I
Cuando las ruedas del avión tocaron con suavidad el asfalto de la pista de aterrizaje del aeropuerto internacional JFK de Nueva York, Travis sintió la vieja tensión de la expectativa. Las mismas sensaciones que solían embargarlo en los minutos previos a saltar al campo antes de un partido. Ilusión y nervios. Emoción y ansiedad. El habitual crujido de su rodilla derecha le recordó que el fútbol era ya historia para él. Como casi todo lo que le había parecido divertido cuando era joven. Cuando era joven. Hacía dos años que había dejado Nueva York para volver a Arizona, y tenía la sensación de haberse hecho viejo desde entonces. Había trabajado de sol a sol, al ritmo que su padre había marcado, y ni siquiera había buscado un lugar decente donde vivir. Pocas semanas antes de que él se instalara en Phoenix, su hermano Mark se había mudado al rancho que la familia poseía en las afueras de la ciudad, y Travis se limitó a ocupar su antiguo apartamento sobre el garaje. En el fondo de su alma, incluso sin ser consciente de ello, siempre había sabido que regresaría a Nueva York.
Sentado en el autobús que lo llevaba al sur de Manhattan, se sentía como un turista novato. Buscaba la silueta de los rascacielos sobre el East River, el sol dibujando el crepúsculo de aquella tarde de final de verano sobre las azoteas de Brooklyn, el ritmo frenético de la ciudad. Pero él no era un turista. Él había vivido cuatro años en Nueva York y no había vuelto a sentirse en casa en ningún otro lugar. Aquella ciudad aparentemente fría y despiadada era su lugar favorito en el mundo.
Pese a los dos años de ausencia, tardó segundos en trazar en su cabeza el recorrido que debía hacer en metro hasta el pequeño estudio que había alquilado en el SoHo[1], a pocas manzanas de Little Italy[2]. Su hermano Preston lo había elegido para él, teniendo en cuenta el exiguo presupuesto con el que contaba para los primeros meses. Su padre se había tomado su deserción con deportividad y le había ofrecido una asignación similar a la que aún le pasaba al más pequeño de los cuatro hermanos, Parker, pero él la había rechazado. Quería comprobar si, viviendo como cualquier persona de su edad que empezaba en su primer empleo, conseguía sentir, al fin, que tenía veinticuatro años.
Encontró la llave sobre el marco de la puerta de entrada, donde Preston se la había dejado, lanzó sus bolsas de viaje a una esquina del salón-cocina-comedor-dormitorio, y se rio con ganas al ver la nota que le había escrito su hermano gemelo. Además de hacerle unas cuantas propuestas para las siguientes cuatro mil noches de sábado, lo informaba de que le había comprado dos packs de Budweiser y se los había metido en el frigorífico. A eso debía de referirse la leyenda urbana de que los gemelos se comunicaban de forma telepática. Una cerveza, en ese preciso instante, sentado en el sofá-cama de su nuevo apartamento, era la perfección.
Por desgracia, a Preston también se le había ocurrido concertar una reunión fraternal, según sus propias palabras, aprovechando que las fiestas de San Gennaro se celebraban en esos días en su barrio. Tras cinco horas de vuelo y con la perspectiva de tener que ubicar todas sus cosas en un apartamento que cabría en la parte de atrás de la camioneta que solía utilizar en Arizona, sus ganas de pasar la tarde bebiendo chianti[3] y comiendo cannoli[4] eran más bien escasas. La propuesta incluía también a Parker y a su novia Amy. Travis había conocido a Amy ese verano en el rancho familiar, donde habían coincidido todos durante una semana de vacaciones. Entre sus padres y la propia Amy habían conseguido convencer a Parker de que casarse ese mismo verano era una locura incluso para su nivel de impulsividad habitual. Pero Parker seguía siendo Parker, así que solo lograron retrasar el enlace un año. Ahora, tenían nueve meses por delante para organizar una boda. Un motivo más para alegrarse de haberse ido de Phoenix y mantenerse alejado de la locura de preparativos en la que ya había entrado su madre.
Travis podía estar agotado por el viaje desde Arizona y deseando echarse a dormir, pero no engañaría a nadie si dijera que no le apetecía ver a sus hermanos. Le encantaban los días, cada vez más escasos, en que se reunían todos. Mark seguía en el rancho, de donde parecía que nadie podría sacarlo jamás, pero los otros tres Sullivan iban a compartir vida en Nueva York. Quizá Preston tuviera razón, y la ocasión mereciera celebrarse.
