CAPÍTULO XXI

ETHNE COMETE OTRA INDISCRECIÓN

La señora Adair reflexionó con cierta inquietud en las consecuencias que podían tener las cosas que había confesado a Durrance. Dudaba acerca de lo que él haría. Parecía posible que hablara con franqueza a Ethne del error sufrido. Quizá le confesara haberse dado cuenta de la inexistencia del afecto que ella decía profesarle, y de cuán real era el cariño que Feversham seguía inspirándole. Lo malo era que si hacía semejante confesión difícilmente lograría ocultar la parte que ella había representado en ese descubrimiento, por mucho que lo intentara. Llegado a ese caso, la señora Adair tendría que hacer frente a Ethne y temía el momento en que los ojos francos de la muchacha posaran su mirada serena en los suyos, el momento en que sus labios pidieran una explicación. Por consiguiente, fue un alivio para ella que no se notara cambio alguno en las relaciones entre Ethne y Durrance. Se veían y hablaban como si el día en que Willoughby desembarcara en el jardín y la noche en que Ethne tocara la obertura de Melusina hubieran sido borrados de su existencia. La señora Adair sintió alivio al principio; pero, cuando se le pasó la sensación de peligro personal y vio que al parecer su intervención no había surtido efecto alguno, empezó a sentirse intrigada. Un poco más, y se sintió decepcionada y furiosa.

Por su parte, Durrance había tomado una rápida decisión. Puesto que Ethne no quería que él supiera, no sabría. Era un consuelo para ella, en su angustia, creer que le había proporcionado felicidad a aquel hombre al que profesaba sincera amistad, y Durrance se daba cuenta de ese consuelo. No vio razón para destruirlo, de momento. Desde luego, antes de dar los pasos que tenía pensado, necesitaba saber si era un equívoco, o un rompimiento irreparable lo que separaba a Ethne de Feversham. Necesitaba conocer, también, algo concreto sobre la suerte de éste. Por consiguiente, fingió no saber nada; abandonó, incluso, su costumbre de prestar tanta atención al menor detalle, puesto que ya no había necesidad de hacerlo. Se obligó a dar muestras de contento; hizo como si encontrara liviana su desgracia y aseguró hallar en la compañía de Ethne algo más que una simple compensación.

—Verás —le dijo—, puede uno acostumbrarse a la ceguera y considerarla como cosa natural. Pero no se acostumbra uno a ti, Ethne. Cada vez que se te encuentra, se te descubre algo nuevo que fascina. Además, siempre existe la posibilidad de una cura.

Recibió su recompensa. Ethne entendió que había abandonado sus sospechas y le era posible usar su incansable alegría como consuelo para su propia angustia. Y su angustia era muy grande. Si por un día había recobrado aquella alegría que le fuera habitual, antes de que las tres plumas blancas llegaran a Ramelton, ahora había recuperado algo del dolor que había seguido a su llegada. Una diferencia existía, naturalmente: había recobrado su orgullo y tenía una leve esperanza, nacida de las palabras de Durrance, de que Harry, después de todo, tal vez lograra salvarse. Pero volvió a conocer las largas noches sin sueño y la angustia, mientras esperaba a que llegase el día. Ya no podía engañarse a sí misma, diciendo que consideraba a Harry Feversham un amigo que había muerto. Vivía y temía pensar en qué condiciones; sin embargo, ansiaba saberlo. En alguna ocasión, su impaciencia pudo más que su voluntad.

—Supongo que es posible escaparse de Omdurman —dijo un buen día, haciendo un esfuerzo para que su voz pareciera indiferente.

—¿Posible? Sí, creo que sí —respondió alegremente Durrance—. Claro está que es difícil y, en cualquier caso, necesitaría tiempo. Se ha intentado, por ejemplo, libertar a Trench y a otros; pero los intentos no se han visto coronados aún por el éxito. La dificultad es el intermediario.

Ethne miró, rápidamente, a Durrance.

—¿El intermediario? —inquirió; luego, añadió—: Creo que empiezo a comprender. —Se contuvo bruscamente—. ¿Te refieres al árabe que puede ir y venir entre Omdurman y la frontera egipcia?

—Sí. Generalmente se trata de un buhonero derviche o mercader que comercia con las tribus del Sudán, que se mete en Uadi Halfa, Asuan o Suakin y se encarga del trabajo. Naturalmente, corre un gran riesgo. Lo pasaría muy mal en Omdurman como se descubrieran sus propósitos. No sería de extrañar que a última hora se haya echado atrás. Además, con harta frecuencia se comporta como un bribón. Llegado a un acuerdo con él en Egipto, entregado el dinero necesario, al cabo de seis meses, o un año, vuelve solo, con una serie de excusas. Que si era verano y, por consiguiente, una estación poco favorable para las huidas… Que si los prisioneros estaban muy bien guardados… Que si desconfiaron de él… Siempre necesita más dinero y, después, se repite la historia.

