16

No tenía ganas de volver a Marinella.

Porque significaría estar solo.

Y estar solo significaría ponerse a pensar otra vez en la idea que lo había asaltado durante la noche.

Y que hacía que se sintiera bastante mal.

Así que, querido Montalbano, ¿eres un cobarde? ¿No tienes valor para afrontar la situación?

«Nunca he dicho que fuera un héroe», se respondió.

Y además, a nadie le gusta hacerse el harakiri. Decidió cenar en la trattoria de Enzo.

—¿Qué pasa? ¿Adelina se ha puesto en huelga?

—No; es que me he olvidado en el horno lo que tenía y se me ha quemado.

Mentiras, siempre, en cualquier ocasión. Él decía mentiras, y se las decían a él.

—Ah, dottore, la señorita no ha pasado aún a recoger el paquete.

¿Cómo era eso? ¿Se le había olvidado? ¿O había tenido cosas más serias en que pensar?

—Dámelo.

—Ahora mismo se lo traigo.

No sabía de qué parte de él había surgido esa petición; de su cerebro seguro que no.

Enzo se lo entregó y Montalbano lo guardó en el bolsillo. ¿Qué iba a hacer con él? No lo sabía.

—¿Qué va a tomar? —preguntó Enzo.

Comió bastante y despacio para que pasara el tiempo.

Después se fue al cine.

—Comisario, mire que el último pase ha empezado hace diez minutos.

—No importa.

Quizá esos diez minutos iniciales fueran fundamentales, porque no entendió nada de la película, que era de espionaje.

Salió a las doce y media.

Montó en el coche, y sus manos al volante dirigieron el vehículo hacia via Costantino Nigra. Se detuvo, como la otra vez, frente a la puerta de servicio del edificio en forma de cucurucho.

¿Qué hacía allí? No lo sabía. Estaba siguiendo su instinto; la razón se mantenía completamente al margen.

En la calle no había ni un alma. Bajó del coche y entró por la puerta de servicio.

Dentro estaba todo exactamente igual que en la ocasión anterior. Una vez en el ascensor, pulsó el botón del penúltimo piso. Subió a pie el tramo de escalera restante intentando hacer el menor ruido posible, y pegó la oreja a la puerta.

Al principio no percibió nada, sólo el latir acelerado de su corazón. Luego oyó, a lo lejos, a Angelica hablando en voz alta.

Al cabo de un momento comprendió que no había nadie con ella; estaba hablando por teléfono. Y como su voz sonaba unas veces más cerca y otras más lejos, supuso que hablaba por el móvil mientras iba de una habitación a otra.

En un momento dado, la oyó cerquísima. Angelica estaba alterada, casi histérica.

—¡No! ¡No! ¡Yo siempre te lo he dicho todo! ¡Nunca te he ocultado nada! ¿Qué interés iba a tener en callarme algo tan importante? ¿Me crees o no? Pues entonces, ¿sabes qué hago? ¡Cuelgo y sanseacabó!

Debió de hacerlo, porque Montalbano oyó que se ponía a llorar, desesperada.

Estuvo tentado de abrir la puerta y consolarla, pero tuvo el suficiente aplomo para darse la vuelta y dirigirse hacia la escalera.

Llegó a Marinella pasada la una.

Se puso el bañador, bajó a la playa y empezó a correr por la orilla.

Una hora después cayó boca abajo sobre la arena, y allí se quedó hasta que recuperó energías para regresar al mismo paso de carrera.

Se metió en la cama, agotado, a las cuatro de la madrugada.

Estaba muerto de cansancio y absolutamente imposibilitado para razonar.

Había conseguido su objetivo.

Dottori, ¿quiere café?

—¿Qué hora es?

—Casi las nueve.

—Tráemelo doble.

«¡No! ¡No! ¡Yo siempre te lo he dicho todo! ¡Nunca te he ocultado nada! ¿Qué interés iba a tener en callarme algo tan importante?»

Podía significar todo y podía no significar nada.

