12
Se hizo la hora de ir a comer.
Salió de su despacho y pasó por delante de Catarella, que estaba tan absorto haciendo algo con el ordenador que ni se percató de su presencia.
—¿Qué haces?
Un poco más y Catarella se cae de la silla. Se puso en pie de un salto, con la cara colorada como un tomate.
—Como no hay tráfico telefónico, estaba pasando el rato jugando.
—¿Con el ordenador?
—Sí, siñor dottori.
—¿Y a qué juegas?
—Es un juego que para jugarlo hay que jugarlo en pareja.
—Pero tú no tienes pareja.
—Es verdad, pero el ordenador no sabe que estoy solo.
Y eso también era verdad.
—Cuéntame en qué consiste.
—Dottori, es exactamente lo contrario de ese juego que se llama «joder al compañero».
—Explícate.
—Dottori, la consistencia de este juego consiste en hacer todo el daño que puedas a la pareja adversaria, o sea, la enemiga, y evitar que tu propio compañero sea puesto en grave peligro.
—¿Y tú en qué situación te encuentras?
—En este momento estoy en grave peligro, pero mi compañero, que también soy yo, va a venir a echarme una mano.
—Suerte.
—Gracias, dottori.
—Oye, Enzo.
—Dígame.
—Esta tarde, hacia las siete, la joven que el otro día comió conmigo, ¿te acuerdas de ella?…
—¿Cómo voy a olvidarla?
—Traerá un paquetito para mí. Pasaré a recogerlo hacia las ocho.
—Muy bien. ¿Qué le traigo?
—De todo.
No quería confesárselo a sí mismo, pero estaba contento.
Más tarde, sentado en la roca plana, cambió de humor.
Era como un cocodrilo que llora por efecto de la digestión.
Se dijo amargamente que procedía con lentitud, renqueando tras la investigación que tenía entre manos.
Lo estaba haciendo todo de acuerdo con la lógica, pero le faltaba la iluminación imprevista, la súbita intuición que salta por encima de la lógica y que en otros momentos lo había llevado directo a la solución.
¿Era la edad?
Le parecía que tenía el cerebro oxidado, como una máquina largo tiempo en desuso. ¿O acaso era la continua e invasiva presencia de Angelica en su cabeza lo que le impedía dar el salto adelante? Se sentía partido por la mitad. Medio Montalbano le decía que procurara no volver a verla, y el otro medio, en cambio, no pensaba sino en el momento en que la tendría a su lado.
—¿Cómo salgo de ésta? —le preguntó a un cangrejo que subía a la roca renqueando todavía más que él.
No obtuvo respuesta.
—¿Ha llamado a la señorita Cosulich? —preguntó Fazio entrando en su despacho.
—Sí, no quiere venir a la comisaría.
—Entonces, ¿qué va a hacer?
—Dice que me llamará esta noche a Marinella.
¡Madre de Dios, en qué maraña de embustes se veía obligado a moverse!
—Dottore, se me ha ocurrido una cosa.
—Dime.
—Puesto que esta noche va a hablar con la señorita Cosulich, ¿por qué no le pide alguna información, algo tipo cotilleo, sobre sus amigos?
—¿Los de la lista de los Peritore?
—Exactamente.
—¿Te estás convirtiendo a mi idea?
—Procuro hacer lo que me ha dicho usía: no descuidar nada.
—Pues mira, aquí está. —Sacó la lista del bolsillo y se la enseñó a Fazio—. Ya había pensado en eso. Hay cuatro nombres que me interesan de manera especial.
—¿Cuáles?
—Schirò, Schisa, Maniace y Costa.
—¿Por qué?
—Porque son solteros o viudos.
Fazio puso cara de perplejidad.
—Para alguien que se pone a la cabeza de una banda de ladrones —explicó el comisario—, una mujer representa un problema.
—Pero ella podría ser cómplice.
—En efecto. Pero si de momento conseguimos averiguar algo más sobre estos cuatro, habremos dado un paso adelante.
—Si usía quiere, puedo intentarlo también yo.
—¡Claro que quiero!
Se alegraba de que Fazio hubiera dejado de oponer resistencia al asunto de la lista.
