8

—¿Por qué jadea?

—He hecho un poco de footing.

—He llamado a la comisaría y han tenido la amabilidad de darme su número privado.

Pausa.

—Sólo quería desearle buenas noches.

La primavera llegó de golpe: brotaron margaritas entre las baldosas del suelo; dos golondrinas se posaron sobre la librería y trinaron, suponiendo que las golondrinas trinen.

—Gracias. Pero, por desgracia, para mí no será una buena noche. —¿Por qué le decía eso? ¿Quería inspirarle compasión o mostrarse ante ella como un guerrero como Orlando?

—¿Por qué?

—Tengo que vigilar el chalet de los Sciortino.

—Sé dónde está. ¿Cree que esta noche los ladrones…?

—Es una posibilidad.

—¿Irá solo?

—Sí.

—¿Y dónde se esconderá?

—¿Conoce esa pequeña colina que está…?

—Sí, ya. —Una pausa—. Bueno, que tenga suerte y buenas noches de todos modos.

—Le deseo lo mismo.

¡Al final había llamado! Mejor eso que nada. Se dirigió al coche canturreando:

—Siempre balanceándonos, siempre balanceándonos, soooy feliz…

Cuando llevaba diez minutos en el coche, comprendió que no había sido una buena idea.

Los Sciortino y sus amigos habían hecho una barbacoa a orillas del mar, y ahora estaban fumando y bebiendo. Así que él no tenía nada que vigilar. Lo único que podía hacer era dedicarse a pensar.

Y ése fue el gran error. Porque no pensó ni por asomo en la investigación, los ladrones y el señor X.

Pensó en Angelica, y…

Tan abstraído está en su pensamiento

que parece de ruda piedra hecho.

Inmóvil, empezó a notar que en su interior crecía, súbito y violento, un inmenso sentimiento de vergüenza. Aunque estaba solo, percibió que se ponía colorado como un tomate.

Pero ¿qué hacía? ¿Había perdido el juicio?

¡Comportarse con Angelica como un enamorado de dieciséis años! Una cosa era suspirar de amor a los dieciséis años ante el dibujo de una mujer, y otra ponerse a hacer el idiota con una de carne y hueso. Había confundido el sueño de un adolescente con la realidad de un hombre de casi sesenta años.

¡Ridículo! ¡Estaba comportándose de una forma ridícula! ¡Enamorarse así de una mujer que podía ser su hija! ¿Qué esperaba obtener?

Angelica había sido una fantasía de juventud, ¿y ahora trataba de recuperar la juventud perdida hacía décadas a través de ella? ¡No era más que un capricho de viejo chocho! Debía poner fin a aquello enseguida, inmediatamente. No era un comportamiento digno de un hombre como él.

Y posiblemente Fazio lo había advertido y estaba tronchándose de risa.

¡Qué espectáculo tan indigno y miserable estaba ofreciendo!

Más de una hora estuvo pensativo

y cabizbajo el paladín doliente…

¡No! ¡Y sobre todo, nada de seguir con esa estupidez del Orlando furioso!

Aunque las ventanillas estaban bajadas, dentro del coche le faltaba aire. Bajó y dio unos pasos. Hasta sus oídos llegaban las risas de los cuatro amigos en la orilla. Encendió un cigarrillo y reparó en que le temblaban las manos. Desde abajo no podían verlo.

Siguiendo con el hilo de su pensamiento, lo primero que debía hacer al llegar a Marinella era desconectar el teléfono, por si acaso a Angelica se le ocurría llamarlo de noche. Y al día siguiente por la mañana, en cuanto llegara a la comisaría, daría orden a Catarella de…

De pronto observó que un coche abandonaba la carretera provincial, apagaba los faros y se dirigía a oscuras y muy despacio hacia donde se encontraba él. El corazón le dio un vuelco.

Eran los ladrones, seguro. Ellos también habían elegido la colina como punto de observación.

Tiró el cigarrillo, corrió hasta su coche doblado por la cintura, sacó el arma de la guantera y se puso en cuclillas a un lado del vehículo.

El otro coche avanzaba al ralentí, sin luces.

Trazó un plan de acción.

Detenerlos no serviría de nada; es más, sería un error garrafal. Había que esperar a que intentasen entrar en el chalet, y entonces llamaría con el móvil a los Sciortino para avisarlos. Ellos se pondrían a dar voces, a pedir ayuda, y los ladrones, espantados, se batirían en retirada. Entretanto, él haría lo necesario para que los cacos se encontraran con que su coche no arrancaba. Después improvisaría.

El automóvil se detuvo a poca distancia. La puerta se abrió.

Bajó Angelica.

De dulce y amoroso afecto henchido,

hacia su amada y diosa fue corriendo,

que estrechamente se abrazó a su pecho…

Bastante más tarde, cuando los Sciortino y sus amigos se habían ido a dormir, todas las luces del chalet estaban apagadas y la luna llena iluminaba la noche, él le preguntó:

—¿Por qué has venido?

—Por tres razones. Porque no tenía sueño, porque tenía ganas de volver a verte y porque he pensado que una pareja dándose el lote en un coche no despertaría sospechas en los ladrones.

