Capítulo 1
La estaban siguiendo. No había lugar a dudas.
Nicole agarró con fuerza el manillar de la sillita de paseo y apretó el paso. El mismo Jeep negro había pasado a su lado ya tres veces mientras ella daba su paseo matutino por el pueblo. En su interior había dos hombres con gafas oscuras, que no conseguían ocultar el hecho de que la atención de ambos estaba completamente centrada en ella. Cuando el vehículo aminoró la marcha para seguirla a poca velocidad y a corta distancia, Nicole sintió que el terror se apoderaba de ella. Había llegado el momento de dejarse llevar por el pánico.
El sendero empedrado que conducía a su granja aún estaba muy resbaladizo por la ligera llovizna de abril. Las bailarinas que llevaba puestas se deslizaban por la piedra. Le costaba respirar por el esfuerzo. Un grito de alegría resonó entre las mantas rosadas mientras la sillita rebotaba y se meneaba sobre las piedras. Nicole se obligó a sonreír a su hija, tratando de echar mano a una tranquilidad interior que no estaba segura de poseer. Ya casi estaban en casa. Cerraría la puerta con llave y ya no habría peligro alguno.
Después de tomar la última curva del sendero que conducía a La Petite, se detuvo en seco. La verja estaba llena de vehículos y muchos más se encontraban aparcados a lo largo del sendero. Había una docena de personas con cámaras colgando del cuello. Nicole escuchó un zumbido en los oídos que sin duda indicaba que la tensión se le había puesto por las nubes.
La habían encontrado.
Reaccionó con rapidez. Se quitó la ligera chaqueta que llevaba puesta y la colocó sobre la capota de la sillita. Los hombres no tardaron en arremolinarse en torno a ella. Las cámaras comenzaron a disparar. Ella mantuvo la cabeza baja mientras trataba de seguir avanzando. Cuanto más lo intentaban, más parecían aquellos desconocidos cortar el paso. Aparentemente, el hecho de que hubiera un bebé por medio no parecía suponer diferencia alguna para que aquellos paparazzi respetaran su espacio personal. Un hombre dio un paso al frente y le cortó el paso directamente.
—Vamos, una foto del bebé, señorita Duvalle —le dijo con una desagradable sonrisa—. Ha conseguido ocultarlo bien, ¿eh?
Nicole se mordió el labio inferior. La clave era guardar silencio. No darles nada y rezar para que se marcharan. De repente, el claxon de un coche resonó a sus espaldas. El Jeep negro apareció detrás de ella y comenzó a abrirse paso entre la multitud y obligó a los fotógrafos a dispersarse. Nicole aprovechó la distracción y apretó el paso.
Pareció que tardaba una eternidad en lograr franquear la verja de su casa. No podían atravesarla sin infringir la ley, pero Nicole no era tan ingenua como para pensar que había escapado de ellos. No volvería a tener intimidad. Aquel pensamiento le provocó un nudo en la garganta.
Se resistió a mirar por encima del hombro y se concentró en sacar las llaves del bolso con manos temblorosas. Cuando por fin estuvo en el interior de su casa, echó el cerrojo y tomó a Anna en brazos. El aroma cálido de su hija la tranquilizó, dándole un breve momento de alivio. El sol entraba a raudales por la ventana y llenaba la estancia de luz y alegría. Los resplandecientes ojos azules de Anna la miraban con alegría, totalmente ajeno a la situación en la que se encontraban.
Necesitaba descubrir lo que estaba pasando. Inmediatamente. Con delicadeza, colocó a la pequeña sobre una manta llena de juguetes y se puso a ello. No era tarea fácil arrancar el viejo ordenador que había en la granja. Una de sus primeras resoluciones al mudarse desde Londres a la campiña francesa había sido deshacerse de su smartphone y dejar de mirar las noticias relacionadas con el mundo del espectáculo. Por supuesto, tenía un teléfono para emergencias, pero se trataba de uno antiguo, que solo podía realizar y recibir llamadas. No necesitaba más.
Pareció tardar horas en escribir unas pocas palabras en el buscador. Inmediatamente, deseó no haberlo hecho.
¡Descubierto el hijo secreto del multimillonario Marchesi!
Al ver aquellas palabras escritas en blanco y negro sobre la polvorienta pantalla, sintió que se le helaba la sangre. Leyó rápidamente algunas líneas de la entrevista antes de apartarse de la pantalla con asco. ¿Iba a ser siempre su vida un sórdido entretenimiento para las masas? Se mordió los labios y se agarró la cabeza entre las manos. No iba a llorar.
