III
—Llevamos casi un mes compartiendo gimnasio. Me parece hasta de mala educación no presentarme. Me llamo Travis Sullivan —le dijo él una tarde lluviosa que parecía como todas las demás, pero que cambió de forma radical en el momento en que sus manos se tocaron.
—Yo soy Emily. Sí, tienes razón. Tengo curiosidad: ¿te pasas todo el día en el gimnasio o tenemos los mismos horarios de clase? —le preguntó con una sonrisa.
—No soy un estudiante exactamente —explicó él, frotándose la nuca con timidez—. Trabajo cerca de aquí. Vengo a este gimnasio como exalumno.
—Ah… Yo estudio en la facultad de Leyes. Los profesores nos tienen tan explotados que solo puedo aprovechar la última hora de la tarde para venir. ¿En qué trabajas?
—Soy abogado en un bufete. Acabo de incorporarme —respondió Travis. Seguro que uno de esos profesores que atormentaban a Emily era el gilipollas de Preston.
—Estudiaste en Columbia, ¿entonces?
—Sí, y trabajé un par de años con mi padre antes de decidirme a volver a Nueva York. Tengo veinticuatro. Bueno, casi veinticinco —aclaró, imaginando que ella estaría haciendo cálculos mentales sobre su edad.
—Yo, veintiuno. ¿De dónde eres?
—De Colorado —mintió. El jodido Preston era el único de los hermanos con un marcado acento de Arizona, que no solo no había perdido durante su estancia en Londres, sino que incluso había enfatizado. No pensaba añadir su lugar de origen a la nómina de indicios que podían hacer que ella lo identificara con el que, seguro, era su profesor más odioso. Ya era suficiente con el parecido físico y el apellido, aunque este, por suerte, era bastante común. Quería conocer mejor a aquella chica y no pensaba permitir que su hermano arruinara sus planes—. ¿Y tú?
—De Boston. Es mi primer año aquí.
—¿Te gusta? —Travis lo preguntó con la esperanza de que ella disfrutara de la ciudad tanto como él. No entendía qué diablos le estaba pasando; era la primera vez que hablaba con aquella chica, y le preocupaba que a ella le gustaran las mismas cosas que a él. Era una locura.
—¿Bromeas? ¡Es Nueva York!
Travis sonrió, y Emily se alegró de que su bastón metálico quedara bien disimulado entre la estructura de las máquinas de musculación.
‖
Las conversaciones en el gimnasio se prolongaron durante semanas. Sin querer reconocerlo ni siquiera ante sí mismos, ambos esperaban ansiosos el final del día para encontrarse en el banco de ejercicios. Algunos días, apenas hablaban, absortos en sus rutinas físicas, pero se sentían bien sabiendo que el otro estaba a su lado. Cuando Travis descubrió que Emily iba al gimnasio también los sábados y los domingos, encontró una excusa para ejercitarse también en fin de semana.
Travis le ayudaba a resolver algunas dudas sobre sus asignaturas. Emily le hablaba con pasión sobre Boston y sus viajes con su padre por Nueva Inglaterra. Travis se desahogaba con ella cuando el estrés de su nuevo trabajo parecía engullirlo. Emily le contaba pequeños detalles sobre los rincones de la ciudad que iba descubriendo. Envueltos en la mágica intimidad que habían creado, se les escapó el mes de noviembre, y solo las rodillas de ambos fueron conscientes de que el frío ya había llegado a Nueva York y de que las vacaciones de Navidad estaban a la vuelta de la esquina.
‖
Con el nuevo año, Travis, sin pararse siquiera a pensar en el motivo, reunió el valor que necesitaba para pedirle una cita a Emily. Llevaba saliendo con chicas desde los trece y jamás había titubeado a la hora de hablar claro. Nadie que lo conociera de verdad podría acusarlo de tímido. Sin embargo, ahora era un mar de dudas. Quizá el motivo fuera que nunca le había importado recibir una negativa. Y, ahora, prefería ni pensar en ello.
—Emily, ¿puedo hacerte una pregunta?
—¡Claro! Dime.
—¿Te gustaría salir conmigo alguna noche?
—¿Me… me estás pidiendo una cita? —A Travis le sorprendió ver a Emily, siempre tan extrovertida, sonrojarse hasta las mismas raíces del cuero cabelludo. No lo entendía; era una belleza impresionante, debía de haber tenido miles de citas.
—Sí. ¿Te apetece?
—Lo siento. No… no puedo.
—¿Tienes novio o algo así?
—¿Tan irresistible te crees que solo puedo rechazarte si hay otro hombre? —respondió Emily, con una sonrisa burlona por fuera y una actitud defensiva por dentro.
—¿Lo tienes? —volvió a preguntar Travis, entrecerrando los ojos.
—No.
—¿Entonces?
—Deja que me lo piense un par de días.
—Un par. Ni uno más —zanjó Travis con una sonrisa, antes de marcharse al vestuario y dejar a Emily con un millón de mariposas en el estómago y dos millones de fantasmas en la cabeza.
‖
—He conocido a alguien —le espetó Emily a Lisa en cuanto acabaron de cenar.
