautivo a trallazos como sospechase que tenía dinero. Y también se corría el riesgo de que el indígena elegido pudiese echarse atrás en el último instante. El conocimiento de tales dificultades fue causa de que el coronel Trench empezase a perder toda esperanza. Sabía que tenía amigos que trabajaban para libertarle, lo sabía. Más de una vez el muchacho que le traía de comer a la prisión le había dicho que estuviese preparado. A veces, también, cuando en algún desfile de las tropas del califa se le exhibía triunfalmente como emblema de la suerte que habían de correr todos los turcos, un hombre que parecía rozarle casualmente con su camello le susurraba palabras de aliento. Pero a eso se reducía todo. Y los meses transcurrían lentamente, uno tras otro, y él veía alzarse el sol a diario allende el recodo del río, tras las altas palmeras de Jartum, y abrir y cerrarse un surco de fuego en el firmamento.
Cierto atardecer de agosto del mismo año en que Durrance regresara ciego a Inglaterra, Trench se hallaba sentado en un rincón del cercado, viendo hundirse el sol por occidente con una angustia que iba en aumento. Por muy intolerables que fueran el calor y los pesares del día, nada podía compararse a los horrores que se renovaban cada noche. Llegó el crepúsculo y, con él, Idris-es-Saler, gigantesco negro de la tribu de gauaman y los demás carceleros.
—¡A la Casa de Piedra! —gritó.
Rogando y maldiciendo, con el restallar de los implacables látigos que azotaban sin cesar la espalda de los rezagados, los cautivos se empujaron, forcejeando por entrar cuanto antes por la estrecha entrada de la prisión. Aquel asqueroso lugar donde los encerraban cada día estaba ya ocupado por unos treinta cautivos que yacían sobre el pantanoso suelo de barro o se apoyaban contra la pared en el último extremo de debilidad y enfermedad. Doscientos más iban a ser encerrados en aquel antro, donde permanecerían hasta la madrugada siguiente. La habitación tenía unos treinta pies de lado, cuatro de los cuales los ocupaba el sólido pilar que sostenía el techo. No había ventanas en el edificio. Unos cuantos y pequeños tragaluces en lo alto dejaban apenas pasar algo de aire. Y en aquella hedionda y pestilente cueva era donde empaquetaban a los prisioneros, que aullaban y peleaban entre sí, arrastrados por el egoísmo que traen consigo las grandes miserias. Se les cerraba la puerta; desaparecía la luz crepuscular y quedaban envueltos en tinieblas, de manera que ninguno podía distinguir ni el contorno de los que se hallaban prensados contra él.
El coronel Trench peleó como los demás. Había un rincón próximo a la puerta en el que ansiaba situarse en aquel momento con mayor ferocidad, con más deseo del que había experimentado jamás en los días en que gozara de libertad. Una vez en aquel rincón quedaría a buen resguardo de los golpes, de los pisotones, de las contusiones producidas por los grilletes de sus vecinos; tendría, además, un sitio contra el que apoyar la espalda durante las diez horas interminables de sofocación que iban a seguir.
—¡Si llegara a caer! ¡Si llegara a caer…!
Este temor le acompañaba siempre por las noches, cuando le empujaban hacia el interior de la mazmorra. Era como una droga que le enloquecía. Porque si un hombre llegaba a caer entre aquella muchedumbre que aullaba y luchaba, jamás volvía a levantarse: moría de los pisotones. Trench había visto sacar a rastras a tales víctimas por la mañana, y él era un hombre pequeño. Por consiguiente, aquella noche luchó por el rincón deseado, presa de una ira frenética, como una fiera, descargando golpes con los pies y los grilletes, dando codazos, buceando por debajo del brazo de un gigante y, cuando no, abriéndose paso como un ratón por entre otros dos. A unos les tiraba de la ropa, con otros usaba las uñas, y hasta llegó a golpear cabezas con la cadena que le colgaba del cuello. Por fin, se vio en el rincón, chorreando sudor, jadeando. Se pasaría el resto de la noche defendiéndolo contra todo el que se acercara.
—¡Si llegara a caer! ¡Dios Santo! ¡Si llegara a caer! —Y le gritó a su vecino, porque con aquel clamor sólo era posible entenderse a voz en cuello—: ¿Eres tú, Ibrahim?