—Por cierto, ¿de quién es el coche en que has venido?

—Lo he alquilado esta tarde. Me es indispensable.

—En el coche no me gusta. Tenemos tiempo.

—A mí tampoco me gusta.

Más tarde todavía, eran ya las dos y media, Montalbano le dijo que Fazio no tardaría en ir a relevarlo.

—¿Quieres que me vaya?

—Sería mejor.

—¿Comemos juntos mañana?

—Llámame a la comisaría. Si estoy libre…

Se abrazaron estrechamente.

Y se dieron un beso tan largo que emergieron de él jadeando como dos submarinistas tras una prolongada inmersión.

Luego ella se fue.

Diez minutos después llegó Fazio. Montalbano lo esperaba fuera del coche.

No quería que el inspector se acercara a él; estaba demasiado impregnado del olor de Angelica.

—¿Alguna novedad? —preguntó Fazio.

¡Algo más que una novedad! Se había producido un milagro inesperado, divino. Pero no tenía nada que ver con la investigación.

—Ninguna. Todo tranquilo.

Sin ningún motivo, Fazio le iluminó la cara con la potente linterna de la policía.

Dottore, ¿qué le ha pasado en los labios?

—¿Por qué?

—Los tiene rojos e hinchados.

—Debe de haberme picado algún mosquito.

Angelica y él no habían hecho otra cosa, durante casi cuatro horas, que besarse sin parar.

—Buenas noches, dottore.

—Buenas noches. Ah, si necesitas algo, llama, por favor. No tengas ningún reparo.

—De acuerdo.

• • •

Sabía que era inútil irse a dormir. No haría otra cosa que dar vueltas en la cama sin conseguir pegar ojo, pensando obsesivamente en Angelica. Así que se sentó en la galería, con el paquete de tabaco y la botella de whisky al alcance de la mano.

Y así vio llegar el amanecer.

Entonces apareció el pescador de siempre, que lo saludó levantando un brazo y empezó a empujar la barca hacia el agua.

—¿Le apetece dar un paseo?

—¿Por qué no? Enseguida vuelvo.

Entró en casa para ponerse el bañador, bajó a la playa y subió a la barca.

Cuando se hubieron alejado de la costa, se zambulló y estuvo casi media hora nadando, hasta sentirse agotado.

El agua estaba helada, pero era lo que necesitaba para enfriar la sangre, que aquella noche había alcanzado temperatura de ebullición.

Se presentó en la comisaría de punta en blanco antes de que dieran las nueve.

—¡Virgen santa, dottori! ¡Qué buen aspecto tiene esta mañana! ¡Parece que tenga diez años menos! —exclamó Catarella al verlo.

—Ya puestos, si hubieras dicho treinta menos, habría estado mejor —replicó—. ¿Ha llegado Fazio?

—Hace un momento.

—Mándamelo.

—Todo tranquilo —dijo Fazio, entrando en el despacho del comisario—. Bajé a las cinco y media. Demasiado tarde para los ladrones.

—Convendría que llamaras a los Sciortino para saber hasta cuándo van a quedarse en Punta Bianca.

—Ya está hecho.

Cuando Fazio decía «ya está hecho», y sucedía a menudo, Montalbano se ponía de los nervios.

—Estarán hasta pasado mañana —añadió el inspector.

—Pues eso significa que hay que organizar los turnos para esta noche y mañana por la noche.

—Ya está hecho.

Debajo de la mesa, uno de los talones de Montalbano empezó a golpetear el suelo por iniciativa propia.

—¿Yo hago falta? —preguntó.

—No, dottore. Usía está dispensado por el momento. A no ser que le parezca un plan apetecible…

¿Qué significaba esa frase? ¿Era una indirecta? ¿Fazio sospechaba algo? Fazio era un policía más que temible del que había que huir como de la peste en aquella situación.

—¿Cómo quieres que me resulte apetecible pasarme un montón de horas vigilando dentro de un coche? —repuso en tono deliberadamente cortante.

Fazio no replicó.

—¡Y con todos esos mosquitos que no te dejan en paz! —añadió.

—A mí no me han picado.

Esa vez el que no replicó fue Montalbano. Pero esperó que Angelica no lo llamara mientras el inspector estaba en su despacho.

De pronto se le ocurrió una idea.

En el móvil tenía el número del chalet de los Sciortino, pero se lo había dejado en Marinella. Se lo pidió a Fazio.

—¿Sí…? —contestó una voz femenina.

—Buenos días. Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el señor Sciortino.

—Soy su mujer. Se lo paso enseguida.

—Buenos días. Dígame, comisario.

—Señor Sciortino, siento molestarlo, pero necesito una información.

—A su disposición.

—¿Les ha comentado a sus amigos de Vigàta que iría a pasar tres días a su chalet de la playa?

—Perdone, ¿por qué me pregunta eso?

—No puedo responderle; créame.

—Tengo plena confianza en mis amigos.

—Hace muy bien.

—Por lo demás, me parece que anoche no sucedió nada, ¿no?

—Absolutamente nada. Pero, aun así, le ruego que me conteste.

—Creo que no se lo comenté a ninguno.

