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Curiosamente, al final no usamos el condón tal como habíamos previsto porque, justo cuando el último beso empezaba a caldearse, Tai recibió una llamada. Y luego otra. Y otra. Y otra. Al parecer, la cena del domingo por la noche era un acontecimiento importante en la familia Niko. Por eso ahora, aunque sólo hacía un día que conocía a Tai, y a pesar de que nuestra relación consistía básicamente en que nos habíamos comido el uno al otro, estaba a punto de conocer a su familia. A toda su familia.
—Ya verás, Mia. Mi familia es genial. Son los mejores. Sin embargo, no te olvides de que eres blanca y vienes del continente, así que, si bromean llamándote haole, tú sígueles la corriente. Nuestro pueblo está realmente orgulloso de su herencia cultural, de nuestro legado y de nuestra estirpe. Te recibirán con los brazos abiertos y te tratarán muy bien…, siempre y cuando no crean que mantenemos una relación seria.
—Pues entonces no habrá ningún problema, porque no la tenemos. Estoy aquí para hacer mi trabajo; me marcharé dentro de un mes. Eso es todo. Se lo dejaré bien claro a tu familia las veces que haga falta. Pero si nos divertimos un poco durante estas semanas —añadí dándole un codazo juguetón en su gigantesco bíceps—, no hacemos daño a nadie, ¿no?
Él frunció los labios en una sonrisa tan sexi que quise cubrirla con los míos y zampármela enterita.
—Tienes toda la razón, criatura. Vamos. Primero te presentaré a mi padre, luego a mis hermanos y, por último, a mi madre.
Fruncí el ceño sin poder evitarlo.
—¿Por qué tu madre la última?
Él negó con la cabeza.
—Porque aquí dejamos lo mejor para el final —respondió, aunque no me quedé muy convencida. Tal vez lo había dicho sólo para evitar que le diera una patada en las pelotas.
Cuando llegamos a nuestro destino, decir que me quedé boquiabierta sería quedarme corta. Por alguna razón, me había imaginado que iríamos a un sitio de aspecto isleño y tribal, pero la casa que tenía delante estaba pintada del mismo tono de azul que el cielo. Tenía molduras blancas y un porche que la rodeaba por completo. La finca contaba con una gran superficie de césped salpicada de palmeras. La carretera de acceso a la casa estaba llena de coches aparcados. Sin exagerar, habría unos veinte. ¡Veinte coches para una cena familiar! Si yo invitara a toda mi familia a cenar, cabríamos todos en el mismo vehículo.
En cuanto apagamos el motor, oí un ruido de fondo. Había voces por todas partes. Venían de dentro de la casa, pero también de fuera, de la parte trasera de la vivienda. Aun así, lo que más me impresionó fue el sonido de las risas que llegaban desde todas partes. Allí se respiraba felicidad. La noté desde el mismo momento en que puse un pie en el suelo, y seguí notándola mientras cruzábamos la moderna casa de estilo colonial situada en el corazón de la isla de Oahu.
En silencio, Tai me llevó de la mano por toda la propiedad. Había gente en cada una de las habitaciones. Todos levantaban la vista y nos miraban pasar con sonrisas en sus rostros del color del azúcar moreno. No nos juzgaban; sólo nos miraban con una curiosidad que impregnaba el húmedo aire a nuestro paso.
Finalmente llegamos a la puerta trasera y volvimos a salir al exterior, que era donde se estaba celebrando la fiesta.
—¿Es una ocasión especial? —pregunté.
Tai inclinó la cabeza hacia atrás y empezó a reír a carcajadas. Varios rostros se volvieron al oír el retumbar de su voz de barítono.
—Mia, todos los domingos por la noche son así. Mi familia está muy unida. Todo el mundo participa trayendo alguna bandeja con la que se podría alimentar de cuarenta a cincuenta personas. Y luego, de lo que sobra, se llevan lo que quieren en esa misma bandeja. Está todo muy organizado.
Le apreté la mano.
—Pero nosotros no hemos traído nada —protesté mordiéndome el labio inferior, sintiéndome preocupada porque no estábamos siguiendo el protocolo samoano para fiestas y cenas.
—Claro que hemos traído algo. ¿Qué eres tú, si no?
—¿Yo? —Fruncí las cejas con tanta fuerza que noté una punzada en la nariz.
