Los carros hicieron su entrada. Mil fanegas de trigo, la misma cantidad de cebada e iguales de cántaras de vino. Mil pares de gallinas y otros tantos pavos.
El embajador de Francia llegaría pronto a la corte y vuestra madre decidió preparar el recibimiento que se merecía. Junto a un escribano, que tomaba buena nota de lo que llegaba por si faltase algo, ambas supervisábamos el importante cargamento.
El voluminoso vientre de la reina le impedía moverse con facilidad, íbamos torpemente sorteando los sacos y las aves, que alborotaban atadas por parejas.
—Mi señora, no sé lo que pretendéis, pero lo que sí es seguro es que el francés va a tener que pasar una gran temporada en Castilla hasta que termine con tantos víveres.
—Es importante que estrechemos las relaciones con Francia. El rey ha muerto y le ha sucedido su hijo. Quién sabe si lo que viene a proponer su embajador es un matrimonio ventajoso.
Siguió con la mirada a su cuñada mientras ésta perseguía a un pavo. Doña Isabel era una niña de once años, inteligente, aunque con pinta de ingenua, que tenía su importancia en el ajedrez del reino. Sobre todo ahora, que la sucesión parecía estar asegurada. Ciertos personajes de la corte habían pasado muchos años intrigando para favorecer a los dos jóvenes hermanos del rey, a quienes pensaban controlar con más facilidad, y les costaba asimilar que la sucesión ya casi estaba decidida. De todos modos, como a la hermana del rey Enrique poco le quedaba para estar en edad casadera, su alejamiento de la corte nos libraría de su amenaza si las cosas se torcían.
Cuando dirigí de nuevo la vista a vuestra madre la vi inclinarse hacia adelante. Me pareció que lo hacía para coger a una gallina que se había colocado debajo de su sayo. Pero al recuperar el equilibrio sujetándose el vientre con gesto de dolor, comprendí que la hora de vuestro nacimiento estaba cercana.
El parto, como de costumbre, no fue ni privado ni íntimo. El rey, Villena, don Beltrán, Santillana… A ellos hay que sumar los rostros que vigilaron la fecundación artificiosa. Todos se agolpaban junto al lecho. Quise brindarle a vuestra madre una mano para que la apretase con fuerza, aliviándose así del dolor, pero esa vez no pude. Sin embargo, debo decir orgullosa que fui una de las primeras que vi asomar vuestra cabeza.
En medio de un pasillo tan angosto formado íntegramente por miradas expectantes y almas «roba aires», pues ni respirar podía vuestra madre, no hubo lugar para el sentido púdico o la vergüenza. Pero el sacrificio merecía la pena si borraba todo género de sospechas o malentendidos con respecto a la criatura que nacía.
Las matronas mudéjares trabajaban afanosamente y con maestría, dados los malabarismos a los que se tenían que ceñir, sorteando a tanto mirón, al tiempo que cumplían con su deber. Aquellas mujeres entraron de tapadillo, porque incumplimos a conciencia y reiteradamente la prohibición de vuestra bisabuela inglesa de servirnos los católicos, de infieles con determinados oficios. «Ningún judío o judía, moro o mora podrá ser especiero, boticario, cirujano o físico».
Es curioso cómo da vueltas la vida y el destino caprichoso tergiversa cualquier medida que tomemos con premeditación. El sacrificio por el que pasó vuestra madre al pariros en presencia de tantas almas de poco sirvió. Fue como si alguno de los presentes hubiese urdido un maleficio en contra de toda la familia real.
Sin embargo, entre damas, cobijeras, dueñas, nodrizas, comadronas, sabedoras y matronas conseguisteis abriros paso y pudisteis ver la luz por primera vez en vuestra vida, un jueves veintidós de abril a las cuatro horas y dos tercios pasado el mediodía del año del Señor de 1462 en la pequeña villa de Madrid.
Entre tanto cortesano e intrigante quizás os protegió la talla de santa Ana de Oña, a la que vuestra madre veneró y suplicó con mucha devoción durante años para que le concediese la posibilidad de vivir con alegría el momento en el que nos encontrábamos. Porque allí estabais vos, Juana, pequeña, proporcionada y sana.
Las penetrantes miradas que un segundo antes se centraban en vuestra madre olvidaron su objetivo anterior para estudiaros con detenimiento, buscando veneno donde mojar sus lenguas viperinas. Pero ¡mal haya! Para ellos, los primeros parecidos eran evidentes.