—¿Un tío? —preguntó Lisa, levantando una ceja. Ni todos los gestos faciales de este mundo habrían podido reflejar la sorpresa que sentía.
—Un tío. El tío. El tío más bueno de todo el planeta Tierra.
—Bueno, bueno… Para el carro, bonita. ¿No crees que quizá deberías probar con uno normalito para empezar?
—¿Crees que lo he elegido yo? Si de mí dependiera, sería feo y desagradable.
—Un gusto impecable para los hombres, sí. —Se burló Lisa—. Y, dime, si no lo has elegido tú, ¿cómo ha sido? ¿Ha caído del cielo a tus pies?
—Algo así. Es Travis. Llevo meses compartiendo gimnasio con él.
—¿Travis? ¿El Travis del que me has hablado y por el que siempre llegas tarde a casa?
—Ese mismo.
—¿Me estás diciendo que llevas tres meses sin mencionar que ese Travis es una especie de dios griego?
—Más o menos.
—¿Y que llevas tres meses sin mencionar que te has colado por él?
—Más o menos.
—Un momento… —Lisa levantó su dedo índice—. ¿Y por qué me lo comentas hoy?
—Porque… bueno… él… me ha pedido que salgamos juntos.
—¡Aaaah! —El chillido de Lisa fue tan agudo que debería haber sido percibido solo por algunos animales. Pero no. Toda la mitad norte de la isla de Manhattan tenía que haberla oído—. ¿Y qué le has dicho?
—Que me lo tenía que pensar.
—Pero, ¿por qué? Te gusta, le gustas, te ha pedido una cita. No veo que haya nada que pensarse.
—Lisa… No te enfades, ¿vale?
—¿Qué has hecho? —Emily vio cómo su mejor amiga entornaba los ojos en un gesto de sospecha.
—He evitado que me viera caminar. Estoy en el gimnasio todos los días antes que él y me marcho cuando ya se ha ido. No sabe nada.
—No me lo puedo creer. ¿Esos miedos a estas alturas, Em?
—Ya lo sé. No… no me preguntes el porqué. No lo hice al principio y, después… ya me gustaba demasiado, y tenía miedo a que me rechazara.
—Tú eres tonta. —Le sonrió—. ¿Tú quieres salir con él?
—No lo sé, Lis… Nunca he tenido una cita, estoy aterrorizada.
—Bueno, ya sabes que no soy la más indicada para dar consejo sobre citas. —Emily sonrió a su mejor amiga, a su hermana del alma, a la que la había acompañado a Nueva York desde Boston. Solo Emily conocía su secreto, el motivo por el cual jamás había querido salir con ningún chico—. Pero creo que deberías decirle que sí.
—¿Cuántas veces te he dicho yo a ti que deberías salir con un chico, y me has ignorado?
—Emily. Yo no quiero salir con chicos. Tú, sí. Esa es la diferencia. Tú quieres, pero tienes miedo. Y es normal que lo tengas, cariño, es lo más normal del mundo. Pero eres preciosa, y, si él es un buen chico y le gustas de verdad, le dará igual que seas una lisiada.
Se sonrieron. Hacía ya mucho tiempo que Emily hablaba con naturalidad sobre su accidente con cualquiera, mucho más con Lisa. Al principio, a su amiga le horrorizaba que Emily bromeara con su estado, pero pronto se convirtió ella misma en la principal impulsora de aquel humor negro que nadie alcanzaba a comprender del todo.
Emily se había pasado los primeros años de su adolescencia recluida, entre hospitales y su propia casa, hundida en la perspectiva de no volver a caminar jamás. Pero desde que sus médicos y fisioterapeutas habían conseguido avances, había soltado todo el lastre y vivía con un optimismo que hacía sonreír a todos los que la querían. Solo había un tema que Emily mantenía en el más recóndito rincón de su actitud: sus relaciones con los hombres. Su vida se había saltado la fase de los primeros besos, de las citas, de los roces casuales y los asientos traseros de las camionetas. Pero ella quería enamorarse, siempre lo había deseado. Ahora ya no sabía si seguía queriendo enamorarse o si lo había hecho ya.
‖
—Hoy es tu fecha límite, Emily —la apuró Travis en cuanto se la encontró esa tarde sentada en su banco de ejercicios habitual.
—¿Fecha límite? —Era obvio, para ella misma y para Travis, que Emily se estaba haciendo la tonta.
—Sabes perfectamente de lo que hablo. ¿Saldrás conmigo o no? —preguntó él, aparentando mucha más indiferencia de la que sentía.
—Es posible —le respondió con una sonrisa.
—¿Es posible?
—Travis, tengo que decirte algo serio… Sí, saldré contigo, pero —alzó la voz para interrumpir lo que él fuera a decirle— con una condición. Propón un día, hora y lugar, y yo estaré allí, pero si no te gusta lo que ves, no me des ninguna explicación. Seguiremos viéndonos aquí, seguiremos siendo amigos… Pero no te quedes conmigo por las razones equivocadas.