Y un grito igual le respondió:
—Soy yo.
Trench experimentó cierto alivio. Entre Ibrahim, gigantesco árabe hadendoa, y él, había surgido una amistad, nacida de sus necesidades comunes. No existía racionamiento para los prisioneros en Omdurman: cada cautivo dependía del dinero que tuviera o de los amigos con los que contara en el exterior. Trench recibía de vez en cuando dinero de sus amigos, que era introducido en secreto en la prisión por un indígena que llegaba de Asuan o de Suakin. Pero también habían transcurrido largos períodos durante los cuales no le había llegado ayuda alguna, y hubo de vivir de la caridad de los griegos que habían jurado conversión a la fe mehedí, cuando no aguantaba el hambre con toda la resignación de que fue capaz. Hubo veces, entonces, en que todo se lo debió a Ibrahim, como también otras en que Ibrahim, no teniendo amigo que le mandara comida a la prisión, fue ayudado por Trench. Así, ayudándose uno al otro en sus momentos de necesidad, se hicieron amigos. Y por la noche, para protegerse mutuamente, se ponían uno junto al otro, contra la pared.
—Sí, effendi, estoy aquí. —Y, tanteando con la mano en la oscuridad, logró encontrar a Trench y se colocó a su lado en la pared.
Se estaba librando una lucha más violenta que de costumbre en un rincón extremo de la prisión, y tan apretujados estaban los prisioneros que, cada vez que avanzaba uno y retrocedía otro, el flujo y reflujo de los combatientes agitaba a toda la muchedumbre allí encerrada, que se mecía de punta a punta y de lado a lado. Al oscilar así, luchaban por mantenerse en pie, empleando incluso los dientes. Por encima del jaleo y del ruido de la respiración fatigosa, del entrechocar de las cadenas y de las maldiciones, alzábase de vez en cuando un grito salvaje, a medio camino del sollozo, la súplica o la compasión; un grito que nada tenía de humano y que se ahogaba no bien exhalado, prueba ésta de que alguno había caído bajo los pies de los demás. También se lanzaban proyectiles de un extremo a otro del recinto, puñados del inmundo barro recogido en el suelo y, como ninguno sabía de dónde los tiraban, en su afán de esquivarlos las cabezas chocaban violentamente unas con otras. Y todo esto siempre en la más completa oscuridad.
Dos horas hacía ya que Trench permanecía de pie en aquella negra prisión llena de ruido e insoportable calor. Y quedaban ocho horas más antes de que abrieran la puerta y pudiera salir al aire y quedarse dormido en los arbustos. Estaba de puntillas para poder alzar la cabeza por encima de sus compañeros, pero, aun así, apenas podía respirar y el aire que aspiraba era húmedo y agrio. Tenía la garganta reseca y la lengua hinchada y correosa. Se le antojaba que la imaginación de Dios no hubiera podido concebir infierno peor que aquella Casa de Piedra en una noche de agosto.
—¡Si llegara a caer! —exclamó una vez más.
Como si aún faltara algo en aquel infierno, se abrió la puerta, y Idris-es-Saler se situó bajo el dintel.
—¡Haced sitio! —exclamó con voz estentórea, antes de arrojar fuego a los prisioneros para alejarles de la puerta.
Manojos de hierba prendida ardieron en la oscuridad, cayendo sobre el cuerpo de los presos. Los cautivos estaban tan prietos que no podían esquivarlos. En algunos sitios, incluso, ni siquiera podían alzar las manos para apartarlos de los hombros o de la cabeza.
—¡Sitio! —gritó Idris.
Los látigos de los demás carceleros secundaron la orden, descargando trallazos sobre todos los que se hallaban a su alcance. Así, finalmente, quedó despejado un espacio muy pequeño junto a la puerta. En dicho espacio fue arrojado un hombre, tras lo cual volvió a cerrarse la puerta.
Trench se encontraba cerca; a la débil luz que había entrado, había alcanzado a ver por espacio de un segundo al nuevo prisionero. Era un hombre cargado de cadenas, flaquísimo y encorvado por el sufrimiento.