Tai me atrajo hacia la calidez de su gran cuerpo. Yo lo rodeé con los brazos, agarrándole el culo, que tenía duro como una piedra. Madre mía, menudo mordisco le daría si pudiera. Una vez más, lamenté que nos hubieran interrumpido y que no hubiéramos podido consumar el polvo como a mí me habría gustado. Es decir, que al acabar me costara caminar.
Él se pasó la lengua por esos labios pecaminosos, apoyó la frente en la mía y me dijo en un tono de voz tan ronco que la sentí resonar en mí:
—No me mires como si quisieras que te follara, criatura, o te clavaré a la pared más cercana y que se jodan los que no quieran oírnos. Y te aseguro que nos oirían. No hay nada mejor para hacer gritar a una mujer que estar enterrado en su flor hasta las pelotas.
Vale, lo admito, eso me dejó sin palabras. En silencio, lo seguí hasta que Tai se detuvo ante otra especie de mamut humano. Éste iba sin camisa, vestido sólo con unos pantalones cortos. Al mirar a mi alrededor, me di cuenta de que la mayoría de los presentes llevaban ropa de playa. Tai, en cambio, llevaba pantalones cortos de camuflaje y un polo. Iba con ese look que Héctor, mi mejor amigo gay de Chicago, definía como chic-golfista. Aunque Tai podría ponerse lo que quisiera —o no llevar nada— y seguiría estando para chuparse los dedos.
— Tama —dijo anunciando nuestra presencia con una palabra samoana que debía de significar «padre», o «papá», al hombre que estaba al lado de la barbacoa.
Al ver que Tai bajaba la mirada, yo hice lo mismo.
—Hijo, ¿quién es esta chica que has traído a nuestra casa? —preguntó en un tono de voz acogedor y amistoso.
Él alzó la vista y sonrió.
— Tama, te presento a Mia Saunders. Mia, él es mi padre, Afano Niko. —Yo alargué la mano y el hombre me la estrechó—. Trabaja conmigo en la nueva campaña de bañadores.
Su padre alzó tanto las cejas que éstas casi tocaron el nacimiento del pelo.
—¿Otra modelo? Pensaba que habías aprendido de tus errores —refunfuñó, aunque parecía más preocupado que molesto. Obviamente, algo había pasado, y a su padre no le habían quedado ganas de repetir la experiencia.
—Mia no es mi novia, tama. Sólo es una buena amiga. Pasará con nosotros este mes y luego se marchará.
Eso pareció animar a su padre. Le dio una palmada a su hijo en el hombro y apretó.
—Ah, muy bien, muy bien. En ese caso, que coma y que charle con todos. Que se empape de cultura samoana mientras pueda.
Tai me dirigió una amplia sonrisa.
—Eso mismo he pensado yo.
Luego conocí a los hermanos de Tai. Todos eran enormes, guapos, y sus tatuajes eran variaciones de los de él, es decir, tenían los mismos motivos, pero en diferentes partes del cuerpo. Tai y su padre compartían el sol que nacía en el hombro y cuyos rayos descendían por el brazo y se extendían por el pecho. En Tao, el hermano mayor de Tai, vi la misma tortuga. Otros dos de sus hermanos compartían franjas con motivos tribales alrededor de los antebrazos y de las piernas. Tai tenía bastantes diseños más, pero nos habíamos vestido y habíamos salido del bungalow con tanta prisa que no me había dado tiempo a descubrirlos todos.
Cuando sus tres hermanos acabaron de tomarme el pelo y de tirarme la caña, Tai volvió a entrar en la casa y me llevó a la cocina. Iba ya por el segundo vaso de un licor que era especialidad de la familia que los Niko llamaban LiliKoi’s Passion, que Tai tradujo como «pasión por la fruta de la pasión» o algo parecido. Lo que sé seguro es que estaba delicioso y que me provocó un calorcillo en el vientre y una sensación de libertad en la mente. La última vez que me había emborrachado había acabado en la cama con mi cliente, Mason Murphy, en ropa interior, lo que no le gustó ni un pelo a su novia, aunque no llegara a pasar nada. Mace era como un hermano para mí. Y, como sucedía con cualquier bebida alcohólica que se preciara, me hizo pensar en todas las personas a las que me gustaría volver a ver, como Héctor y Tony, Mace y Rachel, o Jennifer, la esposa del director de cine de Malibú, que ya debía de estar embarazada de varios meses. Y, por supuesto…, a Wes. De momento, habíamos vuelto a intercambiar mensajes de texto, y con eso me conformaba. Verlo comiendo con Gina en la portada de mi revista de cotilleos favorita no me había provocado muchas ganas de quedar con él. No. Estaba en Hawái; había venido a trabajar y a pasármelo bien. A trabajar empezaría dentro de un par de días, y a pasármelo bien ya había empezado, entre los cálidos y torneados brazos de mi versión particular de The Rock.
