8
—¡Oh, Dios, no! —grité—. Más no. No puedo más… ¡Oh, Dios mío, fóllame! —aullé, alzando las caderas y presionándolas contra la boca de Tai mientras le apresaba la cabeza con las manos.
Él me agarró las nalgas y succionó con fuerza, regalándome otro orgasmo. No habría creído que fuera posible de no haberlo experimentado. Acababa de comerme cruda. Había perdido la cuenta de cuántos orgasmos me había dado con la lengua. Sólo sabía que, como no me metiera esa enorme polla dentro enseguida, iba a desmayarme de agotamiento.
Tai gruñó como si fuera un animal salvaje. Ahora sé que ese sonido anunciaba que estaba a punto de perder la cabeza y de follarme como si no hubiera un mañana. Me dio la vuelta, colocándome boca abajo en la cama. Luego tiró de mis caderas hacia atrás, poniéndome a cuatro patas sobre el colchón.
—Agárrate a la cabecera. No puedo más. Tengo que entrar en ese delicioso coño y follarlo duro.
Me sujetó por la cintura, colocó las caderas en posición, apoyó la punta de la polla en mi entrada empapada y se deslizó en mi interior lentamente, centímetro a centímetro. Yo contuve el aliento, esperando una estocada brusca en cualquier instante, pero me sorprendió con su delicadeza. Aunque no por mucho tiempo.
—Así, con suavidad, para que mi polla se humedezca por todas partes con los fluidos de tu coño. —Entró y salió varias veces, despacio. Yo respiré hondo y agaché la cabeza para ver cómo entraba y salía de mi interior. El condón estaba bañado con mis fluidos. Bajé la mano para tocar el lugar donde me penetraba una y otra vez—. Ah, sí, criatura… Cómo te gusta notar que te rompo la flor en dos. No hay nada igual.
Llevó una mano a mi pecho y retorció un pezón, tirando de él, alargándolo. Al notarlo, eché las caderas hacia atrás con fuerza, desplazándolo.
—¿Qué? ¿Qué quieres? Tienes que pedírmelo, haole.
Odiaba que me llamara «extranjera» y él lo sabía, por eso lo usaba cuando estábamos haciendo el amor. Aunque lo que hacíamos Tai y yo difícilmente podía llamarse así. Nunca habíamos tenido una noche tranquila, con velas, bombones o esas cosas tan propias del romanticismo. Lo más parecido había sido cuando tomamos champán antes de que me follara como un poseso sobre el capó de su coche. No, Tai y yo follábamos, y lo hacíamos con entusiasmo. Ésa era una de las cosas que más me gustaban de él; que éramos amigos y lo seguiríamos siendo cuando me marchara a vivir mi siguiente aventura. Pero, de momento, me dedicaba a disfrutar de la gruesa polla de Tai, que seguía dándome lo mío con entusiasmo.
—¡Fóllame con esa gruesa polla samoana que Dios te ha dado! —grité, echando las caderas hacia atrás y clavándome en su miembro.
—¿Estás lista para andar como un pato mañana, criatura? —fanfarroneó él.
—¿Tengo el culo de color blanco? —le pregunté con descaro, mirándolo por encima del hombro y meneando el susodicho.
Él clavó la vista en mis nalgas, con los dedos apretados en mis caderas.
—Oh, sí —respondió embistiendo mi sexo y alcanzando ese punto tan sensible que reservaba para él.
—Pues ahí tienes tu respuesta. Deja de hacer preguntas estúpidas. Los hombres y sus preguntas idiot… ¡Joder! —Mi sexo se contrajo como un cepo cuando Tai se clavó en él bruscamente.
Grité en silencio, ya que tenía el aire retenido en los pulmones mientras me golpeaba sin piedad. Sus pelotas chocaban contra mi carne hinchada, añadiendo un toque de dolor tan agradable que arqueé la espalda, inclinándome un poco hacia atrás. Tai bajó la mano hasta encontrar mi clítoris, que pellizcó con dos dedos. No lo apretó ni lo acarició, sólo lo pinzó, añadiendo más presión a cada embestida. El placer que estaba sintiendo se elevó a cotas tan altas que no pude más. Estallé y me rompí en mil pedazos mientras él sujetaba con fuerza y se perdía en su propio clímax. Esta vez se corrió con un rugido que me recordó al de un león. Gritó con tanta fuerza que, si Maddy y Gin estaban dormidas, debieron de despertarse, ya que hasta las paredes temblaron con el ruido.