Aquello no podía haberle ocurrido allí. El pequeño pueblo de L’Annique había sido su santuario desde hacía más de un año. Se había enamorado de sus amables vecinos y de la tranquilidad que allí reinaba. Al contrario que en Londres, donde su nombre era sinónimo de escándalo, allí se había sentido libre para criar a su hija en paz. Desgraciadamente, la tranquilidad de aquel pueblo se vería perturbada por los ecos de su antigua vida.
Había invertido cada penique de la venta de su casa de Londres en procurarse un nuevo comienzo. Si tenía que volver a huir se quedaría en la bancarrota. Si huía, la seguirían. De eso estaba segura. Ella no tenía el poder que hacía falta para proteger a su hija de los medios.
Solo había una persona que lo tenía. Sin embargo, el hombre en el que estaba pensando no trataba con los cotilleos de la prensa sensacionalista. Rigo Marchesi ni siquiera pensaría en intentar ayudarla. Le sorprendía que los medios se hubieran atrevido a enojarle por el poder que tenía su apellido. Por suerte para él, contaba con un equipo de Relaciones Públicas que se harían cargo del asunto. Nicole volvería a quedarse sola una vez más.
Apartó las cortinas para mirar al exterior. Frunció el ceño al ver que los hombres seguían apostados al otro lado de la verja. Por suerte, habían llegado dos coches de policía y habían empezado a dispersarlos.
Un segundo Jeep negro se había reunido con el primero, este último con cristales tintados. Un puñado de hombres con trajes oscuros salieron y comenzaron a avanzar por la calle.
Nicole sintió que la respiración se le aceleraba peligrosamente hasta que se le entrecortó cuando vio al último hombre que descendía del Jeep. Era alto. Llevaba un elegante traje y gafas oscuras. Cuando él se volvió por fin para mirarla, Nicole se mordió el labio. El tiempo pareció detenerse hasta que el hombre se quitó las gafas. Entonces, ella dejó escapar un suspiro de alivio.
No era él.
Durante un instante, había pensado que… Bueno, no importaba. En aquellos momentos, aquel hombre alto se dirigía hacia su puerta.
Nicole tragó saliva y fue a abrir la puerta, aunque no quitó la cadena para poder observar al imponente desconocido con seguridad. No tardó en comprobar que le resultaba vagamente familiar.
—¿Señorita Duvalle? —le preguntó el hombre con un fuerte acento italiano—. Me llamo Alberto Santi. Trabajo para el señor Marchesi.
La humillación la obligó a recordar. Aquel era el hombre que realizaba todos los trabajos que Rigo no se dignaba a hacer. En aquellos momentos, tenía la misma mirada de desaprobación que la noche en la que la acompañó a través de una sala muy concurrida, para alejarla de la risa burlona de su jefe.
—He venido a ayudarla.
—Tiene usted una cara muy dura presentándose en mi puerta —replicó ella sacudiendo la cabeza. Entonces trató de cerrar la puerta, pero se lo impidió un brillante zapato de cuero.
—Tengo órdenes de colocarla a usted bajo la protección del grupo Marchesi.
—Yo no acepto órdenes de Rigo Marchesi.
—Puede que me haya expresado mal —dijo el hombre con una sonrisa forzada—. Se me ha enviado para ofrecerle ayuda. ¿Puedo entrar para hablar con usted en privado?
Nicole lo consideró un instante. En realidad, no tenía muchas opciones. Tal vez al menos él podría organizar algún tipo de protección para ellas. Dio un paso atrás, retiró la cadena de la puerta y le indicó a Santi que pasara.
Él entró y examinó la sencilla vivienda con una rápida eficacia llena de desaprobación. Entonces, volvió a mirarla a ella.
—Señorita Duvalle, mi equipo ya ha restringido el acceso a la zona, tal y como puede ver —dijo mientras indicaba los hombres que montaban guardia junto a la puerta de la verja—. Preferiríamos que no tuviera ningún contacto con los medios hasta que hayamos tenido oportunidad de resolver este asunto en privado.
—Eso va a ser bastante difícil, considerando que están acampados a las puertas de mi casa.
—Esa es la razón por la que yo estoy aquí. Se ha organizado una reunión en París para resolver… esta situación. Si decide cooperar, podrá contar con toda nuestra ayuda.