La sangre seca adherida a vuestra cabeza pelona no podía disimular el rubio de vuestro pelo. Tan claro como el del rey y tan diferente al oscuro cabello de vuestra madre. La diferencia con vuestra madre fue más evidente cuando os entregaron a sus brazos. Vuestra tez blanca y transparente resaltaba aún más cobijada entre los cetrinos y sudorosos brazos de «esa linda señora morena», como definió a vuestra madre un barón alemán que pasó una vez por la corte.
Tan clara erais, que sin necesidad de fijarse demasiado bajo la piel se distinguía el nítido fluir de la sangre real deslizándose por cada una de las venas de vuestro cuerpo. Un corazón fuerte y noble la empujaba. Rápido y acompasado, daba vida a un diminuto e inocente cuerpo que muchos miraban con recelo y desconfianza.
¡No cabía duda! Erais el vivo reflejo de vuestro padre.
—Su majestad puede dar gracias al Señor por no haber tenido una hija con su roma nariz.
El silencio pausado y tranquilo perdió la paz de repente. Sólo Villena podría haber hecho semejante comentario. Sólo él, que había sido testigo infantil del accidente en que vuestro padre se había roto la nariz mientras un día cabalgaban juntos.
Nunca sentí nada en contra de los judíos. Pero si la acusación de perfidia que sobre ellos hace caer nuestra madre la Iglesia es cierta, entonces debía de ser cierto también que, como decían, Villena descendía de ellos, pensé entonces. Una frase como la suya, en aquel momento, no podía ser más alevosa. Aunque, a decir verdad, por lo que se vería pronto en Castilla, cabe pensar que casi todos los señores principales de ese reino debían de proceder de judíos.
Don Beltrán os tomó en brazos y os depositó en los de don Enrique, que, inseguro, no sabía cómo sujetaros por miedo a tiraros. Todos rieron y quedó claro que por hija os tuvo desde el primer momento, pues por un segundo esos ojos garzos siempre desconfiados reflejaron en sus claras pupilas vuestro rostro y demostraron su alegría.
Luego vuestro padre besó en la frente a vuestra madre, demostrándole su gratitud, y salió del aposento emocionado, sin acompañamiento de ningún tipo. Todas las intrigas fraguadas contra él en los mentideros de la corte, parecían por fin refutadas.
Las puertas de la ciudad se abrieron para recibir a todo el que quisiese celebrar vuestro nacimiento durante los ocho días de festejos que aguardaron para bautizaros en la capilla real. Mucho era, pero no se temía por vuestra vida dada la evidente fortaleza que demostrabais.
Se respiraba la alegría y se olía el jolgorio. El agua bendita os la proporcionó el arzobispo de Toledo. ¿Quién si no? A su lado, don Pedro ayudaba a oficiar.
Yo no podía perder ripio en los movimientos del obispo de Calahorra. Andaba atontada ante tan gran señor y ya me había conquistado de pleno. Entramos pronto en pendencia de amores.
Los padrinos fueron el embajador de Francia y Villena. Madrinas, vuestra tía Isabel y la marquesa de Villena. Isabel os tomó en brazos. Os aseguro que entonces no os miró con malicia. El recelo no se atisbaba en sus intenciones.
Por aquel entonces a nadie le rondaban ideas contrarias a vuestra legitimidad o al honor de vuestra madre, o al menos así era con quienes la queríamos.
¡Hipócritas, ladinos y tornadizos! Si supierais cuántos de los que después os dieron la espalda se emborracharon en vuestro honor. Da igual, la vida es así y si algo habéis aprendido de todo eso es que la confianza en cualquier ser humano es relativa. Los que más juran lealtad y prometen a voz en grito suelen ser los primeros en incumplir palabras y promesas. ¡Qué os voy a contar yo que no sepáis, si lo habéis padecido en vuestro corazón y carne!
Dos meses después del nacimiento vuestro padre, como rey y señor natural, rogó a los prelados y mandó a los caballeros y a los procuradores reunidos en Cortes que os jurasen como su hija primogénita, y os prestasen aquella obediencia y fidelidad que a los primogénitos de los reyes se suele y acostumbra a dar.
Casi ninguno dudó ni un solo segundo en juraros. Es más, hubo rencillas entre los segovianos, burgaleses y toledanos para juraros en primer lugar. Algo que vuestro padre solucionó rápidamente. Los reticentes eran tan pocos, que se podían contar con los dedos de una mano.
