XV
Acomodada en el asiento trasero de la limusina, Julia observaba distraídamente las luces del tráfico. El mundo había cambiado para ella; su vida parecía encontrarse en un escenario en el que representaba un papel para el que nunca se había preparado, incluso ella misma era incapaz de reconocerse. Los pilares sobre los que se asentaba su existencia se resquebrajaban inexorablemente, convirtiendo el hormigón en polvo sin que ella pudiera evitarlo; ya nada estaba en sus manos.
Durante unos instantes logró abstraerse entre el caos de la circulación y el incesante sonido de las bocinas, intentando arrojar un poco de luz que la ayudara a encontrar alguna respuesta.
Pero no había luz, y mucho menos respuesta. Julia se encontraba abandonada a su suerte, perdida, y ella lo sabía.
Aquella misma mañana, mientras hablaba con Madrid, se dio cuenta de ello. Por fin pudo contactar con sus hijos, que desde la distancia le hacían saber a su manera que lo mismo les daba que se hallara en El Cairo o en Alaska. Monólogos absurdos, recomendaciones que no eran escuchadas y aquella falta de comunicación, frustrante, que le hacía sentirse una extraña.
—No te preocupes, todo se encuentra como de costumbre en tu casa —le había dicho su amiga Pilar con su habitual tono mordaz—. Tu hija ya ha emprendido su propio camino, el que acabará por llevarla al mismo calvario en el que tarde o temprano terminamos todas, y es que no aprendemos. En cuanto a Juanito…, ese es un caso perdido. Creí que mis hijos eran los campeones de la irresponsabilidad y la vagancia, pero en esta carrera el tuyo va escapado y en solitario; valiente barbián.
Julia había sentido la sempiterna resignación que le era tan conocida, aunque en esta ocasión la notara particularmente distante e intemporal; tal y como si ya nada dependiera de ella. Aún recordaba las últimas palabras de su amiga.
—Hija mía, pásatelo bien y alarga tu viaje. En tu casa ya tienes poco que hacer.
Unos minutos más tarde había podido localizar a su marido, lo cual, en sí mismo, ya era una noticia. Como de costumbre, Juan parecía agobiado y aferrado a su patológica obsesión por el trabajo. Durante el tiempo que pasaron hablando, Julia no escuchó más que frases que intentaban convencerla sobre la importancia de los proyectos en los que se hallaba embarcado y en la necesidad imperiosa de ser competitivo. Tan sólo unas pocas palabras para saber cómo se encontraba, sin preocuparse demasiado por cuándo regresaría a casa.
Lo peor de todo era que Julia no se había enfadado por esto. Una especie de melancólica indiferencia la había embargado por completo, empujándola a refugiarse en el nuevo mundo que ella misma estaba forjándose.
Como ya hubiera ocurrido en varias ocasiones, durante los últimos días ella había terminado por acudir a su preciado amuleto, cual si se tratara de un ángel guardián al que poder confiar sus temores, angustias o más íntimos secretos. Aquella figura rodeada de magia parecía ser capaz de escucharla e incluso de darle consejos, envolviéndola en una especie de locura difícil de comprender para quien profesaba una inquebrantable fe en la razón pura.
Mientras las yemas de sus dedos recorrían caprichosas la preciada figura de oro y lapislázuli, Julia recordó las palabras con las que Saleh le advirtiera en el museo: «La figura que posee es capaz de influir sobre su persona».
¿Sería posible semejante dislate?
Julia ya no sabía qué pensar. Ella misma se había transformado en una extraña, como muy bien había podido constatar. ¿Era atribuible al antiguo amuleto?, ¿o simplemente a que su esencia, de ordinario atrapada por una existencia anodina, había terminado por liberarse de su encierro para mostrarse tal y como en realidad era?
Julia ya no era capaz de aventurar juicios. La extraña comunicación que ella estaba convencida de compartir con el escarabeo se hacía más patente en cada nueva ocasión que lo tenía entre sus manos, a la vez que parecía fortalecer aquel invisible vínculo que se había forjado entre ellos. ¿Por qué debía dárselo a nadie?
Aquel dilema ya no tenía respuesta para ella, y de nuevo las palabras del conservador del museo al despedirse en los sótanos habían vuelto como un extraño presagio: «En el fondo de esa obra de arte anida la desgracia; no permita que la atrape».
La limusina dio un pequeño tirón al arrancar y Julia regresó de sus cuitas para tomar conciencia del lugar en el que se encontraba. Junto a ella, Henry parecía recluido en sus propias reflexiones, quizá en lo más profundo del reino en el que de ordinario se refugiaba. Hacía tiempo que sospechaba que aquel castillo de fábula en el que moraba el aristócrata, de algún modo, le había convertido en prisionero de su propia irrealidad transformándolo en un solitario. Julia no tenía duda de que lord Bronsbury amaba la soledad, seguramente porque todo su mundo de fastos y oropeles sin fin revertía en su propia persona. Sin embargo, intuía que bajo toda aquella pátina de abundancia y estricta educación se encontraba un hombre necesitado de un vínculo que le uniera con el resto de los seres humanos que habitaban fuera de su palacio de marfil. Alguien capaz de darle la verdadera medida de la realidad.
Julia lo observó un momento de reojo mientras la limusina continuaba con su titánica lucha por abrirse paso entre el tráfico. Aquella noche Henry estaba guapísimo, impecablemente vestido con un traje oscuro que realzaba su natural porte distinguido a la vez que acentuaba aún más su atractivo. Sintiéndole tan próximo, ella apartó su mirada para intentar perderla de nuevo por el otro lado de la ventanilla, entre las luces del caos.
Julia percibía el sutil hechizo de aquel momento mientras se dirigían a la fiesta de cumpleaños del embajador. En realidad toda aquella jornada se había visto rodeada por la magia; tal y como si se tratara de un cuento. El hotel entero parecía haberse despertado aquel día dispuesto a hacerla blanco de sus cuidados y atenciones hasta abrumarla. Habían decidido que fuera su hija predilecta, y la colmaron de parabienes y mimos con la desbordante amabilidad propia de los habitantes del País del Nilo.
Luego, después de una mañana de baños relajantes, masajes y esteticistas, una última sorpresa vino a visitarla como colofón a toda aquella locura. Sobre la cama de su dormitorio, una gran caja envuelta en un lujoso papel de regalo la aguardaba para dejarla sin habla.
Espero no haberme equivocado con la talla. Esta noche bajarás de tu Olimpo.
Henry
Antes de abrir el regalo, Julia ya intuía lo que era, sin embargo, al verlo ante sus ojos no pudo reprimir un suspiro emocionado.
Era el traje de cóctel negro de Chanel que ella había visto la tarde anterior en una de las lujosas tiendas situadas en la galería del primer piso del hotel. Se había quedado prendada al verlo en el escaparate, e incluso entró para preguntar su precio, que, finalmente, le pareció prohibitivo. Tras hablar un rato con la simpática dependienta, que insistió amablemente en que se lo probara, Julia terminó por marcharse un poco decepcionada al no poder adquirirlo, y también molesta al no tener ni idea de lo que iba a poder llevar a la fiesta de la embajada.
Sin embargo, no acertaba a comprender cómo Henry había adivinado cuanto ocurría, y mucho menos que eligiera el traje que a ella le gustaba; mas, obviamente, allí estaba; sobre su cama, como si formara parte de un encantamiento.
Pero el ensalmo no acababa ahí. Junto a los pies de la cama había varios paquetes más, todos cuidadosamente envueltos en papel de regalo, del mismo modo que si hubieran sido depositados un 5 de enero por la noche por sus añorados Reyes Magos.
