II
Emily se levantó del banco de ejercicios un par de minutos después de ver marcharse al chico cuyos gemelos la habían estado torturando la última hora y media. Por culpa de la posición de las máquinas en esa sala del gimnasio, no le había visto más que las piernas, excepto en el breve tiempo en que él se había levantado a beber y, si no se había vuelto loca, a observarla. Cuando lo hizo, y pudo ver a qué tipo de hombre pertenecían aquellos músculos cubiertos de piel tostada por el sol, estuvo a punto de perder el ritmo de su serie. El desconocido era alto, muy alto, y habría apostado el dinero del alquiler a que se había pasado la adolescencia como quarterback del instituto, rodeado de animadoras dispuestas. Era un estereotipo, sí, pero ese era el peaje que tendría que pagar en su mente por tener aquellos músculos definidos, dos ojos verdes como un billete de dólar y una sonrisa por la que, o Dios había sido extremadamente generoso con él, o sus padres habrían tenido que pagar una pequeña fortuna.
Odió el pequeño tirón que sintió en el estómago cuando lo vio alejarse. Odió no poder evitar dirigirse a él para comprobar si era real. Odió la situación de permanente stand by en la que había puesto su vida amorosa. Pero, sobre todo, se odió a sí misma por esperar a que se marchara para levantarse de aquel banco en el que, siendo sincera, había acabado los ejercicios un buen rato antes. Hacía ya muchos años que Emily había superado la vergüenza de que la gente la viera caminar apoyándose en un bastón –al fin y al cabo, bastante peor había sido la época del andador–, así que no entendía qué le había ocurrido con aquel extraño. O, peor aún, lo entendía demasiado bien.
‖
—Llegas tarde. La cena está fría —alzó la voz desde la cocina Lisa, en cuanto Emily abrió la puerta del apartamento que compartían cerca del campus.
—Lo siento. Me he distraído en el gimnasio —mintió, aunque solo en parte. En realidad, aquel desconocido la había distraído mucho.
—No pasa nada. ¿Qué tal vas con los ejercicios?
—Bien, pero sigo sin ver ningún progreso. Supongo que ha llegado el momento de asumir que esto es lo mejor a lo que puedo aspirar.
—Bueno, eso no lo sabes. Hace dos años parecía que nunca te ibas a deshacer de las muletas, y aquí estás, ¿no?
—Sí, supongo… ¿Ha llamado mi padre? —cambió de tema. El inquebrantable optimismo de Lisa no era la receta que necesitaba en ese momento.
—Sí. Que lo llames, ya sabes.
—¿Sigue preocupado?
—¿Quieres la verdad?
—Claro.
—Yo creo que está aterrorizado, Em. Lleva tantos años cuidando de ti que no se hace a la idea de que al fin eres independiente.
—Pobre… Se ha quedado muy solo en Boston. Se ha centrado tanto en mí en los últimos años que ni se ha planteado rehacer su vida. Y, ahora, yo me marcho, y él se queda solo.
—Emily, ya hemos hablado de esto mil veces. Tú tenías que buscar tu camino. Tu padre está feliz de que te puedas desenvolver por ti misma. Es más… es más de lo que nunca pensamos que podrías conseguir. —La voz de su amiga se quebró al recordar los peores años de sus vidas.
—Dame un beso, anda, llorona. ¿Vemos una peli?
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Las esperanzas de Emily de no volver a encontrarse en el gimnasio con el chico de los gemelos tostados se diluyeron al día siguiente. Y al siguiente. Y todos los demás días del mes de octubre. Se diluyeron hasta el punto de que aquellas esperanzas iniciales cambiaron de bando y se centraron en cruzar los dedos para verlo cada día.
Sus médicos se habían mostrado más que satisfechos con los progresos de la musculatura de sus piernas en su último viaje a Boston para una de las revisiones rutinarias. Ni a ellos ni a su padre les explicó que su exceso de ejercitación se debía a que seguía sin atreverse a salir del gimnasio antes de que lo hiciera su casi desconocido compañero de fatigas.