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Pero bueno, ¿estaba totalmente idiotizado? ¿O se trataba de uno de los primeros síntomas de alelamiento provocados por la edad?
No, en la habitación de Angelica no había sufrido un ataque de celos o ira, como creía, sino un ataque de chochez.
Y Angelica debía de sentirse profundamente ofendida y desconcertada. Siempre había jugado con él con las cartas boca arriba, ¿y ése era el pago que recibía?
La noche que habían pasado juntos en el coche, mientras se besaban, se abrazaban y se acariciaban, ella no le había dicho ni una sola vez «te amo» o «te quiero». Había sido sincera incluso en esos instantes. Y él la había tratado como la había tratado. Hasta el señor X, en la carta anónima a Ragonese…
¡Un momento!
¡Quieto ahí, Montalbà!
Cuando Bonetti-Alderighi le enseñó la carta, él advirtió algo raro que no le cuadraba, pero estaba demasiado metido en el papel que debía interpretar para comprender de qué se trataba. ¿Qué ponía en aquella hoja? De pronto lo recordó todo.
El señor X, que lo acusaba a él de omisión, había omitido dos cosas, seguramente de forma voluntaria. La primera era que hablaba única y exclusivamente de la villa del primo de Angelica, sin mencionar ni por asomo la habitación especial que tenía ella en dicha villa. La segunda, que no hacía alusión alguna al uso que Angelica daba a esa habitación. Es más, decía que Angelica había ido allí a pasar un día de asueto. O algo parecido.
Sin embargo, los ladrones, al entrar, ¡habían visto de todas todas que estaba acostada con un hombre! Entonces, ¿por qué había omitido esos dos detalles nada secundarios? ¿Quería perjudicarlo sólo a él, preservando al mismo tiempo la honorabilidad de Angelica? Y en tal caso, ¿por qué? ¿Qué relación podía tener el señor X con Angelica?
Eso era algo que sólo ella podía explicarle. Pero implicaba volver a verla, y él no tenía ninguna intención de hacerlo. Porque la ridícula escena montada en el picadero había tenido al menos un lado positivo: dejarle claro que la historia con Angelica no podía continuar. De ninguna manera. Más que un encaprichamiento, había sido un arrebato de locura.
Sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Lo deshizo con el enésimo whisky.
Luego apoyó los brazos en la mesa y la cabeza en los brazos y se durmió casi al instante, completamente aturdido por el alcohol y la autocompasión.
Hacia las cinco de la mañana fue arrastrándose hasta la cama.
—Dottori, ¿quiere café?
—Sí, Adelì.
Abrió un ojo; cinco minutos después consiguió abrir también el otro. Le dolía un poco la cabeza.
La primera taza de café lo remozó.
—Tráeme otra taza.
La segunda lo lustró.
Sonó el teléfono.
Creía que seguía desconectado; quizá la asistenta había puesto la clavija en su sitio.
—Adelì, cógelo tú. Di que no puedo levantarme de la cama.
La oyó hablar, pero no supo con quién. Luego Adelina entró en su cuarto.
—Era su novia. Ahora lo llama al móvil.
En efecto, sonó la melodía.
—¿Dónde te metiste anoche? ¡No sabes las veces que te llamé!
—Estaba haciendo una vigilancia.
—¡Podrías haberme avisado!
—Perdona, pero fui directamente desde comisaría. No pasé por Marinella.
—¿Y por qué no puedes levantarte?
—Anoche me torcí el tobillo. Estaba muy oscuro y…
¡Bravo, Montalbano! Defensor infatigable de la verdad en público y solemne embustero en la vida privada.
Fazio llegó a las nueve.
—Calma absoluta en el chalet de los Sciortino.
—A ver qué pasa esta noche.
En el momento de calzarse, no hubo manera de meter el pie izquierdo en el zapato.
—Póngase un zapato en el pie derecho y una pantufla en el izquierdo —sugirió Fazio, que lo había ayudado.
