VII
Como era bien sabido por todos, Spiros Baraktaris era un hombre sin sentimientos. No tenía ni idea de lo que era la ética y tampoco sentía ninguna necesidad por saberlo, puesto que nunca se le había ocurrido el emplearla, ni tenía intención de hacerlo.
Él consideraba que el mundo poseía unas leyes inmutables que era preciso comprender a fin de no arruinarse la propia vida, aunque esto fuera lo que, de ordinario, él acabara por hacer con la mayor parte de la gente. Él la despreciaba, como también despreciaba la estúpida hipocresía en la que pensaba que vivían, pues al fin y al cabo no eran más que monigotes envueltos en la falsa capa de libertad que el poder les proporcionaba. A su modo de ver, las leyes de la naturaleza eran extrapoladas a los demás órdenes de la vida: el poderoso siempre destruye al débil y, si no, abusa de él.
Spiros creía saber bien de lo que hablaba. Su abuelo, que atendió al mismo nombre que él, murió de frío en el 27 junto a uno de los muelles cercanos a Battery Park, en la ciudad de Nueva York. Allí lo encontraron una mañana del mes de enero, hecho un ovillo y tan solo como un perro. Siempre que Spiros paseaba por Battery Park, se acordaba de aquello, aunque nunca llegara a derramar una sola lágrima por el viejo. Simplemente, su abuelo había elegido el lado equivocado, aquel en el que los sueños acaban por necesitar de los milagros.
Al menos, el viejo Spiros había tenido la lucidez de dejar a su familia en su tierra, emprendiendo en solitario el sueño americano con el que pensaba sacar a los suyos de la pobreza. Él fue uno de los quince millones de inmigrantes que pasaron por Ellis Island, para ser inspeccionados, en busca de una vida mejor.
Al final las ilusiones no fueron suficientes, y la lucha por la supervivencia en las calles de Nueva York resultó tan implacable como la que diariamente puedan mantener las especies que habitan en las planicies del Serengueti. Así son las cosas.
Para Spiros, la historia de su abuelo no era sino una más de las muchas que ocurrían todos los días en cualquier otro punto del globo, y en las que no se podían buscar culpables. Las leyes que regían el mundo no tenían corazón, resultando además implacables.
Ese era su credo. El jamás moriría como su abuelo, pues siempre había tenido claro cuál era el camino que conducía a la otra orilla; aquella en la que vivían los que ostentaban el verdadero poder.
Indudablemente, alcanzar semejante meta no había resultado sencillo para un tipo como él. Su familia no dejaba de ser la de un pobre pescador de Heronissos, un pequeño pueblo al norte de la isla de Signos, en las Cicladas. Un lugar perdido en el tiempo, de paisajes áridos y montañosos, que conservaba todo el sabor del inmortal Egeo que bañaba sus bellísimas costas. De allí había partido un día su abuelo hacia las Américas, dejando a su mujer y su pequeño hijo al cuidado de su hermano y con un mundo de ilusiones futuras.
Obviamente, su abuelo nunca regresó y su progenitor hubo de criarse huérfano bajo el amparo de su tío abuelo. Sin embargo, este resultó ser como un padre para él, enseñándole todo lo que él mismo había aprendido de aquel mar cuya historia se perdía en los tiempos de los héroes inmortales. Eso fue todo el bagaje recibido por el joven, y a fe cierta que lo aprovechó.
El padre de Spiros, que también se llamaba así, tuvo claro que no pasaría toda su vida pescando para subsistir. La mar le dio otras posibilidades y él supo sacar partido de ellas, aunque estas no se encontraran precisamente dentro de la legalidad. Desde temprana edad se dedicó al contrabando, actividad que, con los años, llegó a dominar hasta el extremo de convertirse en un auténtico virtuoso. Como contrabandista, Spiros hizo una pequeña fortuna, que le permitió que sus dos hijos fueran a estudiar a uno de los mejores colegios de Atenas. El mayor de ellos, también llamado Spiros, pronto mostró sus aptitudes para la vida, pues era inteligente, tenaz y sumamente astuto, y al pasar la adolescencia se convirtió en un hombre guapo y de gran fortaleza, a quien el mundo parecía quedársele pequeño.
