VI
Emily decidió regresar caminando a su apartamento. Estaba muy cerca del campus, aunque la prudencia hacía que siempre cogiera el metro para ir a la facultad, pese a haber solo dos paradas de distancia. Pero esa aciaga tarde en que todas sus esperanzas de un futuro junto a Travis habían muerto, necesitaba que el viento frío de febrero le golpeara la cara y presentara batalla a las lágrimas contra las que ella no podía luchar. Sabía que le dolería como mínimo una pierna al llegar a casa, pero prefería lidiar con un dolor físico que solapara un poco el que sentía dentro del alma.
No hizo más que dormir –a breves intervalos– y llorar –sin solución de continuidad–, durante los siguientes cinco días. Lisa, presa del desespero por ver el estado de su amiga, le prometió que haría cualquier cosa si salía de la cama. Emily ni siquiera tuvo ánimos para bromear con ella. Durante los últimos cinco años, cada vez que Lisa prometía algo así, Emily le pedía que se pusiera guapa y saliera con un chico, sabedora de que eso sería lo último que su amiga querría hacer. Lisa se rindió a la evidencia de que Travis había calado en Emily más hondo de lo que ninguna de las dos podía imaginar. Maldijo al destino, a la casualidad y a la ciudad de Nueva York por haber hecho que, de entre millones de opciones posibles, Emily se hubiera enamorado del hermano de la persona que le había causado el mayor dolor de su vida.
‖
—Emily, cariño, soy papá. —La voz de su padre al otro lado del teléfono la obligó a aclararse la voz y ocultar los rastros de llanto.
—Hola, papá. ¿Qué tal estás?
—Preocupado. Lisa me ha llamado.
—¿Qué? —Iba a matar a su amiga.
—Lo sé todo, Emily. No te enfades con ella. Tengo el dedo en el botón de reserva de un vuelo a Nueva York. Si no me prometes que vas a salir de casa, que vas a volver a clase y al gimnasio, me tienes ahí en menos de cuatro horas.
—Papá, no es necesario. He tenido un desengaño con un chico, y se me pasará —argumentó ella, tratando de quitar importancia al asunto.
—Déjate de tonterías, Em. Hemos pasado demasiadas cosas juntos como para que ahora me trates como a un imbécil.
—¿Y qué quieres que haga, papá? —El llanto empezaba a volverse incontenible.
—Que afrontes esto como afrontaste todo lo demás. Por Dios bendito, Emily, con dieciséis años te rebelabas contra el hecho de pasar toda tu vida en una silla de ruedas. No me creo que con veintidós no seas capaz de buscar una solución a lo que te está pasando.
—La única solución es dejar pasar el tiempo y olvidarme de él.
—Emily, ¿te acuerdas de Alice, la única fisioterapeuta que confió en que volverías a caminar?
—Sí, claro.
—¿Recuerdas lo que le dijiste cuando entró en tu habitación por primera vez y te propuso diferentes soluciones?
—No, papá —mintió. Recordaba muy bien sus palabras.
—Le dijiste que la única solución era dejar pasar el tiempo hasta que asumieras que pasarías toda tu vida en una silla de ruedas.
—¿Por qué me estás contando todo esto?
—Porque estabas equivocada a los diecisiete años, y vuelves a estarlo ahora. Llevas toda tu vida luchando y eres la persona más valiente que conozco. Busca la solución a esto, Emily. La solución a algo nunca es resignarse.