IV
Emily pasó aquella tarde de sábado presa de un ataque de histeria. Desechó todos los modelos que Lisa le proponía y acabó decidiéndose por sus habituales pantalones vaqueros y un jersey negro con un profundo escote en uve. A pesar de todas las circunstancias, o precisamente a causa de ellas, necesitaba sentirse atractiva. Quería que Travis se fijase en ella como en alguien más allá de la chica simpática con la que coincidía en el gimnasio. Subió la cremallera de sus botas planas y, como tantas veces, añoró la posibilidad de calzarse un buen par de zapatos de tacón. Era curioso cómo, con el paso de los años, el hecho de caminar o no, incluso de volver a bailar o no, había quedado difuso en la mente de Emily, y eran los pequeños detalles los únicos que aún le hacían daño. Esa noche, de haber podido elegir un deseo, sería ir subida a unos tacones de quince centímetros con una minifalda de infarto que dejara al descubierto unas piernas sin cicatrices. Su única concesión a la coquetería, si es que podía llamarse así, fue elegir un bastón de madera que su madre le había regalado las Navidades anteriores. Era negro, con pequeñas flores talladas en el pomo, y le resultaba cómodo.
Lisa insistió en peinarla y maquillarla bastante más de lo que ella misma habría hecho. Emily esbozó una sonrisa triste, pensando en cuánto estilo tenía su amiga y en lo poco que lo demostraba. Lisa estaba histérica, casi más nerviosa que la propia Emily. No entendía por qué había aceptado quedar en medio de Central Park sabiendo que eso le implicaría una buena caminata desde el metro. Y puede que con placas de hielo en los senderos.
—Ya te lo he explicado cientos de veces, Lisa. Saber que puedo hacerlo me da seguridad para la cita.
—Pero…
—Ni pero ni nada. Deja de preocuparte. Pareces una emisaria de mi padre. Estoy bien. He quedado con un chico que me gusta, es la primera cita de mi vida, y quiero disfrutarla. Deséame suerte —le pidió, al tiempo que abría la puerta y le daba un beso en la mejilla a su casi hermana.
‖
Emily había calculado tanto tiempo para posibles imprevistos que se vio a la orilla del lago de Central Park media hora antes del momento que tanto temía. Media hora para pasar del nerviosismo a la ansiedad. Y de la ansiedad a la histeria. Cuando, a falta de diez minutos para las ocho, vio aproximarse a Travis, el bastón empezó a sobrar en su mano. Quería lanzarlo al lago y, a continuación, lanzarse ella misma.
Sabía que la única manera de que Travis viese cuál era la realidad de su situación era echar a andar hacia él, pero sus pies parecían haber echado raíces. Su motricidad podía ser lamentable, pero su visión era excelente, así que se permitió disfrutar de las vistas antes de que todo se fuera a la mierda. Si Travis en pantalón de deporte y camiseta era una visión digna de un sueño erótico, vestido para la ocasión superaba cualquier expectativa. Como si acabara de saltar de las páginas de un catálogo de Abercrombie & Fitch, vestía unos pantalones chinos azul marino, una camisa blanca con una fina línea también azul en los puños y el cuello y un abrigo de paño con capucha, cómo no, azul oscuro. Su pelo rubio permanecía inmaculadamente peinado, y sus ojos verdes parecían escrutar el entorno buscándola. Era un pijo, sí, pero había activado una alarma de incendios en el interior de Emily. En el interior de sus muslos, para ser más precisos. Maldita fuera la naturaleza, que la había privado de la capacidad de caminar decentemente, pero no le había ahorrado el apuro de excitarse ante un hombre que, con toda probabilidad, iba a rechazarla.