Como también ocurriera con sus ancestros, el joven Spiros sentía pasión por el mar, aunque a diferencia de estos él sí supiera cómo hacer una gran fortuna con él. Gracias a su padre, Spiros montó una pequeña naviera con la que empezó a hacer cabotaje por las islas del Dodecaneso. Rodas, Kasos, Simi, Astipalea, Kos…, poco a poco el negocio fue creciendo y sus barcos comenzaron a transportar todo aquello que reportaba buenos beneficios.
Así fue como a finales de los setenta, con tan sólo veintisiete años, Spiros ya había acaparado una hacienda respetable.
Sin embargo, su gran fortuna todavía estaba por hacer. A principios de la década siguiente, el joven conoció en una fiesta a Melina, hija única del magnate de las navieras Nikos Stavros, que se enamoró perdidamente de él, casándose al poco tiempo.
Al nieto del indigente que un día apareciera muerto de frío en los muelles de Nueva York se le presentaba un panorama bien diferente al de su pobre abuelo, y en verdad que no hizo sino ensancharlo hasta límites insospechados.
En los ochenta, Spiros Baraktaris era un hombre inmensamente rico. Poseía el control de la mayoría de los negocios de su suegro, y además formaba parte de consorcios formados por otras poderosas empresas navieras. Los mares del planeta eran surcados a diario por sus gigantescos petroleros, haciendo negocios con la voracidad propia de quien parecía que había de saldar alguna cuenta pendiente con el pasado.
Al llegar los años noventa, su suegro murió y él quedó al frente de un imperio de proporciones colosales. Sin embargo, para Spiros nada parecía ser suficiente. Sus inversiones se diversificaban cada vez más, sin preocuparle lo más mínimo que fueran meramente especulativas. Se dedicó a comprar empresas en quiebra, para maquillarlas y volverlas a vender después con jugosas plusvalías. Los trabajadores poco significaban para él, pues su último fin no era sino el de acaparar riqueza. A la postre era como un juego, un juego que nunca acababa.
Como suele ocurrir entre los poderosos, llegó un momento en el que sus influencias alcanzaron el plano de la política, sensible siempre a la opinión de las grandes fortunas. Aquello no hizo sino aumentar aún más su poder, que se autoalimentaba vertiginosamente dentro del círculo que tan hábilmente había creado.
No obstante, su matrimonio con Melina fue un desastre. Ella se había enamorado de un hombre incapaz de sentir amor por nadie, y aunque intentó salvar su relación, finalmente se vio embarcada en una nave en la que sólo ella parecía estar dispuesta a hacer frente al temporal. Ni los tres hijos que le dio sirvieron para recordarle que era un ser humano. Por el contrario, su mirada se volvió más dura con los días, hasta convertirse en piedra, igual que su corazón.
A Spiros, su fracaso matrimonial no le supuso más que una anécdota en su vida. Él tenía otras prioridades, en las que poco importaban unos sentimientos ajenos por los que apenas se sentía interesado. Si en algún momento necesitaba amor, lo compraba, aunque ello significara tener que verse rodeado por las putas más caras de Nueva York. Al fin y al cabo, aquel también era un negocio, y eso sí era capaz de comprenderlo.
Sin embargo, en algún lugar de su rocoso corazón existía un atisbo de sensibilidad. Era como un pequeño remanso en la tempestad permanente en la que parecía encontrarse su espíritu, aunque indudablemente no dejara de ser un indicio. Todo el despotismo que Spiros acostumbraba a demostrar a sus semejantes se transformaba en delicadeza cuando una obra de arte caía entre sus manos. Su afición por el arte llegaba a ser desmedida, y para alimentarla no dudaba en dar salida a su voracidad, siempre en pos de poseer aquello que le interesaba.
