CAPÍTULO XVIII
RESPUESTA A LA OBERTURA
Ethne no se volvió hacia Durrance ni cambió, en absoluto, de postura. Permaneció sentada con el violín en el regazo, mirando más allá del jardín hacia la faja de plata que percibió por la abertura de los árboles. Y mantuvo la postura deliberadamente, porque la ayudaba a hacerse la ilusión de que era el propio Harry Feversham quien le hablaba, y asimismo le servía para ayudarle a olvidar que lo hacía por medio de la voz de Durrance. Casi llegó hasta olvidarse de que Durrance se hallaba en el salón. Escuchó con intensidad al hombre, ansiando que hablara despacio para que el sonido de su voz le llegara muy lentamente, y el mensaje se prolongara y pudiera ella oírlo y atesorarlo todo, absolutamente todo, hasta el más mínimo detalle, para luego guardarlo celosamente en su pecho.
—Fue la noche antes de que partiera yo en dirección a Oriente, aquélla en que me interné en el desierto… por última vez —dijo Durrance; también fue la primera ocasión en que la profunda nostalgia y el sentimiento con que había pronunciado las palabras «por última vez» no emocionaron en absoluto a Ethne.
—Sí —dijo ésta—. Fue en febrero, a mediados de mes, ¿verdad? ¿Recuerdas el día? Me gustaría saber el día exacto, si pudieras decírmelo.
—El quince —contestó él.
Y Ethne repitió la fecha, pensativa:
—Estuve en Glenalla durante todo el mes de febrero —murmuró—. ¿Qué hice yo el día quince? Bueno, no importa.
Aquella mañana, durante todo el tiempo que Willoughby había estado contándole la historia, Ethne había experimentado una especie de sorpresa singular. Sorpresa de que ella no hubiera sabido (por mediación de una especie de instinto) de aquellos incidentes en el preciso instante en que sucedían. La sorpresa volvió a dejarse sentir ahora. Era extraño que hubiese tenido que esperar a aquella noche de agosto y a encontrase en aquel jardín estival, iluminado por la luna y lleno de perfumadas flores, para enterarse del encuentro habido entre Feversham y Durrance el quince de febrero, y sobre todo para percibir el mensaje. Y sintió remordimiento por aquel retraso.
«Fue culpa mía —se dijo—. Si hubiera conservado mi fe en él, lo hubiera sabido inmediatamente. Bien castigada he sido». No se le ocurrió pensar siquiera que el mensaje pudiera contener otra cosa que buenas noticias. Sería una prolongación de las otras que había oído ya y que ahora ampliaría, analizándolas a fin de que quedara redondeado y perfecto el día.
—Anda… —apremió—. ¡Continúa!
—Había estado ocupadísimo todo el día en mi despacho, terminando mi trabajo. Eché la llave a la puerta a las diez, pensando aliviado que no volvería a abrirla en seis semanas, y eché a andar en dirección norte, saliendo de Uadi Halfa y siguiendo la ribera del Nilo hasta la pequeña población de Tewfikied. Al entrar en la calle principal vi un grupo compuesto de árabes, negros, un griego o dos y unos soldados egipcios, a la puerta del café, iluminados por la luz que escapaba del interior. Al aproximarme más, oí el sonido de un violín y de una cítara, ambos tocados infamemente, que iniciaban un vals. Me detuve detrás del grupo y miré, por encima de los hombros de los que estaban delante de mí, hacia el interior del salón. Era un establecimiento con cuatro paredes desnudas, encaladas. Había un mostrador en un rincón, uno o dos bancos de madera arrimados a la pared, y una solitaria lámpara de petróleo que colgaba del techo. Unos músicos ambulantes tocaban ante aquel grupo de árabes y egipcios para sacar los medios con que pagar alojamiento y cena aquella