VIII
—¿Emily? —preguntó Travis, sorprendido, cuando abrió la puerta de su apartamento y su mejor sueño se hizo tangible a tres pasos de él.
—Hola, Travis. ¿Puedo pasar?
—¡Claro! Pasa, ponte cómoda. ¿Quieres tomar algo?
—Lo más fuerte que tengas.
—¿Whisky está bien?
—Está perfecto. Tienes el piso hecho una mierda, ¿no? —Se rio Emily, echando un vistazo al caos que reinaba en aquellos apenas veinte metros cuadrados.
—No he tenido demasiadas ganas de limpiar ni ordenar. —Respiró hondo y tardó unos segundos en expulsar el aire retenido—. ¿Podemos hablar?
—A eso he venido.
—A mí, solo con tenerte aquí, ya me has hecho feliz para una temporada —le dijo Travis, con sinceridad, mientras le pasaba un vaso bajo y se servía otro para él.
—Hoy he conocido a tus hermanos, Preston y Parker.
—¿Cómo dices? —La cara de Travis reflejó solo un pequeño porcentaje de la estupefacción que sentía.
—Sí. Necesitaba hacerlo. Localicé a Preston en el directorio del campus y fui a hablar con él. Estaba al tanto de nuestra situación, así que acabé limitándome a pedirle la dirección de Parker. Y me fui a Harlem a verlo.
—¿Y qué ocurrió? —preguntó Travis, prudente.
—No lo he asesinado y ocultado su cadáver en el maletero, si eso es lo que te preocupa. —Emily le sonrió, y Travis se permitió perderse en esa sonrisa antes de continuar con la conversación.
—Quizá deberías haberlo hecho.
—No. Fui a pedirle disculpas.
—¿Disculpas? ¿Tú a él?
—¿Parker os contó que me hizo una visita en Phoenix hace algo más de un año?
—No. No sabía nada de eso.
—Lo hizo. Se presentó en casa de mi madre a pedir disculpas. Un poco tarde, sí. Habían pasado seis años. El caso es que lo traté fatal, lo insulté, le dije que me había jodido la vida, y él aguantó el chaparrón. Lo vi echarse a llorar antes de arrancar el coche.
—No tenía ni idea de nada de esto. Parker ha tenido un carácter difícil desde el accidente. Al menos hasta que conoció a Amy. Si se lo llegó a contar a alguien, que lo dudo, sería a Mark. Siempre estuvo más unido a él que a Preston y a mí.
—Algo se me rompió por dentro cuando lo vi llorar. Le había hecho daño a propósito, y eso es algo que yo nunca había hecho con nadie en toda mi vida. Y le mentí. Te digo lo mismo que le he dicho a él hace un rato. Parker no me jodió la vida. Me la complicó, y por momentos fue muy difícil seguir adelante, pero no me la jodió.
—Me alegra oír eso. —Travis abordó la pregunta más difícil—. Una vez me dijiste que recordabas todo del accidente. ¿Me lo quieres contar?
—Esa historia tú ya la sabes, ¿no?
—Sé que mi hermano Parker bebió y fumó marihuana, sé que se saltó un paso de peatones y que atropelló a una chica. Sé que mi hermano Preston salía de casa de una novia allí cerca y lo presenció casi todo. Sé que mi madre lloró mucho y que ni Mark ni yo conseguíamos que nos contaran nada de lo ocurrido. Y sé que mi padre pagó medio millón de dólares para que Parker saliera impune de todo. Pero lo único que me importa es lo que no sé. Quiero saber cómo lo viviste tú.
—Durante meses me atormenté pensando si podría haber reaccionado mejor. Rodar por la carretera, saltar, echarme a un lado… Ahora entiendo que no habría podido hacer nada por evitar el golpe. Recuerdo un dolor tan fuerte que aún hoy no comprendo cómo sobreviví o cómo no me quede inconsciente. Pensaba que tenía las piernas en llamas, estaba convencida de que me estaba quemando viva. Pero no. Era solo dolor. —Emily se encogió de hombros. Hablaba con un ritmo pausado. Sin darse apenas cuenta, acomodó su espalda contra el pecho de Travis y dejó que él abarcase su cintura con sus fuertes brazos—. La ambulancia tardó una eternidad en llegar. Quizá no en tiempo real, pero sí en mi cabeza. Todos mis recuerdos a partir de ahí están confusos. Sé que, en el hospital, mi cabeza estaba como en pausa, mientras que el resto de la gente parecía acelerada. En algún momento, aparecieron mi madre y mi padrastro, y, unas horas después, llegó mi padre. No recuerdo casi nada de aquello, solo sentía dolor, dolor físico. Daba igual cuántos calmantes me dieran, daba igual todo… Yo me moría del dolor. Supongo que fue una suerte. El sufrimiento me impidió pensar en lo que se me venía encima.