Tai se detuvo delante de una mujer diminuta. Tenía el pelo largo y moreno, recogido en complicadas trenzas. Estaba removiendo alguna cosa en una olla con sus fuertes antebrazos.
— Tina —dijo Tai en voz alta para que lo oyera, y volvió a bajar la mirada.
Esta vez ya me quedó claro que era un signo de respeto. Mientras hablaba con los hermanos de Tai me había fijado en que trataban así a todos sus mayores. No sabía si sería algo propio de la cultura samoana o sólo de la familia Niko, pero en cualquier caso era muestra de la veneración que esa familia sentía por sus padres, lo que probablemente significaba que se lo merecían.
La mujer se volvió sobre sus pies descalzos. Llevaba una falda tipo pareo, de color naranja intenso, que le llegaba hasta los tobillos, una camiseta de tirantes del mismo color y una especie de blusa blanca muy fina encima, que supuse que serviría para dar un toque más discreto al conjunto. El resto de las mujeres de la familia no se molestaban con esas cosas. Enseñaban toda la piel que les apetecía. Todas tenían bonitos cuerpos y los lucían vestidas con biquinis mientras charlaban con sus parientes. Seguramente yo parecía demasiado arreglada con mis shorts blancos y mi camiseta de tirantes verde. Al menos, mi cabello había adquirido un ondulado natural gracias a la humedad, lo que le daba cuerpo y brillo. El clima tropical me sentaba bien. Mi pelo estaba fantástico y no había tenido que hacerle nada.
—Mi niño de corazón dulce y puro —dijo la madre, dándole palmaditas sobre el pecho. Luego lo agarró por el cuello para que se inclinara y lo besó en las mejillas y en la frente.
Tenía los ojos marrones, idénticos a los de Tai, y llenos de amor maternal. No recordaba la última vez que mi madre me había mirado así. Supuse que nunca.
— Tina, te presento a Mia Saunders, una compañera de trabajo. Le estoy enseñando la isla y compartiendo con ella nuestra cultura durante su estancia entre nosotros. Mia, te presento a mi madre, Masina.
—Eh…, ¿no se llamaba Tina?
Madre e hijo se echaron a reír. La risa de Tai era ronca y, como siempre, me provocó un escalofrío que me llegó a los dedos de los pies, pero la de su madre era muy suave.
— Tinasignifica «madre» en samoano. Mis hijos usan ese idioma cuando se dirigen a uno de los nuestros.
Yo hice un gesto con la mano, notando que me ruborizaba.
—Vaya, lo siento. Tai es la primera persona samoana que he conocido. Me alegro mucho de conocerla, señora Niko.
Le ofrecí la mano y ella la estrechó ligeramente, aunque luego me dio un abrazo. Me besó las mejillas y después la frente, con delicadeza. Me sujetó la cara entre las manos, colocando los pulgares sobre las sienes.
—Estás muy perdida, en medio de un largo viaje. No tengas miedo. Serás muy feliz durante el trayecto antes de comprometerte con tu «para siempre».
Si en ese momento se hubiera levantado una ligera brisa, me habría caído al suelo. Permanecí inmóvil, incapaz de reaccionar. Lo único que pude decir fue:
—¿Eh?
— Tina… —Tai reprendió a su madre y tiró de mí—. Mi madre es muy espiritual. Tiene el don de la visión.
—¿La visión? —Me acerqué más a él, mirando a la encantadora mujer.
Tai asintió a regañadientes mientras su madre me daba unas palmaditas en el hombro.
—Todo saldrá como está previsto, Mia. No permitas que mi hijo mezcle su destino con el tuyo. Por desgracia, no están ligados. —Masina frunció el ceño e hizo un mohín con los labios—. No te queda mucho tiempo, así que aprovéchalo —añadió con una enorme sonrisa. Su amplia nariz y sus mejillas redondeadas le daban un aspecto etéreo.
Tai suspiró.
—Mia no es mi novia. Somos amigos. Trabajaremos juntos este mes y salimos de vez en cuando.
—Lo sé, corazón puro. No esperes nada más; esta mujer no es tu «para siempre» —replicó ella con total seriedad. Era una advertencia en toda regla, y las advertencias de una madre hay que escucharlas—. Ahora, marchaos. —Nos echó con un gesto de la mano—. Tengo un montón de cosas que preparar para el postre.
