CAPÍTULO VII
EL ÚLTIMO RECONOCIMIENTO
—Ni un alma —dijo Durrance, guardando los gemelos de campaña en el estuche de cuero que le colgaba del costado.
—Ni un alma —asintió el capitán Mather.
—Seguiremos adelante.
Los exploradores se adelantaron, la tropa formó de nuevo, con las dos piezas de a siete de artillería de montaña cerrando la marcha, y el cuerpo de camellos de Durrance bajo la sombría cresta de Khor Gwob, treinta y cinco millas al suroeste de Suakin, hacia la meseta de Sinkat. Era el último reconocimiento que se hacía con una fuerza respetable antes de emprender la evacuación del Sudán oriental.
Durante toda aquella mañana, los camellos habían ido subiendo, lentamente y con muchas sacudidas, por la barranca de esquisto orillada de rojas y escarpadas rocas, y, al quedar éstas atrás, por entre rojizos montones desmoronados que formaban un desierto de piedras. Sólo muy de tarde en tarde, algunas ramas quebradas de mimosas habían interrumpido la monotonía de aquella soledad en ruinas.
Tras la árida marcha, los verdes matorrales de Sinkat, allá abajo, en el valle, constituyeron con su agradable aspecto de parque un auténtico descanso, un alivio para la vista, lo cual no impidió a los soldados erguirse en sus sillas, más alerta que nunca.
Cruzaron la meseta en diagonal hacia las montañas de Erkouit, silenciosa compañía en una llanura cuyo silencio era aún más intenso. Eran las once. El sol se elevó hacia el centro de un firmamento incoloro desprovisto de nubes; la sombra de los camellos se acortó sobre la arena y ésta relució blanca, como una playa de las islas Scillié.
No había aquella mañana corriente de aire alguna que susurrara por entre el follaje, y era tal la inmovilidad de las sombras proyectadas por las ramas, que más que sombras parecían auténticas ramas, esparcidas por alguna tormenta pasada. No se percibía más sonido que el de las suaves e incesantes pisadas de los camellos y el batir de alas de alguna bandada de palomas que alzaban el vuelo turbadas por la proximidad de la cabalgata.
No obstante, aunque silenciosa, había vida en la meseta, porque al avanzar la vanguardia por los curvos y alisados bancos de arena bordeados de arbustos como si fueran paseos de coches, alzábase de vez en cuando delante de ella: a lo lejos, por ejemplo, la manada de gacelas que huyó como parda y blanca exhalación hacia las circundantes colinas. Tenía todo aquello aspecto de comarca creada cosa de una hora antes.
—Y, sin embargo —murmuró Durrance para sí, como contestando a sus propios pensamientos—, por aquí circulan las caravanas en dirección sur, a Erkouit y Khor Baraka. Aquí construían los suakis sus residencias veraniegas.
—Y ahí luchó y murió Tewfik, con sus cuatrocientos hombres —agregó Mather, señalando un punto situado más allá.
Las tropas continuaron marchando durante tres horas a través de la meseta. Era el mes de mayo y aquello parecía la antesala del infierno. El sol caía a plomo, achicharrándoles. Quienes seguían a Durrance y Mather hacía rato que habían perdido el brío. Cabalgaban meciéndose, soñolientos, anhelando la hora en que llegaría la noche y con ella el brillo argénteo de las estrellas. Tres horas mortales llevaban los camellos avanzando con su característico balanceo y los extraños movimientos de cabeza que tan peculiares son a estos rumiantes del desierto. De pronto, cien yardas más allá, Durrance divisó un muro roto, a través de los huecos de cuyas ventanas se veía el cielo.
—El fuerte —anunció.
Habían transcurrido tres años desde que Osman Digna lo capturara y destruyera. En el transcurso de los mismos, las ruinas sin techumbre habían soportado otro asedio, y no menos persistente, por cierto. Los árboles, rápidos en crecer, lo habían ceñido tan estrechamente por detrás, por la derecha y por la izquierda, violando incluso su recinto, que el viajero se lo encontraba de improviso. Por la parte delantera, sin embargo, la arena seguía extendiéndose, sin vegetación, hasta los pozos donde tres gigantescos árboles de oscuro y dilatado follaje se alzaban esparcidos como inverosímiles centinelas.
En la sombra, a la derecha de la parte delantera del fuerte, donde unos matorrales bordeaban la arena con la misma regularidad que si se tratara de la ribera de un río, los soldados desensillaron los camellos y prepararon la comida. Durrance y el capitán Mather dieron la vuelta al fuerte; al llegar a la esquina sur, Durrance se detuvo.