Era un entusiasta admirador de las culturas antiguas, de alguna de las cuales incluso se consideraba un buen conocedor, y aquel reducto de sensibilidad que poseía se lo dedicaba por entero a ellas, abrumándolas con su generosidad.
Además de ser un gran coleccionista, Spiros aportaba dinero para no pocas instituciones relacionadas con el mundo de la cultura. Era mecenas de varios museos, formando parte, además, de los órganos de dirección de alguno de ellos. En su país, Grecia, sus aportaciones eran de sobra conocidas y muy bien recibidas por todos los estamentos culturales. También ayudaba a las misiones arqueológicas de varias universidades, sufragando él mismo sus propias excavaciones en diversos países.
Por este motivo, Spiros solía estar muy bien informado sobre los nuevos hallazgos arqueológicos que veían la luz, incluyendo los que, por inexplicables circunstancias, acababan perdiéndose.
Aquella mañana, Spiros Baraktaris se encontraba de un humor peor de lo habitual, algo difícil de imaginar, aunque no por eso dejara de ser una mala noticia.
Con las manos a su espalda observaba desde su despacho el ir y venir de los transbordadores a través del East River, sobre cuyas aguas reverberaba el sol matutino. En su opinión allí comenzaba el mundo. Su corazón, su fuerza motora, estaba en aquel lugar, irreductible bastión del capitalismo más absoluto, del que él formaba parte destacada. A través de los enormes ventanales del diáfano ático, Spiros era capaz de sentir aquel latir que era el origen de un flujo económico capaz de llegar a cualquier punto del planeta. El distrito financiero de la isla de Manhattan expandía su poder desde el río Hudson hasta el East Side, en un alarde de gigantes más propio de los antiguos dioses que antaño habitaran en su tierra que de los hombres. Los grandes bancos, las poderosas corporaciones; mirara por donde mirara, todos estaban allí y él permanecería a su lado.
Muy cerca, el edificio del cuartel general de la banca Morgan se erigía como símbolo inequívoco de cuanto el griego pensaba. Junto a este, todo un inconmensurable bosque de portentosos rascacielos se elevaban orgullosos, incapaces de ocultar su propia soberbia. El Banco de Nueva York, el Citibank, el Barclays, el Chase Manhattan…; aquello sólo era el principio, y por eso había elegido aquel lugar, entre la calle Pine y la famosa Wall Street. Desde allí regía su imperio.
Spiros abrió y cerró las manos en un acto involuntario que reflejaba su estado de ánimo. La furia del primer momento había dejado paso a una suerte de ira contenida que Spiros no dudaba en dar salida caprichosamente para gran quebranto de sus empleados. Estos hacía ya tiempo que se amparaban en su resignación, pues no en vano significaba el único refugio posible.
Todo había comenzado algunos meses atrás en Saqqara, cerca de El Cairo. En ese lugar, el magnate griego tenía una concesión del gobierno egipcio por la cual podía realizar excavaciones arqueológicas en una zona situada al oeste del Serapeum, la grandiosa tumba de los bueyes sagrados, no muy alejada de este. Spiros había pagado una cuantiosa suma por ello, empleando a los mejores profesionales que le había sido posible encontrar. Para el griego, la necrópolis de Saqqara se asemejaba a una enorme alfombra mágica capaz de cubrir lo insospechado. Durante miles de años, los antiguos egipcios se habían enterrado bajo las ardientes arenas de aquel inhóspito paraje, acumulando en sus entrañas fragmentos de un pasado milenario de un valor incalculable.
Spiros estaba convencido de que bajo aquella tierra sagrada los más preciosos ajuares se encontraban a la espera de ser sacados a la luz. En su opinión, quedaba más de un setenta por ciento de hallazgos por descubrir. Obras maravillosas que aguardaban en silencio, sepultadas por toneladas de arena, a que alguien les tendiera la mano.
Como era norma común en él, Spiros no había reparado en gastos, proporcionando a la misión cuanto pudiera necesitar, incluidos los medios tecnológicos más avanzados.
