13
Antes de que pudiera volver al dormitorio, el teléfono sonó otra vez.
—¿Sí…?
—Buenos días.
Era Livia.
—He llamado antes, pero estabas comunicando. ¿Con quién hablabas?
Una idea valiente le pasó por la cabeza: ¿por qué no contárselo todo? Sí, claro, al principio Livia se sentiría dolida, pero luego, pasado el enfado, igual sabría ayudarlo… Era la única persona del mundo que lo entendía como ni siquiera él lograba entenderse.
Se notaba sudoroso.
—Bueno, ¿qué te pasa? ¿Con quién hablabas?
Montalbano inspiró profundamente.
—Con una mujer. —Ya estaba dicho.
—¿Y qué quería?
—¿Puedes esperar un momento?
—Claro.
Fue corriendo a la cocina, bebió un vaso de agua, entró en el baño, se lavó la cara y volvió al teléfono.
—¿Qué quería esa mujer de ti?
¡Vamos, Montalbano! ¡Ánimo, dispara!
—Como hemos pasado la noche juntos…
—¿En qué sentido?
—¿Cómo que en qué sentido? Nos hemos acostado.
Se produjo un silencio.
—O sea, que cuando me dijiste que ibas a hacer una vigilancia, era mentira.
—Sí.
Otro terrible silencio.
Montalbano esperaba que se desatara el diluvio universal. En cambio, oyó la risa divertida de Livia. ¿Estaba tan afectada por la confesión que había perdido el juicio?
—¡Livia, por favor, para! ¡No te rías!
—¡No voy a picar, cariño!
Se quedó anonadado. ¡No lo creía!
—No comprendo por qué quieres que me ponga celosa, pero no voy a picar. ¡Se te ocurre decirme nada menos que has estado con una mujer! Pero ¡si te dejarías desollar vivo antes que admitirlo! ¿Querías gastarme una broma? Pues te ha salido mal.
—Oye, Livia…
—¿Sabes qué te digo? ¡Que me he hartado!
Y colgó.
Montalbano se quedó petrificado con el auricular en la mano.
Fue a acostarse de nuevo, vaciado de toda energía. Permaneció con los ojos cerrados sin pensar en nada.
Al cabo de una media hora oyó que abrían la puerta de la calle.
—Adelì, ¿eres tú?
—Sí, siñor dottori.
—Prepárame una buena taza de café cargado.
• • •
Llegó a la oficina casi a las diez.
—Mándame a Fazio —le dijo a Catarella.
—Ahora mismito, dottori.
Fazio entró con una pila de papeles que dejó encima de la mesa.
—Todos para firmar. Ninguna novedad esta noche.
—Mejor así.
Fazio se sentó.
—Dottore, ayer usía me dio cuatro nombres sobre los que había que indagar.
—¿Y qué has averiguado?
—En el poco tiempo que he tenido, he preguntado en la ciudad sólo por Maniace. De los otros empezaré a ocuparme hoy.
—¿Qué me dices de Maniace?
—¿Puedo coger la hoja que llevo en el bolsillo?
—Sí, pero con la condición de que no me des ningún dato del tipo que ya sabes.
Fazio padecía lo que Montalbano llamaba el síndrome del registro civil. De toda persona sobre la que buscaba información, Fazio pedía un sinnúmero de detalles inútiles como nombre del padre y la madre, lugar y hora de nacimiento, domicilios anteriores, nombre y edad de los posibles hijos, parientes cercanos, parientes lejanos… Una verdadera fijación.
Fazio echó un vistazo al papel, se lo guardó de nuevo y empezó:
—El aparejador Giorgio Maniace tiene cuarenta y cinco años y es, como creo que ya le dije, viudo. Es presidente de los hombres católicos de la localidad.
—Eso no significa nada. Aparte de los extracomunitarios, el cien por cien de los delincuentes nacionales que mandamos a la trena son católicos y quieren al Papa.
—De acuerdo, pero me parece que éste es un caso especial. Maniace procede de una familia rica. Y hasta los treinta y cinco años, él y su mujer, que dicen que era muy guapa, se lo pasaban en grande. Después tuvo un accidente.