Hacia las ocho pasó por la trattoria de Enzo a recoger el paquetito.
Después se dirigió a Marinella. Una vez allí, dejó el paquete en la mesa y fue a abrir el frigorífico para ver qué le había preparado Adefina. Sartù de arroz, fritura de pescadito y un plato de diminutos camarones condimentados con sal, aceite y limón.
Puso la mesa en la galería y empezó a comer despacio, alternando un bocado con una bocanada de aire de mar. Hasta que se hicieron las diez y media.
Quitó la mesa y telefoneó a Livia.
—Te llamo porque voy a salir. Creo que volveré tarde.
—¿La vigilancia habitual?
No le gustó el tono con que Livia le hizo la pregunta.
—Voy a pasarme la noche en vela, ¿y tú te pones irónica?
—Perdona, pero no tenía intención de ponerme irónica.
Entonces, ¿era él quien, por su sentimiento de culpa, lo malinterpretaba todo? Se sintió como un gusano; no sólo mentía a Livia, sino que le atribuía intenciones que no tenía. El señor comisario Montalbano no se estaba gustando nada.
Una vez acabada la conversación telefónica, abrió el paquetito. Dentro había unas llaves. Se las guardó en el bolsillo, se puso la americana y salió de casa.
Cuando llegó al barrio de lujo, que a la luz de una media luna parecía más una pesadilla tras un atracón que una zona residencial, se adentró en la paralela a via Cavour, via Costantino Nigra, adonde daba la parte trasera de los edificios.
En cuanto estuvo a la altura de la construcción en forma de cucurucho de helado, aparcó. Sin embargo, antes de bajar esperó cinco minutos.
Luego, en vista de que no pasaba ni un alma y de que no había luz en ninguna ventana, salió del coche, cruzó la calle y se encontró ante la puerta de servicio. La abrió con tres vueltas de llave, entró y cerró de nuevo con llave.
Se hallaba en una especie de cuarto iluminado con tubos de neón y atestado de bicicletas y ciclomotores. A la izquierda había una escalera que llevaba a los pisos superiores, y justo enfrente, un ascensor. Subió y pulsó el botón del último piso. Era lento, más un montacargas que un ascensor.
Y mientras subía hacia su paraíso terrenal, la acostumbrada serpiente, que se encontraba siempre en los alrededores, le silbó al oído: «¡Sin duda no eres el único que conoce este camino secreto! ¡A saber cuántos lo han recorrido!»
Pero esa vez la serpiente no tuvo éxito en su intento. No hacía sino revelarle cosas que, conociendo las costumbres de Angelica, podía imaginar por sí solo.
El ascensor se detuvo. Había llegado.
Su respiración era acelerada y jadeante, como si hubiera subido a pie los seis pisos, así que decidió calmarse un poco antes de llamar a la puerta.
Cuando hubo recobrado el aliento, alargó un dedo para pulsar el timbre. Y en ese preciso momento el otro medio Montalbano le dijo: «¡Estás haciendo una solemne tontería!»
Sin saber cómo, se encontró de nuevo dentro del ascensor, decidido a renunciar al paraíso.
Y fue entonces cuando oyó la voz de Angelica:
—Pero ¿qué haces dentro del ascensor?
Abrió. Su destino ya estaba sellado.
—Se me había caído el encendedor.
Ella le sonrió. Y él, completamente deslumbrado por aquella sonrisa, dejó que lo cogiera de la mano y lo llevara dentro.
El piso-nave espacial estaba en perfecto orden; parecía que los ladrones nunca hubieran entrado.
—Pero ¿qué te robaron? —se le escapó.
—¿No has visto la lista?
—No.
—Pues una fortuna en joyas y pieles.
—¿Dónde las tenías?
—¿Las joyas? En una pequeña caja fuerte que hay en mi estudio, escondida detrás de un cuadro. Me gasto todo el dinero en joyas, ¿sabes? Muchas las heredé de mi madre; fue ella quien me contagió la pasión. Las pieles estaban en el armario.
—¿No podías guardarlo todo en tu banco?
—Podría, sí, pero no lo hice porque habrían aumentado las habladurías sobre mí. Pero bueno, ¿has venido a interrogarme?