Después de tomarse el café, fue a ducharse. Mientras estaba en el cuarto de baño, Adelina llamó a la puerta.

Dottori, lo llaman por teléfono.

—¿Quién es?

—Catarella.

—Dile que lo llamo dentro de cinco minutos.

Se apresuró. Tenía el presentimiento de que algo había cambiado con el asesinato del ladrón y que el asunto tendría consecuencias, aunque ignoraba cuáles.

—Catarè, soy Montalbano.

—¡Ah, dottori! El siñor Pirrera se ha suicidado.

—¿Quién ha avisado?

—Su mujer.

—¿Fazio está informado?

—Sí, siñor, como el suicidio ha sido en la joyería de via De Carlis, él se encuentra in situ.

Debía de ser via De Carolis.

—Voy para allá.

Fazio lo esperaba delante de la persiana medio bajada.

A poca distancia, cuatro curiosos hablaban en voz baja. La noticia del suicidio aún no se había extendido, y los periodistas y las televisiones locales no estaban al corriente.

—¿Se ha pegado un tiro?

Por regla general, los joyeros siempre tienen un arma a mano. Y acaban metiéndose en líos porque se ponen a disparar a los atracadores.

—No, señor; se ha ahorcado en la trastienda.

—¿Quién lo ha descubierto?

—Su mujer, la pobrecilla. Ha tenido suficiente entereza para contarme que esta mañana Pirrera ha venido a la joyería dos horas antes de lo habitual. Le ha dicho que tenía que poner orden en los registros. Ella, en cambio, ha venido hacia las nueve menos cuarto, como siempre, y lo ha descubierto.

—¿Está dentro?

—¿La señora? No, dottore. Estaba bastante mal. He llamado a una ambulancia y se la han llevado al hospital de Montelusa.

—¿Pirrera ha dejado algo escrito?

—Sí, señor, una nota de una línea: «Pago por lo que he hecho.» Y la firma. ¿Quiere echarle un vistazo?

—No. ¿Has llamado al circo?

—Sí, dottore.

¿Qué hacía todavía allí?

—Yo me voy a la oficina.

En definitiva, podía declararse satisfecho, aunque ver confirmada su suposición mediante un suicidio no era motivo de gran satisfacción.

Sin duda, el señor X había encontrado en la caja fuerte de Pirrera lo que buscaba. Es decir, las pruebas de lo que Pirrera había hecho.

Pero ¿qué había hecho Pirrera?

O, más bien, ¿por qué el señor X quería las pruebas?

Saberlo lo resolvería todo.

—¿Seguro que ha sido un suicidio? —le preguntó Montalbano a Fazio cuando éste volvió a la comisaría.

—Segurísimo. En cualquier caso, los de la Científica se han llevado la nota para realizar un examen caligráfico. Dottore, tengo que decirle una cosa. ¿Se acuerda de que le asigné al agente Caruana la vigilancia de Giancarlo de Martino?

—Sí.

—Le he dicho a Caruana que no siga con eso. Me parece que ya está claro que De Martino no tiene relación con los robos.

—Has hecho bien. ¿Cómo vas con los otros nombres?

Dottore, que entre robos y asesinatos apenas he tenido tiempo de nada. Pero podemos eliminar otro nombre.

—¿Cuál?

—Francesco Costa.

El ignorante, el que no tenía título académico.

—¿Por qué?

—Es casi un enano, y por lo tanto…

—¿Y qué? ¿Acaso un enano no puede…?

—Déjeme acabar. Ugo Foscolo describió perfectamente a los tres ladrones y ninguno de ellos era enano.

—Es verdad.

—Y tampoco puede ser el señor X, porque precisamente usted ha demostrado que participó en el último robo.

—Tienes razón. Entonces quedan dos nombres, por ahora. Schirò y Schisa. Vete a trabajar.

Invirtió más de una hora en redactar el informe sobre el enfrentamiento armado en el chalet de los Sciortino de manera que el comportamiento de Loschiavo resultara intachable.

Una vez terminado, se lo llevó a Catarella.