—¿Cuándo supiste que…
—…que estaba realmente jodida?
—Sí. —Travis le regaló una sonrisa abierta. Adoraba a esa chica.
—Cuando desperté de la primera operación, en la uci, mi padre estaba allí. Abrí un ojo antes de que él se diera cuenta y vi su cara. Estaba destrozado. Cuando se acercó, solo le pregunté si aún tenía piernas. Me sonrió y me dijo que sí, pero que las cosas no iban a ser fáciles.
—Y no lo fueron.
—No. Pasé muchos meses hundida. Más de dos años. Solo Lisa conseguía animarme un poco. Hasta que un día, me cambió por completo la forma de ver lo que me había pasado. Ocurrió algo que me hizo despertar del letargo mucho más que mis progresos o que el optimismo de mi padre y de Lisa.
—¿Qué fue?
—Cuando empezaba a recuperar algo de movilidad, tenía unos calambres espantosos en las piernas. A veces me mantenían despierta toda la noche. No me quejaba. La fisioterapeuta me había dejado claro que eso era señal de que en algún momento mis piernas volverían a funcionar. Una de esas noches en que no podía dormir, escuché a mi padre hablar con un amigo suyo que había venido a cenar. Le contaba la historia de mi accidente, y le oí decir que, cuando mi madre lo llamó para contarle lo que había pasado, le dijo que hiciera lo que fuera por llegar cuanto antes a Phoenix si quería despedirse de mí, que los médicos tenían muy pocas esperanzas de que sobreviviera porque había perdido mucha sangre.
—Dios mío…
—Sí. —Emily se estremeció—. Te pareceré una estúpida, pero nunca me lo había planteado. Pensaba en si volvería a caminar, en lo triste que estaba por no poder volver a bailar, en cómo sería mi vida en una silla de ruedas o, ya más tarde, en cómo me desenvolvería por mí misma si lograba caminar con las muletas. Pero, jamás, en ningún momento, me planteé que podría haber muerto. Así que cuando lo escuché de boca de mi padre… algo cambió.
—¿El qué?
—Pues que empezaron a no importarme las secuelas. Es un poco contradictorio, porque trabajaba más duro que nunca en la rehabilitación. Al fin veía progresos, y eso me motivaba. Pero, en realidad, estaba muy decidida a ser feliz incluso aunque no consiguiera avanzar más. Sería feliz en la silla de ruedas o coja o como fuera. Sería feliz porque tenía que serlo. Estaba viva.
—Cuanto más te conozco, más convencido estoy de que no merecería la pena vivir en un mundo en el que tú no estuvieras. Tú piensas así, y yo soy un gilipollas que se sintió viejo en su último cumpleaños.
—¿Sabes? Mañana es mi cumpleaños. Cumplo veintidós.
—No lo sabía. No te he comprado nada. Lo siento —Travis le regaló una mueca de burlona inocencia.
—No he venido aquí buscando un regalo.
—¿Y a qué has venido, entonces?
—He venido a hablarte de mis últimos cumpleaños.
—Tú dirás. —Travis, como de costumbre, no entendía nada. Pero Emily solía sorprenderlo para bien, así que la dejó hablar.
—El día que cumplí catorce años, mi profesora de ballet le sugirió a mi madre que intensificaran mis clases porque tenía opciones de convertirme en bailarina profesional. No fue demasiado visionaria, porque el día que cumplí quince, tuve que aguantar que mis padres llenaran de globos la habitación del hospital de Phoenix en el que llevaba tres meses ingresada.
—Presiento que no te gustó demasiado.
