CAPÍTULO XXIII
LA SEÑORA ADAIR SE DISCULPA
Durrance se despidió de Ethne en la sala de estar de The Pool. Había arreglado las cosas de forma que quedara poco tiempo para las despedidas, y el coche aguardaba ya junto a las escaleras de Guessens, subido el equipaje y atado con correas, mientras el criado le esperaba a la puerta de la casa.
Ethne salió con él al arriate. La señora Adair se hallaba junto a la escalinata. Durrance le tendió la mano, pero ella se volvió hacia Ethne y dijo:
—Quiero hablar con el señor Durrance antes de que se vaya.
—Bueno. Entonces nos despediremos aquí. —Se volvió hacia Durrance—. ¿Escribirás desde Wiesbaden? ¡Hazlo lo antes posible!
—En cuanto llegue —respondió Durrance.
Bajó la escalinata con la señora Adair dejando a Ethne en el arriate. La última escena de fingimiento había terminado; los meses de tensión y de vigilancia habían tocado a su fin, y ambos se alegraban de verse libres. Durrance dio muestras de que se alegraba, hasta en la viveza de su paso, al cruzar el prado con la señora Adair, que le iba a la zaga. La viuda, cuando habló, lo hizo con voz de desaliento.
—Conque se marcha usted —dijo—. Dentro de dos días estará en Wiesbaden y Ethne en Glenalla. Quedaremos muy apartados unos de otros. ¡Y qué solitaria resultará la casa!
Se había salido con la suya. Había logrado separar a Durrance y a Ethne al menos durante una temporada. Ya no la torturaría el hecho de verles, de escuchar sus voces; pero, sin que pudiera explicarse por qué, su entrometimiento le había proporcionado muy poca satisfacción.
—La casa parecerá muy vacía cuando se hayan ido todos —repitió.
—Ya volveremos a estar juntos —contestó él, tranquilizador.
La señora Adair echó una mirada a su jardín. Las flores habían desaparecido, y también lo había hecho la luz del sol. Las nubes cubrían el firmamento, tornando mate el verdor de la hierba. Por entre los árboles se veía deslizar el agua, gris ahora, y las hojas bermejas y amarillas de los árboles servían de juguete al viento en los prados.
—¿Cuánto tiempo estará usted en Wiesbaden? —preguntó.
—No lo sé; tanto como sea necesario —respondió él.
—Eso no me dice nada. Aunque supongo que su intención era que nada me dijese.
Durrance no respondió, y ella se sintió resentida por su silencio. No sabía nada en absoluto de sus planes; ignoraba si tenía la intención de romper su compromiso con Ethne o todo lo contrario, y la consumía la curiosidad. Quizá transcurriera mucho tiempo antes de que volviera a verle, y durante todo ese tiempo tendría que soportar el tormento de la duda.
—¿Desconfía de mí? —preguntó entonces, con un dejo de reto e ira en la voz.
Durrance respondió con mucha dulzura:
—¿Acaso no tengo motivos para desconfiar de usted? ¿Por qué me habló de la llegada del capitán Willoughby? ¿Por qué se entrometió?
—Creí que debía usted saberlo.
—Pero Ethne deseaba que le guardara el secreto. Me alegro de saberlo, me alegro mucho. Pero, después de todo, usted me lo dijo y usted era amiga de Ethne.
—Y de usted también, creo yo —contestó ella. Y exclamó luego—: ¿Cómo podía continuar guardando silencio? ¿No comprende?
—No.
Durrance hubiera podido comprender; pero nunca se había molestado en pensar en la señora Adair, y ella lo sabía. El saberlo la irritaba y aquella simple negativa supuso un aguijonazo que no pudo soportar.
—Hablé con brutalidad, ¿verdad? —dijo—. Le conté la verdad tan brutalmente como pude. ¿No le ayuda eso a comprender?
De nuevo respondió Durrance que no, y el monosílabo la exasperó hasta hacerle olvidar por completo la prudencia; de pronto, se puso a hablar de forma incoherente de las cosas que había pensado. Una vez hubo empezado, fue incapaz de contenerse. Perdió por completo el dominio de sí misma, y aun cuando vio y comprendió que sus palabras constituían una locura, no obstante, siguió hablando.