noche. Eran cuatro y, por lo que entonces creí apreciar, griegos todos. Dos de ellos, evidentemente, eran marido y mujer. Ambos muy viejos, ambos descuidados y cubiertos casi con harapos; el hombre era delgado, de faz cetrina, cabello gris y bigote negro; la mujer, gorda, de cara ordinaria y cuerpo torpe. De los otros dos, una, al parecer, debía de ser su hija, muchacha de diecisiete años no bien parecida en realidad, pero vestida y arreglada con escrupuloso cuidado, lo que, en tan miserable ambiente, la hacía parecer guapa. El cuidado con que estaba vestida me convenció de que realmente se trataba de una hija, y si quieres que te sea franco, me emocionó un poco el pensar que los padres iban harapientos para que ella pudiese ir bien vestida. Una cinta limpia le recogía el cabello, y un vestido sin rotos de tejido blanco la envolvía con decoro. Hasta los zapatos eran buenos. El cuarto era un hombre, joven, desde luego. Estaba sentado en la ventana, de espaldas a mí, inclinado sobre su cítara, aunque pude ver que llevaba barba. Cuando me acerqué, el viejo estaba tocando el violín, aunque «tocar» no sea en realidad la palabra adecuada. El ruido que hacía se asemejaba más al chirrido de un pizarrín al deslizarse sobre una pizarra; le hacía a uno rechinar los dientes; el propio violín parecía aullar de dolor. Y, mientras él tocaba y el otro pulsaba la cítara, la vieja y la joven giraban lentamente, como si bailasen un vals. Podrá parecer gracioso al oírlo contar; pero ¡si lo hubieras visto con tus propios ojos! Le desgarraba a uno el corazón. No creo haber presenciado en mi vida cosa tan triste como aquélla. En torno de ellos, date cuenta, estaba el grupo de negros, riéndose de los músicos, haciéndoles blanco de sus groseras y obscenas bromas. Y, en el centro, los cuatro blancos. La vieja, jadeando por los esfuerzos que hacía; la muchacha, ágil y joven, y los dos hombres con su música discordante y atormentadora. Y encima de todo esto los grandes planetas y estrellas de un cielo africano; el gran silencio y la espaciosa dignidad del desierto iluminado por la luna. ¡Imagínatelo! La mismísima ineptitud de aquella pobre gente le hacía daño a uno. ¡De veras!
Hizo una pausa mientras Ethne dibujaba la escena que él había descrito. Vio a Harry Feversham inclinado sobre la cítara, y no tardó en preguntarse qué hacía él con esa gente. Comprendía que no quisiese volver a Inglaterra. Era seguro que no volvería a menos que ella, Ethne, le mandase llamar. Y sabía, por lo que el capitán Willoughby le había contado, que no esperaba ningún mensaje suyo. No le había dado a Willoughby nombre de ciudad o lugar alguno en el que pudiera alcanzarle una carta. Pero ¿qué hacía en Uadi Halfa, con aquellos músicos ambulantes? Tenía dinero. Eso se lo había dicho el capitán.
—¿Hablaste con él? —preguntó de pronto.
—¿Con quién? ¡Ah…! ¿Con Harry? Sí. Después, cuando descubrí que era él quien tocaba la cítara.
—¿Cómo lo averiguaste?
—Terminado el vals, la vieja se dejó caer, agotada, en uno de los bancos del café. El joven alzó la mirada de su cítara; el viejo le arrancó un acorde nuevo a su violín y la muchacha se adelantó para cantar. Tenía juventud y fresca voz, aunque carecía de cualquier otra cualidad musical. Su canto era tan triste como el resto de la representación. No obstante, el viejo sonrió, la madre marcó el compás con su pesado pie e hizo un gesto con la cabeza al marido, evidentemente orgullosa de la facultad de su hija. Y todo esto entre comentarios groseros y bromas intraducibles de árabes y negros. Era horrible.
