18

Se había sentado en la galería sin cenar; tenía un nudo en la boca del estómago.

Pensamiento que hielas y que abrasas

mi corazón, por el dolor roído,

¿qué puedo hacer si…?

No; ya bastaba de Ariosto. Y, sobre todo, ya bastaba de la Angelica de su juventud. Sólo cabía hacer una cosa, era inútil seguir postergándolo. Iría directo al grano, por mucho que le costara.

Sacó del bolsillo las dos hojas repletas de datos del registro civil proporcionadas por Fazio y que había cogido antes de salir de la oficina, y se puso a estudiarlas.

Ni él mismo sabía lo que buscaba. Pero al cabo de un rato se interrumpió de golpe, porque en su mente resonaron unas palabras de Angelica: «Mi madre era de Vigàta… Mi padre tampoco vive… Un terrible accidente, aquí… Yo tenía cinco años…»

Sintió una vaharada de calor tan fuerte que tuvo que ir a darse una ducha.

De nuevo en la galería, leyó los datos de Angelica:

«Cosulich, Angelica, hija del difunto Dario y la difunta Clementina Baio, nacida en Trieste el 6 de septiembre de 1979, residente…»

Lo invadió una especie de desasosiego. Se levantó y llamó a la comisaría.

—A sus órdenes, dottori.

—Catarè, ¿te sientes con ánimos de trasnochar?

—¡Por usía, de lo que haga falta!

—Gracias. El archivo del Giornale dell’Isola está todo digitalizado, ¿verdad?

—Sí, siñor. Ya hicimos una vez una consulta.

—Entonces tienes que buscar el año 1984. Mira si sale la noticia de un accidente en el que perdieron la vida dos personas, marido y mujer, que se llamaban, apúntalo bien, Dario Cosulich y Clementina Baio. Repíteme los nombres.

—Vario Cosulicchio y Clementina Parió.

—Te los repito. Escríbelos bien. Y en cuanto encuentres la noticia, me llamas a Marinella.

Menos mal que la noche era de una belleza apacible y serena. Bastaba que mirase el mar o el cielo para que su nerviosismo disminuyera unos grados.

Iba por el sexto vaso de whisky y acababa de empezar el segundo paquete de tabaco cuando sonó el teléfono.

—¡La he encontrado, dottori, la he encontrado! —Catarella sonaba triunfal—. ¡La he encontrado y la he imprimido! Pero no se trata de un accidente.

—Léemela.

Catarella lo hizo:

—«Vigàta, 3 de octubre de 1984. De nuestro corresponsal. Esta mañana han sido encontrados por la señora de la limpieza, en su vivienda de via Rosolino Pilo ciento cuatro, los cuerpos sin vida de Dario Cosulich, de cuarenta y cinco años, y su mujer, Clementina Baio, de cuarenta. Se trata de un suicidio.

»El señor Cosulich, después de matar a su mujer de un tiro, ha disparado contra sí mismo. Dario Cosulich, nacido en Trieste, se había trasladado hace siete años a nuestra ciudad, donde abrió un comercio de tejidos al por mayor. Tras un floreciente inicio, los negocios empezaron a ir mal. Una semana antes del trágico hecho, el señor Cosulich tuvo que declararse en quiebra. El móvil de los celos ha sido descartado. Parece que el señor Cosulich ya no podía afrontar las desmesuradas exigencias de los usureros a los que había tenido que recurrir.»

Sólo faltaba la última tesela del mosaico que ahora tenía delante, claro y diáfano. Regresó a la galería y se puso a releer las hojas con los datos.

Enseguida notó que se le cerraban los ojos. Pero al llegar al undécimo nombre, el de Ettore Schisa, en la segunda hoja, sintió una especie de descarga eléctrica.

Entonces volvió a leer los nombres de la primera hoja, y de repente comprendió que quizá había encontrado la pieza que faltaba:

«Cosulich, Angelica, hija del difunto Dario y la difunta Clementina Baio, nacida en Trieste el 6 de septiembre de 1979, residente en Vigàta en via…»

«Schisa, Ettore, hijo del difunto Emanuele y de Francesca Baio, nacido en Vigàta el 13 de febrero de 1975, residente en Vigàta en via…»

Un punto de contacto mínimo, que tal vez era sólo casual. O quizá Fazio había dado en el clavo con Schisa.

Miró el reloj. Era la una pasada. Demasiado tarde para todo.

Desde el mar, de improviso, una voz le gritó:

—¡Comisario Montalbano! ¡Vete a dormir!

Debía de ser alguien desde una barca con ganas de bromear, al que no se veía en la oscuridad.

Se levantó.

—¡Gracias! ¡Acepto el consejo! —gritó en respuesta.

Y se fue a dormir.

El teléfono lo despertó a las ocho de la mañana. Era Fazio.