La palabra que él había elegido para referirse a lo que ocurría indicaba que lo consideraba todo una molestia, un pequeño inconveniente para el funcionamiento del imperio de la moda de Marchesi. Aquellas personas no se daban cuenta de que la vida entera de Nicole se había puesto patas arriba por segunda vez en menos de dos años.
—Yo no tengo control alguno sobre esta situación, tal y como usted puede ver, señor Santi. Por lo tanto, dudo que pueda ayudar a nadie a resolverla. Lo único que deseo es mantener a mi hija apartada de todo esto.
—Los medios no cederán. Ya lo sabe. Supongo que esperaba esta atención…
—¿Y por qué tenía yo que esperar algo así?
Santi se encogió de hombros y apartó la mirada tras dejar muy claro a qué se refería. Nicole sintió que la vergüenza se apoderaba de ella, tal y como le había ocurrido la última vez que aquel hombre le transmitió un mensaje de su jefe. Sacudió la cabeza asqueada. Por supuesto, Rigo sería capaz de pensar que ella había sido capaz de vender la intimidad de su hija a los tabloides. Después de todo, era la hija de Goldie Duvalle.
Tras desprenderse de la ira y la aflicción, se obligó a hablar.
—Dejemos clara una cosa. Si declino a ir con usted, ¿protegerá mi intimidad la policía?
—Me temo que no.
Ya estaba todo dicho. Sintió que el vello se le ponía de punta. Resultaba evidente que le habían dado un ultimátum. Tenía que meterse en el coche para ir a firmar un trato con el diablo o quedarse allí, atrapada en su casa, mientras los buitres la rodeaban.
Por supuesto, podía marcharse y encontrar un nuevo lugar. Sin embargo, sabía a ciencia cierta que Anna y ella jamás volverían a llevar una vida normal. Aún no habían conseguido hacerle una fotografía a la pequeña, pero lo harían. Y el escándalo le daría una mala fama que no merecía.
Nicole sabía muy bien cómo era esa vida porque la había vivido. Jamás pondría a su hija bajo esa clase de presión. Sin embargo, ¿sería capaz de asegurar la intimidad de Anna con el escándalo rodeándolas a ambas? Ella no tenía el poder económico necesario para controlar a los medios y poder mantener el inocente rostro de su hija alejado de las portadas de los periódicos.
Sintió que se le hacía un nudo en el pecho. Anna era demasiado joven para ser consciente del drama que la rodeaba. Sin embargo, Nicole sabía mejor que nadie que lo iría comprendiendo con la edad. Los recuerdos de su propia infancia amenazaron con resurgir. Casi podía sentir la agobiante presión de tener que actuar para el público.
Sacudió la cabeza y se acercó a la ventana una vez más. Al pensar en aquellos hombres del exterior que se peleaban por tomar una fotografía de su hija y poder venderla al mejor postor sintió que se despertaba en su interior un instinto primario muy profundo. Aquella era precisamente la razón por la que se había alejado de su antigua vida.
No quería aceptar la ayuda de Rigo, pero no era tan testaruda como para no reconocer que la necesitaba desesperadamente. Estaba segura de que él querría que aquel episodio se borrara tan pronto como fuera posible. Le había dejado muy clara su postura sobre la paternidad.
Iría a París. Sacrificaría su orgullo y le pediría ayuda. La historia se silenciaría y, en poco tiempo, todos podrían volver a la normalidad.
Las oficinas centrales del Grupo Marchesi en Europa estaban en una gigantesca torre de cromo y cristal en el corazón de París. Se trataba de un edificio relativamente nuevo y su adquisición había sido uno de los primeros cambios que Rigo Marchesi había realizado en la histórica marca de moda al tomar posesión del puesto de director ejecutivo hacía ya cinco años.
Se produjo un gran escándalo cuando él decidió cambiar el centro neurálgico de la empresa de Milán a París, pero Rigo tenía planes para el futuro de su empresa, y esos planes requerían cambios.
Estar al tanto del pulso del mundo de los negocios modernos, junto con su gran habilidad para negociar y una reputación muy sólida, le había convertido en un gran líder. Tras una serie de decisiones poco convencionales, había visto cómo sus beneficios subían como la espuma. El apellido familiar había recuperado su lugar después de un declive constante a lo largo de los diez años anteriores a que Rigo se hiciera cargo de la empresa.