—No aguantará… —aventuró, fijo en su manía—. Caerá esta noche. ¡Dios! ¡Si yo cayera! Y, de pronto, la muchedumbre osciló contra él y las maldiciones sonaron más altas y agudas que antes.
El nuevo cautivo era la causa. Se había aferrado a la puerta, pegando la cara a la madera por entre cuyas grietas llegaba a entrar algo de aire. Los que estaban detrás de él le arrancaron de allí, le empujaron y le echaron hacia atrás para poder ocupar su lugar. Le encajaron como una cuña a martillazo limpio por entre ellos mismos hasta que, por fin, fue proyectado contra Trench.
No había cabida en aquella cárcel de pesadilla para los instintos humanitarios normales. Durante el día y en el exterior, los cautivos se sentían con frecuencia atraídos unos a otros por los lazos de su común sufrimiento. Los fieles, con frecuencia, ayudaban a los infieles. Pero llegada la noche, el único credo en las tinieblas de la Casa de Piedra era luchar cada uno por sí mismo para defender la vida hasta el nuevo día. El coronel Trench era como los demás. La necesidad de vivir, aunque sólo fuera lo bastante para beber una gota de agua por la mañana y aspirar una bocanada de aire puro, era el pensamiento predominante. Mejor dicho: era el único que tenía.
—¡Atrás! —gritó Trench con violencia—. ¡Atrás o te golpeo!
Y, al luchar por alzar el brazo por encima de la cabeza para poder pegar mejor, oyó hablar al hombre que había sido arrojado contra él. No dijo más que incoherencias, pero lo hizo en inglés.
—¡Sosténgase! ¡No caiga! —exclamó Trench, que asió del brazo al cautivo—. ¡Ibrahim, ayúdame! ¡Dios! ¡Si llegase a caer! —Y mientras la muchedumbre volvía a oscilar y volvían a alzarse gritos y maldiciones, ensordeciéndole, taladrando su cerebro, Trench sostuvo a su compañero e, inclinando la cabeza, oyó de nuevo, tras tantos meses, el acento de su lengua patria. Y su sonido le civilizó como la amistad de una mujer.
No pudo oír lo que decía, pues el tumulto era demasiado grande. Pero recogió, por decirlo así, sombras de palabras que antaño le fueron muy conocidas; palabras que le habían sido dirigidas, que él había dirigido a otros, como cosa natural.
Oírlas en la Casa de Piedra resultaban algo maravilloso. Aquellas palabras tenían cierto embrujo también. Verdes prados, cielo fresco y límpidos ríos surgían en su mente. Eran familiares cuadros de otros tiempos. Durante un momento se hizo insensible a su garganta reseca, a la hediondez de la prisión en que se hallaba, a la oscuridad que le oprimía. Pero sintió que el hombre al que sostenía se tambaleaba y resbalaba, y de nuevo gritó a Ibrahim:
—¡Ayúdame! ¡Si llegara a caer!
Ibrahim ayudó como sólo él podía hacerlo. Juntos lucharon hasta que quienes les rodeaban cedieron clamando:
—¡Están locos!
Despejaron un espacio en aquel rincón, depositaron al inglés en el suelo y se colocaron delante de él para que no fuera pisoteado. Y tras él, en el suelo, Trench oyó, de vez en cuando, cada vez que se amortiguaba el ruido, el murmullo en inglés.
—Morirá antes de que amanezca —dijo a Ibrahim—, ¡tiene mucha fiebre!
—Siéntate a su lado —dijo el hadendoa—. Yo puedo mantenerlos a raya.
Trench se agachó y se sentó en el rincón; Ibrahim separó bien las piernas, asentándolas firmemente, y así guardó a Trench y a su nuevo amigo.
Agachando la cabeza, Trench podía oír las palabras que decía el recién llegado. Eran las palabras de un hombre presa del delirio, y su voz era una súplica. Estaba contando una historia del mar, al parecer.