Había llegado el momento. Impulsada por las innegables ganas que tenía de estar con él, Emily comenzó a caminar. Hacía mucho tiempo que no era consciente de hasta qué punto eran evidentes sus dificultades para andar. Le había costado tanto trabajo y tanto dolor llegar hasta su situación actual que a ella casi le parecía que volaba. Pero no era tan idiota como para no ver, con demasiada frecuencia, algunas caras de compasión a su alrededor. En una de sus primeras salidas a la calle, algunos años atrás, había oído a una mujer mencionar la lástima que daba que algo así le ocurriera a alguien tan joven, como si morirse de dolor a cada paso y ser incapaz de desenvolverse por uno mismo fuese un trago agradable para alguien mayor. Hacía años ya que nada de eso le afectaba. Con haber dejado de ser una persona dependiente y, sobre todo, con no sentir dolor, ella ya era la persona más feliz del mundo.
Todos esos pensamientos eran la realidad de su vida diaria. Pero en aquel momento le parecían tópicos salidos de un libro de autoayuda. Mientras se dirigía hacia Travis, apoyada en su bastón y sin atreverse a levantar la vista del suelo, le parecía que había retrocedido muchos años en sus pensamientos. Se volvía a sentir como la primera vez que la sentaron en la silla de ruedas, pequeña y vulnerable. No quería verse así. Quería ser capaz de alzar la cabeza y mirarlo. Quería que él la aceptara.
Qué momento tan inoportuno para darse cuenta de que se había enamorado de él.
Cuando llegó a la altura de Travis, ya no pudo permitir que sus miedos pospusieran el encuentro. Y cuando lo miró a los ojos, algo se rompió dentro de ella, algo que creía ya superado. Emily se había creído tan imposible de hundir como habían creído al Titanic un siglo antes. La expresión que vio en Travis fue un disparo directo a su línea de flotación emocional.
Travis no podía dejar de mirarla, incrédulo. Había tardado una eternidad en darse cuenta de que aquella chica que se dirigía a él renqueante era la misma con la que llevaba meses compartiendo horas de gimnasio. Como si de una película se tratase, revisó cada uno de los momentos que había pasado con ella y cayó en la cuenta de que nunca, ni un mísero día, la había visto de pie. Su intención inicial de darle un repaso visual completo a su cuerpo había quedado en el olvido sin que ni siquiera él se diera cuenta. Ella siempre estaba en su banco de ejercicios cuando él llegaba y siempre posponía su marcha a la de él. Ni siquiera se había planteado que hubiera una razón. Se había limitado a incorporarlo a la lista de rutinas, junto a la botella de agua que él le llevaba a diario, las preguntas mutuas sobre los exámenes y el trabajo o los apodos por los que conocían a otros asiduos al gimnasio. Ahora, Travis comprendía que era aquello lo que la atemorizaba. De eso era de lo que había tratado de advertirlo antes de la cita. Emily tenía miedo de que él la rechazara al darse cuenta de su discapacidad. Y él lo único que quería era besarla y pedirle que le hablara de ello.
Travis siempre había sido el más rápido de su equipo de fútbol. Incluso más rápido que Preston, pese al paralelismo genético. Pero esa tarde, sin ninguna duda, estaba lento. Muy lento. Cuando se quiso dar cuenta de que, mientras la confusión y la sorpresa lo invadían por dentro, su cara solo reflejaba estupefacción y de que ni siquiera había saludado a Emily, se encontró con que ella se había dado la vuelta y había huido todo lo rápido que sus maltrechas piernas le permitían. La observó por detrás, temió que se hiciera daño por ir a más velocidad de la debida para escapar de él, balbuceó su nombre tan bajo que supo que ella no habría podido oírlo, le echó un vistazo rápido a su culo –sí, definitivamente, su subconsciente era un cerdo– y, cuando toda esperanza de seguir teniendo cerebro estaba perdida, salió al fin corriendo tras ella.
—Emily, ¡Emily! ¡Espera! —le gritó cuando ya casi la tenía al alcance de la mano.
—Travis, por favor, déjame en paz —sollozó ella. La había hecho llorar. Joder. Aún no la había besado siquiera y ya la había hecho llorar. Acababa de batir su propio récord.
—No, no te voy a dejar en paz. ¡Por Dios, Emily! ¡Para un momento!
—No quiero. Quiero llegar a casa cuanto antes. Sabía que esta cita era una idea de mierda.