A los grandes líderes jamás se les sorprendía. Rigo miraba con dureza la pantalla de su ordenador mientras removía un espresso doble. Los grandes líderes jamás se desviaban de su camino por un escándalo que, aparentemente, ya llevaba viviendo en Internet varias horas. Sobre todo, los grandes líderes no se veían vilipendiados públicamente por los medios de comunicación pocas semanas antes de que se firmara el mayor contrato de la historia de su empresa.
Se tomó el café de un trago, se levantó y se dirigió hacia la ventana.
Nicole Duvalle había sido un accidente, un instante de locura que, de algún modo, había aparecido en el radar para turbar su buen juicio. Rigo no se dejaba llevar por el placer sin sentido. Se aseguraba de que las mujeres que poseía tenían sus propias profesiones de las que ocuparse, como le ocurría a él. Era muy selectivo en sus aventuras y no tenía tiempo de la clase de mujer a la que simplemente le atraían las numerosas cifras de sus cuentas bancarias.
Sin embargo, en lo que se refería a Nicole, su lógica le había fallado. Se había visto cegado por la atracción que sentía hacia ella y no había pensado en las consecuencias.
Las consecuencias estaban allí, muy presentes. La señorita Duvalle no tenía ni idea de lo que había empezado.
Rigo se giró cuando sintió que la puerta de su despacho se abría para dejar paso a Alberto. Su mano derecha parecía menos compuesto e impecable que de costumbre.
—Confío en que todo haya salido como habíamos planeado —le dijo Rigo.
—Ella se marchó de la reunión menos de cinco minutos después de que empezara —respondió Alberto con frustración—. Le ofrecieron el trato y ella se negó en rotundo.
Rigo quedó en silencio durante un instante. Entonces, se apoyó contra el escritorio. Habría mentido si hubiera dicho que no había esperado algo así. Si Nicole estaba tan sedienta de dinero como su madre, no aceptaría la primera oferta que se le hiciera. Él tan solo le había ofrecido dinero para evitar que el asunto llegara a los tribunales.
El contrato que él estaba negociando en aquellos días con Fournier, el famoso joyero francés, estaba en unos momentos muy delicados. Fournier se había mostrado reacia a fundirse con una empresa tan grande como Marchesi y habían tardado meses en llegar al lugar en el que se encontraban las negociaciones en aquellos momentos. Rigo apretó los dientes de frustración. ¿Cómo podía una entrevista causar aquel caos?
Ya se le había notificado que algunos accionistas habían vendido y que había inquietud entre los miembros del consejo de dirección. Su fallecido abuelo había dejado un rastro negro en el apellido Marchesi que había estado a punto de llevar a la bancarrota una empresa con más de ochenta y cinco años. Tras el incansable trabajo de su padre para volver a enmendar la empresa, Rigo no iba a permitir que aquel asunto les causara molestia alguna.
Si sus propios accionistas estaban nerviosos, estaba seguro que los de Fournier también lo estaban. No los culpaba. El ochenta por ciento de su mercado eran mujeres. El hecho de que el director ejecutivo hubiera dejado embarazada a su amante para luego dejarla tirada resultaba malo para el negocio, aunque fuera una descarada mentira que una cruel cazafortunas se hubiera encargado de contar.
—¿Dónde está ella ahora? —preguntó Rigo.
—La niña necesitaba dormir, por lo que la hemos alojado en uno de los apartamentos que la empresa tiene en Avenue Montaigne.
—¿Rechaza el trato y la instalas inmediatamente en un alojamiento de lujo? Alberto, eres muy blando.
—No podíamos arriesgarnos a que hablara con la prensa —se apresuró a decir Alberto.
—Olvídalo. Tendré que arreglarlo yo mismo —gruñó Rigo mientras agarraba su americana.
Había llegado el momento de que le aclarara de una vez lo que, evidentemente, no le había dejado muy claro la última vez que la vio. No permitiría que Nicole se burlara de él.
Mientras trataba de ignorar el ardor de estómago que tanto la incomodaba, Nicole arrojó el resto de su cena a la basura y se sirvió una copa pequeña de vino blanco. Necesitaba relajarse y librarse del nerviosismo que la atenazaba para poder formular un plan. Y ese plan no implicaba estar encerrada en un apartamento de lujo como si fuera una princesa asustada y sin defensa alguna.
Se dirigió hacia el enorme ventanal para observar cómo las luces de París titilaban contra el cielo del atardecer.
