5
Montalbano y Fazio cruzaron una rápida mirada y se entendieron. Fazio también creía que Macaluso estaba diciendo la verdad. Continuar sería una pérdida de tiempo y sueño.
—Enciérralo —dispuso el comisario—, y mañana por la mañana los llevas a todos a la cárcel. Luego haces un informe para Tommaseo. Buenas noches.
El comisario Salvo Montalbano no estaba satisfecho de cómo habían ido las cosas.
—¡Despierta, gandul!
Montalbano abrió los párpados, que parecían pegados con cola. Por la ventana abierta entraba un sol glorioso y triunfal.
—¿Podrías traerme una tacita de café a la cama?
—No. Pero lo tienes preparado en la cocina.
¡Tomar un café acostado, horror de horrores!
¡Pecado mortal! ¡Peor que la lujuria!
Se levantó maldiciendo mentalmente, fue a la cocina, se tomó un café y se encerró en el cuarto de baño.
Cuando salió de casa, eran las diez.
En la comisaría lo esperaba Fazio.
—Dottore, tengo algunas cosas que decirle.
—Yo también. Empieza tú.
—Ayer, cuando usía me llamó al móvil y lo encontró desconectado, era porque estaba hablando con la señora Agata Cannavò, viuda del commendatori Gesmundo, ex director general del puerto, ex patrón de la fiesta de los portuarios, ex…
—Vale, vale… pero ¿quién es la señora Cannavò?
—La decimosexta de la lista.
—Ah, sí. ¿Y cómo es que fuiste a hablar con ella?
—Fui a decirle que había alguna probabilidad, aunque remota, de que fuera víctima de un robo.
—No comprendo.
—Dottore, de las personas de la lista he oído hablar a gente de fuera, extraña. Me interesaba conocer la opinión de una que estuviera incluida.
—¡Claro! ¡Muy buena idea! ¿Y qué te dijo?
—Un montón de cosas. La viuda es una chismosa que lo sabe todo de todos. Y no para de hablar. Me dijo que el contable Tavella está hasta el cuello de deudas de juego porque frecuenta garitos clandestinos. Me dijo que la señora Martorana, esposa del aparejador Antonio, es amante del ingeniero Giancarlo de Martino. Me dijo en susurros que, en su opinión, los Peritore son una pareja liberal, aunque se ocupan de no parecerlo, hasta van a la iglesia todos los domingos. Es más, me contó una cosa graciosa.
—¿Qué?
—Por lo visto, la noche del robo en el chalet de la costa había cuatro durmiendo allí.
—Explícate mejor.
—Dottore, según la viuda, la señora Peritore dormía en una habitación con un hombre, mientras que el señor Peritore dormía en otra con una mujer.
—Pero ¿no habían ido a celebrar el aniversario de boda?
—Cada uno celebra las cosas como mejor le parece —repuso Fazio, filosófico.
—Menudo ambientillo. Oye, ¿cómo se gana la vida Peritore?
—Oficialmente, vende coches de segunda mano.
—¿Y oficiosamente?
—Vive de su mujer, que está forrada gracias a la herencia que le dejó una tía.
—En conclusión, la viuda no te reveló nada importante acerca de los robos.
—Nada.
—Estamos en un punto muerto.
—Eso parece.
—Estoy más que seguro de que habrá otro robo.
—Segurísimo. Pero ¡no podemos poner bajo vigilancia dieciséis pisos aquí y quién sabe cuántos chalets y casas en la costa o el campo!
—Sólo nos queda esperar, confiando en que en el próximo robo den un paso en falso.
—Es difícil.
—Bueno, no tanto. En el robo planeado para despistarnos, cometieron un error al derribar la puerta.
—Perdone, pero ¿a qué robo se refiere?
—Ah, es verdad, tú no estás al corriente.
Y le contó la visita del fontanero Incardona y el robo que, a su entender, era una maniobra de distracción.
Fazio se mostró de acuerdo.
Cuando Fazio se fue, Montalbano alargó despacio una mano, cogió las cuatro cartas dirigidas a él que había encontrado encima de la mesa, y se puso a examinar el matasellos para ver su procedencia.
Dos de Milán, una de Roma y la última de Montelusa.