—Vi las luces de situación de los veleros… Y su reflejo que se acortaba y se alargaba al ondularse al agua… había una banda, también, cuando pasamos la punta de la escollera… ¿Qué tocaba? La obertura no… y no creo recordar ninguna otra tonada… —Rió con la risa de un loco—. Siempre fui una calamidad en eso de apreciar la música, ¿verdad? Salvo cuando tú tocabas… —Y de nuevo volvió al mar—. Había una hilera de colinas a la derecha al salir el vapor de la bahía… Recordarás que las laderas estaban cubiertas de bosques, aunque puede que lo hayas olvidado. Luego vino Bray, un país de hadas, de luces, muy pegado al agua, en la punta de la loma. Te acordarás de Bray: comimos allí una o dos veces, tú y yo solos, antes de que se arreglara todo. Parecía raro que estuviera saliendo de la bahía de Dublín, dejándote muy lejos, allá al norte, entre las colinas… Raro y, no sé por qué, no del todo bien, porque ésa fue la palabra que tú usaste cuando llegó la mañana tras las cortinas… No es justo que una persona sufra tanto dolor… Las máquinas no se detuvieron, sin embargo, siguieron pulsando, y girando y rechinando… Resultaba un poco molesto, le hacía rabiar a uno. El país de hadas ya no era más que una especie de mancha dorada tras de mí. Y todas esas cosas por hacer…
El hombre que deliraba se alzó, de pronto, sobre el codo y, con la otra mano, se registró en el pecho como si buscara algo.
—Sí, todas esas cosas por hacer —repitió en un hilo de voz. Luego, hundida la cabeza en el pecho, sus palabras se convirtieron en un ininteligible murmullo.
Trench le rodeó con un brazo y le alzó. Pero no podía hacer más. Incluso para él, agachado como estaba, aquel calor sofocante resultaba casi insoportable.
Frente a él, en la espantosa oscuridad, continuaban los ruidos de voces chillonas, los aullidos pidiendo misericordia, el movimiento y la lucha. En un rincón, unos hombres cantaban con loco frenesí; en otro, unos cuantos bailaban, o, mejor dicho, intentaban bailar. Protegiendo a Trench, Ibrahim seguía montando guardia, y junto a Trench, en la Casa de Piedra, en aquella población situada allende el mundo, yacía un hombre que cierta noche saliera de la bahía de Dublín y contemplara cómo las luces de Bray, aquellas que le daban aspecto de país de cuento de hadas, iban disminuyendo de tamaño con la distancia, hasta convertirse en un dorado borrón. El pensamiento del mar y del viento salino, el destello de las luces al hender el agua la proa del vapor, la cubierta iluminada, el sonido de una campana dando la hora quizá mientras en torno reinaba la fresca y oscura noche, excitaban de tal suerte a Trench que, a pesar de ser un hombre práctico y poco imaginativo, llegó a concebir tanto anhelo como para estar a punto de romper a llorar. Entonces, el desconocido empezó a hablar de nuevo.
—Es curioso que aquellos tres rostros fueran siempre el mismo… El hombre de la tienda de campaña con el bisturí en la mano, el hombre en el cuarto interior de la calle próxima a Piccadilly… Y el mío. Curioso y no cierto del todo. No, no creo que eso fuera cierto del todo. Se hacen bastante grandes, por añadidura, cuando se va uno a dormir en la oscuridad. Muy grandes, y se acercan mucho a uno y no se quieren marchar. Asustan… —De pronto, asió a Trench, nervioso, como un muchacho dominado por un miedo extremo.
Y fue con el tono apaciguador que emplearía un hombre al hablar a un niño, que Trench dijo:
—Tranquilízate, muchacho, tranquilízate. No es nada.
Pero el compañero de Trench ya había desterrado el miedo. Había salido de la infancia y ensayaba una entrevista que había de tener lugar en el futuro.
—¿La quieres retirar? —preguntó, vacilando mucho y con mucha timidez—. ¿De veras? Los otros lo han hecho, todos menos el que murió en Tami. ¡Y tú lo harás también! —Hablaba como si le costara trabajo creer algo enormemente afortunado que le acabara de suceder. Luego cambió su voz, como quien quita importancia a sus desgracias—. ¡Oh! Claro está que no han sido los mejores momentos de mi vida. Pero, después de todo, no esperaba que lo fueran. Y en el peor de los casos, siempre me quedaba el otro mundo hacia el que mirar. Siempre que uno no huya… No me extrañaría ni pizca que, cuando todo haya pasado, resulte que has sido tú quien ha soportado los peores ratos. Te conozco… te dolería hasta lo más íntimo de tu ser: el orgullo, el corazón, todo… y lo haría durante mucho tiempo, tanto como te dolió aquella mañana cuando la luz del día empezó a filtrarse por entre las cortinas. Y tú no tenías quien te alentara. Todo había terminado irrevocablemente para ti… —Y volvió a apagarse su voz, a convertirse en murmullo.
