La noche era clara. Desde la muralla mirábamos las estrellas. El alcaide del alcázar de Segovia las iba nombrando una a una.
—Si queréis, princesa, mañana pediré que os muestren los estudios del gran Tolomeo. Fue el mejor astrónomo y geógrafo de la Antigüedad. Él delimitó a la perfección los confines del mundo habitado de este a oeste.
Me pregunté cómo Cabrera podía estar tan seguro de ello. Se mostraba tan pedante, que pensé que debía de ser cierto lo que decían acerca de que era hijo de un converso. Pero no dije nada porque le escuchabais fascinada. A vuestros doce años os estabais convirtiendo en una mujer ávida de saber.
—Dicen que en las regiones desconocidas habitan animales y personajes muy parecidos a los de las leyendas mitológicas —dijisteis a ese antiguo favorito de vuestro padre que había escalado posiciones—, ¿vos creéis, don Andrés, que en algún lugar recóndito de esas tierras está el paraíso terrenal?
—Quién sabe si algún día alguien logrará ir más allá y regresar para contarlo —dijo Cabrera, concentrando la mirada en la vereda del río. Desde las alturas era difícil ver con claridad.
Quiso el destino que fueseis justo vos la que descubrierais de qué se trataba.
Presa de pánico, señalabais un punto fijo. Buscamos con la mirada hasta que dimos con él. Un cadáver solitario y ensangrentado yacía inerte junto a la orilla.
Ante la espeluznante escena os abrazasteis al alcaide.
—Mi señora, esto es sólo una pequeña gota en la tormenta. Los robos, los atropellos y otras violencias más escabrosas nunca conocidas nos acosan.
Disteis un paso atrás extrañada. Me mirasteis como si yo fuese la culpable de todo ello y dijisteis:
—Sin duda, hay muchos que me quieren mantener alejada de la realidad. No sé si por protección o porque esconden otras intenciones.
Contrariada, alzasteis un brazo al cielo señalando los astros.
—¡De qué me sirve el estudio de lo lejano si desconozco lo más cercano!
Don Andrés cogió aire.
—Mi señora, desde que le comunicaron a vuestra tía Isabel su destitución como heredera, los altercados se enquistan. No sólo entre los nobles sino también entre los villanos. Todos pelean por cosas que nada tienen que ver con la sucesión del trono. Es la excusa perfecta para despertar aquello que por prudencia se mantenía adormecido.
Se detuvo un instante para continuar:
—Las gentes son saqueadas y mancilladas dentro de sus propias casas. La tensión se palpa en los sillares de piedra de las murallas. Las hermandades de los caminos que velan por la seguridad en su tránsito ya no dan abasto. El hambre, la pobreza y la peste juegan con el ánimo de los más miserables empujándolos a la barbarie.
»Al pueblo poco le importan los asuntos de los grandes. Los partidarios de Isabel y Fernando urden en silencio un nuevo ataque. Vamos de mal en peor. Apenas vuestra tía Isabel se ha recuperado del parto de la que ha sido su primera hija, ha escrito a vuestro padre un duro manifiesto que sólo ha servido para reavivar el odio entre los hermanos.
Os quedasteis pensativa y luego dijisteis:
—Don Andrés, no sé por qué intuyo que, como yo, estáis cansado de ser un mero espectador.
El alcaide continuó.
—Aunque nos cueste admitirlo, muchas ciudades siguen fieles a vuestra madrina. Pero si conseguimos terminar con las disputas entre el rey y su hermana, conseguiremos calmar los exacerbados ánimos del reino.
El alcaide calló. En sus ojos brillaba un sentimiento que no supe leer; luego, decidido, prosiguió.
—Mi mujer, doña Beatriz de Bobadilla, como amiga de la infanta Isabel, bien podrá mediar.
Mi corazón se aceleró al escuchar el nombre de aquella intrigante. En cambio, vos no dudasteis un segundo de la buena fe de aquella oferta.