—Le conté la verdad adrede. Me exasperaba que usted no advirtiera con claridad lo que tan claro podía advertirse. Deseaba hacerle daño. Soy una mujer mala, muy mala, supongo. Ahí estaban los dos, usted y ella, en el salón, hablando a solas en la oscuridad; y ahí yo, sola, en el arriate. Hoy sucedió lo mismo. Usted y Ethne en el cuarto; yo en el arriate. Me pregunto si siempre será así. Pero usted no lo quiere decir. —Se golpeó las manos en un gesto de desesperación.
Durrance no le respondió nada. Caminó en silencio por el sendero del jardín hacia la puerta, y apretó el paso un poco, de manera que la señora Adair hubo de andar muy deprisa para seguir a su lado. Lo de apretar el paso venía a ser una contestación, pero la señora Adair no se dejó intimidar por ella. La locura se había apoderado de ella.
—No creo que me hubiese importado tanto, si Ethne le hubiera querido de verdad. Pero jamás le quiso de otra manera que como se quiere a un amigo, a un simple amigo. ¿Y qué vale la amistad? —inquirió con desdén.
—Algo valdrá, creo yo —dijo Durrance.
—Ello no impide que Ethne se retraiga de su compañía —exclamó la viuda—. Se retrae de usted, le rehúye. ¿Quiere que le diga por qué? Pues porque es ciego. Tiene miedo. Mientras que yo… Le diré la verdad: yo me alegro. Cuando llegó la primera noticia de Uadi Halfa de que estaba usted ciego, me alegré; cuando le vi en Hill Street, me alegré; desde entonces, siempre me he alegrado, me he alegrado mucho. Porque vi que ella se retraía. Desde el primer momento se retrajo, pensando en las trabas, en los grilletes que suponía eso para su libertad. —Y el desdén de la voz de la señora Adair aumentó, aun cuando convirtió la voz en un susurro—. Yo no tengo miedo —dijo. Y repitió las palabras apasionadamente una y otra vez—. Yo no tengo miedo. Yo no tengo miedo.
A Durrance le pareció que en su vida había conocido cosa tan horrible ni tan imprevista como el estallido de aquella mujer que era amiga de Ethne.
—Ethne le escribió a usted a Uadi Halfa por compasión —prosiguió ella—. Nada más. Escribió por compasión. Y, estando asustada, no tuvo valor para decirle lo que sentía. Usted no la hubiera culpado de haberse confesado con sinceridad; hubiera seguido siendo su amigo. Pero le faltó el valor para decírselo.
Durrance sabía que existía otra explicación a las vacilaciones y timideces de Ethne. Sabía, por añadidura, que la otra explicación era la verdadera. Pero, al día siguiente, él se habría marchado del estuario del Salcombe y Ethne se hallaría camino del mar de Irlanda y de Donegal. No valía la pena discutir las calumnias de la señora Adair. Además, se encontraba cerca de la puertecilla que separaba a los campos del jardín de The Pool. En cuanto llegara al otro lado, se libraría de la señora Adair, de modo que se conformó con decir, serenamente:
—No es usted justa para con Ethne.
Al oír tan sencilla frase, se disipó el arrebato de la señora Adair. Se dio cuenta de la futileza de cuanto había dicho, de cuán vanas resultaban las palabras con que se jactara de su valor, de cuán inútil su acusación contra Ethne. Sus palabras podrían ser verdad o no; pero nada lograría con ellas. Durrance se hallaría siempre en el salón con Ethne, nunca en el arriate con la señora Adair. Se dio cuenta de su degradación y recurrió a las excusas.
—Soy una mujer mala, supongo. Pero, después de todo, no he llevado la más feliz de las existencias. Quizás haya algo que decir en mi favor.