El desenvolver aquellos presentes supuso para ella una remembranza de las emociones sentidas en aquellas señaladas noches durante su niñez. Casi atropellándose descubrió nuevos regalos surgidos, como el anterior, de algún cuento de hadas o de la mano de un hombre que parecía predestinado a hechizarla. Al ver las preciosas sandalias que había en una de las cajas, Julia volvió a ahogar otro grito de sorpresa, pues sentía pasión por los zapatos. Tenían el tacón justo y, al admirarlos, pensó que ni ella misma podía haberlos elegido mejor.
Al abrir los otros dos pequeños paquetes, todo atisbo de aliento desapareció sin dejar rastro; se quedó sin habla, como si estuviera embobada. En el interior había un juego de pendientes y un collar de perlas australianas hermosas donde las hubiera. Con dedos temblorosos acarició aquellas joyas y luego se las probó frente al espejo para sentirse de nuevo abrumada. Julia volvió a introducirlas en sus cajas y durante unos minutos permaneció pensativa, como regresando del país de la ilusión al que había sido enviada.
Casi de inmediato telefoneó a Henry.
—Lo siento, Henry, pero no puedo aceptarlo.
—¿No son de tu agrado? —le preguntó con amabilidad.
—¿De mi agrado? ¡Son preciosos! Pero no creo que debas hacerme unos regalos semejantes, ni yo aceptarlos.
—Te equivocas. Tú mereces mucho más que esos obsequios; pero, en cualquier caso, tómalos como una pequeña muestra de mi reconocimiento hacia ti.
—Te lo agradezco, pero ya has sido suficientemente generoso conmigo y…
—Al menos hazlo por mí —la había cortado Henry—, lleva ese vestido esta noche; te lo pido como un favor personal.
Al escuchar aquello, Julia se había quedado sin reaccionar, sin saber qué decir, y él había aprovechado para finalizar la conversación.
—Te esperamos a las siete en el vestíbulo del hotel.
Tras colgar el teléfono, Julia se había sentido incómoda durante un rato, pero luego comprendió que sería una grosería por su parte el no acompañar a sus amigos a la recepción de la embajada. Suspiró a la vez que volvía a mirar el vestido; era tan bonito. «En fin —pensó—. Algo tengo que ponerme».
Cuando Julia salió del ascensor a la hora convenida, los clientes y visitantes que se encontraban en ese momento en el vestíbulo se rindieron ante ella. Igual que si Moisés volviera a separar las aguas del mar Rojo con su cayado, así pareció abrirse la gente para verla pasar, como si fuera un acontecimiento.
Henry, al observar el revuelo, miró justo para verla avanzar entre troyanos y aqueos, como si de una Helena rediviva se tratara. Parecía una mujer de otra época, salida de los talleres de Escopas o Briaxis, empedernidos buscadores de la perfección, o quién sabe si de los de Agorácrito y Peonio, firmes defensores del realismo y la belleza en movimiento.
Lord Bronsbury había acertado plenamente en las palabras dedicadas en su nota; Julia bajaba del Olimpo, tal y como lo haría una diosa.
El concurrido vestíbulo se daba cuenta de ello y por eso se doblegaban para rendirle pleitesía con sus sonrisas y murmullos. Para Henry, la cuestión estaba meridianamente clara: Julia era una obra de arte que, además, se movía. Su belleza venía de su interior, como él ya había adivinado hacía tiempo, de su propia esencia. Ella poseía aquello que diferenciaba una obra maestra de otra que no lo es, el hálito sublime dado por el genio que le insuflaba la vida. Y esa diferencia, casi sutil, eran capaces de apreciarla tanto los entendidos como los neófitos, pues cualquiera puede sentir; por eso se volvían a admirarla.
Su espléndida madurez no era más que un acicate en manos del tiempo. La vida se había encargado de ello, cincelando caprichosamente en su cuerpo todo aquello que le era natural. Sin embargo, el paso de los años le había proporcionado una rotundidad que le hacía ciertamente atractiva, envolviéndola en un magnetismo misterioso que muchas jovencitas no poseerían jamás.
Henry se sonrió complacido al verla acercarse. Aquel vestido negro parecía diseñado para ella, y las perlas que adornaban su cuello hacíanle parecer particularmente grácil; erguido como una Cariátide. Era curioso cómo él no había sido capaz de reparar en semejante detalle, aunque enseguida se dio cuenta de que era la primera vez que la veía con el pelo recogido; un peinado que le confería la prestancia de una reina.
Ya próxima a él, Julia le sonrió con timidez.
—Me siento deslumbrado —la saludó el aristócrata—. Simplemente, perfecta.
Barry, que parecía haberse peinado para la ocasión, la piropeó al verla, y luego se puso colorado cuando ella se cogió del brazo de sus dos acompañantes para salir del hotel.
El vehículo se hallaba ya en Garden City cuando Julia cerró definitivamente el epítome de sus recuerdos de aquel día. Las palmeras que salpicaban las calles la hacían tomar conciencia de dónde se encontraba en tanto el crepúsculo se transformaba en noche con sorprendente rapidez.
La limusina giró hacia la calle Ahmed Rabed, aproximándose a la embajada británica. Henry la señaló con el dedo y ella volvió a experimentar el vago sentimiento de extravío que ya conocía; de nuevo aquella impresión que la hacía sentirse perdida.
Traspasar las grandes rejas de hierro de la residencia del embajador británico supuso para Julia una continuación de su cuento, y también un reencuentro con la Historia. El lugar en sí parecía haber sido sacado de alguna de las escenas que Kipling recreara con maestría en sus obras; pinceladas maravillosas que evocaban la gloria y decadencia de una época sin duda irrepetible.
El mismo blasón de la reina Victoria forjado en una de sus puertas de acceso advertía de lo anterior, así como de lo lejanos que quedaban en el tiempo hechos acaecidos apenas hacía cien años. Aquel gran parque situado entre Ismailía Square y el hospital Kasrel Aini había sido testigo privilegiado de las convulsiones políticas que habían sacudido a todo un país y también de su definitivo alumbramiento como Estado soberano.
Lord Cromer, cónsul general y ministro plenipotenciario de Su Majestad, fue quien adquirió aquellos terrenos y también quien hizo construir la primera residencia, allá por 1894, sobre la cual, posteriormente, se realizaron mejoras y añadidos a fin de adaptarla a las necesidades. Era por eso por lo que el lugar se encontraba impregnado de anécdotas y viejas historias, como parte del legado dejado por las personalidades que por allí pasaron.
Las más rancias tradiciones se aferraban a Garden City de forma sorprendente, como resistiéndose a abandonar toda una pauta de comportamiento que podía resultar anacrónica para todo aquel que no fuera inglés. Los dos leones de mármol situados a ambos lados de la entrada principal eran un claro ejemplo de ello. Habían sido adquiridos por lord Kitchener al Gezira Palace Hotel de Zamalek bajo la amenaza de que jamás permitiría que le hicieran una foto en los jardines de su residencia a menos que en ella se encontraran dichos leones.
El mismo sir Eldon Gorst, sucesor de lord Cromer, se presentó a tomar posesión de su cargo con nada menos que setenta sirvientes, y sir Henry Macmahon, alto comisionado británico durante la Gran Guerra, se negó a que la austeridad obligada durante aquellos años empañase las buenas formas, advirtiendo encarecidamente a Popinjay, su ayuda de cámara y caddy, de la necesidad de que el servicio siguiera vistiendo su impecable uniforme azul con adornos plateados y se hiciera una vida tal y como si la guerra no existiese.
Sin embargo, el alto comisionado prohibió durante aquellos años el consumo de alcohol, imitando la política emprendida por Buckingham Palace. Su mayordomo, Jones, se vio obligado a ofrecer a sus invitados únicamente limonada y agua mineral, como no podía ser de otra manera.