—Sí —confirmó Ethne, abstraída. Lo mismo que la amargura de Durrance no había despertado compasión alguna en ella cuando empezó a hablar, tampoco la sintió ahora por aquellos tres seres desheredados de la fortuna. La absorbía demasiado el misterio de la presencia de Harry Feversham en Uadi Halfa. Por la ventana abierta, la luna proyectaba un ancho cuadro de argéntea luz en el suelo del cuarto, cerca de sus pies. Tenía la vista clavada en él mientras escuchaba como si fuera una ventana por la cual, de esforzar la mirada, hubiese podido ver, muy pequeño y lejano, el iluminado café de la población de Tewfikied, en la frontera del Sudán.
—¿Y bien? —inquirió—. ¿Qué pasó después de terminarse la canción?
—El joven de la cítara, siempre de espaldas a mí —prosiguió Durrance—, empezó a tocar un solo en su instrumento. Dio tantas notas en falso que, al principio, no se reconocía tonada alguna. Aumentaron la risa y el ruido entre los espectadores y, cuando ya me disponía a alejarme, bastante apenado, unas notas, unas cuantas tocadas correctamente por casualidad, me clavaron en el sitio. Presté de nuevo atención, y empezó a surgir una especie de obsesiva melodía… Una cosa débil, tenue, sin alma, la sombra de una melodía que, sin embargo, casi me resultó conocida. Estaba escuchando en la calle de arena, entre chozas bordeadas por la hilera de árboles achaparrados. Me sentí trasladado de Oriente a Ramelton y a una noche estival, bajo el cielo de Donegal, cuando te hallabas sentada junto a la ventana abierta, igual que ahora, tocando la obertura de Melusina que has vuelto a tocar esta noche.
—¿Era una melodía tomada de esa obertura? —exclamó Ethne.
—Sí, y era Harry Feversham quien la tocaba. No lo adiviné enseguida. No era yo muy perspicaz por aquel entonces.
—Pero lo eres ahora.
—Al menos, más que antes. Ahora lo hubiese adivinado. En aquel momento, sin embargo, sólo sentí curiosidad. Me pregunté cómo habría aprendido esa melodía un griego ambulante. Fuera como fuese, resolví recompensarle por su diligencia. Pensé que a ti te gustaría que lo hiciese.
—Sí —murmuró Ethne en un hilo de voz.
—Conque cuando empezó el recorrido por entre los burlones espectadores sombrero en mano, le eché una libra esterlina. Se volvió hacia mí con un respingo, fruto de la sorpresa. A pesar de la barba, le reconocí. Además, antes de poder contenerse, él mismo exclamó: «¡Jack!».
—No te habías equivocado —dijo Ethne con voz emocionada—. No, el hombre que rasgaba la cítara era… —Tenía el nombre de pila en los labios, pero tuvo la sensatez de no pronunciarlo—. Era… el señor Feversham. —Rió al recordar fugazmente que Feversham era incapaz de apreciar música alguna que no fuera la que ella tocaba en su violín—. No tenía oído. No había manera de inventar la discordancia lo bastante áspera para llamar su atención. Jamás hubiera creído posible que pudiese recordar la melodía de la obertura de Melusina.
—Sin embargo, quien tocaba aquello era, como te he dicho, Harry Feversham —contestó Durrance—. Había recordado esa música, Dios sabe cómo. Aunque yo lo comprendo. Tendría tan poca cosa que le interesara recordar, que procuraría con toda su alma evocar claramente ese poco. También, a fuerza de ensayar, supongo, habría logrado arrancarle a su cítara algo que se pareciera, aunque no fuese más que remotamente, a lo que él recordaba. ¿Te lo imaginas, sacándose ese trozo de música de la cabeza, tarareándolo para sí, silbándola incontables veces con errores y confusiones perpetuos, hasta un buen día lograr fijarlo bien en el pensamiento, sin peligro de volverse a olvidar? Yo sí. ¿No te lo puedes imaginar tocándolo, nota a nota, con diligencia y laboriosidad, en la cítara? Yo sí. Ya lo creo que sí.