—Perdóname, Emily. Me quedé sorprendido, es solo eso. Por favor, no me malinterpretes.
—No hay nada que malinterpretar. Sabía que esto iba a ocurrir.
—¿Lo sabías? —El tono de Travis cambió con rapidez de la súplica al enfado—. ¿Lo sabías o te habías metido en la cabeza que iba a ser así? No sé cómo esperabas que reaccionara, pero entenderás que me haya sorprendido. Acabo de alucinar con el simple hecho de darme cuenta de que nunca te había visto caminar. Ya solo eso me parece que justifica un poco la cara de imbécil que he puesto.
—Travis, todo esto es muy complicado.
—No tengo ni idea de qué te ha llevado a estar así, ni de si es algo temporal o permanente. Y, ¿sabes qué, Emily? Que me importa una mierda. Me gustarías aunque fueras azul y te salieran los brazos de las orejas. Me gustas más… joder, más de lo que me ha gustado nadie en toda mi vida.
—Travis… —Emily siguió sollozando, pero ya no de decepción, ni de frustración. Lo que más había temido, más incluso que el rechazo, era que Travis la tratase con compasión. Entre su padre y Lisa se habían encargado de que fuera fuerte, de que se sobrepusiera a todos sus miedos y complejos. Era ella misma quien mantenía la pena de su madre a raya porque era el último sentimiento con el que se sentía preparada para lidiar. Y no lo había visto en Travis. Él le había pedido disculpas; después, se había enfadado, había bromeado y, al final, le había hecho lo más cercano a una declaración de amor que jamás pensó escuchar. Si existiera el premio Nobel a la reacción perfecta, Travis estaría ya de camino a Suecia.
—Emily…
El turno de las palabras había terminado. Emily le cedió el mando de la situación a Travis, consciente de que él sabría qué hacer. Con veintiún años, camino de los veintidós, Emily supo, en un temblor de anticipación, que estaba a punto de recibir su primer beso. Los dedos de Travis secaron sus lágrimas, antes de depositar las yemas de ellos sobre sus labios húmedos. Hundió su otra mano en la lisa melena rubia de Emily y acarició el lóbulo de su oreja. No dejaron de mirarse a los ojos hasta que sus párpados se negaron a luchar más y se cerraron. Los labios de Travis se apretaron un instante contra los de Emily, antes de separarse para saborear sus comisuras. Emily entreabrió los suyos, y Travis no podría haber evitado entrar con su lengua aunque aún le quedara un mínimo de prudencia. Solo se separaron cuando fueron conscientes de que no podrían pasar el resto de su vida besándose en la orilla del lago de Central Park. Si hubiera existido una mínima posibilidad de prolongarlo eternamente, no habrían dudado.
—Se supone que teníamos una reserva para cenar hace media hora —le susurró Emily, venciendo la timidez que sentía.
—Olvídalo. No creo que nos den mesa llegando tan tarde. Ha merecido la pena, en cualquier caso.
—No te vas a librar tan fácil de invitarme a cenar. No le negarán una mesa a la pobre chica que llega tarde por culpa de su discapacidad. Alguna ventaja tenía que tener esta mierda. —Emily se rio, levantando un poco su bastón.
Travis sintió que el alma le iba a estallar dentro. No solo era la chica más guapa que había conocido en toda su vida. También era inteligente, rápida y capaz de bromear con algo que a él lo habría tirado a la lona sin remisión. Por Dios santo, si se había pasado el verano medio deprimido en el rancho de sus padres por el postoperatorio de una operación de menisco…
—Tengo una condición para mantener la invitación a cenar.
—¿Una condición? —Emily frunció el ceño.
—Sí. Quiero que esto vaya en serio. —Travis se tensó, y su tono firme falló—. No solo una cita… Quiero… quiero más.
—Yo también quiero más. Lo quiero todo. —La sonrisa de Emily era amplia y franca, y calentó a Travis desde el corazón hasta partes menos decorosas—. Vamos.
‖
—¿Qué te ocurrió, Emily? —Travis esperó al postre para sacar el tema. No sabía si estaba metiendo la pata, pero le incomodaba la sensación de que lo estaban ignorando.