—Piénselo bien.

—Estoy seguro, a ninguno.

—¿Y su mujer?

—Espere un instante.

Tardó realmente un instante.

—Antonietta dice que ella tampoco.

—Ha sido usted muy amable. Gracias.

En cuanto colgó, Fazio dijo:

—Este camino no lleva a ninguna parte, dottori.

—Explícate.

—He entendido adonde quiere ir a parar. Pero, aunque los ladrones no aparezcan las dos próximas noches, eso no significa que el señor X sea uno de los dieciocho amigos de los Peritore. Es posible que el señor X no forme parte de ese grupo de amigos, o que forme parte de él pero no tenga ningún interés en robar en casa de los Sciortino.

—El razonamiento es correcto —admitió Montalbano.

Si estuviera en condiciones normales, jamás se le habría ocurrido una idiotez semejante. Pero ¿podía considerarse en condiciones normales un casi sesentón perdidamente enamorado de una joven treintañera?

Más para recobrar la dignidad ante Fazio que por verdadera necesidad, llamó a Retelibera.

—¿Está Zito? Soy Montalbano.

—Un momento.

En la línea sonó un pasaje de El anillo del nibelungo, que no era precisamente lo más adecuado como entretenimiento telefónico.

—Hola, Salvo.

—Hola. Oye, después de dar la noticia del robo, ¿ha habido alguna reacción?

—Ninguna. De lo contrario, te habría llamado.

—De acuerdo. Adiós.

Otro tiro errado, por utilizar una frase hecha. Fazio y el comisario se miraron desconsolados.

—Me voy a mi despacho —dijo Fazio, levantándose.

Inmediatamente después de que saliera el inspector, sonó el teléfono.

Dottori, es la señora Cosulicchio.

—¿Está aquí?

—No, siñor dottori, en la línea.

—Pásamela.

Sincronización perfecta.

—Hola.

—Hola.

—¿Has dormido bien? —preguntó ella.

—No me he acostado.

—¿Ha habido complicaciones?

—No. Pero como estaba seguro de que no conseguiría dormir, he esperado a que amaneciera.

—Yo, en cambio, caí en la cama como una piedra. Te llamo desde la oficina, tengo poco tiempo. No puedo ir a comer.

El alma se le cayó a los pies, y a buen seguro se hizo algunas heridas.

—¿Por qué?

—Tengo que quedarme en el banco media hora más después del cierre. Estaríamos juntos muy poco rato.

—Siempre será mejor que nada.

—Yo no lo veo igual. Aquí termino a las seis. Paso por casa, me cambio y voy a la tuya, si estás libre y quieres. Vamos a cenar en vez de a comer.

—De acuerdo.

—Explícame bien cómo se va a tu casa.

Las heridas del alma producidas por la anterior caída cicatrizaron perfectamente.

Fue a comer a la trattoria de Enzo.

—¿Y la preciosa joven de ayer? —Parecía decepcionado.

—Enzo, es una conocida ocasional.

—Esas ocasiones quisiera tenerlas yo también.

—¿Qué me traes? —cortó Montalbano.

—Lo que quiera.

El indefectible antipasto. Arroz a la marinera. Dos lenguados enormes que se salían del plato.

Estaba levantándose para marcharse cuando Enzo lo llamó:

—¡Al teléfono, dottori!

¿Quién se permitía tocarle las pelotas incluso en el restaurante? Había dado órdenes taxativas al respecto.

—¡Pido comprensión y perdón, dottori, pero acaba de telefonear el siñor jefe supirior tan furioso que parecía un chacal de la selva ecuatorial! ¡Ave María Purísima, cómo estaba! ¡Se me ha erizado el vello de los brazos!

—¿Qué quería?

—No me lo ha dicho. Pero dentro de media hora volverá a llamar, y dice que quiere encontrarlo en la comisaría de manera imperativamente imperativa.

—Voy para allá.

Adiós muy buenas al paseo por el muelle. ¿Y ahora cómo digería todo lo que se había zampado?

Lo mejor sería tomar otro tipo de medida.

—Enzo, dame un digestivo.

—Tengo un limoncello que hace mi mujer que es mejor que un desatascador.

Y la verdad es que cierto efecto hizo.

Llevaba unos diez minutos sentado en su despacho cuando sonó el teléfono.

—¡El mismísimo, dottori! —exclamó Catarella, alterado.

—Pásamelo.

—¡Montalbano!

—Aquí estoy, señor jefe superior.

—¡Montalbano!

—Sigo aquí.

—¡Y ésa es mi maldición! ¡Que usted siempre sigue aquí, en vez de irse al infierno! ¡De desaparecer! Pero ¡esta vez va a pagar por todas, vaya que sí!

—No comprendo.

—Comprenderá. Lo espero a las seis.

¡Y un cuerno! ¡Ni a las seis ni después, así bajara el mismísimo Dios del cielo! Había que inventarse una excusa.

—¿A las seis ha dicho?

—Sí. ¿Se ha quedado sordo?

—Pero ¡es que a las seis llega el Pinkerton!

—¿Y eso qué es?

—Un barco, señor jefe superior.