Dottore, llamo sólo para decirle que he telefoneado a un amigo que trabaja en el hospital. La señorita Cosulich ha pasado muy buena noche y los médicos están maravillados de su rápida recuperación.

—Gracias. ¿Dónde estás?

—En la oficina.

—¿Las hojas con los datos del registro civil que me diste son originales o una copia?

—Una copia. Las originales las tengo aquí.

—¿Has tenido tiempo de mirarlas?

—No, señor.

—Cógelas y compara los datos de Angelica Cosulich con los de Ettore Schisa.

—¡Coño! —exclamó Fazio al cabo de un momento.

—Mientras yo me lavo y me visto, tú pon en marcha tu genio registral, ¿de acuerdo?

—Sí, señor. Voy ahora mismo al ayuntamiento.

—Ah, antes de irte, dile a Catarella que te dé el artículo que me leyó anoche y échale un vistazo.

Dos tazas de café le devolvieron la plena lucidez. Sería un día duro. En la comisaría encontró a Fazio.

—He estado en el registro civil. Clementina y Francesca Baio eran hermanas. ¿Y ahora qué hacemos?

—Pues procedemos siguiendo el guión. Vamos a ver al dottor Ettore Schisa.

Dottore, perdone que me permita decírselo, pero ¿no sería mejor informar antes al ministerio público?

—Sería mejor, pero no tengo ganas de perder tiempo. Quiero acabar con esta historia cuanto antes. Vámonos. ¿Tienes una grabadora de bolsillo?

—Sí, voy a cogerla.

Fazio paró delante del 48 de via Risorgimento. Era un edificio de cuatro pisos un tanto deteriorado.

—Schisa vive en el segundo —dijo Fazio.

Entraron en el portal. No había ni portero ni ascensor en la finca.

Mientras subían, Fazio desenfundó el revólver, se lo puso en la cintura de los pantalones, y se abrochó la americana. Montalbano lo miró.

Dottore, recuerde que éste está medio loco.

Fazio pulsó el timbre. Al cabo de un momento abrieron la puerta.

—¿El dottor Ettore Schisa? —preguntó Montalbano.

—Sí.

El comisario se quedó estupefacto.

Schisa tenía treinta y cinco años; en cambio, el hombre que tenía delante aparentaba cincuenta, y mal llevados.

Descuidado, con pantuflas, barba larga y desgreñado, no se cambiaba la camisa desde hacía días, pues el cuello estaba manchado de sudor. Tenía los ojos brillantes, como los de un enfermo o drogadicto. Y unas ojeras que parecían pintadas lo asemejaban a un payaso.

—Soy el comisario Montalbano, y éste es el inspector Fazio.

—Por favor —dijo Schisa, haciéndose a un lado.

Entraron. Montalbano notó enseguida un aire viciado, denso, irrespirable. En las amplias habitaciones reinaba un desorden total. De paso hacia el salón, Montalbano vio un plato con restos de pasta sobre una silla, un par de calcetines encima de una mesa, pantalones, libros, camisas, vasos, botellas y tazas de café sucias tirados por el suelo. Schisa les ofreció asiento.

Para sentarse en la butaca indicada, Montalbano tuvo que quitar antes un par de calzoncillos usados y apestosos. Fazio, por su parte, retiró un cenicero rebosante de colillas.

Dottor Schisa, hemos venido para… —empezó el comisario.

—Sé para qué han venido —lo interrumpió Schisa.

El comisario y Fazio intercambiaron una rápida mirada. Quizá sería más sencillo de lo que habían pensado.

—En tal caso, díganoslo usted.

—¿Puedo encender la grabadora? —preguntó Fazio.

—Sí. Ustedes han venido por los robos. —Schisa encendió un cigarrillo.

Montalbano observó que le temblaban las manos.

—Ha acertado.

Schisa se levantó.

—No quiero hacerles perder tiempo. Tengan la amabilidad de seguirme.

Lo siguieron. Schisa se detuvo ante la puerta de la última habitación de un largo pasillo. Abrió, encendió la luz y entró.

—Aquí está todo el botín. No falta nada. Montalbano y Fazio se quedaron atónitos. No se lo esperaban.

—Entonces, ¿no era verdad lo que me escribió? —preguntó el comisario.

—No. Les he pagado generosamente en metálico después de cada robo. Ellos hacían una valoración, una estimación, y yo pagaba. Me he arruinado, ya no me queda ni un euro.

—¿Cómo consiguió el dinero?

—Con mi sueldo de médico de familia jamás habría llegado a reunir el que necesitaba. Hace años acerté una quiniela millonaria y guardé el premio.

—¿Me permite mirar los objetos? —preguntó Fazio.

—Desde luego.

Fazio entró en la habitación y se puso a examinar las cosas tiradas por el suelo sin orden ni concierto. Los cuadros estaban apoyados en una pared.

