4
Montalbano se quitó los auriculares, dio las gracias, se despidió y se dirigió a la comisaría.
Había tenido suerte; como mínimo, los propietarios recuperarían sus coches.
Fue directamente a buscar a Fazio.
—Ven a mi despacho —le dijo.
Fazio lo siguió.
—Siéntate.
Le contó lo que le había dicho Pasquale, la idea que había tenido sobre los desguazadores de coches y la conversación interceptada que había oído.
—¿Cómo procedemos? —preguntó Fazio.
—Está claro que a partir de esta tarde hay que tener bajo vigilancia a Macaluso.
—Mando a Gallo, y que se mantenga en contacto con nosotros vía móvil.
—Perfecto.
—Quizá sería mejor aplazar la cena de esta noche.
—¿Por qué? Podemos empezar a cenar a las ocho y media, seguro que Gallo no llama antes de las diez y media u once. En caso necesario, Livia se queda con tu mujer y luego, cuando todo acabe, aunque se haga un poco tarde, paso a recogerla.
—Muy bien.
—Pero tienes que mandar por lo menos a tres agentes con Gallo.
—¿Por qué?
—Seguro que Macaluso va acompañado de tres hombres para conducir los otros coches.
—Es verdad.
—Y ahora dime si has descubierto algo interesante entre los amigos de los Peritore.
—Dottore, dejando aparte los nombres del abogado Lojacono y la dottoressa Vaccaro, debo decirle que he llegado a la mitad de la lista. El número cinco es bastante interesante. Si no le importa coger la lista…
Estaba encima de la mesa. Montalbano la miró. Junto al número cinco ponía: «Ingeniero Giancarlo de Martino.»
—¿Quién es?
—Es forastero; nació en Mantua.
—¿Y qué hace aquí?
—Vive en Vigàta desde hace cuatro años. Dirige las obras de reestructuración del puerto.
—¿Y por qué es interesante?
—Porque ha pasado cuatro años entre rejas.
Cuatro años no eran ninguna broma.
—¿Qué hizo?
—Colaboración con banda armada.
—¿Brigadas Rojas o similar?
—Sí, señor.
—¿Y en qué consistía la colaboración? Fazio sonrió.
—Organizaba robos para financiar a la banda.
—¡Coño!
—Eso mismo.
—¿Cuántos años tiene?
—Sesenta exactos.
—¿Qué dice la gente de él?
—Que es una persona respetable y tranquila.
—Ya, y cuando arrestemos al cerebro de la banda, descubriremos que era una persona respetable y tranquila.
—Sí, dottore, pero De Martino se ha convertido en un hombre de orden, vota en las generales y hace propaganda a favor del Popolo della Libertà.
—Entonces hay que tenerlo doblemente vigilado.
—Ya me he encargado de eso, dottore. Le he asignado la vigilancia al agente Caruana.
—Sigue con la lista, haz el favor. Nos vemos esta noche en tu casa.
Se fue a Marinella para recoger a Livia. Al no encontrarla en casa, se asomó a la galería y la vio tumbada en la playa, junto a la orilla, en bañador. Se reunió con ella.
—Estoy tomando el sol.
—Ya lo veo. Vístete y vamos a comer.
—No me apetece vestirme.
—Bueno, yo tengo un poco de hambre.
—Ya he pensado en eso.
Montalbano se quedó lívido. Estaba perdido. Si Livia había cocinado, el dolor de tripa estaba asegurado durante dos días.
—He llamado a la charcutería y han sido amabilísimos. ¿Cómo se llama esa pizza que hacéis vosotros?
Llamar pizza a los cuddriruni era una auténtica blasfemia. Como llamar supplì a los arancini, ¡menuda diferencia entre unos y otros!
—Cuddriruni.
—Bueno, yo se lo he explicado bien y lo han entendido. Y para después, pollo asado con patatas fritas. Me lo han servido a domicilio. Está todo en el horno.
—Me ocupo yo —dijo el comisario sin pensárselo dos veces, aliviado por haber salido indemne—. Tú sigue tomando el sol.
Entró en casa, se puso el bañador, preparó la mesa en la galería y fue a darse un chapuzón. El agua estaba fría y tonificante. Entró de nuevo, se secó y llamó a Livia. Después de comer volvieron a tumbarse en la arena.