—¿Qué clase de accidente?
—Tenía un coche deportivo muy veloz. Iba con su mujer a Palermo, y en las proximidades de Misilmeri una niña de cinco años cruzó corriendo la carretera delante de él. La mató en el acto. Aturdido, se quedó paralizado y perdió el control. El coche siguió corriendo, se salió de la carretera y cayó por un barranco. Él se rompió tres costillas y el brazo izquierdo, pero su mujer murió cuatro días después en el hospital. Entonces, su vida cambió.
—¿Lo condenaron?
—Sí, pero fue poca cosa. Había testigos que declararon que, aunque hubiera ido a veinte por hora, la niña habría acabado igualmente bajo las ruedas.
—¿Y en qué sentido cambió su vida?
—Vendió casi todo lo que poseía y se puso a hacer obras de caridad. Se quedó sólo con una casita en el campo y la de aquí. Es un hombre verdaderamente devoto.
—En conclusión, ha sido una pérdida de tiempo.
—No, dottore, no lo es si así hemos podido eliminar un nombre de los cuatro. —Se miró las puntas de los zapatos y preguntó—: ¿Lo llamó anoche la señorita Cosulich?
—Sí. Me dio dos nombres. —Ahora le tocó a él sacar del bolsillo una hoja y tendérsela a Fazio—. Pennino, para vengarse del rechazo de Angelica Cosulich, canceló las cuentas en el Banco Sículo-Americano y la acusó ante el director de haberlo tratado mal.
—Yo conozco a este Pennino.
—¿Y cómo es?
—Creo que es capaz de cualquier cosa.
—Parisi, en cambio, es de los que mandan cartas anónimas.
Fazio aguzó el oído.
—Si la señorita Cosulich pudiera darnos una…
—¿Quieres compararla con las que me ha mandado el señor X?
—Sí.
—Siento decepcionarte. Angelica Cosulich tenía una, pero la tiró. Oye, no quiero cargarte con demasiado trabajo. De Pennino y Parisi me ocupo yo.
Escribió en un papel el nombre y la dirección de Pennino y de Parisi y le dijo a Catarella que fuera a su despacho.
—Manda un fax a la Jefatura Superior. Quiero saber si han realizado investigaciones, si hay alguna abierta o si tienen intención de hacerla, sobre estos dos individuos.
—Inmidiatamente, dottori.
Después de pasarse una hora firmando papeles, se masajeó el brazo y se fue a comer.
—Enzo, este paquete se lo das a la señorita, que pasará esta tarde.
Enzo no se atrevió a hacer ningún comentario.
Simultáneamente a la realización de ese gesto definitivo, Montalbano notó que le entraba un hambre canina. Hasta Enzo se quedó un poco impresionado.
—Buen provecho, dottori.
El paseo por el muelle lo hizo a paso ligero, casi corriendo, no con la calma habitual. Y cuando llegó al faro, le pareció insuficiente, así que giró sobre los talones y repitió el recorrido de ida y vuelta.
Finalmente, jadeando, se sentó en la roca plana y encendió un cigarrillo.
—Lo he conseguido —le comunicó al cangrejo que estaba parado en medio del musgo y lo miraba intrigado.
• • •
—¡Ah, dottori! ¡Ahora mismo ha llamado un dottori como usía de la Jefatura de Montelusa!
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Espere, que me lo he apuntado en un papilito. Se llama Pisquanelli.
—Pasquarelli, Catarè.
Era el jefe de la brigada antidroga.
—¿Y yo qué he dicho?
Más valía dejarlo estar.
—¿Qué quería?
—Ha dicho que si usía va a verlo a él, que es el mismo susodicho, lo más pronto posible, será mucho mejor para él.
—¿Ese él es Pasquarelli?
—No; ese él es usía.
No tenía nada urgente que hacer. Y prefería mil veces pasar el rato con esa visita a Montelusa que ponerse a firmar papeles.
—Voy enseguida.