Los egiptólogos, por su parte, habían hecho un buen trabajo, empleándose concienzudamente en su labor, excavando minuciosamente cada metro del área elegida.
Sin duda, la historia de las excavaciones en Egipto estaba repleta de sinsabores y fracasos, aunque para Spiros Baraktaris esta última palabra no tuviera cabida en su diccionario particular, pues él era un hijo de la Fortuna, como pronto demostró.
Un día, sus hombres hallaron una vasija de alabastro en cuyo interior se encontraron restos de los antiguos aceites empleados para la momificación de los cadáveres. La jarra, de por sí, ya era verdaderamente hermosa, y tan translúcida que parecía un soplo de arena. Al enterarse de la noticia, Spiros no dudó en tomar su avión privado y volar hasta El Cairo, sólo por acariciar aquel objeto que era un regalo del remoto pasado. Mas su emoción se vio desbocada cuando le leyeron las inscripciones grabadas en ella. Entre estas había un nombre, Neferkaptah, un nombre que por sí mismo quizá no habría de significar nada, pues muchos fueron los que en su tiempo se llamaron así.
No obstante, el hallazgo le hizo conferir esperanzas, un buen augurio que hacía pensar en la proximidad de alguna tumba. A los pocos días, su euforia se desató aún más, al enterarse de que se habían hallado unas vendas de lino y más jarras con restos de productos para el embalsamamiento. El nombre de Neferkaptah volvía a leerse en las paredes de una de las vasijas, y aquello fue más que suficiente para que Spiros se convenciera de que se encontraban cercanos a su tumba.
Los arqueólogos trataron de recomendarle prudencia, pero el opulento griego ya había dejado volar su imaginación. Enseguida se acordó de Theodore Davis, el magnate de los ferrocarriles americanos que un día excavara en el Valle de los Reyes a principios del siglo XX. Él también halló unas vasijas similares con restos de vendas y aceites para la momificación. El nombre que aquellas jarras tenían grabado era el de Tutankhamón, pero Davis lo desdeñó, creyendo que aquello era todo cuanto quedaba del faraón niño, no pudiendo imaginar que a menos de dos metros se encontraba la entrada a su famosa tumba, que pocos años después descubriría Howard Carter.
Baraktaris despreciaba a Davis. En su opinión, el antiguo abogado había hecho uso de las excavaciones como si se tratara de uno más de sus negocios, buscando obsesivamente la gloria que le supondría poder encontrar la tumba de la reina Tiyi.
Spiros había pensado, en no pocas ocasiones, en la similitud que él mismo pudiera tener con el viejo magnate. Aunque distanciados en el tiempo, ambos eran poderosos y no se paraban ante nada. Sin embargo, él pensaba que Davis era incapaz de emocionarse ante una obra de delicada hermosura, mientras que él podía llegar a vibrar.
Reflexionó unos instantes acerca del viejo Theodore. Él había tenido la suerte de vivir la época dorada de las excavaciones en Egipto, un tiempo ya demasiado lejano en el que él mismo pensaba, no pocas veces, con añoranza. Apenas diez años después de que Davis abandonara Egipto para siempre, las cosas cambiaron. Gastón Maspero, el que durante muchos años fuera reputado director del Servicio de Antigüedades, dejó su puesto al francés Pierre Lacau, convencido de que este continuaría la tradicional política de permisividad hacia los excavadores extranjeros. Sin embargo, se equivocó.
Para Spiros, Lacau representaba el final de aquella época sin igual, y el comienzo de los abusos que, según su opinión, se perpetraban contra los mecenas que financiaban las misiones arqueológicas en Egipto. El primero que tuvo que soportarlo fue el mismísimo lord Carnarvon, tras el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón. Hasta ese momento, el excavador y el Estado se repartían los objetos hallados por partes iguales, en lo que se consideraba una forma mediante la cual la misión arqueológica podía recuperar parte de los cuantiosos gastos efectuados a fin de mantener la excavación. Pero Lacau había decidido que era hora de cambiar semejante convenio; desde entonces, todo lo encontrado en cualquier yacimiento arqueológico de Egipto pertenecería por completo al Estado y Lacau aprovechó la repentina muerte del lord para hacer que la ley entrara en vigor.