Asintió Ethne con un movimiento de cabeza.

—Comprendo.

Durrance, sin darse cuenta, le había explicado un punto que, hasta aquel momento, no había comprendido. Siempre había estado segura de que, de alguna manera, Harry tenía la intención de llevar ayuda al coronel Trench; aunque jamás logró explicarse cómo había contribuido su propia captura a ello. Ahora comprendía. Feversham intentaba ser su propio intermediario. Su esperanza aumentó al adquirir este nuevo conocimiento, porque seguramente él habría preparado sus planes con cuidado. Tendría muchos deseos de que la segunda pluma le fuera devuelta, y, si podía sacar al coronel Trench de Omdurman, ya procuraría él no quedarse atrás.

Ethne guardó silencio un rato. Estaban sentados en el arriate y la puesta del sol brillaba roja en las aguas de la caleta.

—La vida no será fácil, supongo, en la prisión de Omdurman —murmuró, fingiendo la misma indiferencia.

—¡Fácil! —exclamó Durrance—. No, no será fácil. Figúrate un chamizo atestado de árabes, sin luz ni aire, y con el techo a media yarda de la cabeza, en el que permanecerá cerrado desde la puesta del sol hasta la mañana siguiente. Es muy probable que los prisioneros tengan que pasar la noche de pie, a consecuencia de las estrechuras que habrán de padecer. ¡Imagínate tú que estás en Inglaterra y en una noche como hoy! ¡Imagínate lo que será el Sudán en una noche de agosto! Sobre todo teniendo uno recuerdos de un sitio como éste, para que el tormento sea mayor.

Ethne miró hacia el frescor del jardín. En aquel momento, tal vez Harry Feversham estuviera luchando por respirar en aquel chamizo oscuro, ruidoso, seca la garganta y lleno de fiebre por el calor, recordando, a la vez, las laderas verdeantes de Ramelton, y creyendo oír el melodioso murmullo de las aguas del río Lennon.

—Es cosa de pedir al Cielo la muerte —dijo Ethne muy despacio—, a menos… —Estaba a punto de añadir: «A menos que uno haya ido ahí con un propósito fijo», pero logró morderse la lengua, y fue Durrance quien completó su frase:

—… A menos que hubiera una probabilidad de escapar —dijo—. Y sí existe esa probabilidad… Si Feversham está en Omdurman.

Temió haber dicho demasiado acerca de los horrores de la prisión en Omdurman, y agregó:

—Naturalmente, lo que he descrito no es más que lo que se dice; no hay seguridad de ello. No sabemos nada concreto. Los prisioneros quizá no pasan tan malos ratos como los que he descrito.

Y cambió el tema, que tampoco Ethne volvió a sacar a colación. Se le ocurrió a ella preguntarse más de una vez qué interpretación habría dado Durrance a su brusca desaparición de la sala la noche en que él había hablado de su encuentro con Harry Feversham. Pero como él nunca se refería al asunto, creyó prudente imitar su ejemplo. El visible cambio en su actitud, la ausencia de aquella cautela que tanto la había angustiado, amortiguaba sus temores. Parecía como si por sí mismo hubiera hallado una explicación sencilla y natural a aquella situación. Lo que no era obstáculo para que se preguntase a veces por qué le habría hablado Durrance del encuentro en Uadi Halfa y, a continuación, de la marcha de Feversham al sur. Aunque para eso había hallado una explicación, una explicación extraña, quizá, pero sencilla y satisfactoria para Ethne. Creía que la noticia equivalía a un mensaje del que Durrance no fue más que un simple instrumento. Era para los oídos de ella, para la comprensión suya nada más, y Durrance se veía obligado a dársela, influido por un poder superior a él. No se había parado a definir su verdadero motivo.

Así, pues, durante el mes de septiembre siguieron fingiendo. Todas las mañanas, cuando Durrance estaba en Devonshire, cruzaba los prados para ver a Ethne en el estanque, y la señora Adair, viéndoles charlar y reír sin sombra de embarazo ni señal de que se estuvieran distanciando, se enfurecía más y hallaba difícil callar y permitir que continuara una situación tan falsa. Fue un mes de tensión para los tres, y por ello, también los tres experimentaron un gran alivio cuando Durrance empezó a visitar con más frecuencia a su oculista en Londres. Y, sobre todo, cuando dichas visitas aumentaron en duración. Hasta Ethne se alegraba de esto. Le era posible quitarse la máscara una temporada; tenía ocasión para mostrar el cansancio que sentía y aprovechar aquellas horas de soledad para reponer fuerzas y volver a parecer alegre al regreso de Durrance.