Hasta a su propio oído sonaron aquellas palabras lastimeras y débiles. Había llegado a la puertecilla y Durrance se había vuelto hacia la viuda. Ésta vio que su rostro había perdido algo de su severidad. Esperaba callado, dispuesto a escuchar lo que quisiera decirle. Recordaba él que antiguamente, cuando veía, siempre había admirado la dignidad de su porte y su reticencia en el hablar. Apenas hablaba ahora, y la violencia del contraste le predispuso a creer que algo habría que pudiese decirse en su descargo.
—¿Quiere contármelo? —preguntó con dulzura.
—Me casé inmediatamente después de salir del colegio. Era una niña. Lo ignoraba todo, ignoraba absolutamente todo lo que una mujer debe saber, y me casaron con un hombre del que no sabía una palabra. Fue obra de mi madre, y sin duda creyó que obraba en mi beneficio. La boda me proporcionaría cierta posición, comodidades y me libraría también del peligro de la pobreza. Acepté ciegamente sus designios. En realidad no hubiera podido negarme, puesto que mi madre era una mujer autoritaria, acostumbrada a ser obedecida. Hice lo que me mandaba y me casé con el hombre que ella escogió. Este caso se da con frecuencia, sin duda, pero no por ello resulta más fácil de soportar.
—Pero, señora Adair —murmuró Durrance—, después de todo, he conocido a su difunto esposo. Era más viejo que usted, en efecto; pero muy bondadoso. Creo, por añadidura, que la quería.
—Sí, era la bondad personificada. Y me quería. Ambas cosas son ciertas. El saber que me quería era el único eslabón que me unía a él. No sé si usted me comprende. Desde luego, al principio estaba contenta. Tenía una casa en la ciudad y otra aquí. Pero me aburría. ¡Oh! ¡Cuánto me aburría!
»¿Conoce usted las calles apartadas de una población fabril? Hileras de casitas, una al lado de la otra, sin nada que alivie su fea regularidad; todas y cada una con las mismas ventanas, la misma puerta, el mismo escalón a la entrada. Por encima, humo flotante y sucia y negra toda cosa verde, hasta las plantas de la ventana. La clase de calle donde cualquier charlatán loco que pueda prometer un poco de colorido a su gris existencia obtiene cuantos prosélitos quiere. En fin, cuando pensaba en mi vida, siempre acudía a mi mente una de esa callecitas. Hay mujeres, muchas sin duda, para quienes la dirección de una casa grande, la temporada en Londres, la ronda usual de visitas resulta suficiente. Yo, por desgracia, no era una de ellas. ¡Aburrida! Usted, con sus cien mil cosas que hacer, no puede concebir cuán opresivamente aburrida era mi existencia. ¡Y eso no era todo!
Titubeó, pero ya no podía parar a mitad de camino, era demasiado tarde para volverse atrás, de modo que continuó hasta el fin.
—Me casé, como digo, sin saber nada de las cosas importantes. Creí al principio que mi vida era la destinada a todas las mujeres. Pero no tardé en tener mis dudas. Llegué a saber que había algo más que sacarle a la existencia que simple aburrimiento; por lo menos había algo más para otras, aunque no lo hubiese para mí.
»No podía menos de aprender eso. Cuando veía a un hombre y a una mujer que paseaban juntos a caballo, y echaba yo una mirada casual al rostro de la mujer al pasar; o cuando me encontraba sola a esa mujer y charlaba con ella un rato, por la felicidad que reflejaba su rostro y vibraba en su voz, sabía yo con absoluta certeza que había muchísimo más de lo que yo tenía. Y mi madre me había negado la oportunidad de ese muchísimo más.
Toda la severidad había desaparecido ya del semblante de Durrance, y la señora Adair hablaba con gran sencillez. De la violencia que usara antes, ya no quedaba rastro. No suplicaba compasión; ni siquiera se excusaba a sí misma. Sólo estaba contando su historia con dulzura.
—Entonces apareció usted —continuó—. Le vi y le volví a ver. Marchó a cumplir sus obligaciones y regresó. Y supe entonces, no ya que había muchísimo más, sino qué era ese muchísimo más. Pero, claro está, seguía siéndome negado. Sin embargo, a pesar de ello, me sentía más feliz.