Como se quedó adormilado y Livia no lo despertó, cuando llegó a la comisaría eran ya las cuatro y media.
—¿Alguna novedad? —le preguntó a Catarella.
—Ninguna, dottori.
—Llama a Fazio y pásamelo.
Se sentó detrás de la mesa, cubierta de montones de papeles para firmar. Firmar o no firmar, ésa era la cuestión.
¿Y Fazio? ¿Cómo es que no daba señales de vida? Llamó a Catarella.
—¡Ah, dottori! Fazio debe de estar desconectado, porque la siñurita automática me dice automáticamente que el número al que llamo está disponible.
—Será que no está disponible.
—¿Y yo qué he dicho?
—En cuanto conteste, me lo pasas.
Se lo pensó un poco más, y al final decidió hacer caso a su conciencia de honrado funcionario público y ponerse a estampar ciento y pico autógrafos.
Al cabo de una hora sonó el teléfono. Era Fazio.
—Perdone, dottore, pero estaba manteniendo una conversación delicada con una persona de la lista. Luego le cuento.
—¿Cómo está el panorama?
—Todo en orden. Gallo está vigilando la oficina de Macaluso, y a las siete de la tarde Miccichè, Tantillo y Vadalá se reunirán con él.
—Entonces, nos vemos a las ocho y media.
• • •
Siguió firmando, pero un cuarto de hora más tarde lo interrumpió otra llamada.
—Ah, dottori, está in situ un señor que quiere hablar con usía personalmente en persona.
—¿Para qué?
—Dice que en su casa ha habido un arrobo.
—¡¿Un robo?! —En aquel momento, los robos tenían prioridad absoluta—. Hazlo pasar a mi despacho inmediatamente.
Llamaron a la puerta con los nudillos.
—¡Adelante!
—Me llamo Giosuè Incardona —dijo el hombre, entrando.
Montalbano echó un vistazo a la lista de los amigos de los Peritore: ningún Incardona.
—Siéntese.
Era un quincuagenario con gafas gruesas, sin un pelo en la cabeza, delgado, vestido con ropa demasiado grande para él. Estaba visiblemente emocionado de encontrarse en una comisaría.
—No quisiera molestar, pero…
—Dígame.
—Tengo una casita en el campo, a medio camino entre Vigàta y Montelusa. De vez en cuando voy con mi mujer y nuestros dos nietecitos. Como la última vez me dejé unas gafas, hoy después de comer he vuelto y me he encontrado con que habían derribado la puerta.
—¿Literalmente derribada?
—Bueno, arrancada de los goznes.
—¿Tan difícil era abrirla con una ganzúa o una llave falsa?
—No, señor. Facilísimo. Pero se ve que no querían perder tiempo.
—¿Qué robaron?
—Un televisor recién comprado, un ordenador que usamos para ponerles películas a los nietos, y un reloj del siglo dieciocho que era de mi tatarabuelo. Pero yo creo que buscaban otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Esto. —Sacó del bolsillo un juego de llaves y se lo enseñó.
—¿De dónde son?
—De mi casa de Vigàta. Los ladrones debían de saber que tengo una copia en el campo. Seguramente pretendían, si las encontraban, venir a robar a mi casa de aquí.
—¿Y cómo es que no las encontraron?
—Porque la última vez que estuve las cambié de sitio. Las metí en la cisterna del retrete. Acababa de ver El padrino, ¿la recuerda? Cuando el hijo del padrino tiene que ir a matar a los…
Montalbano cogió la lista y se la tendió.
—Eche un vistazo a esta lista, por favor, y dígame si conoce a alguno de estos señores.
Incardona la miró y se la devolvió.
—A casi todos.
A Montalbano lo sorprendió la respuesta.
—¿Cómo es eso?
—Modestia aparte, soy el mejor fontanero de la ciudad. Y también puedo hacer copias de llaves perfectas.
—Oiga, ¿recuerda si le ha aconsejado a alguno de estos señores que haga lo mismo que usted, o sea, tener un juego de llaves de reserva en otra casa?