Había echado de menos a Preston los dos últimos años. Jamás lo diría en alto y, por supuesto, preferiría cortarse la lengua que reconocerlo delante de él. Adoraba a Mark y a Parker, pero la relación con su gemelo siempre había sido especial. Habían compartido amigos, deportes, locuras y también alguna novia. Al acabar la universidad, Preston había aceptado la oferta de un viejo amigo de su padre para trabajar con él durante dos años en Londres. Travis, en cambio, había sido más conservador y había regresado a Arizona. Había viajado a Londres cuatro veces en los dos últimos años para visitar a su hermano, y lo había visto muy integrado en aquella ciudad loca en que los coches circulaban por el lado contrario, se bebía té en lugar de café, y los reyes vivían en palacios. Pero Travis lo conocía lo suficiente como para saber que él tampoco podía vivir lejos de Nueva York. Los dos llevaban dos años sintiendo que se habían dejado un trozo de su alma en la Gran Manzana. En cuanto le surgió la oportunidad, a través de un viejo conocido de Beta Theta Pi, de disfrutar de una beca como profesor adjunto en la misma escuela de Leyes de Columbia en la que todos los hermanos habían estudiado, Preston no dudó en cruzar de nuevo el Atlántico e instalarse en la ciudad. Durante una enajenación mental transitoria, llegaron a pensar en compartir apartamento, pero llevaban demasiado tiempo luchando por diferenciarse el uno del otro como para caer ahora en ese error. Además, Preston se había convertido en una especie de moderno al estilo europeo y se había instalado en Brooklyn. A Travis, en cambio, no lo moverían de Manhattan ni los desorbitados precios de la vivienda, ni la incomodidad de convivir a diario con los turistas ni las más que probables plagas de ratas a las que se enfrentaría en su viejo edificio.
Cuando oyó el timbre de su portero automático, tiró al fregadero la bolsa de hielo que se había colocado un rato antes en la rodilla, y bajó las escaleras de tres en tres antes de recordar dos cosas: que la rodilla lo estaba matando y que un par de horas antes creía que no le apetecía demasiado ver a sus hermanos.
‖
—Pero, ¿qué demonios te ha pasado, Preston? —Travis se rio con ganas de su hermano gemelo, que ya no lo parecía, con su pelo casi tan largo como el de Parker, su barba cuidadosamente desaliñada y unas gafas de montura de pasta negras.
—¡Tú también no, por Dios! ¿Crees que no he tenido suficiente con Parker?
—Es que me está costando mucho decidir si me horroriza más el hermano pijo puro o el hermano pijo reconvertido en hípster —se burló el menor de ellos.
—Al menos nosotros no nos dedicamos a tatuarnos hasta los dientes. —Travis entornó los ojos en dirección a su gemelo, con una interrogación llena de sospecha—. ¿No, Preston?
—No, joder. Eso sí que no. —Preston miró a su hermano pequeño y señaló el vendaje plástico que lucía en la parte interior de su antebrazo izquierdo—. ¿Otro?
Parker le respondió con una media sonrisa y un encogimiento de hombros, justo antes de protestar por que lo trataran como si aún tuviera doce años delante de su prometida.
—Perdona, Amy. Creo que ya intuiste este verano que no es agradable convivir con los hermanos Sullivan.
—Podría llegar a acostumbrarme a vosotros. Al fin y al cabo, me toca lidiar con el más rebelde, ¿no?
—Oh, sí, todo un dechado de rebeldía el pequeño Park. Creo que esa imagen quedó atrás cuando decidió casarse a los veintidós, por muchos tatuajes que se haga para disimularlo.
—Que os jodan a los dos —respondió Parker, aunque su sonrisa contradecía sus palabras—. ¿Cuándo empiezas en el trabajo?
—La semana que viene. Tengo tres días para acabar de instalarme, buscar gimnasio para la rehabilitación y emborracharme un par de veces como mínimo.
—¿Rehabilitación? ¿Sigues con problemas en la rodilla? —le preguntó Amy, ignorando los planes de los otros dos hermanos sobre esas prometidas borracheras.