Su antigua vida había estado repleta de noches como aquella, bebiendo vino y mirando las luces de muchas hermosas ciudades. Sin embargo, ninguna de ellas le había parecido un hogar, ni siquiera Londres. Un hogar era lo que había estado intentando crear en L’Annique. Un lugar estable en el que Anna pudiera crecer, ir al colegio y disfrutar de su primer beso. Las cosas normales que las chicas deben vivir. Desgraciadamente, se había visto obligada a huir, a aceptar ayuda del único hombre al que se había prometido no recurrir nunca por muy dura que se pusiera su vida.
Se sentó en el sofá y cerró los ojos. Había tardado una hora en dormir a Anna, que se encontraba muy inquieta al haber salido de su habitual rutina. Tenía que recuperar el ánimo. Después de todo, los niños sentían la tensión de sus madres, ¿no? La vida entera de ambas se había hecho pedazos y ella era la única culpable.
Tomó un largo sorbo del vino y miró ansiosamente por el ventanal hacia la calle. Alberto le había asegurado que allí tendrían garantizada la intimidad y que estarían libres de la presión de los medios hasta que llegaran a un acuerdo. Eso era lo único que Nicole necesitaba en aquellos instantes hasta que decidiera cuáles eran las opciones que tenía.
El lujoso apartamento estaba en la tercera planta de un exclusivo edificio muy cerca de los Campos Elíseos. Estaba decorado con un estilo moderno y minimalista, no muy apropiado para un niño ni tampoco muy acogedor.
¿En qué había estado pensando al acceder ir allí? Por supuesto, querían ofrecerle dinero. Lanzó una maldición y se quitó los zapatos de una patada. Entonces, se acomodó en el sofá con los pies recogidos debajo de los muslos. Había esperado que trataran de amordazarla de alguna manera, pero con una cantidad de dinero a cambio de mentiras. Necesitaba ayuda, pero lo que se le había ofrecido la obligaba a pagar un precio demasiado alto.
En las semanas anteriores, apenas si había pensado en Rigo a pesar de que los ojos azul cobalto de su hija eran los mismos que los de su padre. Había pasado más de un año desde que vio por última vez los de su amante de una noche…
Tal vez, en cierto modo, había esperado que él estuviera presente. No obstante, no estaba segura de haber podido mantener la calma del mismo modo si él hubiera estado en la reunión.
Alguien llamó a la puerta del apartamento. Nicole se puso en pie lentamente. Alberto le había dicho que nadie sabía dónde estaba a excepción de él… y de su jefe.
—¿Quién es? —preguntó a través de la puerta cerrada. El corazón le latía con fuerza contra las costillas.
—Ya sabes quién soy, Nicole.
Al escuchar la profunda voz de Rigo, sintió que un escalofrío le recorría de la cabeza a los pies. De repente, sintió una profunda necesidad de darse la vuelta y salir corriendo, pero se quedó inmóvil, sorprendida de los ridículos nervios que la atenazaban. El estómago no dejaba de darle vueltas cuando extendió la mano y agarró el pomo de la puerta.
La abrió y allí estaba él. Un metro ochenta y cinco de macho alfa en estado puro. Cabello oscuro de corte perfecto y un traje hecho a medida que le sentaba como un guante.
—¿Puedo entrar? —le preguntó él con dureza, a pesar de la cortesía de la cuestión.
Nicole dio un paso atrás para franquearle la entrada. Rigo no dejaba de mirarla con aquellos ojos gélidos, unos ojos que aún tenían la facultad de dejarla sin aliento. Sin duda, él se estaba fijando en lo mucho que ella había cambiado desde la última vez que se vieron. Nicole sabía muy bien que había engordado como unos cinco kilos, que su cabello no había estado en manos de un estilista desde hacía más de un año y que tenía manchas de la cena de Anna en los vaqueros.
Inconscientemente, se tiró del bajo de la camiseta.
Rigo se apoyó contra la encimera de la cocina. Tenía los brazos cruzados sobre su impresionante torso y seguía mirándola, muy atentamente.
—¿No tienes nada que decir, Nicole?
—Diría que me alegro de volver a verte, pero los dos sabemos que eso sería mentira. Supongo que debería sentirme honrada de que te hayas molestado a venir a hablar conmigo en persona.
Rigo alzó las cejas.
—Créeme si te digo que tengo mil cosas que preferiría estar haciendo antes de esto.
—Al menos estamos siendo sinceros —repuso ella encogiéndose de hombros.