—Me parece que faltan las joyas y las pieles sustraídas a la señorita Cosulich —dijo al finalizar la inspección.

—Faltan porque no fueron robadas. Nunca han existido —contestó Schisa.

—Ese robo, entonces, debía servir para cubrir a Angelica Cosulich, ¿no? —preguntó Montalbano.

—Exacto. ¿Salimos de aquí?

Fueron de nuevo al salón.

—Ahora hago yo las preguntas —dijo el comisario—. Usted, dottor Schisa, ha organizado una serie de robos para enturbiar las aguas sobre el único robo que realmente le interesaba, el cometido en casa de Pirrera. ¿Qué había en su caja fuerte?

—Pirrera era un asqueroso usurero sin escrúpulos. Arruinó a decenas de familias, incluidas la de Angelica y la mía.

—¿Por qué la suya?

—Porque mi padre y Dario Cosulich se habían casado con las hermanas Baio. Y mi padre era socio de Dario en el almacén de tejidos. Tío Dario mató a su mujer y a continuación se suicidó; mi padre murió de pena dos años después. Desde entonces no he pensado en otra cosa que en vengarlos.

—Responda a la pregunta: ¿qué había en la caja fuerte?

—Dos peliculitas en súper ocho y algunas fotografías. Cuando sus víctimas se quedaban sin dinero, Pirrera exigía pagos en especie. Las películas lo muestran en acción con dos niñas, una de siete años y otra de nueve. ¿Quiere verlas?

—No —respondió Montalbano con una mueca—. Pero ¿usted cómo llegó a enterarse?

—Porque Pirrera se recreaba poniéndoselas a las desgraciadas que se veían obligadas a irse con él a la cama. Conseguí localizar a una de esas mujeres, le pagué y me hizo una declaración por escrito.

—¿Cuándo tomó la decisión de vengarse?

—Desde que tengo uso de razón. Siempre he pensado en ello, pero no sabía cómo hacerlo.

—Y fue la llegada de su prima Angelica lo que…

—Sí. Todo maduró cuando trasladaron aquí a Angelica. Hablamos del asunto durante noches enteras. Al principio ella se resistía, estaba en contra, pero luego, poco a poco, conseguí convencerla.

—¿Cómo reclutaron a los ladrones?

—Yo sabía que Angelica… bueno, ella de vez en cuando quedaba con…

—Lo sé todo.

—Le sugerí que buscara entre esos hombres a alguno dispuesto a… Y un día se topó con el tipo adecuado: Angelo Tumminello. Al que hirió uno de sus agentes y los otros dos mataron después.

—¿Puede darme el nombre de los compañeros de Tumminello?

—Por supuesto. Salvatore Geloso y Vito Indelicato. Son de Sicudiana.

Fazio tomó nota.

—Ahora dígame por qué esos dos le dispararon a Angelica Cosulich.

—Eso es un asunto más complicado. Verá, después de que usted fuera a su casa a raíz del robo, Angelica me dijo, en presencia de los otros tres, que ustedes dos habían entablado amistad. Tanto era así, que usted había aceptado no hablar del robo en la habitación que ella tiene en la villa de su primo.

—Un momento —lo interrumpió el comisario—. ¿Se reunían allí para organizar los robos?

—Sí. Entonces Tumminello le sugirió que afianzara la relación con usted, para que pudiéramos saber sus movimientos con antelación.

Fazio tenía los ojos clavados en el suelo, no se atrevía a levantar la cabeza.

—Cuando usted le dijo que iría a vigilar el chalet de los Sciortino, yo le propuse que fuera también ella, y aceptó. Pero después telefoneó para decir que usted, comisario, la había llamado para comunicarle que habían anulado la vigilancia. ¿Es verdad?

Fazio levantó la cabeza y lo miró.

A Montalbano aquello lo pilló por sorpresa, pero se recuperó mientras un repique de campanas de fiesta empezaba a sonar en su interior.

—Sí. —Era una trola como una casa, pero llegados a ese punto…

—Pero cuando cayeron en la encerrona y Tumminello resultó herido, los otros dos creyeron que Angelica los había traicionado —prosiguió Schisa.

—La frase que escribió en la carta anónima sobre la posibilidad de un factor imprevisto, ¿se refería a la posible traición de Angelica?

—Sí.

—O sea, que usted también dejó de confiar en ella, como sus cómplices.

—Al principio dudaba. Luego llegué al convencimiento de que Angelica no nos había traicionado. La llamé por teléfono y me pareció sincera. Se lo dije a los otros, pero…

—Hablando de cartas anónimas, en la segunda, con la que usted quería causarme problemas, no reveló el verdadero uso que Angelica daba a su habitación de la villa. ¿Por qué?

—No tenía ningún interés en perjudicarla ni en ponerla en dificultades. Es más, debía protegerla.