Tai me pasó el brazo por los hombros y entonces volvió a sacarme al jardín. A esas alturas, ya me había acabado la segunda copa y necesitaba una tercera urgentemente. Sacudiendo el vaso, me dirigí hacia la barra llena de jarras transparentes llenas de líquido de color fresa.
Cuando volvimos al bungalow tras haber tomado demasiados Lilikoi’s Passion, nos sentamos en la playa, encima de la arena. El único sonido que se oía era el de las olas del mar, que rompían con fuerza sobre la arena. La luz de la luna se reflejaba sobre el océano oscuro y la blanca espuma. Desde donde estábamos, el océano parecía no tener fin. Semejaba una gigantesca masa dispuesta a engullirnos cuando se le antojara. Me encantaba el mar, pero al mismo tiempo me daba mucho miedo. Me infundía un gran respeto. Nunca se me habría ocurrido subestimarlo.
Me recliné sobre los antebrazos y crucé los tobillos mirando al hombre descamisado que tenía al lado.
—¿Qué significan todos esos tatuajes?
—Todos significan algo, criatura. ¿Cuál de ellos en particular te ha llamado la atención? —Sus ojos eran tan oscuros como el mar a su espalda, pero no daban tanto miedo. No me importaría nada caer prisionera en esos dos pozos negros.
Me incorporé y le señalé el sol antes de reseguir cada rayo con el dedo, haciendo que se le pusiera la carne de gallina a mi paso.
—Ése fue el primero que me hice. Fue un gran honor para mí. En mi cultura, el sol suele simbolizar riqueza, brillo, grandeza y liderazgo. Para mí, los rayos del sol que se extienden hacia mi corazón muestran mi deseo de actuar siguiendo el dictado del mismo. Espero ser rico en el amor, como mi tama. Y algún día espero ser un gran hombre, capaz de estar al frente de la empresa familiar. Y en esto, mi tama también es mi modelo. Por eso le pedí a mi padre compartir ese tatuaje con él.
—Es muy especial.
El pecho de Tai se hinchó cuando inspiró hondo.
—En la cultura samoana, para llevar tatau, es decir, tatuajes, tienes que ganártelos. Y debes tener un miembro de la familia dispuesto a compartirlos contigo para unir vuestras vidas para siempre.
Se levantó y se bajó los pantalones, quedando totalmente desnudo. Se volvió de lado, dejando a la vista su pene semierecto, nada comparable a los niveles que alcanzaba cuando estaba excitado. Con un movimiento de la mano, trazó el diseño que le recorría las costillas hasta llegar a una media luna con un molinillo de juguete en el centro.
—Éste lo recibí de mi hermano Tao. Se lo hizo buscando armonía en su vida. Luchó mucho. Se peleaba con mis padres, conmigo, con nuestros hermanos y hermanas, con los otros niños en el colegio… Pero cuando al fin encontró su camino en la vida, quiso compartirlo conmigo.
Me llevé las rodillas al pecho y me las abracé.
—¿Y la tortuga?
Él se echó a reír y se llevó la mano a los abdominales. Aunque más que abdominales, deberían llamarse cuadraditos de la lujuria. Cada cuadradito despertaba en mí sentimientos lascivos. Quería lamer y mordisquear cada uno de los músculos del torso y la cintura, con tatuajes y todo. Joder, es que los tatuajes eran lo que más me apetecía comerme.
—Le pedí a mi hermano pequeño que la compartiera conmigo. La tortuga simboliza la longevidad, el bienestar y la paz. Es algo que deseo para mí y también para mi familia.
—¿Y las olas y las espirales? ¿Significan algo o son sólo de relleno? —pregunté abiertamente, y él se echó a reír.
Negando con la cabeza, se pasó un dedo por las espirales que le recorrían todo el cuerpo. A esas alturas, el pene se le había endurecido mucho, y yo ya había escuchado suficientes cuentos antes de meterme en la cama, pero sentía curiosidad por saber por qué se había tatuado la mitad del cuerpo y había dejado la otra mitad sin rastro de tinta.
—En nuestra cultura, el océano desempeña un papel muy importante. No sólo porque nos rodea por todas partes y estamos a su merced, sino también porque, históricamente, los samoanos creían que, cuando moríamos, íbamos a parar al mar. Por eso, y por mi afición al surf, le he dado un lugar en mi vida y en la vida de mi familia.