Julia no pudo dejar de admirar el hermoso entorno que rodeaba la embajada. Los jardines repletos de especies propias de la horticultura británica; el inmenso roble, justo a la derecha, plantado un día por Kathryn, la segunda esposa de lord Cromer, o la morera colocada hacía pocos años por el príncipe de Gales y la duquesa de Cornualles.
Cuando Julia vio los leones de mármol de Kitchener custodiando la entrada al edificio residencial, enseguida recordó los libros de Kipling y las películas de aventuras sobre la India que tantas veces había visto de pequeña. Los vestigios del antiguo colonialismo que ella detestaba, viniera de donde viniese, tenían en aquel lugar su propia seña de identidad; inconfundibles, formaban parte de sus tiempos de gloria pasada, y los británicos se sentían orgullosos de ello.
Junto a sus acompañantes, Julia se dirigió hacia la puerta donde el embajador y su esposa daban la bienvenida a los invitados.
Al aproximarse, Henry reconoció a su viejo amigo James, que le sonrió e hizo las presentaciones.
—Su excelencia el embajador sir Derek Plumbly —anunció James con gravedad.
—Representa para mí una gran satisfacción el tener a milord hoy aquí entre mis invitados —dijo sir Derek estrechando la mano de Henry—. Tuve la oportunidad de conocer a su padre, lord Belford, un hombre extraordinario, sin duda. Sentimos mucho su pérdida.
—Una desgracia para todos, excelencia —aseguró Henry.
—Como nosotros, sir Derek también estudió en Oxford —intervino James, volviendo a sonreír.
—Ciencias Políticas, Filosofía y Economía —señaló el embajador.
—En tal caso me temo que todos seamos oxers —indicó lord Bronsbury—. Yo estudié Bellas Artes, y el señor Howard, Egiptología. En la actualidad el profesor trabaja en el Griffith Institute.
—¡Oh!, eso es magnífico. Permítame presentarle mis respetos.
—La señora también es historiadora —apuntó Henry—. Ella es profesora en una universidad de Madrid.
Sir Derek pareció sorprendido.
—Gracias por su amable invitación —dijo Julia con amabilidad.
—Le reitero mi agradecimiento y le doy mi más sincera bienvenida, profesora. Confío en que disfrute de la velada.
Después de las presentaciones, James acompañó al pequeño grupo al interior de la residencia, explicando algunos detalles acerca de su historia, así como de las obras de arte que atesoraba. Julia se quedó admirada al contemplar la magnífica colección de alfombras orientales que albergaba el edifico, a la vez que valoraba otras obras notorias, como las acuarelas de Edward Lear o una más reciente de Bridget Riley. Cuando entró en el estudio, la profesora se quedó sorprendida al observar la mesa de despacho en la que habían trabajado los altos comisionados y embajadores de los últimos ciento veinte años.
—Aquí despachó lord Cromer —dijo James señalando el retrato del ministro plenipotenciario—. Esa pintura trajo consigo un agrio rechazo por parte de la Royal Academy por ser considerada poco adecuada para un cargo como el de Cromer; su actitud no fue considerada como la más idónea por el uso poco afortunado que hace de los emblemas imperiales. La de lord Kitchener —continuó, señalando el cuadro situado enfrente—, sin embargo, sí fue de su gusto.
Julia observó los cuadros y luego miró a sus amigos intentando comprender por qué la pintura de Cromer pudo suponer un escándalo para la Royal Academy. Acto seguido, el pequeño grupo se dirigió hacia el jardín donde se ofrecía la recepción a un gran número de invitados.
—Espero, querido James, que los tiempos de Macmahon hayan quedado definitivamente olvidados —apuntó Henry burlón.
—Intuyo que conoces la historia.
—Mi padre me habló de ella en alguna ocasión.
Barry los observaba sin comprender nada.
—Fueron tiempos difíciles y, en cualquier caso, el bueno de sir Henry no hizo sino seguir las tendencias impuestas desde Buckingham Palace.
Barry no pudo evitar intervenir.
—¿A qué se refieren exactamente, caballeros?
—A limonadas y agua mineral, querido amigo —repuso Henry—. Nada que pueda inquietarte.
Barry parpadeó confundido.
—Afortunadamente, lord Allenby, sucesor de Macmahon en el cargo, decidió dar por terminadas aquellas prácticas, volviendo a las más rancias tradiciones protectoras de los buenos vinos y licores.
Ahora el profesor pareció comprender a lo que se referían.
—Bendito lord Allenby —dijo suspirando.
—Pues sí —acotó James—, el que fuera mariscal de campo fue un hombre notable, y celoso defensor de todo aquello en cuanto creía.
Julia y Barry intercambiaron una larga mirada que denotaba su absoluta ignorancia al respecto.
—Estos jardines se hallan repletos de historias que han acabado por formar parte de ellos mismos, sin embargo, lord Allenby fue capaz de dejar su propio sello entre ellas.
Henry enarcó una de sus cejas.
—¿Acaso el difunto lord Belford no te lo contó nunca?
—Pues no, nunca me habló de tales acontecimientos —subrayó Henry burlón.
James soltó una risita.
—Al parecer —dijo a continuación—, Allenby tenía una mascota a la que profesaba un cariño extraordinario, que mantenía alejada de las mujeres y los niños con particular celo. Un caso único, vamos.
Sus invitados se miraron divertidos.
—Indudablemente, la anécdota no tendría la menor importancia de no ser por la naturaleza de la mascota —aseguró James—. No se trataba de un perro, un gato o un caballo, sino de un marabú africano; nada menos que un marabú.
—¡Asombroso! —exclamó Barry, que ya disfrutaba de su primera copa.
—Hubo, incluso, quien llegó a opinar que era genial —dijo James con cierta circunspección.
—¡Oh! —apenas acertó a pronunciar el profesor en tanto daba un sorbito a su bebida.
Luego James les mostró lo más significativo de la antigua residencia: sus bellos salones, entre los que destacaba la sala de baile, cuyo piso estaba fabricado con tarima desmontable, y que fue el primero de este tipo construido en África, o sus magníficas colecciones, como la de iconos bizantinos que provenían de los tiempos de lord Kitchener.
Sin embargo, a Julia le pareció que todo aquello no eran más que reliquias de una forma de hacer política con la que no estaba de acuerdo. Para ella, los hermosos jardines eran, con mucho, lo que más le gustaba.
Henry la invitó a pasear por ellos en tanto James y Barry continuaban con su recorrido histórico-divulgativo por salas y recovecos.
—¿Sabía que lord Cromer adquirió todo esto por dos mil quinientas ochenta libras? —oyó Julia comentar a James.
—¿No me diga? —inquiría el profesor incrédulo mientras se alejaban por un pasillo.
—Así es, amigo mío, aunque hemos de tener en cuenta que hablamos de 1890 —subrayó James.
—¡Ah! —fue todo lo que acertó a proferir Barry para, seguidamente, desaparecer por otra sala.
Julia y Henry se miraron con complicidad a la vez que se unían al resto de los asistentes al acto diseminados por el jardín, donde se servía el ágape.
—El aire aquí es auténtico —dijo Julia aspirando la suave brisa del Norte que se había levantado—. Trae mensajes del Nilo y de la cercana Alejandría.
—Supongo que hablarás de ensoñación —comentó Henry sonriéndole—. Te prevengo que yo también soy capaz de abstraerme en ella.
Julia lo miró un momento con suspicacia.
—Te hablo en serio —se defendió el inglés divertido—. Te advierto que soy un rendido admirador de la obra de Cavafis. Incluso Durrel me parece un tipo interesante.
—Me encantó su Cuarteto de Alejandría.
—Cuatro libros magníficos, sin duda. Supongo que la Alejandría que ahora captas te trae recuerdos de esa obra.
Julia aspiró suavemente, asintiendo mientras cerraba sus ojos un momento.
—Épocas decadentes que nos hablan de las pasiones que son inherentes al ser humano —musitó como para sí.