—El proyecto es bueno, don Andrés, pero ha de quedar en secreto. Si mi madre se entera montará en cólera. Ve a Isabel como una amenaza y mucho de razón tiene. Pero hay que intentarlo. Decid a doña Beatriz que parta hacia Aranda para hablar con mi tía.
Apenas había escuchado la última frase cuando don Andrés ya se puso en marcha. Mucha prisa demostraba al cumplir con aquel mandato y eso me preocupó. Yo no olvidaba la actitud de la Bobadilla cuando se enteró de que vuestro padre había intentado casar a Isabel con el hermano de Villena, el cual pocos días después murió, según muchos debido al veneno que le procuró la fiel dueña de vuestra tía.
Ahora creo que en aquel momento debí decíroslo y poneros al corriente de otros sucios manejos, para que supieseis entre qué tipo de alimañas os movíais. Pero vuestro deseo de actuar en bien de Castilla era tan genuino, que pensé que os protegería de futuros males. ¡Tonta de mí!
El caso es que, a los pocos días, las gestiones de la Bobadilla dieron resultado. Regresó a Segovia acompañando a su antigua señora, doña Isabel.
Pero aquellas dos mujeres no venían solas. Con ellas venía también don Pedro, mi antiguo amor, convertido en todo un cardenal. En aquella ocasión no entendí bien qué hacía con ellas. Pronto comprendería que se había puesto del lado de Isabel y os daba la espalda.
Lo supe más tarde al enterarme de que había recibido el cardenalato a instancias de Isabel y de Fernando. Don Pedro acabó apoyando a Isabel, y con él toda su poderosa familia mendocina. En un primer momento me enfadé por su deserción, pero cuando me dijo, zalamero, que la infanta Isabel le había prometido que legitimaría y titularía a mis hijos tenidos con él, no le pude refutar. Por desgracia, mis malos augurios respecto a la intromisión de la Bobadilla también se cumplieron.
Vuestra tía demostró que pisaba fuerte. No sólo desde que os vio empezó a miraros con desconfianza, sino que logró que vuestro padre le pidiera a vuestra madre que se marchara de Segovia. La reina, al ver a los dos hermanos paseando del brazo por las calles, había estallado de ira y su cuñada no la quiso soportar.
Según me enteré más tarde, al dejar la ciudad, la reina se cruzó con don Fernando de Aragón, el astuto marido de vuestra tía, que venía para unirse al dúo. Vuestra madre ni siquiera le saludó. Pero poco le importaría a él su actitud despectiva, habiendo encontrado en vuestro padre a un inesperado aliado. Porque don Enrique, en uno de sus proverbiales cambios de opinión, no sólo había tratado a Isabel y a Fernando con la cortesía de la verdadera realeza, durante todo el tiempo que permanecieron en Segovia, sino que en el banquete de despedida que les ofreció con motivo de su partida hasta cantó para ellos.
A la mañana siguiente encontraron sangre en su orina.
Vuestra tía, dejando que su marido se marchara a seguir tejiendo su red por Castilla, decidió postergar su partida para poder seguir de cerca el estado de salud del rey.
Nos encontrábamos a los pies de su cama, cuando aquella mirada de desconfianza que vuestra tía os dedicó el día anterior se tornó en rivalidad.
El rey acababa de vomitar. Su cuerpo tembloroso y cuajado de sanguijuelas parecía a punto de derrumbarse.
¿Recordáis cómo sujetasteis las frías y largas manos de vuestro padre cuando éste perdió el sentido? Os abalanzasteis llorando sobre él creyéndole muerto. Conseguisteis que todos los allí presentes sufriésemos por vos.
Todos menos una.
Isabel, lejos de mostrarse comprensiva, os apartó bruscamente de él para comprobar si realmente había dejado de respirar.