Como en el juego de Catarella. Había acertado.

—Continúe.

—Hay poco más que decir. Intenté convencerlos de que estaban equivocados, pero fue inútil.

—¿Telefoneó usted, distorsionando la voz, para advertirme del peligro de muerte que corría Angelica?

—Sí, me pareció una buena idea, pero aun así los muy imbéciles encontraron la manera de dispararle.

—¿Participó usted personalmente en el robo cometido en casa de Pirrera?

—Ya habían matado a Tumminello. No me quedaba más remedio. De otro modo, todo mi trabajo se habría visto frustrado por aquella muerte.

—Cuando tuvo en su poder las películas y las fotos, ¿llamó enseguida a Pirrera?

—El mismo día del robo, por la noche. Le dije que al día siguiente le mandaría anónimamente todo el material a usted, comisario.

—¿Sabía usted cuál sería la consecuencia de su llamada?

—¿Cómo no iba a saberlo? ¡Contaba con que se suicidara! ¡Lo esperaba fervorosamente! ¡Rezaba a Dios para que lo hiciera! ¡Y lo hizo, el muy cerdo!

Schisa rompió a reír. Fue una escena terrible, porque reía y reía sin parar. Se doblaba por la cintura riendo. Daba cabezazos contra la pared riendo.

En un momento dado empezó a babear. Entonces Fazio se decidió. Le propinó un fuerte puñetazo en la barbilla y Schisa cayó al suelo sin sentido. Fazio sacó el móvil para pedir refuerzos. Había que registrar todo el piso, hacer inventario, en resumen, un montón de trabajo.

—Llama también a un médico —sugirió Montalbano.

Cuando volvió en sí, Schisa se puso de nuevo a reír babeando. No lograba mantenerse en pie, y si lo sentaban, caía al suelo como si fuera de gelatina.

El comisario comprendió que difícilmente recuperaría la normalidad. Algo se había roto dentro de él. Durante años lo había devorado el deseo de venganza, y ahora que lo había conseguido, todo su cuerpo —mente, nervios, músculos— se había desmoronado.

El médico llamó a una ambulancia y se lo llevó.

Montalbano no se marchó del piso hasta que Fazio hubo encontrado las películas y las fotos. Había cogido una foto de Angelica con Schisa.

Montó en el coche y fue a hablar con Tommaseo.

Se lo contó todo, subrayando que habían recuperado todo el botín, que Schisa estaba loco, que, en cualquier caso, no había matado a nadie, que tenía buenas razones para vengarse y que Angelica había sido sobornada por su primo.

Tommaseo mandó difundir de inmediato una orden de captura contra Geloso e Indelicato.

—¿Cómo es la chica? —preguntó luego con aire interesado.

Sin pronunciar palabra, Montalbano sacó del bolsillo la foto y se la tendió.

Tommaseo perdía la cabeza por cualquier chica guapa. Y al pobrecillo no se le conocía ninguna mujer.

—¡Jesús! —exclamó, babeando más que Schisa.

Cuando Montalbano regresó a Vigàta, eran las dos pasadas. No tenía hambre, pero igualmente dio el paseo por el muelle.

Ahora que había hecho casi todo lo que tenía que hacer —porque faltaba todavía la parte más difícil—, un solo pensamiento ocupaba su mente.

Siempre el mismo.

Se sentó en la roca plana.

Contempla el mar subida en una roca

y se confunde con la misma roca.

Inmóvil, con un solo pensamiento en la cabeza.

«Angelica no me ha traicionado.»

Y no conseguía saber si eso le causaba placer o dolor.

Habría querido no llegar nunca a la comisaría. Y maldijo mil veces su oficio de policía.

Pero, lo que había que hacer, cuanto antes se hiciera, mejor.

—He hablado con el doctor —informó Fazio—. Angelica Cosulich está en condiciones de recibir la notificación. —Y añadió con voz neutra—: Si quiere quedarse aquí, voy yo solo.

Habría sido la última cobardía.

—No; te acompaño.

No abrieron la boca durante todo el trayecto.

Fazio se había informado sobre el número de la habitación; fue él quien guió al comisario, que caminaba como un autómata.

El inspector abrió la puerta de la habitación y entró. Montalbano se quedó en el pasillo.

—Señorita Cosulich… —empezó Fazio.

Montalbano contó hasta tres, hizo acopio de fuerzas y entró también.

Habían levantado un poco la cabecera de la cama. Angelica tenía puesta una mascarilla de oxígeno y miraba a Fazio. Pero en cuanto vio entrar a Montalbano sonrió.

La habitación se iluminó.

El comisario cerró los ojos y los mantuvo cerrados.

—Angelica Cosulich, queda usted detenida —oyó decir a Fazio.

El comisario dio media vuelta y salió del hospital.