CAPÍTULO VIII
EL TENIENTE SUTCH SIENTE LA TENTACIÓN DE MENTIR
Durrance llegó a Londres una mañana de junio, y aquella misma tarde dio el primer paseo del desterrado. Caminó por Hyde Park, donde se sentó bajo los árboles, maravillándose al contemplar la gracia de sus bellas compatriotas y ver la delicadeza de sus vestidos. Exhibía una solitaria figura, curtido por el sol, marcado con la indefinible expresión de ojos y rostro que distingue a los hombres apartados a los rincones lejanos del mundo. Una de las muchas personas que pasaron por su lado le sonrió, y, al levantarse él de su asiento, se acercó a él la señora Adair. Los ojos de ella le contemplaron de pies a cabeza con rápida y furtiva mirada que hubiera podido hacerle comprender a Durrance el lugar que ocupaba en sus pensamientos. Le estaba comparando con el retrato mental que conservaba de él y que ya tenía tres años. Buscaba las pequeñas señales del cambio que aquellos tres años hubieron podido obrar en él, y lo hacía con los ojos llenos de emoción. Pero Durrance sólo se fijó en que iba de luto. Ella comprendió la pregunta que el hombre se hacía para sus adentros.
—Mi esposo falleció hace dieciocho meses —dijo con voz serena—. Le tiró el caballo en el transcurso de una carrera con el Pytchley. La muerte fue instantánea.
—No me había enterado —dijo Durrance incómodo—. Lo lamento mucho.
La señora Adair ocupó un asiento junto a él y no replicó. Era mujer de silencios que dejaban perplejo, y su rostro de piel pálida y expresión plácida, de contorno correcto, frío, no daba el menor indicio de los pensamientos con que ocupaba sus pausas. Permaneció inmóvil en su asiento. Durrance sentía una gran incomodidad. Recordaba del señor Adair su sentido del humor y el cariño que le inspiraba su esposa; pero, hasta aquel momento, jamás se había parado a pensar con qué ojos le miraba su mujer. El señor Adair, en efecto, nunca había sido más que una sombra en aquel hogar, y a Durrance le costaba trabajo hallar, incluso en su recuerdo, cosa alguna que le permitiera expresar una frase de consuelo. Renunció al intento y preguntó:
—¿Están en la ciudad Feversham y su esposa?
La señora Adair tardó en contestar.
—Aún no —dijo tras una pausa, para corregir sus palabras de inmediato y añadir con cierta precipitación—: Quiero decir que… la boda no llegó a celebrarse.
Durrance no era hombre que se sobresaltara fácilmente y, aun cuando le ocurría, no acostumbraba a expresar su sorpresa con exclamaciones.
—Me parece que no la comprendo —murmuró—. ¿Por qué no llegó a celebrarse?
La señora Adair le miró con viveza, como si inquiriera el motivo de su deliberado acento.
—No sé por qué —repuso—. Ethne sabe guardar un secreto cuando se lo propone. El compromiso se deshizo la noche del baile en Lennon House.
Durrance se volvió inmediatamente hacia ella.
—¿Antes de que yo partiera de Inglaterra hace tres años?
—Sí. Entonces, ¿lo sabía usted?
—No, acaba de proporcionarme la explicación de algo que sucedió la misma noche en que salí de Dover. ¿Qué ha sido de Harry?
—No lo sé. Ni conozco a nadie que lo sepa. No creo haberme encontrado con persona alguna que le haya visto desde aquella fecha. Habrá marchado de Inglaterra.
Durrance se puso a meditar sobre la misteriosa desaparición. Había sido Harry Feversham el hombre a quien viera en el muelle al desamarrar el vapor. Aquel hombre de semblante turbado y lleno de desesperación era, después de todo, su amigo.
—¿Y la señorita Eustace? —preguntó tras una pausa, con extraña timidez—. ¿Se ha casado después?
De nuevo, la señora Adair tardó en contestar.
—No.
—Así, pues, ¿sigue en Ramelton?
Ella negó con la cabeza.
—Hace un año se produjo un incendio en Lennon House. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un policía llamado Bastable?
—Ya lo creo que sí. Gracias a él conocí a la señorita Eustace y a su madre. Viajaba de Londonderry a Letterkenny cuando recibí una carta del señor Eustace, a quien no conocía, pero que sabía por unos amigos míos de Letterkenny que iba a pasar por delante de su casa. Me invitó a pasar la noche con él. Como es natural, rechacé la invitación. El resultado fue que Bastable me detuvo con una orden judicial en cuanto desembarqué del transbordador.
—Ése es el hombre —afirmó la señora Adair.
Y le contó la historia del siniestro.