Había horas en que se apoderaba de ella la desesperación: «¿Podré seguir fingiendo cuando estemos casados, cuando estemos juntos para siempre?», se preguntaba. Pero desterraba la pregunta sin contestarla; no se atrevía a mirar el porvenir por miedo a que, aun ahora, le fallaran las fuerzas.

Al regreso de una de las visitas, Durrance preguntó:

—¿Recuerdas que te hablé una vez de un famoso oculista de Wiesbaden? Parece ser aconsejable que vaya a verle.

—¿Te han recomendado ir?

—Sí, y que vaya solo.

Ethne le miró con rapidez y perspicacia.

—¿Crees que me aburriría en Wiesbaden? —dijo—. No temas por eso. Puedo procurarme algún familiar que me acompañe.

—No, lo hago por mí —contestó Durrance—. Es posible que tenga que ingresar en una clínica. Es mejor estar tranquilo y no ver a nadie durante una temporada.

—¿Estás seguro? Me dolería descubrir que propones este plan porque crees que me sentiré más a gusto en Glenalla.

—No, no es ésa la razón —contestó Durrance.

Decía la verdad. Le parecía necesario que se separaran. Él no sufría menos que Ethne bajo la tiranía del fingimiento continuo. Sólo conseguía contenerse y no decir la verdad, porque sabía cuánto empeño tenía ella en llevar a cabo su resolución de que no se echaran a perder dos vidas por su culpa.

—Vuelvo a Londres la semana que viene —agregó—. Cuando regrese, me hallaré en situación de decirte si marcho a Wiesbaden o no.

Durrance tuvo motivos para alegrarse de haber mencionado su plan antes de la llegada del telegrama enviado por Calder desde Uadi Halfa. Ethne no podía relacionar su marcha con noticia alguna de Feversham. El telegrama llegó una tarde y Durrance se lo llevó al estanque por la noche, para enseñárselo a Ethne.

Sólo contenía cuatro palabras: «Feversham preso en Omdurman».

Durrance, con uno de los nuevos instintos de delicadeza que habían nacido en él últimamente, por razón de sus sufrimientos y costumbre de meditar, se había retirado del lado de Ethne en cuanto le hubo entregado el despacho, yendo a reunirse con la señora Adair, que leía un libro en la sala. Además, había doblado el telegrama de manera que, para cuando Ethne lo tuviera desdoblado, se hallara ya sola en el arriate.

Ethne recordó lo que Durrance le había dicho acerca de aquel maldito lugar de encarcelamiento, y su imaginación cuidó de ampliar extraordinariamente las cosas. La quietud de un atardecer de septiembre yacía sobre los prados; una leve neblina se alzaba de la caleta y se deslizaba por el terraplén del jardín, cruzando el verde. Ya las puertas de la prisión se habrían cerrado en aquel cálido país en los afluentes del Nilo.

—Ha de pagar su falta diez veces más de lo debido —exclamó, sublevándose contra la desproporción—. Y la culpa fue de su padre, y mía también, más que suya. Porque ninguno de los dos supimos comprenderle.

Se culpó por haber agregado la cuarta pluma. Se inclinó sobre la balaustrada de piedra con los ojos cerrados, preguntándose si Harry saldría con vida de aquella noche, si se encontraría aún vivo en tales momentos. La propia frialdad de las piedras que oprimían sus manos se convirtió en el más amargo de los reproches.

—Ahora puede hacerse algo por él.

Durrance venía de la ventana de la sala y habló para advertirla de que se acercaba.

—Era y es mi amigo. No puedo dejarle allí. Esta noche escribiré a Calder. No se regateará el dinero. Es mi amigo, Ethne. Ya verás. Desde Suakin o desde Asuan algo podrá hacerse.

Achacó toda la ayuda que iba a ofrecer a su amistad. Ethne no debía creer que él imaginaba que a ella le interesaba Harry. Ethne se volvió de pronto hacia él, interrumpiéndole.

—¿El comandante Castleton ha muerto? —preguntó.

—¿Castleton? —exclamó él—. Había un Castleton en el regimiento de Feversham. ¿Es ése?

—Sí. ¿Ha muerto?

—Lo mataron en Tamai.

—¿Estás seguro, completamente seguro?

—Se hallaba dentro del cuadro de la Segunda Brigada a la orilla del gran desfiladero, cuando los hombres de Osma Digna surgieron del suelo y se abrieron paso. Yo me encontraba en ese cuadro también. Vi morir a Castleton.

—Me alegro —dijo Ethne.