—Ya pensaba que no lo ibas a preguntar nunca.
—Eres una listilla, ¿verdad?
—Un poco.
—¿Quieres contármelo?
—Sí, claro. Lo he contado tantas veces que no me afecta. Me atropellaron cuando era una niña. Bueno, tenía catorce años.
—Debió de ser horrible.
—Más que eso. Nadie esperaba que pudiera volver a caminar algún día. De hecho, no fui capaz de aguantarme de pie hasta hace cuatro años. Desde eso, bueno… todo mejoró.
—¿Vives sola en Nueva York?
—¡No! —Emily se rio, como si aquella fuera una situación impensable—. Mi padre se moriría si no me hubiera venido con Lisa. Es mi mejor amiga desde que éramos niñas.
—¿Cómo llevaron tus padres tu accidente? —A Emily le gustó su pregunta. Le gustó que la comprendiera, que se interesara por ella, que siguiera sin demostrar ni un ápice de compasión. Para qué engañarse, le gustaba todo de él.
—Mal, claro. Están divorciados, y yo siempre he vivido con mi padre. Él se parece mucho a mí y se centró en la búsqueda de soluciones. No creo que haya un traumatólogo o fisioterapeuta en todos los Estados Unidos con el que no haya hablado. Sin él, no estaría aquí ahora mismo; de eso puedes estar seguro. Mi madre, en cambio, se hundió. Ni siquiera ahora, viéndome bien, es capaz de mirarme sin que se le note la pena que siente. Me hace daño, no lo puedo evitar.
—¿Tienes hermanos?
—No. Pero tengo a Lisa. Éramos vecinas en Boston, y, casualmente, ella decidió venirse a estudiar a la Universidad de Nueva York justo cuando a mí me admitieron en Columbia. Y, tú, ¿tienes hermanos?
—Tres. Un poco de todo: uno mayor, uno menor y un gemelo. Todos chicos.
—Compadezco a tu pobre madre.
—Y eso que no los conoces. —Acabaron el postre, y él cambió de tema—. ¿Te apetece ir a algún sitio al salir de aquí?
—Sí. Al salir de aquí, quiero ir a tu casa.
—¿Eso significa… —Travis titubeó. Presentía que Emily no era una mujer experimentada.
—Eso significa justo lo que estás pensando. —Emily sonrió, consciente de que quien hablaba era el exceso de vino. Vio a Travis esbozar una sonrisa letal, mientras dejaba unos billetes sobre la mesa y se levantaba raudo.
—Vámonos.
La euforia alcohólica de Emily se fue diluyendo poco a poco en el trayecto en taxi hacia el sur de Manhattan. Tenía miedo a no saber qué hacer, a no poder responder a sus expectativas. Los besos húmedos con los que Travis torturaba su cuello cumplieron la misión de sustituir las dudas por un deseo ardiente.
Cuando atravesaron la puerta del apartamento, nada transcurrió como Emily esperaba. Travis no se abalanzó sobre ella ni mostró ningún síntoma de premura. En cambio, le preguntó qué quería beber y puso música en un aparato bastante pasado de moda.
—¿Esto que suena es Travis? —le preguntó, mientras lo veía abrir puertas en el exiguo espacio de su cocina.
—Sí. Hacía siglos que no los escuchaba, pero encontré el CD en la mudanza y… ya ves.
—Escuchando Travis en el apartamento de Travis… No creo que se me olvide este momento.
—Te puedo asegurar que no se te va a olvidar ningún momento de esta noche, nena —respondió él, con suficiencia—. ¿Martini con vodka está bien? ¿O acabarás desmayada?
—¿Pretendes emborracharme?
—¿Lo necesito?
—Quizá. —Le sonrió, asintiendo—. Martini con vodka está perfecto.
Travis le entregó su copa y se arrellanó junto a ella en el pequeño sofá del salón. Cuando retomaron la rutina de besos que habían dejado abandonada en el taxi, Emily sintió que se le iba a parar el corazón. O que iba a salir corriendo de su pecho. Ni siquiera su corazón se aclaraba sobre cuánto tenía que latir. Charlaron de todo y de nada. Travis ni siquiera recordaba haber hablado alguna vez con una chica por el simple placer de hacerlo.