—Según tengo entendido, la amistad entre Bastable y Dermod se basaba en la habilidad con que el primero preparaba un ponche especial que requería una solitaria ostra hervida en una cazuela para que la composición adquiriera un sabor perfecto. A eso de las dos de una madrugada de junio, se volcó el infiernillo sobre el que hervía la ostra. Ninguno de ellos, que estaban bebidos en aquel momento, las tenía todas consigo, de modo que ardió media casa y la otra mitad quedó arruinada por el agua con que se logró por fin dominar el incendio.
»Hubo consecuencias más angustiosas aún que la destrucción de la casa —continuó—. Las llamas se alzaron como un faro que alertó a los acreedores de Dermod. Éste, enterrado por las deudas, se arruinó por completo en un día. Además, las mangueras le calaron hasta los huesos y pilló un resfriado que por poco le mata y de cuyos efectos jamás se ha restablecido por completo. Las fincas han sido arrendadas y Ethne vive ahora con su padre en un pueblecillo de montaña, en Donegal.
La señora Adair no había mirado a Durrance mientras hacía su relato. Tenía la vista fija ante ella, y en verdad hablaba sin la menor emoción, más bien como quien se ve obligada a hablar porque el hacer uso de la palabra supone una necesidad. Tampoco se volvió para mirarle cuando hubo terminado.
—¿Y lo ha perdido todo? —murmuró el hombre.
—Aún tiene casa en Donegal.
—¿Y eso significa mucho para ella? —preguntó Durrance muy despacio—. Sí, creo que tiene usted razón.
—Significa que Ethne, pese a toda su mala suerte, tiene motivos para ser envidiada por muchas mujeres.
Durrance no respondió directamente a la insinuación. Contempló el paso de los carruajes, escuchó la charla y las risas de la gente a su alrededor, refrescada la vista por las mujeres con sus vestidos de colores claros. Durante todo el tiempo, su mente hacía un lento progreso, avanzando hacia la manca expresión de su filosofía. La señora Adair acabó volviéndose a él con cierta impaciencia.
—¿En qué piensa? —preguntó.
—En que las mujeres sufren mucho más que los hombres cuando el mundo las trata mal —respondió, y la respuesta fue más bien pregunta que aseveración—. Sé muy poco, claro está. Sólo puedo hacer conjeturas. Pero creo que las mujeres recogen, absorben y retienen lo que han sufrido mucho más que nosotros. Para ellas, el pasado se convierte en parte de su ser, tan parte integrante como un miembro, por ejemplo. Para nosotros, siempre es algo externo, el travesaño de una escalera en el mejor de los casos o, a lo sumo, un peso en el talón. ¿No opina usted igual? Expreso mal el pensamiento. Pongámoslo así: las mujeres miran hacia atrás; nosotros miramos hacia delante; conque la desgracia les hace mucho más daño a ellas, ¿no cree?
La señora Adair contestó a su manera. No se mostró de acuerdo expresamente, pero se percibió cierta humildad en su voz.
—El pueblecillo de la montaña en que vive Ethne se llama Glenalla —dijo en voz baja—. Llegará a él por el sendero que nace en mitad del camino que une Rathmullen con Ramelton. —Se puso en pie al completar la frase y le tendió la mano, diciendo—: ¿Le veré a usted?
—¿Sigue viviendo en Hill Street? —preguntó Durrance—. Pasaré un tiempo en Londres.
La señora Adair enarcó las cejas. Por naturaleza, buscaba siempre el motivo intrincado y oculto, de manera que toda conducta, hija de un motivo evidente y sencillo, la desconcertaba. Eso le sucedió ahora al escuchar que Durrance estaba resuelto a permanecer en la metrópoli. ¿Por qué no se dirigía inmediatamente a Donegal, se preguntó, puesto que no cabía duda de que sus pensamientos habían volado hacia allí? Supo después de su continua presencia en el Club del Ejército y no consiguió comprender. Ni siquiera sospechó qué móvil le había empujado cuando él mismo tuvo ocasión de explicarle que había viajado a Surrey para pasar un día con el general Feversham.
Fue una jornada poco fructífera para Durrance. El general no le permitió apartarse del relato de la campaña del Sudán. Sólo una vez pudo abordar la desaparición de Harry y, en cuanto oyó pronunciar el nombre de su hijo, el semblante del general quedó fijo, como vaciado en yeso. Quedó tan desprovisto de expresión como una máscara.
—Hablaremos de otra cosa, si me hace usted el favor —dijo. Cuando Durrance regresó a Londres no estaba ni una pulgada más cerca de Donegal.
De ahí en adelante, pasó el tiempo sentado al pie del frondoso árbol del patio interior del club, hablando con unos y otros, nunca satisfecho con la conversación. Todo el mes de junio, tarde y noche, acudió al mismo lugar y no se apartó de él. Jamás pasaba un amigo de Feversham junto al árbol a quien Durrance no dirigiera la palabra, palabra que siempre servía de preámbulo a la pregunta. Sin embargo, nunca recibió otra contestación que un encogimiento de hombros y un «¡Que me aspen si lo sé!».