Tai siguió hablando. Me mostró diseños que compartía con su otro hermano, con sus primos, etcétera. Incluso, rompiendo las normas, se había tatuado la flor que todas sus hermanas llevaban en el pie.
Me había fijado en la cena, pero no había dicho nada. Me llamó la atención que todas las mujeres de la casa llevaran justo el mismo tatuaje en el mismo sitio. Resultó que era una marca de familia, la versión femenina de los tatuajes que Tai llevaba para honrar a su linaje.
—La última pregunta, ¡te lo prometo!
Él puso los ojos en blanco y se sentó, apoyando el culo desnudo en la toalla que habíamos cogido. Yo me mordí el labio mientras me daba un banquete visual con su miembro erecto. Deseaba notarlo dentro de mí con las mismas ganas que deseaba ganar un millón de dólares para poder pagar las deudas de papá.
—De acuerdo, criatura, pregunta lo que quieras pero, mientras tanto, vete quitando la ropa. Despacio.
Miré a mi alrededor, como si de repente fuera a aparecer alguien en una playa privada. Pero es que, al ser de Las Vegas, siempre esperabas que te saliera un pervertido de detrás de los arbustos. Sin embargo, aquí no había arbustos, sólo kilómetros y kilómetros de arena y palmeras. Me levanté, me quité la camiseta de tirantes, me desabroché los shorts y los dejé caer sobre la arena.
—Continúa.
—¿Con qué?, ¿con la pregunta o quitándome ropa? —le pregunté en tono seductor.
Él alzó las cejas como si fuera obvio.
—Con las dos cosas.
Me desabroché el sujetador pero me lo sostuve con los brazos, impidiendo que cayera.
—¿Por qué no tienes ningún tatau en la parte derecha del cuerpo? —Usé la palabra samoana para ver qué tal se me daba y él sonrió, así que debía de haberla pronunciado bien. ¡Viva yo!
—Los melones.
—¿Perdón?
—Quiero verte los melones. Baja los brazos.
Solté el sujetador y dejé que mis chicas rebotaran libremente. Aunque usaba una copa D, eran bastante respingonas. Levanté las manos para acariciármelas con descaro. Tai gruñó y se echó hacia atrás, separando las piernas.
—¿Ves esto, criatura? —me preguntó, sacudiendo la cabeza como si estuviera indignado.
—Como para no verlo. Respóndeme rápido para que podamos llegar al final feliz de la noche.
Él me pidió que me acercara moviendo el dedo índice, pero yo negué con la cabeza. Tai repitió el gesto con el dedo y no pude seguir resistiéndome. Era absurdo negar que tenía los muslos empapados y que el deseo me latía desbocado por las venas. Al llegar frente a él, me sentó con brusquedad sobre su regazo. Sin decir ni una palabra, deslizó dos dedos entre mis pliegues y los hundió profundamente, mientras con el pulgar me acariciaba el nudo de nervios que se moría de ganas de que le hicieran caso. Eché la cabeza hacia atrás y arqueé la espalda, dándole el acceso perfecto a mis pechos, que atacó con apetito.
Tai me hizo rebotar sobre su regazo, hundiendo los dedos en mí con fuerza y follándome deliciosamente con ellos. Cuando me mordió el pezón mientras hacía girar el pulgar sobre mi clítoris, perdí el mundo de vista. Todo dejó de existir excepto un orgasmo enorme y maravilloso.
En cuanto volví a la Tierra, él me besó en la boca. Fue un beso largo, intenso, hipnótico. Tan pronto como apartó los labios, volví a sentirme embriagada, pero esta vez no era por culpa del alcohol. Estaba borracha de Tai. Y dispuesta a convertirme en su esclava si él me daba otra dosis de ese placer tan dulce.
—La otra mitad de mi cuerpo está pura para mí. Esa parte de mi vida es sólo mía y sólo la compartiré con mi esposa y mis hijos. Cuando llegue el momento adecuado, espero compartir mis diseños con mis hijos y, si tengo suerte, con mis nietos.
Mi pelo le cayó sobre la cara cuando presioné la frente contra la suya. Nuestros labios estaban muy cerca, rozándose, compartiendo la humedad de nuestros alientos.
—Eres increíble; no puedes ser real —susurré contra sus labios—. Los hombres no son tan altruistas.
—Oh, cariño, no tengo ni un pelo de altruista. Te lo demostraré cuando haga lo que planeo hacer con ese endiablado cuerpo tuyo.
—Sí, por favor.
Y, sin más, me agarró por las nalgas y me llevó en brazos al bungalow.