Los primeros en reconoceros como sucesora fueron los hermanos de vuestro padre, Isabel y Alfonso. Les siguieron todos los presentes sin titubear, incluido Villena. Aunque a posteriori el pérfido marqués comentó que lo había hecho más por temor que por voluntad y por orden del rey.
Todos sabían que era hombre sin ideales. Mejor dicho, los cambiaba según conveniencia, y el negarse a juraros no le hubiera ayudado en sus propósitos. Nunca confié en él. Pero al escuchar aquel comentario en la ceremonia que siguió a la jura, no llegué a imaginar que caería tan bajo para conseguirlos. Por desgracia (era poco lo que una mujer como yo podía hacer contra todo su clan), no tardé mucho en averiguar sus intenciones.
Ocurrió meses después de vuestro bautizo, una noche al bajar a las cocinas para supervisar la bandeja de vuestra señora madre. No se encontraba bien y por eso cenaríamos en su aposento.
Entre pucheros, aguamanos, cazoletas, confites de hinojo y pebeteros, un cocinero que disertaba ante un grupo de sirvientes silenciosos nombró a alguien apodado «la Beltraneja». No supe a quién se refería, instintivamente lo achaqué a algún desliz de don Beltrán.
Al percatarse de mi presencia, calló. Pensé que aquel botarate creía que me podrían escandalizar las comidillas de la servidumbre. ¡Como si entre los nuestros no existiesen cosas más interesantes con las que afilarnos las lenguas! Todos los días nacían niños de plebeyas producto de sus pecados con caballeros, ¿y a quién le alteraba? Bien sabido es que unas miserables monedas hacen que las madres se deshagan de sus bastardos.
De modo que eché un último vistazo a la bandeja de plata: unas perdices en escabeche, una manzana, una frasca de vino y una copa dorada. Asentí, otorgando mi beneplácito, y salí de aquel caldeado ambiente.
Me siguió una doncella portando la cena.
Al entrar en su aposento vuestra madre sonrió, pero inmediatamente se llevó la mano a la frente y frunció el ceño de dolor.
—Mi señora, ¿os sentís mal? ¿Llamo al médico?
Me miró contrariada.
—No, doña Mencía, simplemente es cansancio. He pasado tanto tiempo sometida a sus remedios que en vez de gratitud hacia ellos siento pavor. Las pesadillas me asaltan sólo al pensar en lo que podrían hacerme. Más de uno, al saber de mi dolor en las sienes, no dudaría en trepanarme los sesos. Lo único que necesito es algún remedio sencillo a base de hierbas que me quite la melancolía que me asalta todos los días al atardecer desde que nació Juana.
Vuestra madre se tocó suavemente la cabeza, como si temiese romperla. Fue entonces cuando recordé haber visto depositado sobre su cama un sombrero que el papa Calixto le había hecho llegar al rey en señal de aprecio.
Con lo supersticiosa que era entonces, me sorprende que no reparara en el supuesto mal agüero que da un sombrero postrado sobre un catre. Era bien sabido en Castilla que había ciertas cosas que no traían suerte, y ésa era una de ellas.
Ordené que la desvistieran y la acostasen, eché una mirada al altarcillo de su aposento y salí rauda en busca de unas hierbas que pudieran calmar su dolor.
Con una palmatoria en la mano bajé a los subterráneos. Aquel solitario pasadizo me impuso respeto y temor, pero continué adelante. En el lúgubre sótano, un extraño personaje guardaba con celo sus pócimas y secretos. Se podría catalogar de brujo, pero los alquimistas contaban entonces con prestigio en la corte y éste fue el título que adoptó.
Aceleré el paso. Un haz de luz se reflejaba en el fondo del corredor. Oí voces.
Tenía prisa, pero me detuve en seco al oír una voz infantil en semejante lugar.
—¿Cuándo podré irme?
Reconocí el inconfundible tono de vuestra tía Isabel.
Una sombra se dibujó en la pared. La sombra de un adulto, el mismo que debió de arrastrar hasta allí a la infanta. Apagué la vela de un soplido.
—¡Callaos! Sois lo suficientemente mayor para comprender que todo eso os beneficia más de lo que podéis soñar. Algún día me lo agradeceréis como es debido.