Se dijo que no debería sentirse herida por aquella afirmación. No tenía razón para ello. Prácticamente eran unos desconocidos. Tal vez él era el padre biológico de su hija, pero tan solo habían pasado una noche juntos.
Al recordar lo ocurrido aquella noche, sintió que las mejillas se le ruborizaban. Sin embargo, Rigo no pareció percatarse de aquella reacción.
—Bueno, yo no diría precisamente que estamos siendo sinceros, Nicole. Si estás buscando más dinero, en ese caso me temo que estás perdiendo el tiempo. Tienes suerte de que te haya ofrecido esa cantidad y que no te haya llevado a los tribunales por difamación.
—No quiero ni un céntimo tuyo —le espetó Nicole—. Lo único que quiero es que la prensa me deje en paz y que me devuelvan mi intimidad.
Rigo soltó una carcajada.
—Ah, es eso, ¿no? Los dos sabemos que perdiste todo derecho a la intimidad en el instante en el que arrastraste mi nombre por el barro.
—Yo no tuve nada que ver con eso —replicó ella mirándolo a los ojos sin dudar.
—Esto no es un juego, Nicole —dijo él con un tono peligroso de voz—. la última vez que estuvimos juntos te dejé muy claro que no debes meterte conmigo.
—Te aseguro que habría estado encantada con no volverte a ver nunca. Tu ego es tan grande que es increíble que te puedas levantar por las mañanas —le espetó. Por fin había sido capaz de expresar su ira.
Rigo dio un paso al frente. Una sonrisa a medias adornaba sus duros rasgos.
—Vaya, eso sí que es interesante. Hasta ahora, había visto a Nicole la inocente, la tentadora y luego a Nicole, la damisela en peligro. Sin embargo, creo que esta versión enfadada y apasionada es mi favorita.
Nicole se quedó sin aliento. La miraba con tanto desdén… Sintió que el vello se le ponía de punta. ¿Cómo había podido pensar que aquel hombre había sentido alguna vez algo parecido a lo que ella había experimentado aquella noche? En aquellos momentos, era un completo desconocido para ella. El hecho de que hubieran podido ser algo tan romántico como amantes era una tontería poética. La dura realidad era que tan solo habían sido dos personas que habían tenido relaciones sexuales.
En el pasado, Nicole podría haber podido llegar a pensar que había existido un vínculo entre ellos. Que, a pesar de pasar tan solo una noche en la cama de Rigo, ella había sido algo especial. ¿Cómo podía haber sido tan ingenua?
—Rigo, estás amenazándome con demandarme por unos chismes sobre los que yo no tengo control alguno.
—Entonces, ¿por qué ni siquiera has tratado de negarlo? —replicó él.
—Mi silencio es lo máximo que vas a conseguir. Ya no trato con la prensa.
—Realizarás una declaración pública en la que afirmarás que la niña no es mía, Nicole.
La mera presencia de Rigo resultaba tan imponente que ella habría sido una necia si no se hubiera sentido intimidada por aquella exigencia. Luchó contra el sentimiento que se le estaba formando en el pecho. Resultaba ridículo sentirse herida por aquellas palabras después de tanto tiempo. Después de todo, él le había dejado muy clara su postura sobre la paternidad. Sin embargo, una parte de ella siempre había esperado que Rigo cambiara de opinión en las semanas posteriores.
Incluso cuando estaba en la cama del hospital, aterrada al tener entre sus brazos a su hija prematura, había tenido la esperanza de que el mundo de Rigo hubiera cambiado tan profundamente como el de ella. Que, instintivamente, supiera que era padre.
La indignación ganó terreno a la tristeza. Se irguió y lo miró directamente a los ojos.
—Te dije que estaba embarazada de ti. Tú elegiste mantenerte al margen y me parece bien. Sin embargo, no pienso mentir públicamente e ir en contra de mis principios como madre tan solo para proteger tu maldito apellido.
Rigo sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿De verdad piensas que te habría dejado salir huyendo como lo hiciste a menos que hubiera estado completamente seguro de que yo no era el padre de tu hija?
Nicole se dirigió a la encimera de la cocina y comenzó a rebuscar en el bolso. Por fin asió el objeto que había estado buscando. Se volvió para encontrarse con la fría mirada de Rigo una vez más.
—Te digo que te equivocas, Rigo —dijo mientras extendía una fotografía—. Anna es tu hija. Aquí tienes la prueba.