Baraktaris creía que aquel burócrata jesuítico que para él era Lacau había estado a punto de echar por tierra el mayor hallazgo arqueológico de todos los tiempos. Howard Carter, el afortunado descubridor de la tumba y un hombre de carácter difícil, no se dejó avasallar por el francés, llegándose a generar tensiones que se trasladaron al plano de la política y que llevaron finalmente a Lacau a ordenar cerrar la tumba durante dos años.
Spiros hizo un gesto de disgusto al pensar en todo aquello. Aquel funcionario francés había terminado con lo que él consideraba un derecho de los excavadores que financiaban los proyectos. Él mismo se gastaba un cuarto de millón de dólares por temporada en excavar en el País del Nilo. Un dinero que nunca recuperaría, y por el que tan sólo obtendría permiso para fotografiar las piezas encontradas y estudiarlas durante un período de cinco años.
Siempre que recordaba este aspecto, el griego notaba como las venas de sus sienes parecían a punto de estallar, invadiéndole una indignación que creía justificada. Él estaba convencido de los derechos que le asistían, independientemente de lo que cualquier gobierno pudiera decir, y era por eso por lo que no reparaba en hacer ver a sus hombres lo aconsejable que sería el que alguna pieza digna de interés pudiera extraviarse sin que tuviera noticia de ello el Servicio de Antigüedades.
Él conocía muy bien cuál era el método universal para comprar voluntades, sobre todo en un país como Egipto en el que un funcionario apenas ganaba cien dólares de salario al mes.
Suspiró con pesar mientras observaba desde su aventajada atalaya el puente de Brooklyn, que cruzaba el East River, un poco a su izquierda. Entonces pensó en todo lo que había ocurrido y en cómo la estupidez humana era capaz de aparecer en el momento más insospechado.
A los pocos días de que salieran a la luz las vasijas de alabastro, el encargado de la excavación encontró varios objetos de una importancia extraordinaria. Dándose cuenta de lo que podían significar, el responsable ocultó con gran habilidad dos de las piezas halladas al inspector que el Servicio de Antigüedades había designado para que inspeccionara la excavación. Obviamente, dichos objetos quedaron sin registrar, permaneciendo en poder del encargado, que los puso a buen recaudo; o al menos eso creyó él, pues misteriosamente aquella misma noche desaparecieron.
Cuando Baraktaris se enteró de lo ocurrido, su cólera se desató cual Aquiles al conocer la muerte de su amado Patroclo. Ese mismo día ordenó relevar de sus funciones a su responsable en Saqqara, enviándolo a una plataforma petrolífera en la Patagonia, aunque en realidad hubiera estado tentado de confeccionarle un buen traje de cemento y mandarle de vacaciones permanentes al fondo del río Hudson.
Durante varios días su ira corrió por cada planta de su edificio en Manhattan, sin respetar cargos ni funciones, decidiéndose finalmente por regresar a Egipto y encargarse personalmente del asunto. Sin embargo, las piezas no aparecieron.
Entonces, Spiros entró en una suerte de excitación cercana a la desesperación, difícil de explicar. Antes de desaparecer, ambos objetos habían sido fotografiados, aunque dadas las circunstancias no había habido tiempo suficiente para dibujarlos y copiar convenientemente los caracteres que poseían. No obstante, gracias a las fotografías, uno de ellos, un extraordinario escarabeo de lapislázuli, reveló las inscripciones grabadas en su chatón. Ellas volvían a mencionar el nombre que aparecía inscrito con anterioridad en las vasijas, Neferkaptah, a la vez que hacían referencia a una historia terrible.