Eso es lo último que recuerdo. Luego perdí el mundo de vista.
Cuando me desperté, Tai me estaba limpiando el interior de los muslos con una toalla tibia.
—¿Te he hecho daño? —me preguntó, dirigiéndome una mirada fría con sus ojos oscuros, habitualmente tan ardientes.
Negué con la cabeza.
—¿Quieres volver a tu cama? —Negué de nuevo. Todavía me costaba un poco hablar a causa del zumbido de placer que seguía resonando en mis terminaciones nerviosas—. ¿Estás segura? —Su voz se rompió un poco al preguntar, lo que encendió las alarmas en mi cabeza.
Cuando se sentó a mi lado, me incorporé y me arrastré hasta su regazo. Él me abrazó con fuerza.
—No me has hecho daño.
—Te has desmayado —dijo con tanto sentimiento que abandoné el cálido refugio de su cuello para mirarlo a los ojos.
Le cogí la cara entre las manos y lo obligué a mirarme para que viera que estaba siendo del todo sincera.
—Tai, ésta ha sido una de las mejores experiencias sexuales de mi vida. La recordaré hasta que me muera. No me has hecho daño. Y, si no me he descontado, he tenido seis orgasmos. ¡Seis! Eso no pasa cada día.
No le dije que conocía a dos hombres capaces de darme seis orgasmos en una noche porque no me pareció necesario. Además, con Tai todo era distinto: la intensidad, el físico, las palabras, su modo de pensar… Todo era bueno, y él hacía que lo que compartíamos en su cama fuera tan especial.
Enredó los dedos en mi pelo y me acarició la cabeza.
—Mia, he perdido el control.
Yo negué con la cabeza.
—Nos embalamos. Eh…, me lo advertiste. Dijiste que íbamos a quemar las sábanas. Y yo diría que lo que acabamos de hacer puede considerarse quemar las sábanas —repliqué sonriendo. Él me devolvió la sonrisa a regañadientes—. ¿Tú no?
Ladeó la cabeza e inspiró hondo.
—Siempre y cuando estés bien de verdad.
—Oh, cariño, estoy mucho mejor que bien. Déjame descansar unas horas y estaré lista para otra ronda. Pero esta vez…, ¡yo encima!
Tai se echó a reír, me tumbó entre las frescas sábanas y me rodeó con su cuerpo, dándome calor. Exhaustos, ambos nos quedamos dormidos al momento.
Me desperté a la mañana siguiente con el sol en los ojos, los sonidos de la playa de fondo, una fresca brisa marina entrando por la ventana y la cabeza de un sexi demonio samoano entre las piernas.
Hawái.
El mejor mes de mi vida.
Al menos, el paseíllo de la vergüenza de la mañana siguiente no fue demasiado largo, ya que el bungalow de Tai estaba al lado del mío. Entré descalza, con las sandalias en la mano, andando de puntillas hasta que vi a Maddy preparándose un café y dirigiéndome una sonrisa burlona. ¡Mierda!
—¿Has pasado buena noche? —me preguntó, y se echó a reír al ver que me ponía roja como un tomate—. Oh, Dios mío, ¿mi hermana se está ruborizando? No me lo puedo creer. ¿Qué, hermanita? ¿A qué se debe esa sonrisa? ¿Puede ser que tenga algo que ver con cierta gruesa polla samoana?
Me quedé con la boca tan abierta que podría haber cazado cien moscas.
—Oh, sí, hermanita, lo he oído todo. ¿No sabías que la habitación de invitados comparte pared… con el dormitorio de Tai? —Maddy se echó a reír con tantas ganas que las mejillas se le volvieron del color de la remolacha.
Yo negué con la cabeza.
—Yo, eh…, la verdad es que… no sé qué decir.
—Al final tuve que irme a dormir a tu cama. Madre mía, qué ganas tengo de practicar sexo salvaje, como tú, toda la noche. En serio, ¿no te duele el chichi? —Me senté en un taburete alto, dejé las sandalias de plataforma sobre la encimera y me serví una taza de café.
—¿De verdad tú y yo vamos a tener esta conversación? —Cuando ella asintió, hice una mueca—. Pues sí, me duele un poco, pero es un dolor agradable. —Me llevé las manos a la frente y me masajeé las sienes.