Así recibió Ethne su contestación y Durrance la interpretó de forma que pudiese comprenderla. Guardó silencio, profundamente conmovida por lo que acababa de contarle. Era justo que aquella obertura, su música favorita, sirviera de vehículo al mensaje de que no la había olvidado; de que, a pesar de la cuarta pluma, pensaba en ella con afecto. Harry Feversham no había luchado en vano. Su diligencia recibía el merecido premio. Aquella melodía había cumplido su misión. Ethne se sentía emocionada como jamás había creído posible estarlo a esas alturas. Se preguntó si Harry, al tocar la melodía en aquel pobre cafetín ante negros y árabes, habría soñado, como ella esa noche, en que, a pesar de ser tan tenue y tan débil, algún eco de la música podría cruzar el mundo y llegar hasta donde estuviese ella. Por fin sabía con absoluta certeza que, por mucho que pretendiera en el porvenir olvidar a Harry Feversham, jamás pasaría de ser un vano intento. La visión del mísero café en la pequeña población del desierto quedaría eternamente grabada en sus pensamientos; pero no tenía la menor intención de abandonar, por eso, su determinación de pretender olvidar. El saber que en otro tiempo había sido injustamente dura con Harry aumentaba su resolución de que Durrance no sufriera ahora por su culpa.
—El año pasado, en Hill Street, te dije, Ethne, que jamás quería volver a ver a Feversham —continuó Durrance—. Me equivoqué. Era él quien no quería verme a mí. Porque, no bien se hubo dado cuenta de que había pronunciado mi nombre, intentó alejarse de mí y perderse entre la gente, a la vez que empezaba a mascullar palabras en griego. Pero no me dejé engañar, le así fuertemente del brazo y no lo solté.
»Algún daño muy grande te había hecho. Eso lo sé, y también lo sabía entonces, pero en aquel momento no pensé en ello. Sólo recordé que, años antes, Harry Feversham había sido mi amigo, mi único gran amigo. Que habíamos remado en el mismo bote en Oxford; él, de proel; yo, al séptimo remo. Que en tres regatas sucesivas las rayas de su jersey me habían mareado durante las últimas cien yardas de esfuerzo máximo, al pasar las barcazas. Nos habíamos bañado juntos en Sandford Lasher las tardes de verano. Habíamos cenado en la isla de Kennington; habíamos dejado de asistir a las conferencias y habíamos remado juntos Cher arriba hasta Islip. Y allí estaba, en Uadi Halfa, con aquellos músicos ambulantes, convertido en un paria, en un hombre tan abyecto que se veía obligado a ir a aquel miserable pueblucho a tocar la cítara de forma infame, ante un grupo de indígenas y unos cuantos dependientes griegos, con tal de ganarse la cama y la comida.
—No —interrumpió Ethne de pronto—, no fue ese el motivo de que fuera a Uadi Halfa.
—Y entonces, ¿cuál fue? —preguntó Durrance.
—No se me ocurre. Pero no andaba necesitado de dinero. Su padre no había dejado de pasarle una pensión, que él había aceptado.
—¿Estás segura?
—Completamente. Me he enterado hoy mismo.
Fue un desliz; aquella noche Ethne había bajado la guardia. Ni siquiera se dio cuenta de que había cometido aquel error. Estaba demasiado enfrascada en el relato de Durrance. Éste, por su parte, no estaba menos preocupado, con que la afirmación pasó, de momento, sin ser advertida por ninguno de los dos.
—Conque ¿nunca supiste lo que había llevado al señor Feversham a Halfa? —inquirió ella—. ¿No se lo preguntaste? ¿Por qué no? ¿Por qué?
Se sentía decepcionada y la amargura de la decepción volvió apasionado el tono de su voz. Eran aquellas las últimas noticias de Harry, y se las ofrecían incompletas, como media hoja de una carta. Y lo peor era que la omisión quizá no se subsanara nunca.