»Creí que me conformaría con tenerle por amigo, con ver los progresos que hacía y enorgullecerme de ello. Pero ¿sabe usted?, entonces apareció Ethne y usted se entregó completamente a ella. Inmediatamente, ¡oh, inmediatamente! ¡Si hubiera sido usted un poco más tardo en entregarse! Al poco tiempo me anegó la tristeza y sentí haberle conocido.
—Yo no sabía nada de eso —dijo Durrance—. Jamás lo sospeché. Lo siento.
—Ya me cuidé yo de que no lo sospechara. Pero intenté conservarle. Lo intenté con todo el ingenio de que disponía. Jamás casamentero alguno trabajó con mayor diligencia para unir a dos personas de lo que trabajé yo por unir a Ethne y al señor Feversham… Y lo conseguí.
Esta declaración fue una sacudida para Durrance. Se apoyó en la puertecilla y de buena gana se hubiera echado a reír. He ahí el origen de todo aquel desdichado asunto. ¡Cuán enormes proporciones había adquirido después de tan humilde principio! Cuando uno ha de aplicarse a sí mismo una reflexión tan gastada como aquélla, lo cierto es que quita un poco el aliento. Tal le ocurrió a Jack Durrance al recordar los tiempos en que iba por su camino sin fijarse en la gente con la que entraba en contacto, sin soñar con que en determinado momento iban a ejercer sobre su vida una influencia que duraría hasta su muerte. La deshonra y la ruina de Feversham; los años de infelicidad de Ethne; los agotadores fingimientos de los últimos meses, todo ello había tenido su origen, muchos años antes, cuando la señora Adair, con tal de conservar para sí a Durrance, había fomentado la amistad entre Feversham y Ethne.
—Lo logré —prosiguió la señora Adair—. Usted mismo me dijo que lo había conseguido cierta mañana en el parque. ¡Cuánto me alegró! Pero usted no se dio cuenta. Un instante después me quitó toda la alegría diciéndome que marchaba al Sudán. Estuvo usted ausente tres años. No fueron años muy felices para mí. Cuando volvió, mi esposo había muerto, pero Ethne estaba libre. Ethne le rechazó; pero cuando usted se quedó ciego cambió de opinión. Ya ve usted los altibajos por los que he tenido que pasar. Sin embargo, estos últimos meses han sido los peores.
—Lo siento mucho —dijo Durrance.
La señora Adair tenía razón. Algo había a su favor, en efecto. El mundo la había tratado con bastante dureza. Podía comprender perfectamente sus sufrimientos, puesto que él sufría más o menos igual. Se explicaba por qué había traicionado el secreto de Ethne aquella noche en el arriate, y no podía dejar de tratarla con dulzura.
—Lo siento muchísimo, señora Adair —repitió. Se daba cuenta de cuán inadecuadas resultaban sus palabras. No se le ocurría otra cosa que decir, sin embargo, y le tendió la mano.
—Adiós —dijo ella. Y Durrance salió por la puertecita y cruzó los campos hacia su casa.
La señora Aldair permaneció allí mucho rato después de haberse marchado él. Había lanzado un dardo sin conseguir otra cosa que herirse a sí misma y al hombre a quien quería.
Se daba cuenta de eso claramente. Volvió la mirada al porvenir, y comprendió que si Durrance, después de todo, no consentía que Ethne cumpliera su promesa de matrimonio, regresaría a Guessens. Este pensamiento hizo comprender aún más claramente a la señora Adair la locura que había cometido al hablar como lo había hecho.
Si hubiese guardado silencio, hubiese tenido por vecino a un amigo leal y constante, y eso ya hubiera sido algo. Hubiera sido mucho. Pero puesto que había dado rienda suelta a su lengua, jamás podrían verse sin embarazo y, por mucho que intentaran ser amigos cordiales, siempre quedaría en la mente de ambos el recuerdo de lo que ella había dicho y él escuchado la tarde en que partió a Wiesbaden.