Montó de nuevo en el coche y se fue.
Pasquarelli sabía hacer su trabajo y por eso Montalbano congeniaba con él.
—¿Por qué te interesa Michele Pennino? —le preguntó Pasquarelli en cuanto lo vio aparecer.
—¿Y a ti por qué te interesa mi interés por Pennino?
Pasquarelli se echó a reír.
—Está bien, Salvo, empiezo yo. Pero antes te advierto que he hablado del asunto con el jefe superior y ha reconocido que tengo prioridad.
—¿Prioridad sobre qué?
—Sobre Pennino.
—Entonces resulta inútil que esté aquí perdiendo el tiempo.
—Vamos, Salvo, nos apreciamos mutuamente, así que no viene a cuento que nos hagamos la guerra. ¿Por qué te interesa?
—Cabe la posibilidad de que sea el jefe de una banda de ladrones que han cometido en Vigàta…
—He oído hablar de ese asunto. Es imposible que se trate de él.
—¿Por qué?
—Porque desde hace más de un mes y medio lo tenemos sometido a estrecha vigilancia.
—¿Droga?
—Tenemos la certeza casi absoluta de que después de la muerte de Savino Imperatore, que era el mayor importador de la provincia, su puesto lo ocupó precisamente él. Puedo asegurártelo, Salvo, Pennino no es el hombre que buscas. Pongo la mano en el fuego.
—Gracias —dijo el comisario.
Y se marchó.
—¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori!
Era el típico lamento desgarrador de Catarella cuando llamaba el señor jefe superior.
—¿Qué quería?
—¡Él, o sea, el susodicho siñor jefe supirior, ha dicho que desea verlo inmediatamente de inmediato con urgentísima urgencia sin entretenerse ni un minuto!
Pero ¡si acababa de llegar de Montelusa!
Soltando una retahíla de tacos, montó de nuevo en el coche.
Tuvo que esperar tres cuartos de hora en la antesala hasta que el jefe superior lo recibió.
—Siéntese.
Montalbano se quedó de una pieza. ¿Le ofrecía asiento? ¿Qué estaba pasando? ¿Era el fin del mundo?
Luego oyó que llamaban quedamente a la puerta.
—Adelante —dijo el jefe superior.
Apareció el subjefe superior Ermanno Macannuco. De casi dos metros de estatura, soberbio y antipático, llevaba la cabeza como los curas llevan el Sacramento en las procesiones.
Estaba destinado en la Jefatura Superior de Montelusa desde hacía apenas cuatro meses, pero para Montalbano habían sido más que suficientes para comprender que era un imbécil consumado.
El jefe superior le ofreció asiento.
Macannuco no saludó a Montalbano y éste fingió no haberlo visto.
—Hable usted —pidió Bonetti-Alderighi.
Macannuco habló, pero dirigiéndose en todo momento al jefe superior y sin dignarse dedicarle una sola mirada a Montalbano.
—He considerado que la posible investigación de la comisaría de Vigàta debe ser interrumpida porque interfiere.
—¿Con qué? —preguntó Montalbano al jefe superior, el cual no respondió, sino que miró a Macannuco.
—Con una investigación pretérita —respondió este último.
Al oír eso, Montalbano decidió divertirse. Puso cara de perplejidad absoluta.
—¿Qué significa «una investigación emérita»?
—No ha dicho «emérita», sino «pretérita» —aclaró el jefe superior.
—Discúlpenme, pero según los más prestigiosos diccionarios de la lengua, se dice «pretérita» de una cosa ya acaecida en el pasado. Luego, si la investigación sobre Parisi ya fue realizada en el pasado por el dottor Macannuco, no veo de qué forma una nueva investigación llevada a cabo por mí puede…
—¡Montalbano, por lo que más quiera, no se me ponga filológico! —le pidió el jefe superior.
—He usado «pretérita» en la acepción de «precedente» —especificó con desdén Macannuco.
—Pero ¡yo no he hecho con precedencia ninguna investigación sobre Parisi! —protestó el comisario.