Todos conteníamos el aliento. Ni siquiera los médicos osaban acercarse ante semejante contundencia. La infanta pidió un espejo y lo puso frente a la nariz del rey para ver si se empañaba.
En aquel preciso instante, don Enrique abrió los ojos y se movió. No dijo palabra, sólo apartó a su hermana con delicadeza para mejor tenderos su mano. La que entonces casi muere fue vuestra desalmada tía. Se repuso rápido y dijo:
—Mi querido hermano, os pido perdón… Cuánto me he asustado…
Vuestro padre se limitó a sonreír y os acarició el rostro.
—Creo que aún me quedan cosas importantes por hacer, Isabel. Os ruego a todos que os retiréis. Cabrera, haced llamar a mi escribano.
Contuvimos la respiración de nuevo. Muchos de sus nobles y prelados le habían preguntado una y mil veces por la sucesión y él parecía eludir una respuesta clara. Aquél era el momento idóneo. Más tarde, en la cena, se dijo que todo había quedado en agua de borrajas, pero yo no terminé de creerme esa versión. Porque en cierto momento en que todos estaban distraídos comentando los posibles movimientos de doña Isabel, vi pasar a uno de los camareros preferidos de vuestro padre con una bolsa de cuero. La torpeza de sus movimientos me resultó sospechosa.
En cuanto vuestro padre mejoró, partimos hacia Madrid.
De camino, nos detuvimos en una venta cercana a los montes del Pardo. Como el rey se sentía demasiado débil como para cazar en los campos, se dedicó a observarlos en silencio desde sus aposentos.
Durante el tiempo que duró su éxtasis no le interrumpisteis ni una sola vez. Le observabais callada y con admiración mientras le acariciabais las manos. El rey parecía estar repasando su vida. Ninguno de los que allí estábamos olvidaríamos jamás vuestra entereza y vuestro amor.
Sentado sobre un trono improvisado, su regia figura divisaba la lontananza con la mirada perdida. Vos reposabais sobre un almohadón, a sus pies, vuestra cabeza en su regazo. Así inmóvil, como una manta protegiéndole del frío.
Por primera vez el rey se mostraba tierno con vos. No dudé un segundo en que aquel silencio cargado de amor paternal sería el símbolo claro de un testamento a vuestro favor. Porque aunque aún seguían las cábalas sobre si lo habría escrito o no, mi instinto me decía que lo ocultaba para protegeros de vuestra tía. De todas maneras nadie de los presentes dudaba de que con aquellos gestos quería transmitirnos que erais la única en la que confiaba.
El ocaso sobrevino y un hombre de la guardia os interrumpió.
—Señor, acaba de llegar un mensajero. Dice que trae importantes noticias de Trujillo.
Levantasteis la cabeza. ¡Os habíais dormido sobre vuestro padre! Él os apartó con cuidado y tomando el billete de mano del soldado dijo:
—Sólo hay alguien en Trujillo que merezca mi atención. Espero que Villena se mantenga quieto.
Le mirasteis asustada, no era la primera vez que os sorprendía desprevenida ante sus argucias. Pero vos ya erais bien consciente del peligro que comportaban.
—Dios quiera que no sea nada, padre.
Os miró con cariño.
—Dios lo quiera, hija. Sin Villena ni Isabel a nuestra vera están garantizados unos días de tranquilidad.
Inspiró meditabundo.
—Isabel se quedó en Segovia por no correr el riesgo de provocarme el enojo con su cercanía. Sin duda ignora que eso no le ayudará en su empeño.
Vuestro padre rasgó el sello de lacre y leyó para sí. Haciéndonos inmediatamente partícipes del contenido exclamó:
—¡Villena ha muerto!
Con solemnidad, continuó:
—Quiera Dios que no haya sufrido, porque falleció ahogado en su propia sangre, que le manaba de la garganta.
No me pude contener.
—Es lo que se merecía el dueño del gaznate que profirió las más grandes calumnias.