Maddy acarició el borde de la taza con un dedo.
—Matt y yo lo hemos hecho unas… diez veces, pero no se parece en nada a lo que tú haces. —Ruborizándose, clavó la mirada en la taza—. No es que me queje. Me gusta lo que hacemos, me gusta mucho, pero nunca gritamos así. ¿Estoy haciendo algo mal?
Apoyé una mano en la suya.
—Oh, no, cariño, claro que no.
—Quiero decir… Nunca he oído a Matt gritar de esa manera. Normalmente gruñe un poquito y me dice que me quiere.
Me eché hacia adelante y golpeé la cabeza contra la encimera varias veces. De lo último que me apetecía hablar en esta vida era sobre sexo —ya fuera bueno o malo— con mi hermana pequeña. En momentos como ése odiaba a mi madre más de lo normal. Debería ser ella la que estuviera teniendo esa conversación con Maddy, no yo.
Armándome de valor, enderecé la espalda, saqué pecho, me eché el pelo hacia atrás y me preparé para una conversación incómoda pero necesaria. Mads quería saber cómo complacer a un hombre. Yo soy su único referente femenino, así que me tocaba a mí llevarla por el buen camino. «¡Por favor, Señor, inspírame!»
—Vayamos afuera, sentémonos en el lanai.
Ella se levantó de un salto, cogió el plato de fruta cortada y lo llevó a la mesa de la terraza. Por suerte, tenía las gafas de sol sobre la mesa. Me las puse, me senté frente a Maddy y estiré las piernas. Mi hermana aguardaba pacientemente mientras yo pensaba en lo que quería transmitirle.
Inspiré hondo y solté el aire.
—Vale. A ver, he llegado a la conclusión de que a los hombres les gusta que sus compañeras de cama sean activas, así que no te quedes quieta. Toca, acaricia, besa todo lo que te apetezca. —Maddy asintió en silencio—. ¿Habéis probado algo aparte de la postura del misionero? —Gruñí y miré al cielo, dejando que los rayos del sol me proporcionaran la energía que necesitaba para continuar con aquella tortura.
—No —respondió ella con el ceño fruncido—, pero me gustaría. ¿Cómo le dices a un hombre que te apetecería probar más cosas?
Oh, gracias a Dios, eso era fácil de responder.
—Háblalo con él cuando estéis a solas, pero no en la cama. Tal vez después de cenar, cuando estéis sentados en el sofá. Dile lo que te apetece.
—Es que no sé qué es lo que me apetece.
Me succioné el labio inferior y lo mordisqueé. «Venga, Mia, tú puedes», me animé a mí misma.
—Díselo o, mejor aún, muéstraselo. Cuando estéis en el sofá, móntate sobre él y luego…, bueno, hazlo así con él. —Tragué saliva, sintiéndome como si estuviera a punto de ahogarme.
Joder, qué duro era eso. Empezó a sudarme la frente y me vinieron muchas ganas de lanzarme a las frías y tranquilas aguas del océano que se extendía ante nosotras.
—¿A los hombres les gusta que las mujeres se les sienten sobre el regazo?
Asentí.
—Sí, les gusta. Tanto si están sentados como tumbados. Y a ti también te gustará, pero ve despacio, porque de esa manera te llegará más al fondo.
—¿Más al fondo? —Abrió mucho los ojos—. ¡Pero si ya me parece que Matt me va a romper en dos! —dijo apretándose las manos. Al menos, ya sabía que su futuro esposo estaba bien dotado. Cuando ella lo tuviera todo más por la mano, se daría cuenta de que eso era un plus—. ¿Qué más?
—¿No miras pelis porno? —le pregunté, pero al momento volví a gruñir porque en realidad no quería oír la respuesta. Ella negó con la cabeza—. Vale, pues podéis probar el perrito. Tú te pones a cuatro patas y él te lo hace por detrás. Pruébalo.
Juro que si Maddy hubiera tenido una libreta a mano, habría estado tomando notas. Mi hermana, la cerebrito, siempre tomando notas y estudiando las situaciones desde un punto de vista analítico y científico.
—Y ¿qué se siente cuando lo haces así?
Dejé caer los hombros y suspiré.