—No me gustó nada. —Emily le sonrió—. Me puse histérica y les exigí que me dieran información sobre mi estado. No más noticias edulcoradas, sino la verdad. Mi madre lloró tanto que la hice salir de la habitación. Fue mi padre quien me dijo lo que sabían en aquel momento. Que ningún médico tenía esperanza alguna de que volviera a caminar. Llevaba ya seis o siete operaciones, y no había apenas mejoría.
—¿Y cuando cumpliste dieciséis?
—Los dieciséis los cumplí en un hospital de Boston, con más de cuarenta de fiebre y con los médicos decidiendo si me amputaban la pierna izquierda. —Travis se movió para mirarla a los ojos, conmocionado—. Una infección en uno de los clavos. Mi padre se negó. Les dijo que estaba en contacto con médicos de todo el país y que él confiaba en mi recuperación. No te asustes, —le sonrió a Travis—, ese es el peor de todos. Los diecisiete fueron más graciosos. Había vuelto al instituto, en silla de ruedas, claro, y siempre me dolían los brazos. Así que a mi madre no se le ocurrió un regalo de cumpleaños mejor que una silla de ruedas eléctrica. Mi padre la lanzó por la puerta de la cocina al jardín. La silla, no a mi madre. La obligó a devolverla porque él mantenía que la silla de ruedas manual me venía bien para fortalecer los brazos para cuando pudiera empezar con la rehabilitación para caminar. Creo que hasta yo pensaba que estaba loco.
—Cada vez tengo más ganas de conocer a tu padre. Debe de ser una persona peculiar.
—Es el mejor… El día que cumplí dieciocho años fue el primero en que me mantuve en pie sin ayuda después de tres años y medio. Llevaba unos meses trabajando con la fisioterapeuta que me cambió la vida, la única que estaba tan loca como mi padre. Siempre tuve mucho mejor la pierna derecha que la izquierda, así que podía apoyarme un poco en ella para empezar la rehabilitación. Un año después, al cumplir diecinueve, ya caminaba con muletas. Al principio, era todo un logro conseguir ir sola al cuarto de baño, pero me hacía tan feliz que me daba igual quedarme exhausta por el esfuerzo. Cuando cumplí veinte, ya conseguía a veces moverme solo con una muleta.
—¿Y tu último cumpleaños?
—El día que cumplí veintiuno, le dije a mi padre que quería venir a estudiar a Nueva York, si me admitían en Columbia, lo cual tenía prácticamente garantizado. Mi padre estaba obsesionado con que fuera a Harvard, pero por más que hablara de su escuela de Leyes, yo sabía que, en el fondo, le daba pavor que me viniera aquí sola. Así que acepté vivir con Lisa, lo cual nos apetecía muchísimo a las dos, en lugar de en alguna residencia del campus. En aquel momento, ya me movía siempre con una sola muleta, casi como ahora.
—¿No has progresado en este último año?
—Oh, sí. He progresado muchísimo. He hecho el gran progreso de mi vida. Estoy en un punto en el que jamás soñé estar cuando cumplí los quince, los dieciocho o los veinte.
—Como viene siendo habitual en mí, —Travis sonrió con timidez—, no entiendo una palabra de lo que dices.
—Mi pierna no ha avanzado casi nada. Es muy probable que esta sea la situación permanente. Pero la vida me ha cambiado, Travis, porque me he enamorado. Y creo que incluso he conseguido que alguien se enamore de mí. Durante siete años, no paré de trabajar para dejar de sentir dolor en las piernas. Y lo conseguí. Pero llevo diez días intentando dejar de sentir dolor aquí dentro. —Emily se llevó las dos manos al lado izquierdo de su pecho—. Y creo que eso es algo que solo tú puedes solucionar.
—Emily…
—Travis, si estás dispuesto a intentarlo, yo…
—¿A intentarlo? ¡Estoy dispuesto a quererte el resto de mi vida! No lo dije a la ligera el otro día. Te quiero, Emily. Te quiero más de lo que imaginaba. Te quiero más cada vez que te miro, y te quiero aún más cada vez que me cuentas algo sobre ti. Estoy dispuesto a bastante más que a intentarlo.
Emily sonrió, más feliz de lo que recordaba haberse sentido nunca. Travis la besó con ímpetu, reflejando en cada gesto la ansiedad de los últimos diez días. Siguió besándola cuando ya no había ropa interponiéndose entre ellos y seguiría haciéndolo mientras le quedara un mínimo de aliento.