Neferkaptah…
Spiros no tardó mucho en averiguar lo que podía esconderse detrás de aquel nombre. Fue entonces cuando su agitación aumentó todavía más, hasta dejarle en brazos de la exasperación.
Ahora estaba convencido de que la tumba de Neferkaptah se encontraba en algún lugar próximo a la excavación, quizá más de lo que imaginaba, y si era así, esta le pertenecía.
Sin duda, tales pensamientos bien podían calificarse como de locura o delirios irrealizables, mas el griego había entrado en un camino para el que se creía elegido y nada ni nadie le apartaría de él, aunque para conseguirlo hubiera de llegar a ser víctima de su propia paranoia.
Era necesario, por tanto, que aquel nombre no saliera a la luz.
Spiros resopló, como riéndose de sí mismo por tan quiméricos pensamientos. Él sabía mejor que nadie que aquellas obras solían acabar en manos que no tardaban mucho en conocer el verdadero significado, aunque justo era reconocer que, en su caso, la Fortuna había acudido una vez más en su ayuda. Y es que, a los dos meses, el escarabeo salió en un catálogo de subastas que él mismo recibió, en el que se informaba de una puja que se celebraría próximamente en Madrid.
En un principio, Baraktaris se quedó estupefacto, sobre todo al comprobar que el catálogo atribuía la procedencia de la pieza a una colección privada. Al leerlo se le revolvió el estómago, aunque un hombre tan pragmático como era él enseguida pensase en los medios más adecuados para recuperar la obra.
Aquel no era el primer caso, ni por supuesto sería el último, en el que aparecían piezas robadas en el catálogo de alguna casa de subastas. El mercado negro de obras de arte gozaba de buena salud, como él mismo sabía muy bien, ya que este no le era en absoluto desconocido.
Lo que sí le resultó desconocido fue la firma encargada de organizar la subasta, Orloff, un nombre que nunca había oído con anterioridad, y que al punto le hizo sospechar de su autenticidad.
Como era de esperar, poco tardó el griego en averiguar quiénes se escondían detrás de tan pomposo apellido y, al hacerlo, hubo de reconocer que sintió cierta curiosidad, llegando incluso a esbozar una sonrisa. El mundo se encontraba repleto de aventureros y buscavidas, y no sería él quien lo criticara, aunque en aquel caso hubiera salido perjudicado.
El tal Orloff resultó ser en realidad Fedor Sukov, uno de los mayores sinvergüenzas que pululaban en el negocio de las antigüedades, cuya reputación, justamente ganada, era de sobra conocida por todo aquel que estuviera relacionado con los círculos del arte. A Sukov sus cualidades le venían de lejos, pues ya a su padre, Nicolai, se le reconocieron unas inmejorables condiciones para la estafa y el engaño. Fedor pertenecía a una familia de origen ruso que se había instalado en Ámsterdam hacía casi un siglo, para dedicarse principalmente a la compra y venta de obras de arte u otros objetos de valor. Él, sin duda, había resultado ser un alumno aventajado, no apartándose nunca de la máxima que un día recibiera de su abuelo: «Hijo mío, lo importante es el dinero; lo demás es conversación».
Fedor se había atenido a tales reglas toda su vida, aunque con el correr de los años no hubiera tenido más remedio que utilizar métodos camaleónicos a fin de mantener alejada a una justicia que ya sabía de él.
Para ello solía acudir a los lugares menos recomendables en busca de piezas de gran valor, de origen incierto. Él las adquiría y posteriormente las subastaba en alguna ciudad en la que no se viera comprometido. Organizaba la almoneda por captación de obra, y en ella incluía la pieza en cuestión, que solía reportarle suficientes ganancias como para retirarse prudentemente durante un tiempo para retomar más adelante su negocio. En cuanto al nombre utilizado, este no importaba, pues procuraba cambiarlo cada vez que efectuaba una nueva subasta en otra capital.