—Fui un imbécil —contestó Durrance. Casi expresaba su voz tanto sentimiento como antes lo hiciera la de ella. Y fue precisamente por ese sentimiento que no se dio cuenta del fuego con que había hablado Ethne—. Trabajo me costará perdonármelo, porque era mi amigo, ¿comprendes? Le tuve cogido del brazo y le solté. Fui un imbécil. —Y se golpeó la frente con el puño.
—Empezó a chapurrear en árabe —continuó—, alegando que él y sus compañeros eran gente pobre y de paz, que si le había dado demasiado dinero se lo quitase otra vez y, mientras hablaba, no hacía más que intentar soltarse. Pero yo le tenía bien cogido. Dije: «No me engañarás, Harry Feversham». Al oírlo, se dio por vencido y susurró en inglés: «Suéltame, Jack, suéltame». Estábamos rodeados de gente; Harry tenía, al parecer, sus motivos para querer guardar el secreto. Tal vez fuera por vergüenza, ¿qué sabía yo?, vergüenza de su caída en desgracia. Le dije: «Ven a mi alojamiento de Halfa en cuanto estés libre», y le dejé marchar. Le aguardé toda aquella noche sentado en la galería; pero no acudió. Por la mañana tenía yo que cruzar el desierto. Estuve a punto de hablar de él a un amigo que fue a despedirme. Me refiero a Calder… Ya le conoces: el hombre que te mandó el telegrama… —Y Durrance rió.
—Sí, me acuerdo —dijo Ethne.
Era el segundo tropiezo de aquella noche. La llegada del telegrama de Calder era una de las cosas que Durrance no debía conocer. Pero tampoco se dio cuenta aquella vez del descuido que había tenido. Ni siquiera se preguntó cómo había sabido o adivinado Durrance que semejante telegrama hubiese sido expedido.
—En el último momento —prosiguió Durrance—, cuando mi camello se había alzado del suelo, me agaché para hablarle, a punto de pedirle que fuera a ver a Feversham. Pero no lo hice. Yo no sabía nada de lo de la pensión. Sólo creí que había caído un poco bajo. No me parecía justo que otro lo supiera. Conque guardé silencio y me puse en marcha.
Ethne asintió con un movimiento de cabeza. No podía menos que aprobar su decisión, por mucho que le doliera no recibir más noticias.
—Conque… ¿no volviste a ver al señor Feversham?
—Me ausenté durante nueve semanas. Regresé ciego —se limitó a responder Durrance.
La sencillez de sus palabras le llegó a Ethne al alma. Estaba excusándose por su ceguera, que le había impedido llevar a cabo investigaciones. Empezó a despertarse, a adquirir conciencia de que era Durrance, en realidad, quien estaba hablando. Pero él continuó y, lo que dijo, le hizo olvidar otra vez por completo la cautela.
—Marché de inmediato a El Cairo, acompañado por Calder. Allí le hablé de Harry Feversham y le conté cómo le había visto en Tewfikied. Le pedí que, a su regreso a Halfa, hiciera indagaciones y encontrase a Harry Feversham, y que le ayudara si podía. También le pedí que me comunicase el resultado. Recibí una carta de Calder hace una semana. Y me tiene preocupado, muy preocupado.
—¿Qué decía? —preguntó Ethne con aprensión. Se volvió en su asiento, dando la espalda a la luna, de cara a las sombras del cuarto y a Durrance. Se inclinó hacia delante para verle el rostro, oculto en la oscuridad. Sintió un temor repentino y se le heló la sangre en las venas; pero, desde la oscuridad, Durrance habló:
—Que las dos mujeres y el griego viejo habían partido hacia el norte en un vapor, en dirección a Asuan.
—Entonces ¿el señor Feversham se quedó en Uadi Haifa? Es eso, ¿no? —preguntó ella con ansiedad.
—No, Harry Feversham no se quedó. Dejó Halfa al día siguiente de mi marcha al este. Partió por la mañana, hacia el sur.
—¿Desierto adentro?
—Sí, pero el desierto del sur es territorio enemigo. Se fue tal como yo le vi, con su cítara, y no puede caber duda alguna al respecto de su partida.