—En teoría, ha mejorado con la operación. Pero llevo dos semanas sin ir al gimnasio, y ha empezado a dolerme de nuevo.
—En el gimnasio de Columbia hay descuentos para antiguos alumnos. Si quieres, me entero de cómo funciona y te paso la información —se ofreció Preston.
—Perfecto. Me queda más o menos cerca de la oficina.
—Si tu oficina está cerca de Columbia, lo que no entiendo es por qué has decidido vivir en el extremo opuesto de la ciudad.
—He rechazado el dinero de papá. Así que no me puedo pagar nada más arriba del SoHo.
—Yo pago en Harlem por un piso de dos habitaciones la mitad que tú por ese zulo —se burló Parker.
—No voy a vivir en Harlem. No te ofendas, Amy. —Su futura cuñada le sonrió, quitándole importancia al comentario con un gesto de su mano—. Y, antes de que digas nada, Preston, mucho menos voy a vivir en Brooklyn.
‖
Brooklyn, Harlem o hasta el mismísimo Phoenix ya no le parecían tan mala opción a Travis cuando asumió que ni la cuarta parte de su impecable ropa de marca cabría en aquel piso. Iba barajando la opción de guardar algún par de zapatos en el horno, mientras cubría caminando el breve trayecto entre su despacho y el gimnasio del campus en el que Preston le había conseguido plaza. Se había pasado la noche del sábado bebiendo con su gemelo y bailando en un rooftop de la Quinta Avenida, en un plan del que Parker se descolgó a última hora para ir a ver el musical Wicked con Amy y su hija. ¡Cielo santo, el mundo estaba loco! El domingo había pagado las consecuencias de la noche anterior. Primero, tratando de echar de su apartamento, con la mayor elegancia que fue capaz de reunir, a la rubia siliconada bajo la cual había visto amanecer; y, después, aliviando con hielo e ibuprofeno el persistente dolor de su rodilla. La decisión de retomar los ejercicios de rehabilitación, había asumido al fin, respondía más a una necesidad que a un capricho.
Cuando llevaba menos de media hora en el banco de cuádriceps, ya sudaba como si acabara de dar veinte vueltas a las pistas de atletismo de su instituto. De hecho, pocos años antes, daba las vueltas que hicieran falta sin sudar como un pollo escaldado. Fue a echar mano de la botella de agua que, inteligentemente, había comprado en una de las máquinas de los vestuarios, cuando reparó en la chica que ocupaba el banco a la derecha del suyo.
Daba igual cuántos asaltos le hubiera proporcionado la rubia del sábado o cuánta intención tuviera Travis de portarse bien en esas primeras semanas de trabajo. Tendrían que haberle arrancado los ojos para no fijarse en aquella mujer. Vestida con unas mallas largas de licra negras, una simple camiseta blanca de tejido técnico y unas zapatillas de running, estaba tan concentrada en sus ejercicios que Travis se podía permitir el lujo de mirar sin disimulo. Pese al esfuerzo que se reflejaba en su ceño fruncido, la dulzura de su cara no podía pasar desapercibida a nadie que la mirara. Llevaba el pelo rubio –y que Travis apostaría a que era natural, para variar– recogido en un moño alto, y unos enormes ojos marrones no apartaban la vista de la punta de sus zapatillas. Cuando Travis acabó de beber, volvió a su rutina y decidió que trabajaría más suave solo para prolongar su estancia en el gimnasio y esperar a que ella se levantara. No pensaba desaprovechar la oportunidad de disfrutar de ese culo enfundado en unas mallas brillantes como chocolate fundido. Igual de rico.
Una hora después, Travis había perdido toda la esperanza y casi toda la dignidad, forzando unos ejercicios que estaban a punto de costarle un ataque cardíaco. Se levantó exhausto, preguntándose de dónde sacaba aquella chica la resistencia. Seguro que había entrado en Columbia con alguna beca de deporte.
—Los primeros días siempre son más difíciles —le comentó la chica del culo perfecto (ya había decidido que no sería necesario verlo para juzgarlo), con voz dulce y sin atisbo de burla, cuando él pasó por su lado camino de los vestuarios—. Pronto cogerás la forma.
Travis se limitó a asentir. Maldita sea. Había quedado como un debilucho delante de una chica que no debía de tener ni siquiera edad legal para beber.