—¡Hola!
—Algún árabe ha acampado aquí —dijo Mather, deteniéndose a su vez.
Las cenizas de un fuego yacían formando un pequeño montoncito sobre una piedra ennegrecida.
—Y hace poco —agregó Durrance.
Mather siguió adelante, subió unos toscos escalones que conducían al derruido arco de entrada y pasó a los corredores y cuartos que carecían de techo. Durrance revolvió las cenizas con el pie. Brilló, roja, la extremidad de un tizón. Al pisarla, se alzó un tenue hilo de humo.
—Poquísimo —murmuró para sí, antes de seguir a Mather al interior del fuerte.
En los rincones de las paredes de barro, en las grietas, hasta en el suelo brotaban arbolillos. En la parte posterior, la pendiente del glacis y un profundo foso defendían las fortificaciones. Durrance se sentó en el parapeto de la pared, por encima del glacis, mientras las palomas volaban describiendo círculos. Dio en pensar en los interminables meses que debió pasar Tewfik, día tras día, oteando desde el mismo lugar el desfiladero que conducía a Suakin, al sur, igual que lo había hecho aquel otro general con la esperanza de sorprender el destello del sol sobre las armas de los que habían de acudir a socorrerles y que jamás llegaron. Sentado junto a él, Mather reflexionaba acerca de otros asuntos.
—El vapor que conduce al regimiento de la guardia avanza ya rumbo a Suez por entre los arrecifes de coral. Dentro de una semana nos tocará a nosotros —dijo—. ¡Qué país más dejado de la mano de Dios!
—Yo volveré —aseguró Durrance.
—¿Por qué?
—Me gusta. Me gusta la gente.
A Mather se le antojó incomprensible aquel gusto; sabía, no obstante, que por muy incomprensible que fuera, explicaba el porqué de los éxitos de su compañero y la rapidez de sus ascensos. La vocación había sustituido en Durrance a la inteligencia. La simpatía le dotó de la paciencia y de las fuerzas para comprender; de manera que, en aquellos tres años de campaña, había dejado atrás a hombres mucho más inteligentes que él gracias a su conocimiento de las tribus, tan duramente acosadas, del Sudán oriental. Le eran simpáticas, y congeniaba con ellas en su odio contra el yugo de la antigua Turquía. Comprendía su fanatismo, tanto el auténtico como el impuesto por las hordas de Osman Digna.
—Sí —repitió—, volveré… y dentro de tres meses. En primer lugar sabemos, como lo sabe todo inglés en Egipto, que éste no puede ser el fin. Quiero estar aquí cuando se reemprenda la tarea. Odio las cosas sin terminar.
El sol azotaba implacable la meseta. Los hombres, tendidos a la sombra, dormitaban; la tarde era tan silenciosa como lo había sido la mañana. Durrance y Mather permanecieron sentados un buen rato, obligados a guardar silencio por el silencio que les envolvía. Sin embargo, la mirada de Durrance se apartó, por fin, del anfiteatro que formaban las colinas; los ojos perdieron su abstracción, fijándose atentamente en un macizo de arbustos, más allá del glacis. Ya no pensaba en Tewfik Bey, ni en su heroica defensa, ni en el trabajo que habría de hacerse en el futuro. Sin volver la cabeza, presintió que Mather miraba en la misma dirección.
—¿En qué piensa? —preguntó bruscamente.
Mather se echó a reír, y respondió con aire pensativo:
—Estaba preparando la minuta de la primera comida que haré en cuanto llegue a Londres. Creo que comeré solo, completamente solo, y lo haré en el Epitaux. Empezaré con sandía. ¿Y usted?
—Me estaba preguntando por qué las palomas siguen trazando círculos en lo alto ahora que ya se han acostumbrado a nuestra presencia, sobre todo por encima de cierto árbol… ¡No lo señale, haga el favor! Me refiero a ese árbol que hay al otro lado del foso, a la derecha de esos dos matorrales pequeños.
Pudieron ver a su alrededor un sinfín de palomas posadas tranquilamente en las ramas, salpicando el follaje como si fueran el fruto de los árboles. Tan sólo sobre aquel árbol concreto daban las aves vueltas y más vueltas, mientras zureaban recelosas.