En Milán no tenía amistades, en Roma tuvo un amigo que lo había alojado en su casa, pero que se había trasladado recientemente a Parma, y en Montelusa conocía a pocas personas.
La verdad era que lo fastidiaba abrir el correo.
En los últimos tiempos sólo recibía propaganda, invitaciones a actos culturales y algunas exiguas líneas de antiguos compañeros de estudios. En resumidas cuentas, dada su edad, se podía decir que había tenido pocas amistades a lo largo de su existencia. Por una parte, se alegraba, y por la otra, todo lo contrario: tal vez, visto que la vejez se acercaba a la velocidad de un cohete espacial, fuera mejor tener algún que otro amigo. Claro que, en el fondo, ¿Fazio, Mimi Augello y el propio Catarella no eran ya más amigos que compañeros de trabajo? Podía consolarse así, si de consolarse se trataba.
Se decidió a abrir los sobres. Tres cartas, en efecto, eran de asuntos sin importancia, pero la cuarta…
Era anónima, escrita con letras de molde.
Ponía lo siguiente:
Queridísimo comisario:
Esta carta desea ser una especie de desafío.
En cualquier caso, usted ya ha aceptado el desafío haciéndose cargo de la investigación personalmente.
Por la presente tengo el placer de comunicarle que, desgraciadamente para usted, habrá dos robos más. Después volveré a hacer lo que siempre he hecho. Me habré divertido bastante.
Tenía que buscar una manera de pasar el rato, ¿no?
Y que lo hago por pura diversión lo demuestra el hecho de que todos los objetos robados se los cedo a mis colaboradores.
A usted le corresponde prevenir los dos próximos robos, adivinando el lugar y el día.
Con toda cordialidad y mis mejores deseos.
La habían echado al correo en Montelusa el día anterior. Llamó a Fazio y se la tendió. Este la leyó y la dejó sobre la mesa sin decir nada.
—¿Qué opinas?
—Pfff… —resopló Fazio, moviendo la cabeza.
—Habla, no te hagas el misterioso.
—Dottore, esta carta me parece una cosa inútil, escrita por escribir, no tiene ninguna finalidad.
—Aparentemente, así es.
—En cambio…
—Primero, el que la manda es un presuntuoso. Será también inteligente, pero presuntuoso lo es sin ninguna duda. Y un presuntuoso no siempre sabe controlarse. En un momento dado, lo asalta la necesidad de demostrar a todo el mundo lo bueno que es, cueste lo que cueste.
—¿Y qué más?
—Segundo, quiere hacernos creer que los robos le sirven sólo de distracción, para pasar el rato.
—En cambio…
—En cambio, tengo la impresión de que está buscando una cosa concreta, una sola, la única que le interesa.
—¿Algo que robar?
—No necesariamente. A menudo estos robos tienen… cómo diría… efectos colaterales. Cuando era subcomisario, robaron en una casa y la señora denunció que se habían llevado unas joyas. Casualmente, su marido vio la lista y descubrió que había unos pendientes y un collar que él no le había comprado a su mujer. Había sido el amante. Y la cosa acabó como el rosario de la aurora.
Montalbano se pasó la mañana estampando una firma tras otra hasta acabar con el brazo destrozado.
«La estatua ideal del burócrata —pensó— debería llevar el brazo en cabestrillo.»
Se fue a Marinella creyendo que Livia estaría en la playa tomando el sol, pero la encontró vestida de la cabeza a los pies.
—Tengo que volver inmediatamente a Génova.
—¿Por qué?
—Me han llamado de la oficina. Dos compañeras se han puesto enfermas y no he sido capaz de decir que no. Con los tiempos que corren, pueden aprovechar la menor ocasión para despedirte.
¡Maldita sea! ¡Justo ahora que las cosas entre ellos empezaban a funcionar de maravilla!
—¿Has reservado billete?
—Sí, me voy en el vuelo de las cinco.
Montalbano miró el reloj: la una en punto.
—Oye, disponemos de una hora. Estoy libre, así que puedo llevarte a Punta Raisi. Podemos ir primero a comer algo rápido a la trattoria de Enzo o…
Livia sonrió.
—O…
El trayecto hacia el aeropuerto fue tranquilo hasta el cruce con Lercara Freddi. La carretera estaba cortada; un agente le explicó a Montalbano que habían chocado dos camiones y que había que tomar un desvío.