Henry clavó su mirada en ella y, al momento, Julia se arrepintió de sus palabras.
—Pasiones que son capaces de sorprendernos hasta el punto de poder acercarnos a insondables abismos —dijo Henry casi en un susurro.
Ambos se observaron fijamente, como si calibraran el poder de sus propias miradas a la vez que trataban de adivinar hasta dónde sería capaz de conducirles su propia pasión.
Un camarero vino a sacarles de aquel embeleso para ofrecerles champán. Bajo la suave luz que pugnaba por hacerse un sitio en el jardín, ellos juntaron sus copas en un brindis apenas perceptible para después llevárselas a los labios y sentir el frío terciopelo burbujeante que se deslizaba por sus gargantas mientras continuaban mirándose.
Sonó la música y, sin pretenderlo, la pareja se vio iniciando unos pasos de baile que enseguida fueron emulados por otros invitados. Sin saber por qué, a Julia le vinieron a la memoria los guateques que celebraban en sus tiempos de estudiante. Seguramente debido a que, en ellos, la incertidumbre parecía esconderse detrás de cada gesto o mirada de los chicos y chicas que se abrían al amor como los pétalos a la mañana. Ilusiones de juventud, quiméricas en no pocas ocasiones, pero cargadas de fuerza y sincera emotividad y siempre dispuestas a enfrentarse al mundo si fuera necesario.
La proximidad de Henry, mientras bailaban, le trajo recuerdos de aquella época, haciéndole experimentar sensaciones que creía olvidadas en los desvanes del tiempo. Al sentir la mano del inglés sujetándola suavemente por el talle, fue como si volviera a sus años estudiantiles e iniciara un nuevo baile con alguien capaz de participar de sus propios sueños y hacerle concebir esperanzas. Incluso la pieza que sonaba se prestaba a tales percepciones, pues era una canción romántica de finales de los setenta que a ella le gustaba mucho y que había bailado no pocas veces con Juan.
Juan… Su imagen pasó por su cabeza tal y como si fuera un espectro perteneciente a una época remota; fugaz e incapaz de producirle emociones.
Enseguida sus pies volvieron a llevarla de vuelta a la realidad del jardín, haciendo que se deslizara de forma sorprendente por aquella improvisada sala de baile al aire libre. Su pareja había resultado ser un buen bailarín, mejor de lo que hubiera podido imaginar, y por supuesto mejor que ella, que se limitaba a conocer algunos pasos de baile sin demasiadas complicaciones. Sin embargo, con Henry bailar parecía sencillo; Julia sólo tenía que cerrar sus ojos y dejarse llevar por el ritmo de la música, meciéndose suavemente entre las fragancias del jardín. Nunca había estado tan cerca del hombre que amenazaba su alma.
Ahora, al sentirle tan próximo, intuyó verdaderamente el poder al que se enfrentaba, dándose cuenta de su propia indefensión. Ella era una presa fácil para aquel depredador y supo que estaba irremediablemente perdida; sólo sería necesario un suave soplido para que las murallas de su fortaleza se derrumbaran hechas pedazos.
Julia se sorprendió a sí misma al pensar que no merecía la pena luchar. Su misma naturaleza la invitaba a ello haciéndole ver que era ella quien debía abrir la puerta del castillo que hasta hacía poco creía inexpugnable. Entonces llegaron las notas de aquella canción y todo se precipitó.
Los pasos de baile les llevaron, como por ensalmo, hasta un lugar apartado del jardín. Entre ellos no había palabras, pues sus ojos se lo decían todo en un lenguaje universal que cualquiera podría comprender. Se miraban como en una suerte de magnetismo creado por poderes que iban mucho más allá de su comprensión a los que resultaba imposible sustraerse.
Separado por unos pocos centímetros, Henry se embriagaba de ella. Su flema hacía un buen rato que había saltado por los aires y pugnaba consigo mismo por alargar aquel momento que parecía surgido del más poderoso de los hechizos, un monumental filtro de amor capaz de adueñarse de corazones y voluntades.
Él aspiraba con deleite la esencia de Julia apreciando su verdadero valor. Como experto conocedor de la belleza en todas sus formas, constataba la autenticidad de lo que tenía ante sus ojos. Formaba parte del legado milenario que los dioses de las culturas ancestrales dejaron a los hombres al enseñarles a plasmar el arte en cualquiera de sus manifestaciones.
Vio cómo su pecho subía y bajaba encorsetado por el vestido, presa, sin duda, de la agitación que sentía, y también captó la denodada lucha que mantenía por aferrarse a todo lo que ella creía que daba sentido a su vida.
Semejante contienda de emociones le enardeció aún más, haciéndole desearla de manera sorprendente. Percibía que su atracción hacia Julia iba más allá de lo que pudiera suponer una simple aventura. El jamás se le hubiera acercado por eso; quería saber qué escondía aquella alma, pues intuía en ella el valor de las joyas que son únicas.
Los últimos compases de What a Wonderful World flotaron en el ambiente con un mensaje un tanto nostálgico y a la vez cargado de todo lo bueno que el mundo puede ofrecer. La melodía de Armstrong dejaba a aquellos dos corazones rendidos ante el viaje desconocido que estaban a punto de emprender. Anhelantes y también temerosos, ambos aproximaron sus rostros hasta que apenas quedaron separados por su propia respiración, nerviosa y entrecortada. Luego se miraron por última vez a los ojos durante un tiempo imposible de determinar qué bien hubiera podido representar los deseos de toda una vida o acaso sólo una fracción insignificante. Cuando por fin sus labios se unieron, todo acabó. El ensalmo se hizo corpóreo y la magia elaborada por sus propias naturalezas se transformó, súbitamente, en frenesí desmedido; llegaba el tiempo de las pasiones.
Para Julia y Henry el mundo había dejado de existir. Todo cuanto les rodeaba simplemente carecía de importancia; sólo ellos tenían un significado, y su propio deseo les impulsaba a conocerlo. La habitación de Julia se había convertido en el lugar elegido para un encuentro que, a la postre, era inevitable; seguramente porque al destino no se le puede engañar.
Volvieron a mirarse a los ojos largamente, en silencio, transmitiéndose lo que en ocasiones las palabras no pueden. Luego sus labios, tan próximos, se juntaron definitivamente en tanto Julia tomaba plena conciencia de que ya no había vuelta atrás. Una puerta se había abierto ante ella y unas manos invisibles pero poderosas la empujaban a traspasarla rumbo a lo desconocido. Su alma se encaminaba por un pasillo tachonado de dulces susurros, subyugadoras promesas y goces que podían precipitarla hacia el abismo. Mas ella ya se encontraba allí, y sus brazos rodearon el cuello de Henry, aferrándose a él, decidida a compartir la incertidumbre que el destino les deparara.
Sus labios se abrieron y juntos exploraron por primera vez la identidad de su propia naturaleza. Henry se sorprendió ante el ímpetu insospechado que yacía agazapado bajo el disfraz decoroso de una mujer formidable. El ardor se apoderó de él y, al punto, se sintió espoleado por el deseo.
Con un frenesí propio de adolescentes, los dos cayeron sobre la cama envueltos en un abrazo que les hacía una sola persona. Como poseídos por las Furias, se despojaron de sus ropas sin atreverse a separar sus bocas, con la torpeza propia de quien se siente inflamado por el ansia. Entre jadeos y sonidos guturales que anunciaban los preámbulos que les llevarían al paroxismo del placer, sus cuerpos quedaron por fin desnudos, expuestos a las caricias y a las primeras miradas.