Regresó a su despacho y antes de que pudiera sentarse sonó el teléfono.

—¡Ah, dottori! ¡Resulta que en la línea está un siñor al que no se le entiende lo que dice!

—¿Y por qué quieres pasármelo?

—Porque la única palabra que he entendido clarito ha sido su nombre, o sea, el suyo de usía.

—Pero ¿te ha dicho cómo se llama?

—No, siñor.

Como, total, no tenía nada que hacer, optó por ponerse.

—Está bien.

Oyó una voz sofocada, extraña.

—¿El comisario Montalbano?

—Sí. ¿Quién es? —Percibió que el hombre respiraba hondo antes de hablar.

—Escúchame con atención: a Angelica Cosulich, dala por muerta.

—Oiga… ¿Quién…?

Colgaron.

Montalbano se quedó helado.

Luego, la sensación de frío se transformó en un calor que le provocó sudores.

Era evidente que el comunicante había distorsionado la voz a propósito. Sin embargo, y por desgracia, el mensaje no se prestaba a equívocos.

Pero ¿por qué tenían intención de matarla?

«¡No! ¡No! ¡Yo siempre te lo he dicho todo! ¡Nunca te he ocultado nada! ¿Qué interés iba a tener en callarme algo tan importante?»

No, esas palabras no iban dirigidas a un amante celoso.

Pero ¿qué sentido tenía que le advirtieran con antelación precisamente a él, un comisario de policía, de su propósito homicida?

¿No comprendían que él pondría a Angelica bajo protección de inmediato? ¿Que haría lo posible y lo imposible para evitar ese homicidio anunciado?

Una hipótesis que a primera vista podía parecer demencial empezó a abrirse paso en su mente. ¿Y si la llamada quería precisamente conseguir el objetivo opuesto?

«Supongamos que Angelica está amenazada por algo que ha hecho. O que no ha hecho.

»Si el motivo por el cual la amenazan es inconfesable, evidentemente no puede ir a la comisaría a denunciarlo. Así que un amigo suyo realiza la llamada. De esa forma, ahora la policía debe proteger forzosamente a Angelica.»

En tal caso, sólo se podía hacer una cosa.

—Catarella, localízame a Fazio.

Tuvo que esperar cinco minutos antes de que éste respondiera.

—Se ha producido una novedad. ¿Puedes venir aquí enseguida?

—Podría, pero me están contando algo importante.

—¿Cuándo crees que terminarás?

—Dentro de una hora.

—Te espero. ¡Catarella!

—¡A sus órdenes, dottori!

—Llama al Banco Sículo-Americano y pregunta por la señorita Cosulich. Pero no digas que llama la policía.

Catarella se quedó mudo. Estaba claro que la prohibición del comisario lo había desconcertado.

—¿Y quién digo entonces que está llamando?

—La secretaría del obispo de Montelusa. En cuanto oigas la voz de la señorita, le dices: «Espere un momento, que la pongo en comunicación con su excelencia», y me la pasas.

—¡Virgen María, qué maravilla!

—¿Qué te parece una maravilla?

—¡Eso!

—¿El qué?

—¿Desde cuándo lo han hecho excelencia a usía?

—¡Catarè, excelencia es el obispo!

—¡Ah! —repuso desilusionado.

Montalbano tuvo tiempo de repasar la tabla del seis antes de que sonara el teléfono.

—¿Sí…? —dijo Angelica.

Montalbano colgó.

Eso era lo que quería saber. Mientras ella se encontrara en el banco, estaría segura.

—¡Catarella!

—¡A sus órdenes, dottori!

—Telefonea al hospital de Montelusa e infórmate de si la señora Pirrera está en condiciones de recibir visitas.

—¿Debo seguir diciendo que llama su excelencia el obispo?

—No; ahora tienes que dejar claro que llama la comisaría de Vigàta.

Entrar en un hospital estando sano siempre le producía cierto malestar.

—¿A quién busca? —le preguntó una mujer antipática desde el mostrador de la entrada.

—A la señora Pirrera.