La alegría que suponía para el coronel Trench el hecho de escuchar su propio idioma había sido desbancada por la gran curiosidad que despertaba en él aquel hombre que tenía junto a sí, y, sobre todo, lo que decía. Trench se había descrito a sí mismo mucho tiempo antes, cuando se hallaba ante la parada de coches de punto en el rincón sudoeste de Saint James Square: «Soy una persona curiosa y metódica», había dicho. Y no se había equivocado en su descripción. De pronto, se le revelaba la historia de una vida, y no parecía la más feliz de las historias. Tal vez incluso hubiera en ella una tragedia. Trench empezó a hacer cábalas acerca del significado que podía tener la palabra que aparecía y volvía a desaparecer por entre las demás como el tema de una pieza de música y que, probablemente, era el tema, el tema principal del hombre que las pronunciaba.
En la prisión el calor se hizo asfixiante, la oscuridad, más opresiva. Los gritos y los aullidos se iban apagando, su volumen era más bajo, su entonación menos chillona. El estupor, la fatiga y el agotamiento estaban surtiendo su efecto. Trench inclinó la cabeza otra vez sobre su compañero, que volvía a hablar. Y le oyó con mayor claridad.
—Vi tu luz aquella mañana. La apagaste de pronto. ¿Oíste mi paso sobre la grava? Me pareció que sí, me dolió bastante… —Luego estalló, en enfática protesta—: No, no tenía la menor idea de que pensaras esperar. No tenía el menor deseo de que lo hicieses. Quizá después, pensé, pero nada más, palabra de honor. Sutch se equivocó por completo… Naturalmente, siempre existía la posibilidad de que yo sucumbiera… Que me mataran, ¿sabes?, o que enfermara y muriera antes de poder pedirte que retiraras tu pluma. Y, entonces, ni siquiera hubiese existido la probabilidad de un después. Pero ése era un riego que se había de correr.
La alusión no era lo bastante directa para que el coronel Trench la comprendiese. Oyó la palabra «pluma», pero aún no podía relacionarla con acto suyo alguno. Sintió más curiosidad que nunca por conocer el significado de aquel «después». Empezó a tener una leve idea de lo que quería decir, y quedó maravillado al pensar en cuántos hombres andaban por el mundo, de aspecto vulgar y tranquilo, que ocultaban fantasías exóticas y poéticas creencias, insospechadas siquiera, hasta que la enfermedad privaba al cerebro de su gobierno.
—No me lo reproches. Uno de los motivos de que nada te dijera aquella noche de lo que pensaba hacer fue, creo yo, que no deseaba que aguardaras ni que sospechases siquiera lo que iba a intentar.
Entonces, la protesta cesó y empezó a hablar con dejo de interés:
—¿Sabes? Sólo se me ha ocurrido pensarlo cuando vine al Sudán; pero creo que Durrance te quería.
Semejante afirmación sobresaltó a Trench. ¡Aquel hombre conocía a Durrance! No era ya un simple compatriota, de su propia raza, sino que conocía a Durrance igual que él. Existía un lazo entre ambos, pues tenían un amigo en común. Conocía a Durrance; tal vez habría luchado junto a él en el mismo cuadro, en Tokar, o en Tamai, o en Tamanib, como hiciera Trench. Conque la curiosidad que experimentara hacía poco por conocer la historia de la vida de aquel hombre se vio desbancada ahora por el deseo más imperioso de conocer su identidad. Intentó ver, sabiendo que en aquella inmunda y negra pocilga tal cosa era imposible. Sin embargo, podía oír lo bastante para asegurase. Porque, si el extraño conocía a Durrance, pudiera ser que conociera a Trench también. Trench escuchó: el sonido de la voz, alto y delirante, nada le dijo. Aguardó las palabras, y las palabras llegaron.