Por el tono entre servil y autoritario reconocí la voz de Villena.
Isabel no contestó.
Otra persona lo hizo por ella.
—Señor marqués, el reino os lo agradecerá cuando el legítimo sucesor a la corona, don Alfonso, sea reconocido y jurado como tal. Pero respetando las sagradas jerarquías. No como don Enrique, que sublima a sus criados.
Me preguntaba de quién podrían estar hablando cuando Villena agregó:
—¡Lo que ha hecho con don Beltrán no se ha visto nunca! Por yacer con la reina y cumplir con lo que él no pudo, le ha colmado de favores y gracias. El condado de Ledesma y la mayordomía de la orden de Alcántara, amén de todos los nuevos consejos en la gobernación. ¡Pensar que hace tan sólo dos días De la Cueva era paje de lanza!
Apreté los puños hasta clavarme las uñas en las palmas de las manos. Aquel hombre difamaba a escondidas nuestro origen, deshonraba a los reyes y no dudaba en propagarlo con alevosía manifiesta ante una inocente niña de once años.
Dicen que es posible convencer a muchos de que una mentira es verdad a base de repetirla sin cesar. Si además, el que escucha es una párvula, el éxito de la difamación está asegurado.
¿Cómo podía encerrarse en un hombre tanta falsedad?
No ignoraba las vejaciones a las que se había sometido vuestra madre para la endemoniada fecundidad. Aceptó ser vuestro padrino de bautismo y estuvo presente en vuestro nacimiento.
Para que no me oyeran, me alejé de allí silenciosamente con lágrimas en los ojos. No me sentía con fuerzas para decírselo a mi señora y menos cuando se encontraba débil y enfermiza.
Sólo podía transmitir mi cólera a una persona que me escuchara sin alarmarse. Alguien que supiera buscar una salida a semejante infamia. Tan grave era, que bien se podría calificar de blasfemia, pues aunque los reyes no son Dios por Él nos han sido dados.
Me dirigí, pues, hacia los aposentos del obispo de Calahorra, dispuesta a abrazarme a él y sollozar sobre su hombro.
Cuál no sería mi sorpresa cuando al abrirse la puerta lo vi acompañado de don Beltrán de la Cueva. La presencia del visitante me contrarió. No tanto por inoportuna, sino porque hizo que me diera cuenta de mi desmesurada confianza hacia el clérigo al que yo había entregado mi afecto.
Sin notar mi azaro, don Beltrán me tendió la mano y con una enorme sonrisa en los labios me comunicó su inmediato matrimonio con una sobrina de mi amado.
—La hija menor del marqués de Santillana —aclaró con indisimulado orgullo y satisfacción.
Procuré ocultar mi gran sorpresa fijándome detenidamente en vuestro supuesto padre.
Don Beltrán era gallardo y bien carado. Pero era tan moreno o más que vuestra madre. ¿Cómo pretendía el pérfido de Villena que creyeran su patraña?
—¿Qué os sucede? —dijo el nuevo conde—. ¿No os alegra la noticia que acabo de daros?
Bajé la mirada sin saber qué hacer con mis ojos para que no me delataran. Fijé mi vista en sus chapines. Noté que llevaba uno de sus zapatos cuajado de piedras preciosas.
—¿Por qué adornáis nada más que un pie? —le dije levantando la mirada y desviando la respuesta a su pregunta.
Sonó una ruidosa carcajada.
—Es un pequeño ardid para controlar la avaricia y el interés de los hombres. Muchos piensan al verlo que he perdido las piedras. Resulta entretenido ver cómo, disimulando, intentan buscarlas detrás de mí con la intención de hacer acopio de ellas en silencio. Es mi forma de descubrir las intenciones de los que me rodean, en silencio y sin levantar sospechas.
Aquello me alteró de nuevo. ¿Cómo podía estar tan convencido de conocer el comportamiento humano, cuando los más cercanos tejían una maraña sobre su persona?
Pero hubo algo que me puso más nerviosa. Fue un interrogante que me surgió al notar la mirada que me echó mi amado después de que Beltrán me comunicara lo de su matrimonio. Ni por un momento había creído en mi falsa calma. Aquel hombre sabía leer el corazón de los hombres como pocos. Y lo que leía en mí era: ¿Cuál sería su proceder y el de su familia respecto a vos ahora que vuestro supuesto padre entraría a formar parte del clan de los Mendoza?