—De acuerdo. Entendido —respondió él, aunque, en realidad, no había entendido nada.
‖
Parker abrió la puerta de su apartamento del Boulevard Martin Luther King con una preciosa niña con la piel del color del café con leche y dos enormes ojos azules subida a sus hombros. Travis se quedó un poco impactado al ver a su hermano pequeño en esa actitud tan paternal.
—Hola, me llamo Katie. ¿Tú eres el hermano de Parker?
—Hola, Katie —saludó Travis, mientras Parker la bajaba al suelo. Palmeó el hombro de su hermano y se agachó a saludar a la que pronto se convertiría en algo así como su sobrina—. Yo soy Travis.
—Mamáaaaa… —gritó la niña—. Está aquí el hermano de Parker.
—¿Mamá? —le susurró Travis a su hermano. Hacía unos meses que Parker había puesto a toda la familia Sullivan al corriente de las circunstancias de la vida de Amy.
—Un buen día, sin que llegáramos a explicarle nada, la empezó a llamar así —dijo Parker, con una sonrisa de orgullo pintada en la cara—. Es demasiado lista, me da pavor.
—¿Pavor a que acabe llamándote papá? —se burló Travis. No se podía creer que el tipo al que tenía delante hubiera dado tantos quebraderos de cabeza a sus padres hasta hacía menos de un año.
—No sería lo peor que me podría pasar —le respondió Parker, mesándose con timidez el pelo.
—¡Joder! Lo próximo será que te tatúes a Bob Esponja.
Aún se estaban riendo cuando apareció Amy y los invitó, con una mirada, a entrar en el pequeño salón del apartamento. Había aprovechado el momento de intimidad de los dos hermanos para acostar a Katie y estaba sirviendo un plato de chili con carne para cada uno.
—¿Katie ya vive aquí de forma definitiva? —le preguntó Travis.
—No, todavía estamos acostumbrándola a los cambios. Pasa algunos días aquí y otros, con mi madre.
—Depende un poco de los horarios que tengamos nosotros y de los de Michelle, la madre de Amy —aclaró Parker—. Travis, no creo que me hayas llamado tan apurado para discutir los detalles de nuestra original vida familiar. Y, si no has llamado a Preston, será porque tienes miedo de que se ría de ti, así que… ¿quién es la chica?
—Joder con el adivino.
—Vamos, cuéntanos, Travis —intervino Amy. A Travis cada día le caía mejor su cuñada. Solo lo que había hecho con Parker, fuera lo que fuera, ya merecía que la familia Sullivan le erigiera un monumento.
—La conocí en el gimnasio, y llevamos meses viéndonos a diario. Estoy… joder… estoy loco por ella.
—¿Y cuál es el problema?
—¡Ja! ¡El problema es que no sé cuál es el problema! Es la tía más extrovertida del mundo, me cae fenomenal, nos reímos juntos y es obvio… conozco a las mujeres, he salido con cien mil… es obvio que le gusto.
—Qué modesto —se burló su hermano.
—Déjate de chorradas. Se le nota. Se le nota mucho. Al menos, ella no tiene que convivir con una permanente erección, así que, créeme, yo estoy en inferioridad de condiciones. Esto… perdona, Amy —se disculpó Travis. Sus modales impecables de chico de fraternidad le impedían hablar con la misma claridad con ella que con su hermano.
—Por Dios santo, Travis. Me he criado en la calle y convivo con tu hermano desde hace meses. No creo que me vaya a asustar la palabra erección.
—Vale, de acuerdo —le respondió Travis, entre risas—. El caso es que le he pedido una cita. Y ha tardado días en responderme y, cuando lo ha hecho, me ha hecho prometerle que, cuando quedemos, si no me gusta lo que veo, que no me quede por las razones equivocadas, que seguiremos siendo amigos, pero que tengo libertad para marcharme. O algo así.
—Ah, bueno, es más fácil de entender de lo que tú crees —respondió Parker, muy serio—. Lo más probable es que te esté ocultando que tiene una hija de cinco años a la que ha hecho pasar por su hermana hasta ahora.
Travis se quedó en silencio, ruborizado por el comentario de su hermano, hasta que vio que Amy le lanzaba un cojín del sofá, y ambos estallaban en carcajadas. Cada minuto que pasaba en esa casa, más orgulloso se sentía de lo que su hermano había conseguido.
—Os podéis ir los dos a la mierda, con el debido respeto a la señorita que se ha criado en las calles de Harlem.
—Travis, —intervino Amy—, solo vas a saber lo que ocurre cuando tengas la cita. ¿Te quedan muchos días de agonía?
—No. Hemos quedado mañana, a las ocho de la tarde, en Central Park.
—Qué romántico.
—¿En serio crees que estás en situación de burlarte de alguien, Park? —protestó Travis—. La voy a llevar al restaurante del lago.
—Suerte, entonces.
Poco después de acabar de cenar, Travis se despidió de Parker y Amy y regresó a su apartamento. Ignoró los whatsapps de Preston, tratando de convencerlo de que salieran a beber al día siguiente. Si el sábado acababa emborrachándose, presentía que lo haría solo.