Casi rozándola, Henry recorrió su cuerpo con las yemas de sus dedos con la misma delicadeza con que trataría la obra más valiosa. Él reparó en las cicatrices que el paso de los años había dejado en ella, aceptándolas como parte sustancial de su persona. Al fin y al cabo, eran necesarias, pues la esencia de aquella mujer se había alimentado de ellas para poder forjar, definitivamente, su propia personalidad. Se sorprendió ante la vista de sus areolas, grandes y sonrosadas, como galletones, y también al comprobar la dureza de sus muslos y la tersa piel que envolvía su cuerpo. Sus labios se deslizaron por ella, a la vez que su lengua dibujaba imaginarias composiciones que arrancaron los primeros gemidos; encendidos arabescos sobre un terciopelo que parecía a punto de arder.
Cuando Henry alcanzó sus pezones, estos le esperaban ya enhiestos y desafiantes, conocedores de su propio poder, irresistibles para cualquier hombre. Él los tomó entre sus labios y al poco el juego amoroso vino a convertirse en una carrera desaforada por saciar los instintos que afloraban, incontenibles, desde lo más profundo de su ser. Henry sentía que se liberaba de cualquier atisbo de autodisciplina y pautas de comportamiento para dar salida a una fiera enjaulada que ya no era posible parar. Enardecido hasta la locura, viajó por aquel cuerpo transmitiéndole su propia ansia y su desbocada necesidad de saciarla.
Al llegar a su zona más íntima, la encontró cubierta por el néctar desbordado del incontenible deseo. Las oleadas de placer eran como una marea que subía y subía desde lo más profundo del océano oscuro e insondable en el que ella se había transformado, inundando su cuerpo y ahogando su razón.
La sintió estremecerse cuando sus labios tomaron contacto con aquella hendidura en la que venía a romper el oleaje. Con suavidad se dispuso a explorarla, sabedor de las turbulentas aguas con que tarde o temprano se encontraría. Mas tras los primeros roces notó como una mano le aferraba la cabeza y la empujaba hacia las profundidades. Había verdadera desesperación en aquel acto, y él sintió como aquella mano firme le hundía sin contemplaciones en un mar encrespado por la pasión. Al momento se vio cubierto por sus aguas, reconociendo el olor, ligeramente almizclado, que anunciaba el temporal. Él saboreó aquel elixir que no era sino el perfume de la auténtica esencia de ella, su verdadera identidad, sin engaños ni disfraces. En ese instante, Henry supo que no se había equivocado, y mientras ella se arqueaba para atraerle aún más hacia su ser, él se empapó de su fragancia como nunca antes había hecho con ninguna otra mujer, pues se sentía embriagado.
Julia estaba muy lejos de tener el más mínimo control sobre sí misma. Mediaba todo un universo entre la razón y sus instintos, desenfrenados y desmedidamente insaciables. Su alma estaba definitivamente perdida, pues el Diablo en persona se ocupaba de ella. Él le había enviado a aquel hombre para arrastrarla a lo más profundo de sus dominios, de donde ya nunca podría salir. Por un momento se imaginó que sería como un ánima en pena, anhelante y siempre insatisfecha, en busca de las caricias de aquel ángel que el Príncipe de las Sombras había cruzado en su camino.
Apenas podía creer lo que ocurría, y sin embargo era así. Mucho antes de que las manos de él la acariciaran, ya se encontraba empapada y ansiosa porque la poseyera. ¿Qué suerte de hechizo la envolvía? ¿Cómo era posible tamaña locura? Ella, que durante toda su vida había tenido dificultad para llegar al orgasmo, se veía invadida por un placer indescriptible aun antes de que él la penetrara. Cuando sintió su boca recorriendo su cuerpo y su lengua jugando con su piel, creyó que unas alas invisibles la transportaban al Paraíso. Luego, una lengua ávida y devoradora se apoderó de su lugar más recóndito y entonces el Paraíso se convirtió en Infierno; era allí donde definitivamente iba, sin que ya nadie pudiera evitarlo.
En el culmen de su ansiedad, Julia apartó esa boca que se adueñaba de su propia voluntad. Después, con fuerza insospechada, volteó a aquel hombre tumbándolo en la cama hasta quedar a su merced. Respirando entrecortadamente, admiró su cuerpo sin perder detalle, como degustándolo un instante antes de poseerlo definitivamente. Era delgado y fibroso, con el pecho cubierto de vello. Sin saber por qué, aquel detalle la excitó todavía más, impulsándola a acariciarlo para buscar con sus dedos los pequeños pezones medio ocultos. Los besó con delicadeza y luego deslizó una de sus manos hasta su vientre, nerviosa y a la vez anhelante.
Ahora era Julia la que hacía vibrar a Henry, que la miraba suplicante. Sus dedos crearon fantasías junto al ombligo hasta que se toparon con su virilidad. Henry gimió lastimeramente y ella se humedeció aún más. Después dirigió su vista hacia su miembro, ahogando un suspiro de sorpresa al ver su forma y tamaño. Su grosor la excitó de nuevo y al punto intentó en vano abarcarlo con su mano, para seguidamente frotarlo con suavidad. Ella esbozó un rictus de satisfacción; el ángel yacía a su merced indefenso y vulnerable, tal y como ella quería. Si había de ir al Infierno, sería ella quien lo llevaría de la mano.
Julia no estaba dispuesta a demorar más su viaje. Con decisión se sentó a horcajadas sobre él y se apoderó de su miembro para situarlo justo en el fragor de la tormenta. Ella lo empujó invitándole a entablar combate, o quizá simplemente a calmar aquel huracán desatado que azotaba su cuerpo.
Poco a poco sintió cómo Henry formaba parte de ella. Eran dos cuerpos unidos por algo que iba mucho más allá del mero deseo, dos locos desesperados a la grupa de un mismo caballo que galopaba desbocado sin posibilidad de ser controlado.
Ni Aquiles, Héctor y Ayax Teamonio juntos hubieran podido dominarlo, pues aplacar su furia no estaba en manos humanas ni tampoco en la de los antiguos héroes.
Cabalgando como posesos, aquellos dos amantes se aferraban a su montura tal y como si huyeran de un pasado del que querían olvidarse. Un continuo estremecimiento se había apoderado del cuerpo de Julia, como si estuviera poseído por entes o súcubos. Ella sentía cómo el órgano duro y ardiente que tenía en sus entrañas la hacía convulsionarse una y otra vez en una infernal sucesión de orgasmos sin fin. No podía parar. Imprimiendo con sus caderas un ritmo trepidante, estaba dispuesta a continuar hasta que su hambre quedara saciada.
Henry, por su parte, hacía frente con todo su arsenal a lo que se le venía encima. Aferrado con ambas manos a sus nalgas, aguantaba los envites de aquella mujer de furia desatada que se le entregaba como si gozara por primera vez. Sus jadeos y espasmos continuos traían el sello de la ansiedad por aplacar el deseo, y eso le enardecía sobremanera.
Él supo que Julia se hallaba en un lugar nuevo para ella del que era incapaz de salir y eso desató sus instintos más primarios. La bestia que había en él apareció inmisericorde dispuesta a llevarla al paroxismo. Súbitamente, Julia se vio tendida sobre la cama y sometida por un hombre por el que había perdido la razón. Él la poseía con movimientos calculados que le hicieron creer que se volvía loca. Gimiendo lastimeramente, cruzó su mirada con aquellos ojos verdes de los que era prisionera para ver en ellos algo más que el deseo de su carne. Los ojos de Henry le hablaban de muchas cosas, y ella las entendía sin necesidad de oírlas. Entonces él pareció enloquecer, pues arreció en sus embates como si fuera un ariete mientras Julia gemía y gemía alcanzando el éxtasis con cada embestida.
La marea había subido hasta su nivel máximo, y Henry vio llegado el momento de ser suyo. Él también se entregaba a ella, y lo hizo con la generosidad de quien no guardaba nada para sí, hasta quedar exhausto. Así, todavía unidos y jadeantes, ambos quedaron flotando en aquella pleamar en que las aguas tranquilas les mecían adormeciéndolos; mientras, la tormenta se alejaba, poderosa y desafiante, por entre los párpados cerrados, quizá para regresar más tarde.