La mujer consultó su ordenador.

—No puede ir sin permiso del doctor.

—En ese caso, deseo hablar con el doctor.

—¿Es usted un familiar?

—Soy su hermano carnal.

—Espere un momento.

La antipática habló por teléfono.

—Ahora viene.

Al cabo de unos diez minutos llegó un hombre de unos cuarenta años, larguirucho, con gafas y bata blanca.

—Soy el doctor Zirretta. ¿Usted era…?

—Era, soy y pienso seguir siendo por mucho tiempo el comisario Montalbano —respondió, y el médico lo miró estupefacto—. Necesito hablar con la señora Pirrera.

—Está bajo el efecto de sedantes.

—Pero ¿entiende lo que se le dice?

—Sí, pero le concedo sólo cinco minutos. Está en la segunda planta, habitación veinte.

A saber por qué, Montalbano siempre se perdía en los hospitales. Y esa vez no fue una excepción.

Total, que cuando diez minutos después consiguió llegar, encontró delante de la puerta al doctor Zirretta.

—Los cinco minutos cuentan a partir de ahora —dijo el comisario.

La habitación era de dos camas, pero una estaba vacía.

La señora Pirrera estaba palidísima. Era una mujer de unos cincuenta años, bastante feúcha. Tenía los ojos cerrados; quizá dormía. Montalbano se sentó en la silla que había junto a la cama.

—Señora Pirrera…

Ella abrió los ojos lentamente, como si los párpados le pesaran una tonelada.

—Soy el comisario Montalbano. ¿Está en condiciones de responder a dos o tres preguntas?

—Sí.

—¿Tiene alguna idea de por qué su marido…?

La señora abrió los brazos.

—No consigo imaginar…

—¿Al señor Pirrera le afectó mucho el robo?

—Se puso como loco.

—¿Había muchas joyas en la caja fuerte?

—Quizá sí.

—Perdone, pero ¿usted nunca vio el contenido de la caja fuerte?

—Nunca quiso que lo viera.

—Una última pregunta y la dejo descansar. Después del robo, ¿sabe si su marido recibió alguna carta o llamada que…?

—Esa misma noche. Una llamada. Larga.

—¿Oyó usted de qué hablaba?

—No; me mandó a la cocina. Pero luego…

—¿Lo vio preocupado, asustado, trastornado?

—Asustado.

—Gracias, señora Pirrera.

Todo encajaba.

El señor X había utilizado lo que había en la caja fuerte para chantajear a Pirrera.

O quizá para instigarlo a suicidarse.

En la comisaría estaba Fazio.

—Perdone, dottore, pero cuando me ha llamado estaba hablando con la viuda Cannavò.

—¿Qué te ha dicho?

—Esta vez se ha centrado en las enfermedades de sus amigos. Que si éste había pillado una pulmonía, que si aquélla padecía reuma… Me ha puesto la cabeza como un bombo con tanta cháchara. Pero me ha contado que Schisa pasa de la depresión a la exaltación con facilidad, y que, según ella, estuvo un año ingresado en una clínica para enfermos mentales.

—¿Y eso puede ser importante?

—Bueno, dottore, está claro que el modo de actuar del señor X no es muy normal.

—En efecto… ¿Y sobre posibles cambios?

—Nada, dottore. Me ha jurado que en el grupo no se había producido ninguna novedad. O, si se había producido, ella no se había enterado.

Enésimo tiro errado.

—¿Qué quería decirme? —preguntó Fazio.

—Una cosa muy curiosa. Me ha llamado uno para decirme que dé por muerta a Angelica Cosulich.

Una especie de descarga eléctrica sacudió el cuerpo de Fazio.

—¿Es una broma?

—Nada de broma.

Fazio se quedó callado, pensando.

—Me parece raro que alguien que quiere matar a una persona se lo diga a la policía —dijo al fin.

—¡Claro! Eso mismo pienso yo.

—¿Y ha logrado entender qué quería conseguir con esa llamada?

—Justo lo contrario de lo que decía.