Ethne guardó silencio un rato. Al cabo, preguntó:
—¿Llevas la carta encima?
—Sí.
—Me gustaría leerla.
Se levantó y se acercó a Durrance. Él sacó la carta del bolsillo y se la entregó. Ethne se fue con ella junto a la ventana. La luz de la luna era intensa. La leyó con la mano apretada contra el corazón.
La carta era explícita. El griego propietario del café en que los músicos habían tocado reconocía que Joseppi (nombre por el que conocía a Feversham) se había dirigido hacia el sur con un odre de agua y unos cuantos dátiles. Pero, o no sabía o no quería decir el motivo. Ethne tenía una pregunta que hacer; mas paró algún tiempo antes de confiar que sus labios pudieran expresarla con claridad y sin temblar.
—¿Qué le sucederá?
—En el mejor de los casos, caerá prisionero; en el peor, morirá. Morirá de hambre, o de sed, o a manos de los derviches. Pero existe una esperanza, una sola, de que caiga prisionero y se limiten a encerrarle. Porque es blanco, ¿comprendes? Si le cogen tal vez le crean un espía; quizá piensen que tiene conocimiento de nuestros planes y del número de nuestras fuerzas. Creo que lo más probable será que le manden a Omdurman. He escrito a Calder. Entran y salen espías de Uadi Halfa. Nos enteramos con frecuencia de cosas que suceden en Omdurman. Si a Feversham le llevan allí, lo sabré tarde o temprano. Pero debe haberse vuelto loco para hacer eso; es la única explicación.
Ethne conocía otra, y sabía que era la verdadera. No estaba en guardia, y se la dijo a Durrance:
—El coronel Trench —dijo—, está prisionero en Omdurman.
—Sí, Feversham no estará solo del todo. No deja de ser un consuelo, y tal vez pueda hacerse algo en favor suyo. Cuando tenga noticias de Calder te lo diré. Tal vez pueda hacerse algo.
Era evidente que Durrance había interpretado mal la obsesión de Ethne. Verdad que el coronel seguía sin conocer el motivo que había empujado a Feversham hacia el sur, más allá de las patrullas egipcias. Y era preciso que continuara ignorándolo. Porque, aun en aquellos momentos, no vaciló Ethne en su determinación de fingir que había olvidado a un hombre a quien tanto había deseado pertenecer. Siguió junto a la ventana, con la carta en la mano crispada. No debía exhalar grito alguno, ni desfallecer, sino permanecer muy quieta y muy callada, y hablar, cuando fuera necesario, con voz tranquila, aun cuando sabía que Harry Feversham había marchado hacia el sur para reunirse con el coronel Trench en Omdurman. Pero sus fuerzas no alcanzaban a tanto. Porque, al empezar el coronel Durrance a hablar otra vez, el deseo de escapar, de hallarse sola con tan terrible noticia, se hizo irresistible. La fresca quietud del jardín, las oscuras sombras de los árboles, la llamaban.
—Quizá te sorprenda —dijo Durrance—, que te haya contado esta noche lo que hasta ahora había preferido callar. No me atreví a decírtelo antes. Quiero explicarte la razón de ello.
Ethne no se dio cuenta de la alegría que vibraba en su voz. No se detuvo a pensar cuál podría ser su explicación, sólo tenía el convencimiento de que no podría, ahora, soportarla. El mero sonido de una voz humana se había convertido en un sufrimiento intolerable. Apenas se enteró, en verdad, de qué le estaba hablando Durrance; sólo se dio cuenta de que escuchaba una voz, y de que era preciso que esa voz callase. Se hallaba cerca del ventanal. Un paso tan sólo y se encontró fuera, libre. Durrance siguió hablando en la oscuridad, absorto en lo que decía. Y Ethne no escuchó ni una palabra. Se recogió la falda con cuidado para que no crujiera y se alejó del ventanal. Fue la tercera imprudencia que había cometido aquella memorable noche.