Habló con trágica sencillez, sin ambages. La primera pluma había sido devuelta por el capitán Willoughby. Existía la posibilidad de que el coronel Trench devolviera la segunda. Harry Feversham había triunfado la vez pasada ante grandes dificultades, enfrentándose a un gran peligro. Cierto que el peligro era mayor ahora y las dificultades más duras de vencer; eso lo comprendía ella perfectamente. Pero interpretaba el primer éxito como un buen augurio para el segundo. Feversham habría preparado cuidadosamente sus planes; tenía dinero con el que llevarlos a cabo y, además, Ethne era mujer de gran fe. Pero se alegraba de saber que ya no podría ser abordado el hombre que enviara la tercera pluma. Además, lo odiaba, y con eso estaba dicho todo.

Durrance se sobresaltó. Era el tipo de soldado que no escasea tanto como quieren hacer creer a sus lectores los que cuentan historias de guerra. Descendía de Héctor de Troya; ni era histérico al hablar ni vengativo en sus actos. No era un colegial en edad madura, amante de hablar de forma jactanciosa, sino un hombre sereno que hacía su trabajo sin ruido, que sabía mostrarse severo cuando lo exigían las circunstancias, y que poseía una severidad implacable. Eso no impedía que fuese también dulce y compasivo por naturaleza. Y no comprendía aquella bárbara expresión de Ethne Eustace.

—¿Tan antipático te era el comandante Castleton? —exclamó.

—Jamás lo conocí.

—Sin embargo, ¿te alegras de que haya muerto?

—Sí, me alegro —asintió ella.

Ethne cometió otra indiscreción al hablar así del comandante Castleton, y a Durrance no le pasó inadvertida. Lo recordó y reflexionó acerca de ello en su despacho de Guessens. Agregaba algo a la explicación que estaba construyendo de la caída en desgracia de Harry Feversham, y también de su desaparición. La historia había ido adquiriendo una claridad gradual a su aguzado entendimiento. La visita del capitán Willoughby y el recuerdo que trajera le habían proporcionado un indicio. Una pluma blanca no podía querer decir otra cosa que una acusación de cobardía. Durrance no recordaba haber visto en Feversham muestra alguna de cobardía, de modo que la acusación le sobresaltaba y le llenaba de incredulidad.

Pero subsistía el hecho. Algo había sucedido en la noche del baile de Lennon House y, desde aquella fecha, Harry había sido un paria. ¿Y si hubiera sido enviada una pluma blanca a Lennon House y abierto tal mensaje en presencia de Ethne? ¿O hubo más de una pluma blanca? El hecho, sin embargo, era que Ethne había vuelto de su larga conversación con Willoughby, llevando una pluma como si no hubiera cosa de mayor valor en el mundo entero.

Así lo había dicho la señora Adair, por lo menos.

De ello se deducía, pues, que la cobardía había sido expiada, por lo menos en parte. Ethne guardaba como un tesoro la pluma, porque ésta había dejado de ser símbolo de cobardía para convertirse en símbolo de heroísmo. No obstante, Harry Feversham no había vuelto; seguía rondando por lugares lejanos. Willoughby no era el único hombre que había hecho la acusación. Había otros: dos más. Tiempo hacía que Durrance identificara a uno de ellos. Cuando sugiriera que Harry pudiese ser trasladado a Omdurman, Ethne había respondido sin vacilar: «El coronel Trench está en Omdurman». No necesitaba más explicaciones sobre la desaparición de Feversham de Uadi Halfa para internarse en el sur del Sudán. Era un acto deliberado. Había salido para que le apresaran, para que le llevasen a Omdurman. Ethne, por añadidura, había comentado lo poco digno de confianza que resultaba un intermediario, y con esto había ayudado a Durrance en sus conjeturas. Luego existía, por parte de Feversham, alguna obligación de acudir en ayuda de Trench.

Podía suponerse, por ejemplo, que Feversham hubiera hecho sus planes para el salvamento de Trench y luego se hubiera internado por el desierto para hacer de su propio intermediario. Esto hacía sospechar, entonces, que había sido enviada una segunda pluma a Feversham y que era Trench quien la había enviado.

Aquella noche Durrance podía agregar el nombre del comandante Castleton al de Willoughby y al de Trench. La satisfacción de Ethne al enterarse de la muerte de un hombre al que no conocía sólo podía querer decir una cosa. Feversham habría tenido la misma obligación para con Castleton de haber éste vivido, pues era probable que hubiese llegado una tercera pluma a Lennon House y que el comandante Castleton fuera su remitente.

Durrance meditó la solución que había planeado para el problema, que encontró cada vez más factible. Había un hombre que hubiera podido decirle la verdad y que se había negado a hacerlo y que sin duda seguiría negándose. Pero Durrance tenía la intención de conseguir la ayuda de dicho hombre y para ello era preciso que se presentara conociendo la historia y no teniendo que pedir información.

«Sí —se dijo—. Creo que después de mi próximo viaje a Londres, podré visitar al teniente Sutch».