—¿Jugabas al fútbol en el instituto?
—Sí. —Travis ahogó una mueca—. Y en la universidad. Era bastante bueno.
—¿Sabes que, la primera vez que te vi, pensé que parecías un quarterback?
—Receptor. El quarterback era mi gemelo.
—¿Por qué lo dejaste?
—Mi rodilla se rindió en el tercer año de universidad. Yo tardé un poco más, —sonrió—, pero al final me operé el verano pasado. Es lo mejor que he hecho en mi vida.
—¿Sí? ¿Funcionó la operación?
—A medias. Ya había asumido que el fútbol era parte del pasado, y tampoco estoy demasiado satisfecho con la recuperación. Aún sigo necesitando hielo si fuerzo demasiado la rodilla.
—Entonces, ¿por qué dices que es lo mejor que has hecho en tu vida?
—Porque eso fue lo que me llevó al gimnasio del campus.
—Ah.
—¿Quieres bailar?
—¿Es una broma? —Emily frunció el ceño.
—No. Confía en mí. —Travis le tendió su mano, y ella la aceptó.
Sonaba Sing en todo el apartamento, y Travis la alzó en volandas y bailó con ella con más gracia de la que nadie podría haber imaginado en aquella situación.
—Lisa siempre me dice que no me fíe de un hombre que sabe bailar.
—Eso es porque Lisa sabe que voy a follarte de maravilla —le respondió él, hincando con suavidad sus dientes sobre el hombro de Emily.
Travis la soltó y abrió tres cosas en el transcurso de un segundo: el sofá cama, el sujetador de Emily y el envoltorio de un condón. Ella solo tuvo tiempo a pedirle que apagara la luz.
—Travis… yo… —titubeó Emily cuando el curso de los acontecimientos ya era evidente.
—No has estado con nadie, ¿verdad?
—Ni siquiera había besado a un chico hasta esta noche —confesó ella. Gimió cuando él rozó su apretado pezón con la yema del pulgar.
—No deberías haberme dicho eso. Ni deberías haber hecho ese sonidito. —Emily, pese a la luz apagada, vio gula en los ojos de Travis.
Travis desnudó a Emily con el mimo que suponía que ella necesitaba. Cuando las ropas de ambos yacieron inconscientes en el suelo del salón, Travis la tumbó debajo de él y se dedicó a besar la curva de su mandíbula, el valle entre sus pechos y los montículos de sus pezones. Cuando ella ya se derretía debajo de él, deslizó un dedo entre los pliegues de su sexo y, al comprobar su humedad, desenrolló el preservativo por su miembro duro e hirviente. La penetró despacio, sintiendo que iba a perder la cabeza. La inexperiencia de Emily lo exprimía, lo apretaba y jugaba con su capacidad de aguante. Cuando la escuchó ahogar un jadeo de dolor, sintió que se había quedado para siempre con una parte de ella, y saberlo le produjo un sentimiento de orgullo del que, paradójicamente, no se sentía demasiado orgulloso. Una serie de gemidos constantes le anunció que Emily no iba a aguantar más, y él decidió posponer las exhibiciones para otro momento, y se dejó ir con ella. Cuando alcanzaron el orgasmo juntos, Travis supo que nunca, jamás, nadie le haría sentir nada similar a lo que estaba experimentando en ese momento.
‖
Emily se despertó con las primeras luces del alba, y fue esa claridad la que la puso en alerta. La noche anterior, Travis y ella se habían quedado dormidos con apenas una sábana sobre sus cuerpos. Él continuaba dormido a su lado, con la respiración acompasada al movimiento de su pecho. Incluso con la boca entreabierta, estaba pecaminosamente guapo. En cambio, en sí misma, Emily solo era capaz de ver el mapa de cicatrices que atravesaba sus piernas en todas las direcciones. Necesitaba localizar su ropa y salir del apartamento antes de que Travis despertara.