—Me siento ridículo yendo a la oficina con una pantufla —dijo Montalbano, desanimado.
—Pues quédese en casa; total, no hay nada que hacer. Yo vuelvo esta tarde con Licalzi.
—Espera un momento. Siéntate. Tengo que decirte una cosa. Ayer, cuando me llamó el jefe superior… —Y le contó a Fazio lo que ponía en la carta anónima—. ¿No te parece extraño?
—Desde luego.
—¿No crees que sería conveniente interrogar al respecto a la señorita Cosulich?
—Es la única persona que podría darnos una explicación —contestó Fazio.
—Entonces, llámala e interrógala.
Fazio lo miró atónito.
—Me parece una cosa bastante delicada. ¿Por qué no lo hace usía mañana, dado que tiene más confianza con ella?
—Ante todo, porque perderíamos demasiado tiempo. Y además, ¿quién te dice que yo tengo más confianza con ella que tú?
Fazio no se aventuró a abrir la boca.
—Llámala esta misma mañana —continuó el comisario—, y la convocas para cuando salga del banco, que será hacia las seis. Luego vienes a contármelo.
Se quedó toda la mañana acostado leyendo una novela. Se sentía convaleciente, no del pie, sino del corazón.
A la una, Adelì le sirvió la comida en la cama.
Pasta 'ncasciata (una delicia capaz de hacer desistir a alguien a punto de suicidarse).
Crujiente sepia cortada en aros y frita.
Fruta.
Cuando Adelì se fue, después de dejarle la cena preparada, Montalbano se convenció de que no podría digerir la comida si se quedaba acostado.
Así que se vistió, se puso un zapato y una pantufla —total, la playa estaba desierta—, cogió el bastón que le había llevado Fazio y dio un largo paseo por la orilla del mar.
• • •
Fazio se presentó a las siete y media.
—Licalzi vendrá enseguida.
A Montalbano, Licalzi se la traía al fresco. Era otra cosa lo que le interesaba.
—¿Has hablado con la Cosulich?
—Sí, señor. Estaba muy preocupada por usía.
¿Se equivocaba, o había una sombra de sonrisita en los labios de Fazio? ¿O era que, como tenía remordimientos de conciencia, le parecía que todo se volvía contra él?
—¿Por qué estaba preocupada?
—Porque la ha llamado el director de la sucursal para contarle lo que Ragonese dijo en la televisión. Quería explicaciones. Ella se ha enterado en ese momento. Ante el director ha fingido estar en la inopia y ha confirmado que el robo se produjo en su casa de Vigàta. Pero le preocupan las consecuencias que el asunto podría tener para usía.
Montalbano prefirió no seguir hablando de esa cuestión, que era bastante resbaladiza.
—¿Le has contado lo que no cuadraba en la carta anónima?
—Sí, señor.
—¿Y qué ha dicho?
—No ha sabido explicarse la razón. Es más, se ha sonrojado cuando le he mencionado que los ladrones debían de haberla visto acostada en compañía…
Tampoco ése era un asunto agradable.
—¿En conclusión…?
—En conclusión, se ha quedado con la duda, como nosotros.
¿Se divertían errando un tiro tras otro?
Llamaron a la puerta. Era Licalzi.
—¿Se ha quedado todo el día en la cama?
—Claro.
—Esto ya está casi bien del todo. —Al parecer, el largo paseo lo había beneficiado—. Ahora le doy un masaje, le aplico un poco de crema, le pongo otra vez la venda, y ya verá como mañana por la mañana puede ir tranquilamente a la oficina.
Lo dijo en un tono tan alegre que parecía que ir a la oficina era mejor que ir a bailar.
Masajeándole el tobillo y la zona de alrededor, Licalzi le recordó a Angelica, haciéndole lo mismo mientras él estaba tumbado en la cama. Y justo entonces, una especie de flash como el de las cámaras de fotos le iluminó la mente.