—Levantaremos la caza de ese coto —dijo Durrance—. Tome una docena de hombres y rodéelo sin hacer ruido.
Él permaneció en el glacis, vigilando el árbol y la espesa maleza. Vio a seis soldados arrastrarse hacia los arbustos por la izquierda, y a otros seis hacerlo por la derecha. Sin embargo, antes de que pudieran entablar contacto y completar el cerco, vio que las ramas se agitaban violentamente: un árabe con amarillento damar arrollado a la cintura, armado con lanza de punta plana y escudo de cuero, abandonó a la carrera su refugio, pasando por entre los soldados en dirección a la planicie abierta. Tan sólo corrió unas cuantas yardas, porque Mather dio una orden a sus hombres y el árabe, como si hubiera comprendido, se detuvo en seco antes de que un solo fusil pudiera alzarse. Luego echó a andar hacia Mather, que le condujo al glacis. Allí el árabe recibió orden de pararse y, efectivamente, se detuvo ante Durrance, pero sin insolencia ni servilismo.
Explicó en lengua árabe que pertenecía a la tribu de los Kababish; se llamaba Abu Fatma y era amigo de los ingleses. Se hallaba camino de Suakin.
—¿Por qué te escondiste? —preguntó Durrance en su lengua.
—Era menos peligroso. Os sabía amigos míos. Pero, caballeros, ¿acaso me sabíais amigo vuestro?
—Hablas mi idioma —se apresuró a decir Durrance en inglés.
El otro contestó sin vacilar:
—Conozco unas cuantas palabras.
—¿Dónde las aprendiste?
—En Jartum.
Tras esto, le dejaron a solas en el glacis con Durrance; ambos estuvieron juntos cerca de una hora. Transcurrido este tiempo, se vio al árabe bajar del glacis, cruzar el foso y caminar hacia las colinas. Seguidamente, Durrance dio orden de reanudar la marcha.
Se llenaron los depósitos de agua, sin olvidar los soldados sus odres, conscientes de que la peor sed posible en el mundo es la que se experimenta por la tarde. A continuación ensillaron los camellos y, enseguida, los montaron los soldados entre los gemidos y protestas de costumbre por parte de tales animales. El destacamento avanzó en dirección noroeste desde Sinkat, formando su trayectoria ángulo agudo con la seguida aquella mañana. Bordeó las colinas situadas frente al desfiladero por el que bajó. Los matorrales empezaron a clarear. Entraron en una comarca negra y pedregosa, salpicada de vez en cuando de mimosas de amarillos flecos.
Durrance llamó a Mather a su lado.
—Ese árabe me contó una historia curiosa. Fue criado de Gordon en Jartum. A principios de mil ochocientos ochenta y cuatro (hace dieciocho meses, para ser exactos), Gordon le dio una carta para que la llevase a Berber, desde donde su contenido debía de ser telegrafiado a El Cairo. No obstante, Berber acababa de caer cuando llegó el mensajero. Al día siguiente, le hicieron prisionero. Pero durante el único día que gozó de libertad escondió la carta en la pared de una casa y, que él sepa, no ha sido descubierta.
—De haber sido hallada, le hubiesen interrogado —dijo Mather.
—Así es. Y no le interrogaron. Hace tres semanas, escapó de Berber de noche. Curiosa historia, ¿no le parece?
—¿Y la carta sigue oculta en la pared? En efecto, es una curiosa historia. Y tal vez ese hombre haya contado la verdad.
—Tenía la señal de grilletes en los tobillos —señaló Durrance.
La cabalgata torció a la izquierda para internarse por las colinas del lago septentrional de la meseta. Luego ascendió otra vez, y no tardó en verse de nuevo en suelo de pizarra.
—Una carta de Gordon —musitó Durrance—, escrita quizás en la azotea de su palacio, al lado de su gran telescopio… Una frase escrita deprisa y corriendo, para volver al telescopio de nuevo y escudriñar las palmeras en busca de los penachos de humo que delatan la presencia de vapores. La carta descendió el Nilo para acabar enterrada en una pared de barro de Berber. Sí, es curioso. —Y volvió la cara al sol poniente que se hundió tras las colinas.
El cielo oscureció poco a poco, hasta adquirir un color violáceo. Por poniente, resplandeció en un rico e iridiscente colorido que fue perdiendo su violencia hasta fundirse en un delicado rosa que, al cabo, se desvaneció a su vez, tiñendo el cielo del más puro verde esmeralda, trasfundido de una luz que parecía ascender del borde del mundo.