—¿A dónde te crees que vas? —balbuceó él, aún medio dormido, pero ya consciente de sus movimientos.
—Aquí hay mucha luz. —Emily se encogió de hombros porque no supo qué otra cosa hacer.
—Mejor. Así puedo verte. Eres preciosa —le susurró al oído, antes de recorrer con la lengua el camino entre el lóbulo de su oreja y el hueso de su clavícula.
—¿Y si yo no quiero que me veas?
—¿Quieres que te cuente cómo me he hecho todas estas cicatrices? —Emily dio un respingo en la cama y miró a Travis a los ojos. Él se sentó con las piernas cruzadas sobre el colchón y una actitud, en apariencia, despreocupada.
—¿De qué estás hablando?
—Mira esta. —Travis continuaba hablando como si Emily no estuviera temblando de nervios y emoción a su lado. Señaló una cicatriz de unos siete centímetros sobre su rótula derecha—. Es del golpe en el que me rompí el menisco. Una patada bestial de un tío como un armario.
—¿Te dolió? —se atrevió a preguntar Emily.
—Como el mismísimo infierno. Esta de aquí… —siguió señalando marcas sobre su piel que, comparadas con las de ella, parecían casi imperceptibles— fue por una caída montando a caballo en el último año de instituto. Y esta es la de la cirugía, claro. La de la ceja es bastante graciosa. Me partió la cara un tipo que me confundió con Preston, que le había hecho pasar un buen rato a la novia del tío en cuestión. —Se rieron con ganas, como si la conversación fuera en realidad intrascendente—. Y la del mentón, una caída de la bici cuando mi padre consideró que ya estaba preparado para circular sin ruedines. Y no lo estaba, claro. Mi madre casi lo mata.
—Vaya. —Ambos sonrieron.
—Tengo más, eh. Pero creo que es tu turno.
—Travis…
—Deja de taparte, Emily. Tengo intención de pasar mucho tiempo contigo desnuda a mi lado. No pienso limitarlo a las noches.
Emily se sorprendió a sí misma relatándole algunas de las operaciones a las que la habían sometido en los últimos siete años. Ella sabía que eran diecisiete en total. Sus ojos no dejaron de estar llenos de lágrimas ni un segundo, pero no eran lágrimas de pena ni de vergüenza ni de miedo. Eran lágrimas de amor.
A media tarde, Emily decidió regresar a su apartamento. Su móvil se había quedado sin batería en algún momento de la noche, y el cargador de Travis no era compatible. No quería ni imaginar lo preocupada que estaría Lisa.
Travis no tenía intención de separarse de ella ni un segundo más de lo necesario, así que le hizo prometer que se verían esa misma noche en el gimnasio, en el horario habitual. Cuando Emily estaba a punto de salir por la puerta del apartamento, Travis la llamó.
—Emily.
—Dime.
—Te quiero.
Ella ensanchó una sonrisa, asintió y se fue.
‖
El gimnasio estaba desierto aquella noche de domingo. Travis y Emily trabajaban en una rutina lánguida, consolándose en la excusa de que habían realizado suficiente ejercicio en las últimas veinticuatro horas.
—Tengo algo que preguntarte y algo que confesarte, Emily. Y es muy probable que te cabrees conmigo.
—Me estás asustando, Travis. ¿Qué ocurre?
—La pregunta… ¿Te da clase un profesor llamado Preston?
—No. No me suena de nada. ¿Qué asignatura imparte?
—Introducción al derecho internacional.
—No tengo ninguna asignatura de derecho internacional. No conozco a nadie de ese departamento. ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Preston es mi hermano gemelo. El quarterback. —Sonrió con timidez.
—¿Tienes un hermano viviendo en Nueva York? ¿Profesor en mi facultad? ¿Y no se te ha ocurrido contármelo en cuatro meses? —Amy fingía indignación, pero Travis la vio reírse de él. Quizá su exceso de preocupación no estaba justificado.
—En realidad tengo dos hermanos viviendo en Nueva York, pero ahora no viene al caso. Ya los conocerás cuando te apetezca.