—No. He venido para saber…
—Ven, salgamos a la terraza.
—¿Y si nos ven?
—No pueden vernos. Confía en mí.
La siguió.
La terraza era enorme, como había imaginado. Pero lo que le impresionó fue la gran cantidad de plantas que había, flores, rosas.
Cerca de allí ve una espesura llena
de espinos blancos y de rosas rojas…
¡Dios mío! ¡Ya empezaba otra vez con Ariosto!
Pero no podía hacer nada; la Angelica que tenía al lado encajaba demasiado bien con la de su recuerdo de adolescencia. Parecía que estaban en el jardín del Edén. El perfume del jazmín aturdía.
Angelica encendió sólo una lamparita que despedía una luz pálida.
—¿Dónde quieres que nos pongamos?
Sólo había dos posibilidades. Una especie de tumbona muy bajita, suficientemente ancha para dos personas, y un balancín de tres plazas.
—En el balancín —decidió con prudencia Montalbano.
Era cómodo, con muchos cojines. Como estaba casi pegado a la pared, no resultaba visible desde los edificios vecinos.
—¿Whisky?
—Sí.
Angelica le sirvió medio vaso y se lo tendió. Luego se sirvió otro medio para ella y fue a apagar la lamparita.
—Atrae a los mosquitos —dijo, y se sentó a su lado.
—¿Las plantas las cuidas tú?
—Aunque quisiera, no tendría tiempo. Viene un jardinero a las seis de la mañana dos veces a la semana. Sale un poco caro, pero les tengo demasiado cariño a mis flores, a mis rosas.
Se hizo el silencio.
Poco a poco, los ojos de Montalbano se acostumbraron a la oscuridad.
Veía el perfil de Angelica, que parecía dibujado por un gran maestro, y su largo cabello, que se mecía ligeramente, movido de forma intermitente por una brisa dulce como una caricia.
¡Qué guapa era!
Todo su ser la deseaba, pero una parte del cerebro aún oponía resistencia.
Ahora, a causa del balanceo, sus cuerpos estaban en contacto. Pero ninguno de los dos hacía ademán de apartarse. De hecho, aunque no abiertamente, se pegaban más el uno al otro.
Montalbano disfrutaba del calor de ella contra su costado. Angelica hizo un movimiento hacia él, y el comisario notó la suavidad de un pecho que se apoyaba en su brazo.
Habría querido estar así la noche entera.
¡Qué cielo había! Las estrellas parecían bajísimas, y un puntito luminoso, quizá un globo sonda, navegaba despacio hacia oriente.
¡Madre de Dios, ese perfume de jazmín! ¡Hacía que le diera vueltas la cabeza! Y el vaivén del balancín que lo acunaba, lo embrujaba, le relajaba músculos y nervios…
Para poner la guinda al pastel, Angelica empezó a canturrear a media voz algo que parecía una nana…
El comisario cerró los ojos.
De pronto sintió los labios de Angelica sobre los suyos, con fuerza, con pasión.
Le faltó voluntad para resistirse.
Miró el reloj. Eran las cuatro y media. Se levantó de la cama.
—¿Ya te vas?
—Falta poco para que amanezca.
Fue al cuarto de baño a vestirse; le daba vergüenza que ella lo viera.
Cuando estuvo preparado, Angelica, en bata, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.
—¿Nos vemos mañana?
—Nos llamamos.
Ella lo acompañó hasta el ascensor y volvió a besarlo.
Montalbano llegó a Marinella pasadas las cinco. Se sentó en la galería.
Había ido a casa de Angelica para que le diera el nombre de sus cortejadores más insistentes, pero no le había dicho nada.
No; tenía que ser sincero consigo mismo: había ido sobre todo con la secreta esperanza de que sucediera lo que había sucedido.
Pero, bien mirado, había descubierto algo importante: la Angelica que había hecho el amor con él era una mujer como las demás, aunque sin duda mucho más guapa.
¿Y qué esperaba?
¿Algo estilo poema caballeresco? ¿Fuegos artificiales? ¿Música de violines de fondo, como en las películas?
En cambio, había sido algo casi banal, nada extraordinario, media desilusión.