—¡Por supuesto! Es la manera más segura de…
—Discúlpeme un momento. —El comisario llamó a Catarella—. Acompaña al señor a la mesa de Galluzzo para que presente la denuncia… Señor Incardona, si hay alguna noticia, se lo comunicaré. Hasta pronto.
Había algo que no le cuadraba.
Casi seguro que se trataba de un robo cometido para despistar. Hablando con sus amigos, los Peritore habrían mencionado que la policía les había pedido sus nombres. Y el cerebro de la banda, para evitar que Montalbano sacara cierta conclusión, había ideado una maniobra de distracción. Pero había llegado tarde.
Además, los autores materiales habían cometido el error de derribar la puerta. Al parecer, sabían que era un trabajo poco rentable, hecho sólo como cortina de humo.
El propio cerebro también había cometido un error al escoger como víctima del robo simulado —o lo que parecía tal— a alguien que conocían todos los de la lista, pese a no estar incluido en ella.
Y eso confirmaba que la víctima del siguiente robo auténtico sería uno de los dieciséis nombres que figuraban en la lista.
El cerebro de la banda estaba demostrando poseer una mente muy veloz, y era capaz de comprender cómo funcionaba la del comisario.
Sería una partida de ajedrez apasionante.
Cuando fue a recoger a Livia, ésta llevaba puesto un modelo que no le había visto nunca.
Falda plisada y blusa elegante, estilo años treinta, con una especie de volantes en la parte delantera.
—Muy bonito.
—¿Te gusta? Me lo ha hecho un modisto amigo mío. Él también quería poner volantes detrás, pero a mí me pareció excesivo.
No un destello, sino un auténtico rayo de tormenta seguido de un trueno fortísimo, zigzagueando, le quemó y le atronó el cerebro. Se dejó caer con todo su peso sobre una silla para no desplomarse como un saco vacío.
—¿Qué te pasa? —preguntó Livia.
—Nada, un ligero mareo. Es que estoy un poco cansado. Oye, por curiosidad, ¿tu amigo modisto se llama Carlo?
—Sí, y para que te enteres, no tiene nada de delincuente —contestó ella con ánimo polémico—. Es más, es una excelente persona, honrada como pocas. Pero ¿cómo has adivinado su nombre?
—¿Adivinar? ¿Yo? No, no; me lo has dicho tú.
—No me acuerdo. ¿Nos vamos?
La confianza recompensada.
Novela para jovencitas de buena familia y costumbres severas.
Un hombre, corroído por los celos, tergiversa el sentido de una frase que su mujer pronuncia en sueños. Durante varios días se atormenta y la somete a interrogatorios, le monta escenas y le tiende trampas. Sólo cuando rechaza sus insanos celos obtiene la recompensa. Su mujer le revela de forma casual el verdadero significado, inocente por completo, de la frase pronunciada en sueños. Y el hombre siente que desde ese momento ama todavía más a la mujer de su vida.
Bonito, ¿no? Y, además, instructivo.
La señora Fazio había preparado cosas sencillas pero exquisitas. Una sopa de pescado y marisco y unos crujientes salmonetes fritos. Los cannoli que llevó Montalbano de postre estaban deliciosos.
El comisario y Fazio no hablaron de trabajo delante de las señoras.
A las once menos cuarto, Montalbano acompañó a Livia a Marinella y luego montó en el coche de Fazio, que los había seguido.
A las once y diez sonó el móvil de Fazio. Era Gallo.
—Macaluso acaba de salir de su casa y ha tomado la carretera para Vigàta. Conduce un Mitsubishi amarillo y lo acompañan tres hombres. Estoy siguiéndolo. ¿Dónde estáis?
—En Marinella —dijo Fazio.
—Creo que se dirige hacia Montereale. Si esperáis allí, pasaremos por delante de vosotros. Si cambia de carretera, os aviso.
Se situaron con el morro del coche al borde de la carretera y apagaron los faros.
Al cabo de unos diez minutos vieron pasar el Mitsubishi amarillo. Detrás, a una distancia de dos coches, pasó un Polo.
—Ese es Gallo —dijo Fazio, y arrancó—. Estamos detrás de ti —le comunicó por el móvil.
—Os he visto.
Pasaron Montereale, pasaron Sicudiana, pasaron Montallegro; se hicieron las doce menos diez y el coche de Macaluso seguía circulando.