La mañana vino a despertarlos con su luz cegadora dándoles la bienvenida, tal y como si se tratara del primer día de sus vidas. Aquella noche se habían amado hasta la extenuación, quizá apremiados por la necesidad de saldar viejas cuentas pendientes. De una u otra forma, cada uno de ellos las tenía, aunque Julia tuviera la impresión de que las suyas eran de toda una vida. Al abrir sus ojos, tuvo la sensación de que sus cuarenta y dos años habían quedado atrás, perdidos en algún remoto lugar de una conciencia que ya no los reconocía. Era otra persona. Se sentía libre de tensiones y particularmente lúcida; tanto que comprendía muy bien que no era el momento de pensar en arrepentimientos. Para bien o para mal, una nueva Julia había nacido ese día, tal como el ave Fénix resurgiendo de sus cenizas. Aunque sonara a grandilocuente, aquel símil le gustaba, pues lo encontraba apropiado; tomara la decisión que fuese, su vida ya nunca sería la misma.
El ángel enviado por el Señor de las Tinieblas se había convertido ahora en un querubín desbordante de luz y ternura. Junto a él, Julia creía hallarse en una tierra desconocida por el hombre y no sujeta a sus mezquindades; se sentía liviana, como si flotara.
Se dieron los buenos días entre las caricias de sus miradas y dulces palabras. Luego, desayunaron en la terraza contemplando por enésima vez cómo los antiguos dioses de Egipto enviaban su magia sobre aquella ciudad, antesala del caos, para convertirla en una desbordante fuente de vida.
—Tomémonos el día para nosotros —sugirió Henry mientras comía una tostada—. Esta ciudad está llena de sorpresas.
—Me gustaría recorrer El Cairo de Mahfuz —dijo Julia tras apurar su taza de café.
—¿En serio? Aquí hay monumentos maravillosos, visitas obligadas.
Julia asintió.
—Lo sé. Pero algunas de las obras de Mahfuz dejaron en mí una huella imborrable. Quisiera ver dónde vivían sus personajes.
Henry le sonrió sintiéndose de acuerdo; después su expresión se llenó de complicidad.
—¿Podría verlo? —inquirió con el gesto propio del niño que suplica por un juguete.
Ella se regodeó al ver su expresión, aunque simuló que no sabía a lo que se refería.
—El escarabeo —repitió él con indisimulada ansiedad—. ¿Podrías enseñármelo?
Ahora fue Julia la que sonrió acercándose para robarle un beso. A él no podía negarle nada.
Suspirando se levantó para dirigirse al baño. Allí se encontraba su escondrijo, y ella se regocijó maliciosa como una niña traviesa al comprobar que no había podido ser mejor elegido. Con cuidado levantó la tapa de la cisterna del inodoro y le dio la vuelta. Sujeto con esparadrapos, la bolsita de terciopelo rojo se hallaba en su sitio, tal como ella la había dejado.
Cuando Julia le entregó la pieza, Henry no pudo reprimir un murmullo de admiración. Con sumo cuidado la tomó entre sus manos admirando cada detalle.
—Resulta irresistible, ¿verdad?
—Es espléndido —musitó el inglés en tanto miraba el escarabeo al trasluz.
Al contacto con esta, la pedrería de las alas creó refracciones imposibles.
—Soberbio —susurró el aristócrata.
—¿Notas algo en tus manos? —preguntó Julia.
—¿A qué te refieres?
—A una sensación que no tiene explicación. ¿La sientes?
Él la observó un instante, y luego cerró sus ojos mientras mantenía la figura entre sus manos; al cabo de unos segundos volvió a mirarla.
—Siento como un raro hormigueo —reconoció sin ocultar su extrañeza—. Pero… no tiene sentido.
Julia asintió muy seria.
—Eso sólo ocurre al principio. Después el hormigueo acaba por convertirse en una sensación de calor capaz de quemar.
Henry alzó una de sus cejas burlón, pero al ver la expresión de Julia cambió el gesto.
—Escucha —dijo en voz baja mientras le devolvía el escarabeo—. Tengo el papiro.
Julia le miró sin ocultar su sorpresa.
—La caja de ébano y el papiro del que habló el viejo Abdul, ¿recuerdas?
Ella asintió como hechizada.
—Ahora son míos.
Julia no supo qué decir. Recordaba perfectamente al mercader y también su conversación acerca del papiro y otras historias que le parecieron ridículas. Pero, al parecer, estaba equivocada.
Al ver su cara de asombro, Henry dibujó en su rostro una media sonrisa.
—Todo es auténtico.
—¿El papiro es auténtico?
—No hay ninguna duda al respecto, querida.
—¿Y qué hay escrito en él? —preguntó intrigada.
—La historia es cierta. La tumba de Neferkaptah existe.
Cogidos de la mano como dos enamorados, Julia y Henry paseaban su ilusión por el viejo Cairo siguiendo la ruta que Mahfuz escenificara en su inolvidable Trilogía de El Cairo. El antiguo jardín de lo que una vez fuera un palacio mameluco del que sólo quedaban cinco enormes arcos; el estrecho callejón, Darb Qirmiz, donde nació el famoso autor y que comunicaba con Darb Al Tablawi, la calle que conducía a la populosa Bein Al Qasreen en la que se desarrollaba la obra Entre dos palacios…
Durante toda la mañana, juntos comentaron los detalles de todos aquellos libros maravillosos que un día leyeran sin imaginar que llegarían a visitar sus escenarios tal y como los viera Mahfuz.
Atravesaron Al-Muski y doblaron a la izquierda hacia la estrecha calleja con escalones que desembocaba en otros tres que no tenían salida. El Callejón de Midaq, seguramente la más famosa de todas las obras del autor y que un día fuera llevada al cine con el título de El Callejón de los Milagros.
A Julia el lugar le impresionó vivamente y también le divirtió el hecho de que la placa con el nombre de aquel callejón se guardara en el café situado al comienzo de la calle, junto a los escalones. Así, todo el que quisiera verlo tendría que pagar una propina. La memoria de un premio Nobel bien merecía una baksheesh.
Todavía riendo por aquella anécdota, la pareja se dirigió hacia la casa del viejo Abdul, que se encontraba muy cerca. Este los recibió con los brazos abiertos, como era costumbre en él cuando acogía a sus amigos.
Mientras les servía un té, intercambió con sus invitados las habituales palabras de cortesía que son preámbulo obligado de cualquier conversación en Egipto. Después cambió súbitamente de expresión.
—Pareces preocupado —dijo Henry al verle la cara.
El anciano desvió su vista hacia Julia un instante, y luego miró al inglés significativamente.
—Puedes hablar sin temor —señaló Henry—. Ella sabe que conseguí hacerme con el papiro.
Al viejo anticuario aquellas palabras no parecieron aliviarle el ánimo.
—Como le dije el primer día, este asunto se está complicando. Mi olfato no me engañaba, ya nada está en nuestras manos.
Lord Bronsbury no pudo reprimir una carcajada.
—Hoy te encuentro un poco pesimista, amigo mío. ¿Olvidas que son precisamente mis manos las que poseen la caja de ébano con el manuscrito?
—Si piensa eso su señoría, haría bien en marcharse de El Cairo cuanto antes. Aunque, francamente, dudo que pueda.
El inglés hizo un gesto de no entender nada en tanto miraba a Julia.
Abdul los observó mientras sorbía su té.
—Seguramente no se han enterado de la noticia —dijo, depositando su tacita sobre el plato—. Debí suponerlo.
—¿Acaso ha ocurrido algún atentado? —inquirió Julia con espontaneidad.