—¿Y la confesión?
—Cuando te conocí… Cuando empezaste a gustarme, yo estaba cagado de miedo a que encontraras cualquier excusa para rechazarme. Así que me asustó ser el hermano de un profesor tuyo y… te mentí. No quería que me relacionaras con él. Es bastante gilipollas. —Travis trató de darle un toque de humor a su revelación.
—¿En qué me mentiste? —Emily se asustó.
—No soy de Colorado. Soy de Arizona.
—¿Eso es todo?
—Es todo. —Travis cerró los ojos y entreabrió uno poco a poco con una mueca burlona—. ¿Estás muy enfadada?
—No. Pero te confieso que si me hubieras contado esto desde el principio, seguramente no habrías conseguido salir conmigo.
—¿Ah, no?
—No. Odio Arizona.
—¿Y eso por qué?
—Mi atropello fue en Phoenix. En Arizona he pasado los peores momentos de mi vida.
—¿En Phoenix?
—Sí. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía nueve años. Dos años después, mi madre conoció al que ahora es mi padrastro y se fue a vivir a Phoenix con él. Yo decidí quedarme con mi padre. Mi madre siempre me guardó rencor por no irme con ella, y yo siempre se lo guardé a ella por no quedarse en Boston conmigo. Me obligaban a pasar allí las vacaciones escolares. Imagínate. Toda la vida en Boston y tener que pasar el mes de agosto en Phoenix, a cuarenta grados a la sombra.
—Me lo puedo imaginar.
—El sueño de mi vida siempre fue ser bailarina. Era bastante buena y siempre tuve muy claro que eso era a lo que quería dedicar el resto de mi vida.
—No me lo habías contado.
—Es la única cosa de la que aún me cuesta hablar… Por si el calor y estar lejos de mi ciudad, de mi padre y de mis amigas no fuera suficiente, en Phoenix, no tenía espacio en casa de mi madre para bailar. Por suerte, un verano, mi madre descubrió que su vecina había sido profesora de ballet y que tenía un estudio maravilloso en su sótano. Así que empecé a pasar cada vez más tiempo allí cuando iba a visitar a mi madre, que estaba encantada porque yo tenía mucha mejor actitud. Una noche, aquella noche, poco después de Acción de Gracias, se me fue el santo al cielo con la hora. Mi madre y su marido habían salido, y yo aproveché para quedarme en casa de la vecina casi toda la noche. A las dos de la madrugada, decidí volver a casa antes de que me descubrieran. —Emily hizo una pausa, tomó aire y lo soltó poco a poco—. Lo recuerdo todo, ¿sabes? He pasado mucho tiempo en hospitales, y todo el mundo dice «no me acuerdo de nada del accidente», «lo siguiente que recuerdo es despertar en el hospital». Yo me acuerdo de todo, Travis. Hasta de los pequeños detalles. El coche era un descapotable gris. Lo conducía un crío de dieciséis años que acababa de sacarse el carnet y que iba pasado de drogas y alcohol. Como sus padres tenían muchísimo dinero, se libró de toda responsabilidad legal. Conmigo en el hospital, prácticamente inválida… Mis padres no tenían fuerzas para plantearse un juicio, así que aceptaron el dinero que nos ofrecieron. Ese dinero está pagando mi rehabilitación y mi carrera, claro. —Emily ahogó una mueca de asco.
Pero Travis ya no vio esa mueca. Travis solo veía cómo el mundo se había abierto bajo sus pies. Cómo perdía lo que llevaba solo unas horas siendo suyo. Había querido a una mujer por primera vez en sus veinticinco años de vida. La amaba y presentía que la amaría para siempre. Dos certezas lo golpearon más fuerte de lo que nunca lo había hecho un defensa en la cancha: estaba enamorado de Emily, y jamás podrían estar juntos.
—Emily, acabo de recordar que tengo que irme. Lo siento.
Huyó. Huyó como el cobarde que era. Huyó como su hermano Parker había huido, siete años atrás, del lugar donde había atropellado a una chica de catorce años que soñaba con ser bailarina.