—Mucho placer. Así me lo estaba haciendo Tai anoche cuando nos oíste gritar —confesé. Ella sonrió, ruborizándose—. En realidad, lo que tenéis que hacer es exploraros mutuamente. Tenéis que hacer lo que os apetezca, sin importaros lo que hagan los demás, ni si los demás gritan más que vosotros en la cama. Lo que tienes con Matt es entre tú y él, y es obvio que le gusta porque te puso un anillo en el dedo —concluí riéndome.
Ella me dirigió una sonrisa tan radiante que me habría venido bien otro par de gafas.
—Tienes razón.
—Así que no te preocupes. Matt y tú ya descubriréis lo que os gusta. No me necesitas para que te explique cómo complacer a tu hombre, porque sólo tú vas a poder darle a Matt lo que desea. Sólo tú sabrás lo que le gusta y lo que no, y serás tú quien se lo dé. Sé sincera con él. Habla con él de las cosas que se te ocurren, de tus fantasías. Y, por lo que más quieras, lee libros eróticos o algo. ¡No me tortures más! —No exageraba. Sentía como si estuvieran a punto de salirme ronchas por todo el cuerpo.
Maddy se echó a reír como la adolescente que aún era. Aunque no por mucho tiempo. Mierda, ¿qué día era? En Hawái, las cosas van a otro ritmo y los días transcurren en una especie de calma chicha tropical.
—¿Qué día es hoy?
Maddy ladeó la cabeza y respondió con una sonrisilla:
—Diecinueve de mayo. —Se volvió hacia el mar y permaneció mirando al horizonte.
¡La madre que me parió! Su cumpleaños era al día siguiente.
—Vaya, vaya. Alguien cumple dos décadas mañana… Vamos a tener que montar un fiestón para celebrarlo.
Mads se revolvió en su silla, nerviosa.
—Tengo muchas ganas de cumplir los veinte. Aunque a Matt le ha sentado muy mal no poder celebrarlo conmigo.
—Vaya, pues que se aguante. Ya celebrará todos los demás. Los veinte son míos, igual que los anteriores.
Durante todos esos años, siempre me había encargado de organizarle una gran fiesta para su cumpleaños. Nuestra madre nos abandonó cuando ella tenía cinco años. Con once años, hice lo que pude para que tuviera una preciosa fiesta para su sexto cumpleaños. Y, a partir de entonces, cada año había hecho lo mismo. No nos sobraba el dinero, pero nos las apañábamos. Bueno, yo me las apañaba.
Iba a tener que hablar con Tai para ver qué organizábamos. Quería que Maddy estrenara los veinte años con una fiesta que nunca pudiera olvidar.
Al oír que la puerta se abría a mi espalda, me volví a saludar, pensando que sería Tai, pero era Gin, vestida con el mismo modelo que había llevado al luau. Esa zorra estaba haciendo el paseíllo de la vergüenza. ¡Eso iba a ser divertido!
—Hola, Gin. Pensaba que estabas durmiendo —la saludé haciéndome la tonta mientras ella se sentaba a mi lado.
Su melena rubia brillaba al sol de la mañana. Me robó la taza de café y se la bebió de un trago.
Le examiné la cara y el cuerpo. Tenía marcas rojas en el escote, un chupetón en el cuello, justo debajo de la oreja; llevaba el pelo revuelto, como si le hubiera pasado un tornado por encima, y los labios se le veían muy hinchados.
—¿Has pasado buena noche? —le preguntó Maddy, igual que había hecho conmigo, y no pude aguantarme la risa.
—¿Qué os pasa? ¿Por qué gritáis tanto? —Gin gruñó y se tapó las orejas.
Oh, fantástico. También estaba resacosa. ¡Más diversión!
Enderecé la espalda, doblé la pierna y me abracé una rodilla.
—Tienes aspecto de que te han follado bien toda la noche. ¿Me equivoco?
Gin meneó las cejas, alargó los brazos y las piernas sentada en la silla y se estiró con ganas.
—¡Oh, sí! No te equivocas —admitió con los ojos brillantes de plenitud sexual—. Si tu Tai se parece en algo a su hermano Tao, ¡uau! —Se llevó una mano al pecho y se abanicó la cara con la otra—. Me ha follado de todas las maneras imaginables y luego ha vuelto a empezar. Nunca en mi vida… —Dejó la frase a medias y se echó hacia atrás en la silla—. No quiero irme de aquí. Me quedaré en Hawái y seré la esclava sexual de Tao. Le limpiaré la casa, le prepararé la comida, y él puede pagarme en carne… en barra.