—Afortunadamente no, Alá no permita semejante atrocidad. Aunque puede que sus consecuencias sean igual de malas para nosotros. ¡Ha sido una catástrofe! —exclamó.
—Será mejor que te expliques —indicó Henry con el habitual tono tranquilo que solía adoptar al escuchar las malas noticias.
—¡Han asesinado a Ali «el Cojo»! —volvió a exclamar el anciano en tanto dirigía su mirada al techo, a modo de plegaria.
Henry se quedó estupefacto, mientras Julia seguía sin comprender.
—Lo encontraron esta mañana a las afueras del pueblo, desnudo y horriblemente desfigurado —señaló Abdul.
—¿Lo torturaron?
—De la peor manera, milord. Al parecer, le arrancaron la piel de las plantas de los pies y le rompieron un sinfín de huesos. Debió de tener una muerte atroz.
Julia no pudo reprimir un gesto de horror ante lo que escuchaba.
—Y eso no es todo —prosiguió el anciano—. Junto a Ali también hallaron el cuerpo sin vida de un tal Mohamed, al que habían degollado.
—Su primo —murmuró Henry, que ahora sí parecía impresionado.
—¿Su primo, dice?
—Eso fue lo que me aseguraron cuando me entrevisté con ellos —confirmó el inglés.
Abdul no pudo evitar soltar una risita llena de astucia.
—Ali no tenía primos, ni hermanos, ni nada que se le pareciera —señaló todavía riendo—. Era un paria entre los parias. Su única familia la constituían ladrones que, como él, no pertenecían a ningún lugar. Desarraigados que no habían conocido ni a sus padres.
Lord Bronsbury se acarició el mentón, pensativo, sopesando las consecuencias que aquel hecho le acarrearía.
—Como comentaba, la policía ha quedado impresionada ante la crudeza del crimen; nunca se había visto nada semejante.
—¿Ha venido la policía a verte? —preguntó el inglés súbitamente.
—Aún no, pero seguro que lo harán.
Henry parpadeó y luego sonrió a su viejo amigo.
—No debes preocuparte, Abdul. Ninguno de nosotros tiene que ver con este asunto.
El anciano movió su cabeza apesadumbrado.
—¿Tienes idea de quién pudo hacer algo así? —le preguntó Henry.
—¿Idea? Ya le advertí de la existencia de adoradores de las tinieblas; rendidos seguidores del Príncipe de las Sombras. Son muchos los que, de uno u otro modo, forman parte de sus ejércitos. Esa gente no se detiene ante nada para conseguir sus propósitos.
Julia se sobresaltó y enseguida pensó en Saleh y en su conversación con él en los sótanos del museo.
Henry se levantó dando por terminada su visita.
—Ten mucho cuidado —dijo, agarrando cariñosamente al viejo por los hombros—. Si te enteras de algo, llámame.
—Su señoría es el que debe andarse con ojo. Ahora milord tiene lo que andan buscando; y ellos lo saben.
El aristócrata asintió sonriéndole.
—Siga mi consejo. Coja su avión y abandone Egipto mientras pueda. Ah, y llévese a la señora; ella es la única alma pura en todo esto —luego le miró pícaramente.
Henry le dio unas palmaditas en la espalda.
—¡Ah!, casi se me olvidaba —exclamó Abdul llevándose la palma de la mano a su frente—. Su señoría puede llevarse lo que me encargó. Espero que lo encuentre a su entera satisfacción.
La luz, la alegría, los olores de las especias, el exotismo del lugar; de repente todo aquello había desaparecido como por ensalmo. A Julia, la calle Al-Muski le parecía ahora un lugar sombrío y amenazante en donde la alegría ocultaba traiciones e intrigas y las especias enmascaraban el perfume de un peligro cierto. Ya no había exotismo, ni vida, sino una engañosa tramoya urdida por los dedos de la muerte; ella tenía sus propios planes, y estos siempre se cumplían, inexorablemente.
La noticia de la tortura de aquel hombre la había impresionado aunque no lo conociese. Ali «el Cojo» era un mero eslabón de la cadena en la que ella también se encontraba, y eso le bastaba. De nuevo el juego le demostraba que desconocía sus reglas y que, a la postre, no encontraría en él más que desgracias e infortunios.
Mientras caminaba junto a Henry no tuvo ninguna duda de que aquella partida ya la había hecho su prisionera y le sería imposible salir de ella. Entonces sintió un escalofrío y miró hacia el hombre que había provocado que su pasado saltara en pedazos. Viéndole andar a su lado, impertérrito, con el gesto de quien está disfrutando de un agradable paseo, Julia tuvo la impresión de hallarse ante alguien capaz de transformar su sangre apasionada en el más gélido iceberg.
Él se percató de que lo observaba y la miró sonriéndole como si nada hubiera pasado, resistiéndose a que la magia de aquel maravilloso paseo se difuminara por una mala noticia, aunque se tratara de un asesinato. Ella le asió la mano con fuerza, y al punto se tranquilizó.
Se detuvieron frente a algunos bazares, como haría cualquier turista, sin más propósito que el de ver sus escaparates o escuchar a sus dependientes invitarles a entrar. Julia declinaba el ofrecimiento con una sonrisa, lo cual daba pie a que siguieran intentándolo incansables; siempre era igual.
Se pararon junto a una famosa tienda de papiros en la que la clientela, invariablemente extranjera, solía acudir en busca de recuerdos o simplemente para adquirir algún regalo. Los papiros que allí se vendían eran copias genuinas del arte del antiguo Egipto, aseguraban los vendedores, realizadas por artistas de «reconocida valía».
Entraron a fisgonear; en parte para intentar olvidarse de su conversación con el anciano mercader, y también por curiosidad. Se quedaron sorprendidos de lo que vieron, pues el bazar era un compendio de arte faraónico al más puro estilo, y una exhibición de las «nuevas tendencias» que representaban las antiguas imágenes y monumentos en relieves cubiertos de purpurina.
A Julia le pareció divertido.
—Si desea alguna obra que no se encuentre aquí, se la podemos hacer en media hora, señora —le aseguró uno de los vendedores que les seguían por toda la tienda—. No hay problema, welcome to Egypt.
Tras pasar unos minutos declinando las ofertas de los infatigables dependientes, la pareja decidió volver a la calle, donde al menos el acoso duraba el tiempo que tardaban en pasar de largo ante el comercio. Al salir, ambos resoplaron, aliviados por verse libres de semejante agobio; entonces, unos hombres les abordaron.
—Policía del Estado —les dijeron mostrándoles sus placas—. Tengan la amabilidad de acompañarnos.
Gamal Abdel Karim estaba sumamente preocupado. En apenas unos días el habitual pulso de El Cairo se había acelerado hasta asemejarse al de la capital de uno de aquellos países occidentales que se tenían por adelantados. En su opinión, el adelanto era otra cosa, y no estaba dispuesto a que la ciudad por cuya seguridad él velaba se asemejara ni un ápice a lo que otros se empeñaban en considerar como un avance.
Como en cualquier otra gran capital que se preciara, en El Cairo también existía la delincuencia. Entre los casi veinte millones de personas que se aglomeraban en la urbe al mediodía había individuos de la más variada condición, entre los que, lógicamente, se encontraban los rateros, estafadores, carteristas, proxenetas y demás hampones de poca monta. Allí, los atracos, asaltos y asesinatos eran sucesos aislados, pues, como solía decir Gamal, «en El Cairo se conocían todos».
Sin embargo, los hechos acaecidos durante la última semana venían a demostrarle que la realidad se encontraba muy lejos de semejantes quimeras. Tres asesinatos, uno de ellos horrible, le decían sin ambages que el control que él creía ejercer sobre la ciudad era efímero, y eso le resultaba inaceptable.