Don Enrique me miró enojado. ¡Genio y figura!
—Sabed, doña Mencía, que no he pedido vuestra opinión. Don Juan de Pacheco fue mi fiel servidor y pienso recompensarle otorgándole a su hijo la vacante del gran maestrazgo de Santiago que su padre ostentaba, así como sus títulos más importantes.
Me alejé enfadada. Vuestro padre seguía templando gaitas como siempre. ¿Es que no comprendía que otorgando el maestrazgo al hijo de Villena sólo provocaría envidias?
Dicho y hecho. Las ampollas levantadas impulsaron a prelados y nobles aún dubitativos a pasarse a las filas de Isabel.
Llegados a Madrid, don Enrique recayó inmediatamente. Las aves de rapiña esperaban expectantes el desenlace. Flaco como un saltamontes y tan débil como estaba se acatarró. Los médicos aseguraron que se acercaba su fin. Aquel domingo le purgaron. Durmió plácidamente e incluso consiguió tragar algo de comida.
Después del almuerzo me dirigí a descansar a mis aposentos. Atajaba por unos corredores cuando fui testigo de algo que en un primer momento no asocié con lo que todos comentaban: «¿Había testado el rey?». «¿A favor de quién?».
Una mujer desesperada llamaba a la guardia. En un principio no me detuve, sin duda era un ajuste de cuentas entre la servidumbre que no merecía comentario ni indagación. Al no recibir respuesta, aquella mujer me sujetó del brazo suplicando:
—¡Ayudadme, señora!
Enfadada, tiré de mi manga. Lágrimas de impotencia surgieron de sus ojos. Pensé qué era una histérica y proseguí mi camino.
—Auxiliadme, os lo ruego. ¡A vos os harán más caso! ¿Es que nadie se inmuta ante el desangramiento de un fiel servidor del rey?
Me detuve de inmediato.
Aquella mujer no esperó, retomó mi brazo y me llevó corriendo hacia una humilde celda.
Al entrar en aquel cuartucho quedé estupefacta. Dos siervas intentaban contener la sangre del cuello de un degollado. Estaba claro que manaba más sangre por las arrugas de sus empapados delantales que por las venas de aquel desgraciado.
Incapaces de cesar en su intento, continuaban estrujando el cuello, como si así pudiesen devolver la vida a aquel hombre anónimo que ya no era más que un cadáver caliente.
Sin saber por qué, mi vista cayó en las llamas del hogar. Un inmenso legajo era pasto del fuego. Miré al muerto. ¿De qué le conocía?
Me dije que era sumamente extraño que una persona humilde supiese leer y más aún que quemara sin más algo tan preciado, caro y difícil de conseguir como el papel. La sospecha me asustó cuando al lado de su catre vi una bolsa de cuero vacía.
¡Mis sospechas eran ciertas! Aquel hombre no era otro que el que había salido de los aposentos reales cargado con ella el día en que todos creímos que vuestro padre haría testamento. Sin duda quedó como depositario secreto de este importante documento. ¿Quién iría a buscarlo en los cuartos de la servidumbre? Muy pocas personas debían de saberlo, aparte de los presentes aquel día. Una de ellas había sido la mano ejecutora. Pero ¿quién?
Sería imposible averiguarlo, ya que la gran mayoría rendía pleitesía a Isabel sin haber muerto aún vuestro padre.
Sólo podía hacer una cosa: avisar al rey.
Pasados cinco minutos, la guardia me impedía el paso a sus aposentos. Al parecer había empeorado y un fortísimo dolor lo estaba matando. Esperé durante horas a que me permitiesen la entrada. De nada sirvieron mis súplicas y pataleos. Ante el persistente dolor, no se le podía molestar.
Vos estabais junto a él y no os quisieron avisar.
Cuando accedí a su cámara eran las dos de la madrugada. Don Enrique acababa de fallecer en vuestros brazos.