Cuando Licalzi terminó, Montalbano le dio de nuevo las gracias por todo y detuvo a Fazio, que también se disponía a marcharse.
—Tú quédate cinco minutos más, por favor.
Fazio acompañó a Licalzi y volvió.
—Dígame.
—Deberías hablar otra vez con Angelica Cosulich, y enseguida.
El inspector hizo una mueca.
—¿Para qué?
—Enséñale la lista de los Peritore y pregúntale si alguno de los hombres que figuran ahí le ha hecho la corte de manera insistente, y si ella le ha dado calabazas.
Fazio puso cara de estar poco convencido.
—Es simplemente una hipótesis que se me ha ocurrido ahora. Supón que uno de la lista recibió una negativa de Angelica Cosulich; ahora la tiene en sus manos, puede chantajearla. Si no te acuestas conmigo, digo públicamente qué haces en realidad en la casa de tu primo.
—Dottore, perdone, pero usía se ha emperrado en que el señor X es uno de la lista.
—Pero ¿por qué quieres excluir a priori esa posibilidad? ¡Hay que intentarlo al menos! ¿Qué perdemos?
—De acuerdo, pero ¿por qué no lo intenta usía? Usía sabe cómo tratar a las mujeres… En cambio, yo…
Montalbano prefirió cortar por lo sano.
—No; hazlo tú. Gracias por todo y buenas noches. Ah, si se produce alguna novedad con los Sciortino, llámame.
Acababa de poner la mesa en la galería para comerse la ensalada de arroz que le había preparado Adelina, un plato suficiente para tres personas como mínimo, cuando sonó el teléfono.
No tenía ganas de hablar con nadie, pero pensó que podía ser Livia para preguntarle cómo estaba del pie y fue a contestar.
Cuando alargó el brazo para descolgar, el teléfono enmudeció. Si era Livia, volvería a llamar, puesto que sabía que estaba inmovilizado en casa.
Regresó a la galería, y cuando estaba llevándose la primera cucharada a la boca, el teléfono sonó de nuevo.
Se levantó renegando.
—¡Diga!
—No cuelgues, por favor.
Era Angelica.
El corazón se le aceleró, es verdad, pero no tanto como había imaginado. Un buen síntoma de recuperación.
—No cuelgo. Dime.
—Tres cosas, pero rápidas. La primera es que quería saber cómo estás del pie.
—Mucho mejor, gracias. Mañana podré ir a la oficina.
—¿Has tenido muchos problemas por… el favor que me hiciste?
—Me llamó el jefe superior porque Ragonese le había reenviado la carta anónima que le mandaron. Conseguí convencerlo de que en el informe había puesto la verdad. No creo que el asunto tenga consecuencias para mí.
—Para mí quizá sí.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que mi director se ha creído en la obligación de informar a la Dirección General.
—¿Por qué?
—Porque le parece preocupante la hipótesis expuesta por el periodista, o sea, que yo pueda haber mentido. Dice que no es buena publicidad para el banco y que, con independencia de lo que pase, mi credibilidad como empleada queda menoscabada.
Desde luego, tenía una voz… Encantaba, como el canto de las sirenas. Te mecía, te…
Consiguió resistirse al encantamiento.
—Hablando claro, ¿qué significa?
—Que quizá me trasladen.
—Lo siento. —Era sincero.
—Yo también. Otra cosa más y te dejo. Fazio me ha preguntado si alguien de la lista de los Peritore me ha hecho la corte de manera insistente con rechazo por mi parte. Sí, claro, varios hombres de la lista, poniéndose muy pesados en ocasiones, pero no creo que ninguno de ellos sea capaz de hacer chantaje.
—Era sólo una hipótesis.
—Yo tengo otra.
—¿Cuál?
—Sin duda, el autor de la carta anónima conoce mis… llamémoslo así… costumbres. Pero no las ha sacado a la luz; de haberlo hecho, me habría perjudicado. ¿Por qué las oculta, entonces? Supón que se trata de una persona que conozco, no sé… un cliente del banco, que quiere así hacer una especie de captatio benevolentiae conmigo…
—No comprendo. ¿Para obtener un préstamo?