—Durrance se acercó a la ventana y no se movió de allí después de hablarles a todos de ti, Ethne.
Trench repitió el nombre para sí. Era a una mujer, pues, a quien aquel compatriota suyo, aquel amigo de Durrance, creía estar hablando en su delirio. A una mujer llamada Ethne. Trench no recordaba haber oído aquel nombre; la voz continuó hablando en la oscuridad:
—Durante todo el tiempo en que yo estaba pensando renunciar a mi carrera después de haber llegado el telegrama, él permaneció junto a la ventana, de espaldas a mí, mirando hacia el parque. Imaginé que me echaba a mí la culpa; pero ahora creo que estaba decidiéndose a perderte… ¿Sería así?
Trench profirió tal exclamación de sobresalto que Ibrahim se volvió hacia él.
—¿Ha muerto?
—No, vive, vive…
Era imposible, arguyó Trench. Recordaba perfectamente a Durrance, de espaldas al cuarto. Recordaba la llegada de un telegrama cuya lectura había durado mucho rato y que había hecho que todos, salvo Durrance, experimentaran una inexplicable tensión. Recordaba, también, a un hombre que habló de sus esponsales y de renunciar a la carrera. Pero ¿era posible que aquél fuese el hombre? ¿Era Ethne el nombre de la mujer? Una mujer de Donegal, sí. Y el hombre había hablado de salir de la bahía de Dublín. Había hablado también de una pluma.
—¡Dios santo! —susurró Trench—. ¿Era Ethne el nombre de la novia? ¿Lo era? ¿Lo era?
Sin embargo, durante un rato no recibió contestación a aquella pregunta, repetida una y otra vez. Escuchaba con avidez lo que el enfermo decía. Pero sólo le oyó hablar de una población rodeada de una muralla de barro, de un sol intolerablemente ardiente que calcinaba el desierto, y de un hombre que permaneció echado allí todo el día con la cabeza tapada y que atrajo lentamente hacia sí un rostro, a través de tres mil millas, hasta que, al ponerse el sol, se halló cerca y le dio valor. Y entonces bajó a la entrada de la población. Después de eso, tres palabras apuñalaron a Trench.
—Tres plumitas blancas —Trench se recostó en la pared, era él quien había ideado aquel mensaje—. Tres plumitas blancas —repitió la voz—. Aquella tarde estábamos bajo los olmos, junto al río Lennon. ¿Te acuerdas, Harry? Tú y yo solos. Y luego llegaron tres plumitas blancas, y el mundo entero se vino abajo.
A Trench ya no le quedó duda alguna. El hombre citaba palabras pronunciadas por aquella Ethne la noche en que llegaron las tres plumas. «Harry, ¿recuerdas, Harry?», había dicho ella. Trench estaba seguro.
—¡Feversham! —exclamó—. ¡Feversham! —Y sacudió al hombre que tenía en brazos y le volvió a llamar.
—Bajo los olmos, junto al río Lennon.
La evocación de árboles verdes, teñidos de oro, titilando el sol entre sus hojas, atrajo a Trench como un espejismo en el desierto del que Harry había hablado. Feversham había estado en la sombra de los olmos junto al río Lennon aquella tarde antes de que llegaran las plumas, y se encontraba ahora en la Casa de Piedra de Omdurman. Pero ¿por qué? Trench se hizo la pregunta y la respuesta llegó. No le fue perdonada.