En aquel lugar que tanto había frecuentado Harry Feversham apenas le recordaban. Hasta sus amigos habían dejado de hacer cábalas acerca de él.
Hacia finales de junio, sin embargo, un anciano, oficial de Marina retirado, entró cojeando en el patio, vio a Durrance, vaciló y empezó a batirse en retirada con sorprendente precipitación.
Durrance se puso en pie de un salto.
—Señor Sutch —dijo—. ¿Se ha olvidado usted de mí?
—El coronel Durrance, a fe mía —murmuró el turbando teniente—. Mucho tiempo hace que no le veo, pero ahora le recuerdo perfectamente. Creo que nos conocimos… Déjeme pensar… ¿Dónde fue? La memoria de un anciano, coronel Durrance, es como barco con una vía de agua; llega a puerto con su carga de recuerdos ahogada.
Ni la turbación del teniente ni su vacilación anterior pasaron inadvertidas a Durrance.
—Nos conocimos en Broad Place —dijo—. Deseo que me dé noticias de mi amigo Feversham. ¿Por qué se deshizo su compromiso con la señorita Eustace? ¿Dónde está ahora?
Por un instante brilló la satisfacción en la mirada del teniente. Siempre había dudado que Durrance conociera la deshonra de Harry. Era evidente, ahora, que no estaba enterado.
—Creo que no hay más que una persona en el mundo capaz de responder a ambas preguntas —dijo.
—En efecto —replicó Durrance sin inmutarse—. Hace un mes que le aguardo a usted aquí.
El teniente Sutch se pasó los dedos por la barba y miró a su interlocutor.
—Es cierto —confesó—. Puedo satisfacer su curiosidad, pero no lo haré.
—Harry Feversham es amigo mío.
—El general Feversham es su padre y, sin embargo, no conoce más que la mitad de la verdad. La señorita Eustace era su prometida y no sabe más. Le di mi palabra a Harry de que guardaría silencio.
—No es la curiosidad lo que me impulsa a preguntar.
—Por el contrario, estoy seguro de que le impulsa la amistad —dijo el teniente.
—Tampoco se trata sólo de eso. La cosa tiene otro aspecto. No le diré que responda a mis anteriores preguntas, pero sí le haré una tercera. Ésta ha de costarme más trabajo a mí plantear, que a usted responder. ¿Sería un amigo de Harry Feversham desleal, traicionaría esa amistad si… —preguntó mientras su moreno rostro se sonrojaba—, si probara suerte con la señorita Eustace?
—¿Usted? —exclamó Sutch, sobresaltado. Se quedó mirando a Durrance, recordando la rapidez de su ascenso, calculando las probabilidades que tendría de lograr que una mujer se enamorara de él. Aquél era un aspecto del asunto en que no se le había ocurrido pensar, y su turbación no era menos que su sobresalto, y es que Harry Feversham había llegado a inspirarle un cariño tan celoso como a una madre el hijo favorito. Había abrigado la esperanza de que, tarde o temprano, Harry volvería a tomar posesión de todo lo que antaño fuera suyo, como el rey que recobra su trono, y había gozado por anticipado al pensar en semejante momento. Miró a Durrance y vio desvanecerse su esperanza. Los antecedentes de Durrance demostraban que era un hombre valeroso, y su aspecto lo confirmaba. Sutch tenía una teoría acerca de las mujeres: estaba convencido de que el valor puro era capaz de hacerles perder la cabeza.
—¿Y bien? —inquirió Durrance.
Sutch comprendió que tenía que contestar. Muy tentado estuvo de mentir. Sabía lo bastante del hombre que le interrogaba para estar seguro de que la mentira surtiría efecto. Durrance regresaría al Sudán sin haber intentado hacer la corte a Ethne.
—¿Bien?
El teniente alzó la mirada al cielo y la bajó luego a las losas que pavimentaban el patio. Harry había previsto que semejante complicación pudiera surgir; no había querido que Ethne esperase. Sutch lo imaginaba en aquel momento, perdido bajo el ardiente sol, y comparó aquel cuadro con el que tenía ante sus ojos: el del soldado que ha hecho carrera y descansa en su club. Ganas le entraron de quebrantar su promesa, de contar toda la verdad, de responder a las dos preguntas que Durrance le hiciera primero. Una vez más, el implacable monosílabo exigió una respuesta:
—¿Bien?
—No —respondió Sutch a su pesar—, no habría deslealtad.
Y aquella misma tarde, Durrance tomó el tren a Holyhead.