De repente se encontraron recorriendo una especie de camino campestre, en medio de un mar de bocas de dragón sobre el cual, a intervalos regulares, se alzaban altísimos molinos de viento.
Livia se quedó fascinada.
—Desde luego, tenéis unos paisajes…
—¿Por qué lo dices? ¿En Liguria no?
Intercambio de cumplidos, lo que demostraba que entre ellos todo iba sobre ruedas. De lo contrario, ese mismo paisaje habría sido «de bandidos».
• • •
Llegaron a Punta Raisi una hora antes de la salida, justo a tiempo para enterarse de que el avión despegaría con una hora de retraso.
Como había elegido saltarse la comida, Livia aprovechó para darse un atracón de cannoli.
Cuando el avión de Livia despegó, Montalbano telefoneó desde el mismo aeropuerto a la comisaría para avisar a Catarella de que esa tarde no iría; hizo otra llamada, ésta a Adelina, para decirle que tenía vía libre y podía presentarse en casa a la mañana siguiente. A continuación tomó el camino más largo para volver a Vigàta, el que pasaba por Fiacca.
Llegó hacia las ocho y media y se dirigió a un restaurante que preparaba langostas.
Se puso las botas.
A las once estaba de nuevo en Marinella. En cuanto entró, sonó el teléfono. Era Livia, agitadísima.
—Pero ¿dónde estabas? ¡He llamado ya cuatro veces! ¡Temía que hubieras tenido un accidente!
Tranquilizó a Livia, se dio una ducha y se sentó en la galería con cigarrillos y whisky. No tenía ganas de pensar en nada, sólo de contemplar el mar nocturno. Estuvo así una hora; luego entró, encendió el televisor y se sentó en la butaca.
Había sintonizado Televigàta, así que vio aparecer la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese, el comentarista, el opinador de una sola opinión: estar siempre de parte de quien mandaba.
A Montalbano se la tenía jurada.
«Nos han llegado rumores de que en Vigàta opera, desde hace unos días, una banda de ladrones de viviendas muy especializada y bastante bien organizada. Al parecer, se han cometido algunos robos con una técnica singular, demasiado larga para explicarla a nuestra audiencia. Según todos los indicios, no se trata de una banda formada por extranjeros, como sucede en el norte de Italia, sino por sicilianos. Lo asombroso es el silencio de la policía sobre el asunto.
»Nos consta que la investigación la está llevando a cabo el comisario Montalbano. Sinceramente, no nos atrevemos a afirmar que esté en buenas manos, teniendo en cuenta los antece…»
Apagó el televisor mandando a Ragonese a freír espárragos.
Pero ¿cómo se había enterado del asunto de los robos? Nadie de la comisaría o la fiscalía había hablado, eso seguro. ¿El propio cerebro de la banda había informado al periodista, quizá mediante una carta anónima? Con lo presuntuoso que era, probablemente no soportaba el silencio que envolvía sus hazañas.
Se sentía un poco cansado; conducir lo fatigaba. Decidió irse a la cama.
Y tuvo un sueño.
Sin saber cómo ni por qué, se encontraba en el centro de una palestra vestido de arriba abajo como un paladín de la opira dei pupi —el teatro de marionetas típicamente siciliano—, a caballo y empuñando una lanza.
Montones de damas y caballeros asistían al evento, y todos estaban de pie, mirando hacia él y gritando:
—¡Viva Salvo! ¡Viva el defensor de la cristiandad!
Él no podía responder inclinándose porque se lo impedía la armadura, así que levantaba un brazo, que pesaba una tonelada, y agitaba la mano enguantada en hierro.
De pronto sonaban trompetas y entraba en la palestra un caballero con una armadura completamente negra, un gigante terrorífico con la cara tapada con la celada.
En ese momento se levantaba Carlomagno en persona y decía:
—¡Que dé comienzo el combate!
Él cargaba contra el caballero negro, el cual, por el contrario, permanecía inmóvil como una estatua.
Luego, no se sabe cómo, la lanza del caballero negro lo golpeaba en la espalda y lo derribaba.
Mientras él caía, el caballero negro levantaba la celada. No tenía cara; en su lugar había una especie de pelota de goma.
Y entonces Montalbano comprendía que aquél era el cerebro de la banda de ladrones y que al cabo de unos minutos lo mataría.