Yo recuperé mi taza de café y ella hizo pucheros.
—Gin, ¿quieres ir con cuidado con las cosas que dices, zorrón? —la reñí señalando a Maddy con la barbilla.
—¿En serio, Mia? ¿Después de la conversación que acabamos de tener?
—¿Qué conversación? —preguntó Gin, y yo gruñí.
—Bueno, la noche de Mia ha sido muy parecida a la tuya, y he oído todas las palabras y los gritos que ha soltado mientras estaba en la cama con Tai —explicó Mads.
Gin me taladró con la mirada.
—¡Serás hipócrita!
—Oh, cállate. No tenía ni idea. —Crucé los brazos sobre el pecho y mis pezones protestaron. Tai había sido una auténtica máquina succionadora durante la noche.
Maddy siguió hablando a pesar de nuestros insultos. Estaba tan acostumbrada a oírnos discutir que le parecía lo más normal del mundo.
—Por eso le he pedido a Mia que me aconseje sobre cómo complacer a un hombre. Ya sabes que Matt y yo sólo hemos hecho el misionero. Cuando has llegado, Mia me estaba dando consejos.
A juzgar por la respuesta de Gin, le pareció lo más divertido del mundo. Se rio a grito pelado mientras daba patadas al aire y sacudía los brazos como si fuera un náufrago pidiendo ayuda en medio del mar.
—Y ¿cómo lo has llevado? —me preguntó buscándome con la mirada—. Apuesto a que habrías preferido que te atravesaran los ojos con un hierro candente. —Gin me acarició el brazo, aunque me libré de ella sacudiendo el hombro.
—Te odio.
—¡Y una mierda! Me quieres. —Me cogió la mano y empezó a darme mordiscos a lo largo del brazo al tiempo que hacía ruiditos como si fuera Pac-Man.
No pude contener la risa por más tiempo y la aparté de un empujón. Era imposible estar enfadada con Gin. Esperaba tenerla siempre a mi lado, ayudándome a luchar en todas las batallas que nos presentara la vida.
—Puedes preguntarme a mí también si quieres, Mads. Estaré encantada de compartir contigo las maravillas del sexo. Puedo enseñarte un truco para mamársela a tu chico que hará que lo tengas a tus pies.
Maddy abrió los ojos desorbitadamente y asintió con entusiasmo mientras acercaba la silla a la de Ginelle como si estuviera a punto de revelarle un secreto.
—¡Y una mierda! —grité.
—Oh, vamos, no seas aguafiestas. Maddy tiene que aprender a chupar pollas si quiere que su marido se quede a su lado. —Ginelle se volvió hacia ella y unió las manos dando una palmada—. Lo primero que debes saber, pequeña, es que a los hombres les encanta que te lo tragues. No les importa que lo escupas, pero tienen esa obsesión con marcarnos que hace que, si te tragas esa especie de baba viscosa, se vuelvan locos.
Yo me levanté y le tapé la boca con la mano.
—Ginelle, deja de hablar con el culo. Es hora de ducharse. —Tiré de ella, obligándola a levantarse, y la cogí en brazos como si yo fuera el novio y ella la novia.
—Lo digo en serio. Arrodíllate y trágate la polla de Matt todo lo que puedas —siguió diciendo Gin mientras yo la llevaba hacia la orilla.
Al parecer, Maddy nos estaba siguiendo, porque Gin no cerraba la bocaza.
—Y ¿qué más? —preguntó mi hermana muerta de risa.
—Agárralo por las caderas y deja que te coja del pelo y que folle la boca. Ah, y, por lo que más quieras, ¡cúbrete los dientes con los labios! —fue lo último que dijo antes de que la tirara al mar.
Ginelle sacó la cabeza del agua, escupiendo y riendo. Luego hizo el muerto y dejó que las olas la devolvieran a la arena.
Yo cogí a Maddy del brazo.
—Venga, vamos a desayunar.
Mi hermana miró por encima del hombro.
—¿Crees que estará bien?
—Deja que esa perra en celo se enfríe un poco; no le vendrá mal.
Mientras volvíamos a cruzar la playa, esta vez en dirección al bungalow, oímos a Ginelle, que se reía con ganas a nuestras espaldas.