Por fin, Montalbano vio que se encendía el intermitente derecho del Mitsubishi, que se metió en una especie de gran área de descanso.
Al pasar por delante, vieron tres coches aparcados.
—Los vehículos ya están ahí —dijo Montalbano.
En ese momento oyeron a Gallo por el móvil:
—¡Estoy volviendo! ¡Voy a detenerlos!
Y un instante después lo vieron ir hacia ellos a toda pastilla.
Fazio lo dejó pasar e hizo un cambio de sentido tan rápido que el automóvil estuvo a punto de volcar.
Cuando llegaron al área de descanso, Gallo tenía la situación bajo control. Los tres hombres habían conseguido montar cada uno en un coche, pero no habían tenido tiempo de arrancar.
Ahora estaban con los brazos levantados, mientras los tres agentes los apuntaban.
Macaluso también tenía las manos en alto junto a un contenedor de basura. En una de ellas sostenía un paquete envuelto en papel de periódico y atado con bramante.
—Dámelo —ordenó Montalbano.
Macaluso se lo dio.
—¿Cuánto hay?
—Quince mil en billetes de cien.
Para volver a Vigàta, a Montalbano le tocó llevar el coche de Fazio.
—Puesto que te hemos pillado como a un idiota con tres coches robados, es decir, en flagrante delito, esta vez, querido Macaluso, me parece que lo tienes crudo. Porque, encima, eres reincidente: ya tienes dos condenas por receptación.
Habían llevado a los tres cómplices al calabozo. Macaluso, en cambio, estaba bajo un foco en el despacho del comisario.
—¿Pueden quitarme las esposas? —pidió Macaluso.
Era un hombretón vestido con mono de trabajo, una especie de armario ambulante, de piel y pelo rojos.
—No —respondió Montalbano.
Se hizo el silencio.
—Por mí, podemos estar aquí hasta que se haga de día —dijo Fazio al cabo de un rato.
Macaluso suspiró y empezó a hablar:
—Las cosas no son lo que parecen.
—Dottore, ¿usted sabía que nuestro amigo es filósofo? —se asombró Fazio—. Explícanos, entonces, cómo son las cosas.
—Me telefoneó un cliente y me dijo que fuera a recoger esos tres coches que había dejado…
—¿Cómo se llama ese cliente?
—No me acuerdo.
—¿Y cómo te dio las llaves?
—Me dijo que las había metido en el maletero del Daewoo, que estaba abierto.
—Ese detalle será verdad, sólo que las llaves las dejaron ahí los ladrones.
—Les aseguro que…
—Intenta encontrar algo mejor, vamos.
—¿Sabéis qué os digo? —intervino Montalbano—. Es tarde, son las dos de la madrugada y yo tengo sueño.
—Déjeme libre y nos vamos todos a dormir —propuso Macaluso.
—Tú calla. No abras la boca y escúchame. Presta mucha atención. —Entonces empezó a reproducir la llamada interceptada—: «¿Sí…? ¿Quién es?» «Soy el amigo del bigote.» «Ah, sí. ¿Qué hay?» «Tengo tres paquetes nuevos, impecables…» —Miró a Macaluso y le preguntó—: ¿Es suficiente o tengo que continuar?
Macaluso estaba lívido.
—Es suficiente.
—¿Quieres un cigarrillo?
—Sí, señor.
Montalbano se lo dio a Fazio, el cual se lo puso a Macaluso entre los labios y lo encendió.
—Podemos hacer un trato —dijo el comisario.
—Oigámoslo.
—Tú nos dices el nombre del que te ha telefoneado, el del bigote, y yo hablo con el ministerio público para que tenga en cuenta que has colaborado.
—Yo aceptaría encantado, créame.
—¿Y quién te prohíbe hacerlo?
—Nadie. Pero a ese del bigote sólo lo he visto una vez, de noche y a escondidas, hace tres años, y no sé cómo se llama.
—¿Desde cuándo trabajáis juntos?
—Desde hace tres años, ya se lo he dicho. Telefonean, me dicen dónde han dejado el coche, yo meto el dinero en el contenedor, me voy y adiós muy buenas.
Parecía sincero.