Angelica se echó a reír.
¡Dios mío, qué risa! El corazón de Montalbano, que hasta ese momento se estaba comportando como una locomotora de vapor, se transformó de golpe en una máquina de tren de alta velocidad.
—Para obtenerme en préstamo a mí —especificó Angelica cuando se le pasó la risa.
No era una idea tan peregrina… pero sí demasiado genérica. Angelica debía decir algo más, quizá dar el nombre de alguien que hubiera intentado más que otros tener relaciones con ella.
—¿Qué haces? —preguntó Angelica.
—Estaba cenando.
—Yo no.
—¿Dónde estás? —preguntó Montalbano, por decir algo.
—Aquí.
—¿Aquí dónde?
—En Marinella.
El comisario se quedó perplejo. ¿Por qué estaba en Marinella?
—¿Y qué haces aquí?
—Esperar a que me abras.
Le pareció que no lo había entendido bien.
—¿Cómo dices?
—Que estoy esperando a que me abras.
Montalbano se tambaleó y tuvo que apoyarse en una silla, como si le hubieran dado un golpe en la cabeza.
Dejó el auricular encima de la mesa, fue hasta la puerta y echó un vistazo por la mirilla.
Angelica estaba allí. Tenía el móvil pegado a la oreja.
Él abrió la puerta con lentitud.
Y, mientras lo hacía, sabía que estaba abriendo no sólo la puerta de su casa, sino también la de su condena personal, la de su infierno privado.
• • •
—¿Quieres cenar conmigo?
—Sí. Por fin lo consigo.
Montalbano le ofreció asiento a su lado para que pudiese contemplar el mar.
—¡Qué vista tan bonita! —exclamó Angelica, y no volvieron a abrir la boca hasta que terminaron de comer.
Sin embargo, había algo que despertaba la curiosidad del comisario:
—Perdona, pero… ¿no se te ha ocurrido pensar que a lo mejor yo no podía…?
—¿Abrirme la puerta?
—Ajá.
—¿Porque hubiera otra persona contigo?
—Ajá.
—Pero ¿tu novia no se marchó el otro día?
A Montalbano se le abrió automáticamente la boca. La cerró enseguida y se puso a hablar, aunque se dio cuenta de que balbuceaba:
—Pero… pero… ¿qué… qué sabes tú de… de mi…?
—Lo sé todo de ti. Cuántos años tienes, tus costumbres, lo que piensas de ciertas cosas… En cuanto saliste de mi casa después del robo, me pegué al teléfono y obtuve toda la información que necesitaba.
—Entonces, cuando te invité a comer en la trattoria de Enzo, ¿sabías que voy siempre allí?
—Sí. Y también que no te gusta hablar mientras comes.
—Y fingiste que…
—Sí, fingí.
—Pero ¿por qué?
—Porque me gustaste enseguida.
Más valía cambiar de tema.
—Oye, querría aprovechar la ocasión…
Ella sonrió con picardía.
—No, en tu cama no.
—¿Puedes estar seria un momento?
—Me resulta difícil porque estoy contenta. Pero bueno, voy a intentarlo.
—Antes has dicho que la carta anónima podría ser una especie de captatio benevolentiae.
—¿No se dice así?
—Se dice así. Y yo también lo había pensado. Pero ¿podrías darme algún nombre?
—¿De quién?
—De alguien que, fuera del círculo de los Peritore, te haya…
Ella se encogió de hombros.
—Los hay a montones.
—Y yo te pido que busques en esos montones.
—¡Uf, es una gran responsabilidad!
—Pero ¡¿qué responsabilidad?!
—¡Pues sí! Si te doy un nombre a la ligera y ese pobre desgraciado acaba enredado en una…
—No te estoy pidiendo que me des un nombre a la ligera.
Ella se puso a contemplar el mar sin decir nada.