—¡La estamos haciendo nosotros! —exclamó Macannuco.
—¿Por qué motivo?
—Pietro Parisi es con toda seguridad un pedófilo que dirige una red con ramificaciones en toda Italia.
—Pero ¿su nombre pretérito era Eugenio? —preguntó Montalbano con cara de angelito.
—¿Qué estupideces dice? —preguntó a su vez Macannuco, irritado, al jefe superior—. Mi investigado se llama Pietro.
—Y el mío Eugenio.
—¡No es posible! —exclamó Macannuco.
—¡Lo juro solemnemente! —declaró Montalbano, poniéndose en pie y extendiendo el brazo derecho para remedar el juramento de Pontida.
—¿No sería mejor hacer una rápida comprobación? —propuso paternalmente el jefe superior a Macannuco.
Este se metió una mano en el bolsillo, sacó una hoja, la desplegó, la leyó, se quedó blanco como el papel, se levantó e hizo una inclinación ante el jefe superior.
—Perdone, me he equivocado —dijo, y salió andando como un pavo.
—Le hemos hecho perder el tiempo —se disculpó el jefe superior.
—¡Por favor! —replicó un magnánimo Montalbano—. ¡Verlo siempre es un placer!
• • •
Mientras regresaba a Vigàta, decidió ir a hablar enseguida con Parisi.
Se inventó una excusa. Le contaría que Angelica Cosulich lo había denunciado, que habían hecho una peritación de la carta anónima y que su letra resultaba compatible con aquélla. En resumen, dispararía al azar con la esperanza de obtener algo.
Recordaba que via del Gambero estaba en los alrededores del puerto. Acertó. El número 21 era una enorme casa de vecinos con portero.
—¿Eugenio Parisi?
—No está.
—¿Qué significa que no está?
—Significa exactamente lo que he dicho.
Pero ¿qué les pasaba a los porteros de Vigàta?
—Pero ¿vive aquí?
—Vivir, lo que es vivir, vive.
Montalbano perdió la paciencia.
—¡Soy el comisario Montalbano!
—Y yo, el portero Sciabica.
—Dígame en qué piso vive.
—En el último, el octavo.
Montalbano se dispuso a subir.
—El ascensor está averiado —le advirtió el portero.
Montalbano dio media vuelta.
—¿Por qué me ha dicho que no está?
—Porque se encuentra en Palermo, en el hospital. Su mujer también se ha trasladado allí.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace dos meses.
—Gracias.
—De nada.
Otro tiro errado.
• • •
Estaba entrando en el aparcamiento de la comisaría cuando vio que Catarella salía como un cohete en dirección a él. Tenía los brazos levantados y los agitaba en señal de gran noticia.
—¡Ah, dottori, dottori, dottori!
Eso significaba algo peor que una llamada del jefe superior.
—¿Qué pasa?
—¡Ha habido otro arrobo!
—¿Dónde?
—En la calle que se llama Mazzini, en el número cuarenta y uno.
¡El mismo barrio de los Peritore y Angelica Cosulich!
—¿Quién ha llamado?
—Uno que dice que se llama Pirretta.
¡Antonino Pirrera! ¡El número nueve de la lista!
—¿Cuándo ha llamado?
—Hacia las cinco y media.
—¿Dónde está Fazio?
—Ya está in situ.
Fazio estaba ante la entrada del número 41 de via Mazzini hablando con un hombre. Estaba también la furgoneta de la Policía Científica.
En este caso, el arquitecto había construido una casa bifamiliar, pero al estilo de los refugios de los Alpes bávaros. Tejado a dos aguas para evitar la acumulación de la nieve que jamás, desde que el mundo es mundo, había caído en Vigàta.
—¿Cómo ha ocurrido? —le preguntó Montalbano a Fazio.
—El señor es el portero del inmueble de al lado.
El hombre le tendió la mano.
—Ugo Foscolo —se presentó.
—Perdone, ¿por casualidad nació usted en Zante? —bromeó Montalbano.
—Cuéntele al comisario lo que ha ocurrido —pidió Fazio.