¡Madre de Dios! ¡Menudo papelón delante de todos!
Se despertó sudando y con el corazón desbocado.
El teléfono sonó a las ocho pasadas. Soltó una sarta de reniegos.
Su intención secreta era quedarse durmiendo hasta las nueve y que Adelina le llevara el café a la cama.
—¿Sí…? —dijo en tono malhumorado.
—¡Virgen santa, dottori! ¿Qué puedo hacer yo si ha habido otro arrobo? Si quiere, vuelvo a llamarlo dentro de media hora —gimoteó Catarella.
—Catarè, ahora ya no tiene remedio. Dime.
—Acaba de telefonear la señora Angelica Cosulicchio.
¡Qué Cosulicchio ni qué niño muerto! Angelica Cosulich. Número catorce de la lista.
—¿Dónde vive?
—En via Cavurro número quince.
Pero ¡si era la misma calle de los Peritore!
—¿Se lo has dicho a Fazio?
—Está desconectado.
—En ese caso, llama a la señora y dile que ahora voy.
• • •
El edificio donde vivía la señora Cosulich tenía forma de cucurucho de helado. Incluidos los trocitos de avellana tostada encima.
—¿Cosulich? —le preguntó al portero.
—¿Cuál?
Dios santo, no soportaría otro encontronazo con un portero. Le entraron ganas de dar media vuelta e irse, pero se sobrepuso.
—Cosulich.
—Ya lo he oído, no estoy sordo. Pero aquí hay dos Cosulich: Angelica y Tripolina.
Estuvo tentado de decir Tripolina para conocer a una mujer con semejante nombre.
—Angelica.
—Último piso.
El ascensor era superrápido; prácticamente le dio un puñetazo en la boca del estómago y lo mandó volando hasta el ático, o sea, a la altura de la nata que suele coronar el cucurucho de helado.
Había una sola puerta en el enorme rellano en forma de media luna, y a ésa llamó el comisario.
—¿Quién es? —preguntó al cabo de un momento una voz de mujer joven desde el otro lado.
—El comisario Montalbano.
La puerta se abrió y el comisario sufrió estos tres fenómenos seguidos: primero, ligero enturbiamiento de la vista; segundo, sustancial aflojamiento de las piernas; y tercero, notable falta de respiración.
Porque la señora Cosulich no sólo era una treintañera de sorprendente belleza natural, agua y jabón, una rara avis que no utilizaba pintura facial como los salvajes, sino que…
Pero ¿era real o producto de su imaginación? ¿Era posible que pudiese ocurrir algo así?
La señora Cosulich era idéntica, clavada, a la Angelica del Orlando furioso tal como él la había imaginado y deseado ver viva, en carne y hueso, a los dieciséis años, admirando a escondidas las ilustraciones de Gustave Doré que su tía le había prohibido mirar.
Algo inconcebible, un auténtico milagro.
En cuanto su mirada dio en la dama,
reconoció al instante, aun desde lejos,
el bello rostro y el semblante angélico
que en amorosa red lo tiene preso.
¡Angelica! ¡Oh, Angelica!
El joven Montalbano se había enamorado perdidamente de ella a primera vista, y pasaba buena parte de las noches imaginando que hacían juntos cosas tan obscenas que jamás habría tenido el valor de confesárselas ni siquiera a su amigo más íntimo.
¡Ah, cuántas veces había pensado que era Medoro, el pastor del que Angelica se enamoraba, circunstancia que hizo enloquecer al pobre Orlando!
Se representaba, temblando de deseo, la escena de ella desnuda sobre la paja, dentro de una gruta, con el fuego encendido, mientras fuera llovía y a lo lejos se oía un coro de ovejas balando…
Más de un mes estuvieron disfrutando
tranquilos del placer los dos amantes.
Nunca se hartaba la mujer, que sólo
tenía ojos para el jovencito,
y aunque siempre a su cuello se colgaba,
de su deseo nunca se saciaba.
—Pase.
La ligera niebla que pesaba sobre sus ojos se disolvió, y sólo entonces vio Montalbano que la mujer llevaba una ajustada blusa blanca.
… eran sus senos como la cuajada
leche que brota del partido junco…
No, quizá los senos de aquellos versos no pertenecían a esta Angelica, pero aún así…