—Willoughby retiró su pluma… —tras decir esto, la voz de Feversham se quebró. Desvarió de nuevo. Parecía estar corriendo en alguna parte, por entre dunas que cambiaban continuamente de sitio y bailaban a su alrededor mientras corría. Por añadidura, se encontraba muy próximo al agotamiento total, de suerte que su voz, en el delirio, se volvió quejumbrosa y débil—. ¡Abu Fatma! —exclamó; la llamada era el grito de un hombre que tiene la garganta reseca y cuyas piernas se niegan ya a sostenerle—. ¡Abu Fatma! ¡Abu Fatma! —Daba traspiés como si quisiera correr, se alzaba, volvía a caer. Y, en su delirio, veía a su alrededor la blanca arena que se amontonaba en pirámides, se transformaba en largas pendientes y lomas, y se allanaba con extraordinaria y malévola rapidez—. ¡Abu Fatma! —exclamó de nuevo, antes de pasar a argüir en voz débil, pero terca—: Sé que los pozos están aquí, muy cerca, a menos de media milla. Sé que están… Sé que están…
Trench no poseía la clave de estas palabras. Nada sabía de la aventura de Feversham en Berber. No le era posible adivinar que los pozos a que aludía eran los de Obak, ni que Feversham, fatigado por la rapidez de su marcha y tras una larga jornada sin agua, se había extraviado por entre las cambiantes dunas. Pero sí sabía que Willoughby había retirado su pluma, y adivinó el motivo que empujara a Feversham hacia la Casa de Piedra. Y sobre este punto, sin embargo, no había de quedarle la menor duda; porque, a los pocos momentos, oyó su propio nombre en labios de Feversham.
Al coronel Trench le remordió la conciencia. La idea de mandar las plumas había sido suya y sólo suya. No podía cargar a Willoughby ni a Castleton con la responsabilidad, pues era exclusivamente suya. Por aquel entonces se le había antojado un golpe perspicaz e ingenioso, una venganza eminentemente justa. Sin duda sería eminentemente justa; pero no había pensado en la mujer. No había imaginado que pudiera hallarse presente al llegar las plumas. En verdad, casi había olvidado por completo el episodio. Jamás se detuvo a pensar en las consecuencias, y éstas, ahora, se alzaban ante él para afligirle más.
Y su remordimiento había de hacerse mayor. Porque la noche no había ni mucho menos terminado. Durante las largas horas de oscuridad sostuvo a Feversham y escuchó lo que éste dijo. Feversham pasó a acechar en el bazar de Suakin, durante el asedio.
«Durante el asedio —pensó Trench—. Entonces, mientras nosotros estábamos ahí, él vivía con los conductores de camellos del bazar, aprendiendo la lengua, en busca de su oportunidad. ¡Todo eso durante tres años!».
Un momento después, Feversham recordó la ascensión del Nilo hacia Uadi Halfa con una cítara a la espalda y en compañía de unos músicos ambulantes, ocultándose a todos cuantos pudieran recordarle y acusarle pronunciando su nombre. Trench oyó de un hombre que salió de Uadi Halfa, cruzó el Nilo y erró, fingiéndose loco, hacia el sur, padeciendo hambre y sed, hasta que un día le pilló una caravana mehedí y le condujo a Dongola, acusándole de espía. Y en Dongola habían sucedido cosas que, con sólo oírlas contar, hicieron estremecer de horror a Trench. Supo de las ligaduras que sujetaron al cautivo; del agua que se derramó sobre ellas hasta que éstas se hincharon y desollaron sus muñecas. Pero ésta, después de todo, no era más que la más insignificante de cuantas brutalidades se habían cometido. Trench aguardó la mañana mientras escuchaba, preguntándose si por fin llegaría alguna vez a amanecer.
Y, finalmente, oyó rechinar los cerrojos, vio abrirse la puerta y aparecer la luz del día. Se puso en pie y, con ayuda de Ibrahim, protegió al nuevo camarada hasta que la atropellada estampida primera hubo pasado. Luego sacó al enfermo al patio de espinos. A pesar de su agotamiento, de tener demacrado el cuerpo y el rostro, desaliñada la barba y hundidos y muy brillantes los ojos, no cabía la menor duda de que se trataba de Harry Feversham. Trench lo depositó en un rincón del patio donde había sombra: dentro de pocas horas la sombra sería necesaria. Después, con los demás, corrió al Nilo a por agua y volvió con ella. Vertía agua por la garganta de Feversham, cuando éste pareció reconocerlo un instante. Pero sólo fue durante un momento; enseguida el incoherente relato de sus aventuras volvió a empezar. Así fue cómo al cabo de cinco años, y por primera vez desde que Trench cenara como invitado de Feversham en el piso cuyas ventanas daban al Saint James Park, ambos volvieron a encontrarse en la Casa de Piedra.