Spiros se había visto obligado a reconocer que aquel tipo había demostrado poseer una falta de escrúpulos digna de consideración, lo cual, por otro lado, se ajustaba perfectamente a su forma de ver la vida. Además, Fedor había resultado tener una hija, de nombre Anna, cuyas prácticas y modo de hacer no le iban a la zaga. Al parecer, ella había sido la que había encontrado el escarabeo, lo cual por sí solo ya era suficiente para tenerla en cuenta. Según le habían asegurado, era avispada y sumamente hermosa, dos armas capaces de proporcionar insospechados resultados.
Baraktaris pensó en aquello durante unos instantes, mientras fijaba de nuevo su atención en el cercano puente de Brooklyn. El sol de la mañana despertaba tímidos reflejos sobre el agua que besaba sus pilares en tanto el tráfico que se dirigía hacia Manhattan circulaba perezosamente camino del edificio del City Hall.
Spiros no pudo reprimir un nuevo gesto de enojo. Él, personalmente, había telefoneado a los Orloff para aclararles cuál debía ser el resultado final de la puja, advirtiéndoles de las consecuencias que sufrirían si otra persona se hacía con el objeto, todo parecía haber quedado claro; sin embargo… Con sumo placer el griego hubiera terminado con aquella estafa de raíz, mas la prudencia le llevaba a actuar con cautela. El catálogo estaba en circulación desde hacía varios meses, y Spiros desconocía a qué manos había llegado a parar. Hacer desaparecer de este el escarabeo hubiera podido traerle complicaciones y, dada la magnitud de sus intereses, debía evitar correr ningún riesgo.
No obstante, aquella joven había resultado ser más picara de lo que le habían asegurado. Durante la subasta, Spiros no tuvo ninguna duda de que ella estaba intentando alargar la puja todo lo posible para aumentar las ganancias. «La muy zorra —pensó el griego— me sacó nada menos que 680 000 euros, más un veinte por ciento de comisión, por una pieza que, además, era de mi propiedad». Spiros estaba convencido de que aún hubiera podido resultar peor de no ser por las furiosas amenazas que se vio obligado a proferirle por teléfono para que cerrara inmediatamente la subasta. Pronto ajustaría las cuentas a aquella listilla, aunque, obviamente, había otras cuestiones que le preocupaban más.
Una de ellas era la presencia en la sala de un competidor al que conocía bien y por el que sentía verdadera inquina. Lord Bronsbury representaba el arquetipo de persona que más aborrecía. Era culto, refinado y perteneciente a lo mejor de la rancia aristocracia inglesa, lo cual por sí solo ya era motivo más que suficiente para que Spiros lo detestara. Mas la cosa no se detenía ahí, ya que el inglés sentía idéntica pasión que él por el arte, dedicándole gran parte de su tiempo y su inmensa fortuna.
Aquel detalle exasperaba a Spiros sobremanera. La mera presencia de uno de aquellos ricos herederos era más de lo que podía soportar, siempre envueltos en un céfiro cuyos aromas su pituitaria era incapaz de asimilar. Ellos gastaban a manos llenas lo que sus ancestros habían ganado con su esfuerzo, convencidos de que su único fin en la vida era disfrutar de todo ello.
En este particular, Henry le había parecido especialmente aventajado, aunque su mayor antipatía viniera por el hecho de que el inglés pudiera ser dueño de su vida, haciendo en cada momento lo que le viniese en gana. Había tenido la desgracia de tener que soportar sus aires de caballero en algún que otro acto al que ambos habían sido invitados, aunque lo peor, sin duda, había sido el ver cómo le arrebataba una obra de Le Corbuisier en la sala Christie’s de Londres por un millón de dólares en el último instante, debido a un malentendido.
Ahora parecía que el lord andaba interesado en su escarabeo, y Spiros sabía muy bien que ello no debía ser tomado a broma, estaba seguro de que a esas alturas el inglés sabría perfectamente lo que aquel escarabajo sagrado significaba, y ello le inquietaba, sobre todo ahora que la pieza había vuelto a desaparecer.