—¡Si nos hubieran dejado marchar el año pasado a occidente, al Nilo, antes de que Berber se hubiese entregado…! —exclamó con cierta cólera—. Pero no quisieron.
El embrujo de la puesta de sol no ocupaba en absoluto los pensamientos de Durrance. El relato que escuchara de la carta le había llegado muy hondo, inspirándole incluso cierto respeto. Pensaba en la historia de aquel soldado honrado, grande, poco gregario que, despreciado por funcionarios, y frustrado por las intrigas, hombre de pocos lazos y mucha soledad, había continuado su trabajo sin desfallecer aunque sabía que, en cuanto volviese la espalda, todo su trabajo quedaría deshecho en un instante.
Cayó la oscuridad sobre las tropas. Los camellos apretaron el paso mientras las chicharras cantaban en cada mata de hierba. El destacamento descendió camino al pozo de Disibil. Durrance permaneció mucho rato aquella noche en la cama de campaña instalada bajo las estrellas. Olvidó la carta escondida en el muro de barro. A medianoche, la Cruz del Sur colgaba oblicua del firmamento. Por encima de él brillaba la curva de la Osa Mayor. Dentro de una semana partiría a Inglaterra. Contó los años desde que el vapor desamarrara del muelle de Dover, pensando en que no podía quejarse de lo que había vivido.
Kassassin Tel-Kebir, la veloz marcha mar Rojo abajo, Tokar, Tamai, Tamanieb… los atestados momentos acudieron con viveza a su mente. Aún se emocionaba al recordar el ataque de los Hudendoua por la brecha abierta en el cercado de McNeil, a seis millas de Suakin; se acordaba de la porfiada defensa del regimiento de Berkshire, de la firmeza de la infantería de marina, del reagrupamiento de la tropa quebrantada y dispersa. Buenos años aquéllos, años de riquezas, años que lo habían visto ascender a teniente coronel en suplencia.
—Una semana más, sólo una semana más aquí —murmuró Mather, somnoliento.
—Pienso regresar a estas tierras —dijo Durrance con una sonrisa.
—¿No tiene usted amigos?
Hubo una pausa.
—Sí, tengo amigos. Dispondré de tres meses para verles.
Durrance no había escrito una sola línea a Harry Feversham en todo aquel tiempo. El no escribir cartas era muy propio de él. La correspondencia le resultaba difícil. Pensaba ahora que sorprendería a sus amigos haciendo una visita a Donegal, o tal vez los encontrara en Londres. Volvería a pasear a caballo por el parque. No obstante, después de todo aquello regresaría, puesto que nada tenía que hacer en Inglaterra. Su amigo estaba casado con Ethne Eustace; en cuanto a él, su misión se hallaba allí, en el Sudán. Vaya si volvería.
Se tumbó sobre un lado y no tardó en sumirse en un sueño carente de sueños, mientras las huestes de estrellas cruzaban el firmamento por encima de su cabeza.
* * *
Precisamente en aquel momento, Abu Fatma, de la tribu de los kababish, dormía bajo una peña en Khor Gwob. Se levantó temprano y continuó su marcha a través de la amplia planicie hasta llegar a la blanca población de Suakin. Allí repitió la historia que le había contado a Durrance, ante un tal capitán Willoughby que desempeñaba el cargo interino de gobernador. Cuando salió del palacio, volvió a contarla, aunque esta vez lo hizo en el bazar. La contó en árabe, y sucedió que un griego sentado a la puerta de un café cercano oyó algo de lo que dijo. El griego se llevó a Abu Fatma a su lado y, prometiéndole mucha merissa con que emborracharse, le indujo a contar su historia por cuarta vez y muy despacio.
—¿Serías capaz de encontrar la casa? —inquirió el griego.
Abu Fatma no tenía la menor duda al respecto. Se puso a dibujar planos en el suelo sin saber que durante su prisión los rebeldes habían derribado la población de Berber, volviéndola a construir más al norte.
—Será prudente que no hables a nadie de esto más que a mí —dijo el griego, haciendo tintinear unas monedas en el bolsillo.
Ambos charlaron un buen rato con discreción. Daba la casualidad de que el griego era Harry Feversham, la misma persona a la que Durrance pensaba visitar en Donegal. El capitán Willoughby ocupaba el cargo de gobernador de Suakin, y, al cabo de tres años de espera, se había presentado una de las oportunidades que tanto ansiaba Harry.