Bien mirado, se había tratado de una especie de trueque de cuerpos. Ella deseaba el suyo; él, el de ella. Habían resuelto el problema y santas pascuas. Más amigos que antes.
Cuando Orlando volvió a su ser primero,
mucho más sabio y más viril que nunca,
fue juntamente del amor librado,
y aquella a la que había amado tanto
y tan bella y gentil le parecía,
por cosa vil la reputaba ahora.
Al desvestirse para meterse en la cama, se percató de que no le había devuelto las llaves a Angelica.
Las dejó encima de la mesilla. Pero sabía que no volvería a utilizarlas.
• • •
Esperaba dormir unas tres horas, pero no hubo manera de conciliar el sueño.
Porque, en cuanto cerró los párpados, empezó a importunarlo una especie de desazón cuyo origen era, qué duda cabía, lo sucedido con Angelica.
Por más que deseara repetirse que esa mujer ya había salido definitivamente de su corazón, el hecho innegable era que en su corazón había estado, ¡y de qué manera!
Y los hechos pesan; no se borran con facilidad, no son palabras que se lleva el viento…
¿Cómo había podido ocurrir? Ni siquiera tenía la excusa de la lejanía de Livia. Hasta un día antes de que todo empezara, Livia estaba con él, pero, en cuanto se había vuelto de espaldas, él, sin perder tiempo, se había encaprichado de otra mujer.
Durante años y años, en su vida sólo había estado Livia. Luego, llegado a cierta edad, ya no había sabido permanecer indiferente ante las oportunidades. ¿Añoranza de la juventud? ¿Miedo a la vejez? Se había dicho todo lo habido y por haber, era inútil ponerse a repetir la letanía, pero sentía que no eran razones suficientes.
Tal vez si hablara del asunto con alguien… Pero ¿con quién?
Más tarde, a través de la neblina del duermevela en que se había sumido hacia las siete y media, oyó el timbre insistente del teléfono.
Fue con los ojos cerrados hasta el aparato y descolgó.
—¿Sí…? —dijo con una voz de ultratumba.
—Soy Angelica. ¿Te he despertado?
Montalbano no sintió ninguna emoción al oír su voz.
—No.
—¡Anda! Pero si tienes la voz más ronca que…
—Estaba haciendo gárgaras.
—Oye, ¿por casualidad le dijiste a Fazio que nos veríamos?
—No; le dije que me llamarías por teléfono.
—Para que veas que soy generosa, voy a ahorrarte quedar mal. ¿Tienes papel y bolígrafo a mano?
—Sí.
—Entonces, escribe. Michele Pennino, via De Gasperi treinta y ocho. En torno a los cuarenta. Soltero. Era cliente del banco, riquísimo, no sé a qué se dedica. Perdió literalmente la cabeza por mí. Cuando comprendió que mi negativa era de verdad, canceló sus cuentas en el banco y le dijo al director que lo hacía porque yo siempre lo había tratado mal. ¿Has tomado nota?
—Sí, continúa.
—El otro se llama Eugenio Parisi, via del Gambero veintiuno, casado, dos hijos, sobre los cincuenta. Lo conocí en una fiesta. Lo que te cuente es poco: ramos de rosas todas las mañanas e incluso un collar que le devolví. Se vengó mandando una carta anónima a mi novio, cuya dirección había descubierto no sé cómo. La carta decía que yo era prácticamente una ramera.
—Pero ¿cómo puedes estar segura de que fue él quien…?
—Por algunos detalles que sería demasiado largo explicar.
Una idea cruzó la mente del comisario.
—¿Tienes todavía esa carta?
—¡No, figúrate…! Y eso es todo. Oye, ¿esta noche vienes a…?
Montalbano cerró los ojos y se zambulló.
—Ah, quería decirte que puedes pasar por la tarde a recoger la cajita con las llaves.
Casi antes de terminar de hablar, ya se había arrepentido. Pero se impidió rectificar mordiéndose la lengua.
Ella se quedó unos instantes en silencio y luego dijo:
—Comprendo. Adiós.
—Adiós.
Colgó y soltó un berrido idéntico al de Tarzán en la jungla.
Se había liberado.