Esta, sin lugar a dudas, era la primera de sus preocupaciones. Después de que se realizaran los hallazgos en Saqqara, el asunto había ido tomando unas dimensiones insospechadas que parecían acercarle al vodevil, con muerto incluido, y el señor Baraktaris ya vislumbraba los problemas que todo ello podría generar.
Había tratado de reflexionar sobre lo ocurrido, aunque a la postre su ira no fuera la mejor compañera para el discernimiento. Spiros estaba convencido de que era objeto de una broma pesada urdida por los volubles dedos que se encargan del destino de los hombres. La Fortuna, que siempre le había favorecido, ahora se burlaba de él demostrándole que su poder no era nada comparado con las leyes que se encuentran por encima de los mortales.
De nada habían servido sus sobornos, amenazas y atropellos, por muy aderezados que estuvieran con su inagotable soberbia y despotismo. Haciendo caso omiso a su prepotencia, la milenaria joya había decidido emprender su propio camino, desdeñando su poder y probablemente su compañía. ¿Cómo era posible, si no, que aquella espléndida reliquia hubiera sido objeto de un robo semejante, para acabar en manos de una profesora de universidad que nada tenía que ver con el asunto?
Spiros no era capaz de comprenderlo, aunque hubiera decidido extremar la prudencia y cubrir el yacimiento con el velo de hermetismo que su inmenso poder material le proporcionaba. Su determinación era absoluta, y nadie se interpondría en su camino.
No obstante, el que el escarabajo deambulara libremente en manos extrañas representaba un peligro demasiado grande para la consecución de sus propósitos. Tarde o temprano, alguien intentaría averiguar si las palabras inscritas por Neferkaptah en aquel escarabeo eran ciertas, codiciando al instante el enigma que pudiera albergar su tumba.
Indudablemente, el griego prefería no dejar el camino sembrado de cadáveres, aunque sus hombres se hubieran visto obligados a acabar con la vida de un tal Ahmed Guirigar, del que nada sabía, pero que con toda seguridad representaba los intereses de alguien que prefería mantenerse en la sombra.
Afortunadamente, habían podido hacer desaparecer el cuerpo de Ahmed y, a pesar de que nadie lo había reclamado, Baraktaris prefería mantener una especial cautela.
Spiros suspiró mientras echaba un último vistazo al paisaje que el poder de los hombres había creado en aquella emblemática ciudad. Luego fue a sentarse en un sillón de su despacho estirando sus piernas. Al parecer, la señora que mantenía el escarabeo en su poder había tomado sus precauciones, lo cual, después de pensarlo durante un rato, no le pareció mal, pues de una u otra forma ella se lo devolvería.
La segunda de sus preocupaciones iba, en realidad, íntimamente unida a la primera, pues se refería a la otra pieza que había desaparecido del yacimiento. Se trataba de una caja de madera con incrustaciones de marfil en forma de ibis. La caja contenía un papiro con unas inscripciones al parecer escritas en hierático que desgraciadamente no habían sido copiadas.
Nadie sabía lo que aquel texto decía, aunque Spiros estaba seguro de que estaba relacionado con Neferkaptah, el nombre que aparecía en el escarabeo. Hasta el momento no había tenido noticia de aquella obra, lo cual le había hecho conferir esperanzas de que quizá aún se encontrase en Egipto.
El sonido de su teléfono le hizo reparar en que llevaba esperando aquella llamada toda la mañana.
Baraktaris escuchó con atención durante unos minutos sin despegar apenas los labios, moviendo sus ojos de acá para allá, como si estuviera asimilando todo cuanto le decían sin perder detalle. Al finalizar colgó su teléfono y juntó ambas manos bajo su nariz, lo justo para cubrir su sonrisa.
Al parecer, el sagrado escarabeo regresaba a la tierra de donde nunca debió salir. Aquella profesora de universidad volaba rumbo a El Cairo con el preciado objeto celosamente guardado, como el mayor de los tesoros. Finalmente, la Fortuna volvía a reconducir la situación adecuándola a sus intereses. ¿Acaso él no era su hijo predilecto?