Las pesquisas realizadas sobre aquellos crímenes habían reportado pruebas en verdad esclarecedoras. El viejo Mustafá y el tal Mohamed habían sido asesinados de la misma forma, pues a ambos les habían degollado cortándoles la carótida; una casualidad en la que Gamal no creía.
En Ali habían cometido todo tipo de tropelías, tal y como si hubiera sido sometido a un interrogatorio. Él conocía de sobra cuáles eran las prácticas al uso para llevar a cabo semejantes procedimientos, y reconoció de inmediato en tales torturas la mano de un profesional.
Él no albergaba ninguna duda de que la autoría de aquellas muertes recaía sobre la misma persona, y estaba convencido, además, de que esta no era egipcia. Si algún compatriota suyo hubiera querido saldar cuentas con el pobre Ali, jamás le hubiera rebanado la planta de los pies como si fueran filetes.
El asunto era de consideración, pues en El Cairo no se hablaba de otra cosa más que de estos últimos sucesos, exagerando los detalles de lo acaecido hasta límites inauditos. Incluso las paredes de los viejos cafés contaban su propia versión.
No obstante, su preocupación iba más lejos de tan lamentables hechos. El jefe de la policía cairota se había puesto en contacto con él instándole a esclarecer el caso lo antes posible, y un alto cargo del Gobierno le había telefoneado para pedirle que le tuviera informado personalmente, a la vez que le indicaba la conveniencia de abstenerse de tomar ninguna acción sin consultarle previamente.
Aquello le había resultado muy extraño. Que un miembro del Ejecutivo se interesara directamente por la investigación de los crímenes, desechando los canales de información de la máxima autoridad policial a la que podían tener acceso, daba que pensar. Además, le había insistido en que fuera discreto, y evitara cualquier tipo de filtración que pudiera despertar el interés de otros departamentos oficiales.
Gamal se abanicó suavemente al recordar aquella conversación. El mensaje resultaba tan claro que sólo de pensar en él le daban sudores. Sencillamente, le estaban aconsejando cómo llevar aquella investigación a la vez que le pedían cautela en todo informe que pudiera dar a sus superiores.
—Una de las máximas autoridades del Estado tiene sus ojos puestos en usted, Gamal. Haga bien su trabajo y se le recompensará como se merece —le habían dicho.
Cualquiera podía darse cuenta de que semejantes palabras llevaban a su vez, implícita, una velada amenaza. Si trabajaba como deseaban, tendría un reconocimiento, pero si el resultado no era el esperado…
Estaba claro que había quien sabía más que él de todo aquel asunto; alguien con el suficiente poder como para ascenderle a los más altos cargos de la Seguridad del Estado o enviarle el resto de sus días a algún puesto fronterizo con Sudán.
Gamal se secó con la mano el sudor de su frente al contemplar tal posibilidad, a la vez que lanzaba un suave resoplido.
Como en tantas ocasiones, se encontraba sentado en el Fishawy, tomando el té, fumando su narguila y viendo a la gente pasar distraídamente. Aquel ir y venir de los transeúntes siempre le ayudaba en sus reflexiones, aunque aquel día estuviera lejos de solucionar sus dudas.
Su olfato no se había equivocado. Sus pies se encontraban sobre un terreno movedizo que desconocía y debía extremar su prudencia si no quería verse engullido por él.
Que detrás de los susodichos asesinatos se ocultaba una trama resultaba evidente, aunque ignoraba cuáles eran los intereses que se movían y a quién podían comprometer. Sin duda, necesitaría de toda su astucia, y la ayuda de Alá, para salir con bien de semejante embrollo.
Sus pensamientos regresaron al caso que le ocupaba. El móvil de los tres asesinatos había sido el mismo, aunque no tuviera clara su naturaleza. En cierto modo, las víctimas habían desarrollado actividades similares, con pequeños matices que les diferenciaban. Ali y Mohamed habían sido redomados ladrones durante toda su vida, y el viejo Ibrahim Mustafá se había dedicado, en no pocas ocasiones, a vender lo que los otros habían robado; así eran las cosas.
En cuanto a la autoría de los crímenes, estos habían sido perpetrados por un grupo organizado, de eso no cabía duda, de otro modo hubiera resultado imposible torturar al pobre Ali como lo hicieron. Los asesinos buscaban información sobre algo que relacionaba a las tres víctimas. Quizá fuera alguna obra de arte: una valiosa pieza antigua, alguna figura cuyo simbolismo fuera objeto de deseo o algo por el estilo. Los coleccionistas occidentales sentían debilidad por ese tipo de cosas, aunque él no lo comprendiera.
Sin embargo, estaba convencido de que tales antigüedades no eran motivo suficiente como para cometer tan sangrientos hechos, y mucho menos para torturar a nadie. No, allí había algo más que una simple pieza de coleccionistas.
Al pensar en la identidad de los asesinos, respiró con resignación. Había algunos sospechosos, pero de momento había decidido no practicar ninguna detención; sobre todo después de los consejos telefónicos recibidos, pues era absolutamente necesario, antes de tomar ninguna acción, conocer el móvil y las conexiones que pudieran existir tras él.
Obviamente, su situación era complicada, ya que no disponía de demasiado tiempo. Sus superiores directos esperaban resultados, y la calle también, y si sus pesquisas no daban fruto en unos días, se vería obligado a detener a alguien, aunque fuera un hombre de paja con el que poder calmar el nerviosismo mientras continuaba con sus investigaciones.
El caballero inglés parecía el principal sospechoso. Con la frialdad de los datos que manejaba en la mano, él era el primero de la lista, el máximo aspirante a ser llevado ante el juez a fin de sufrir en sus carnes la dura ley egipcia.
De alguna manera, había estado próximo a los escenarios de los crímenes. En el de Mustafá, como por casualidad, y en el de Ali y Mohamed, justo la noche anterior a los hechos.
Sobre este particular no cabía ninguna duda. Varios chiquillos aseguraban haberlo visto en compañía de otros dos hombres compartiendo el té en casa de Mohamed.
Gamal se sonrió al recordar este detalle, ya que la casa de aquel bribón no era el lugar más adecuado para un aristócrata inglés a la hora de tomar el té.
Eran oscuros negocios los que le había llevado a visitar un pueblo tan poco recomendable como Shabramant, seguramente alguna pieza arqueológica de dudosa procedencia por la que estaría dispuesto a pagar lo que le pidiesen.
No obstante, los niños le aseguraron que únicamente se limitaron a tomar el té, asistiendo a una conversación en un idioma que no entendían, aunque Gamal sabía que le estaban mintiendo; en su momento, ya se encargaría de interrogarlos adecuadamente.
A pesar de todas las pruebas que invitaban a pensar en la culpabilidad del inglés, Gamal estaba seguro de que el caballero no había sido el autor de los crímenes. Sin embargo, el británico resultaba una pieza esencial para descubrir los motivos que se escondían tras aquellos sucesos. Presentía que le unía algún tipo de relación con ellos.
Particularmente, no sentía ninguna simpatía por los ingleses. En su opinión, estos habían sojuzgado a su país de forma inaceptable, como una colonia más. Aquel caballero representaba todo lo que su pueblo había tenido que soportar durante casi un siglo: aires de grandeza, prepotencia por su rango y aquella flema hipócrita que se empeñaban en representar, tal y como si el mundo empezara y terminara en ellos.
Pero, inquina aparte, Gamal era plenamente consciente de la posición de lord Bronsbury y lo que esto representaba. Debía ser sumamente cuidadoso con los pasos que diera, sobre todo porque el inglés había demostrado ser un tipo muy listo; sin embargo, había llegado el momento de tratar con él.
Según le habían informado, durante toda la mañana el aristócrata se había dedicado a deambular por las viejas calles que Mahfuz cantara en sus obras en compañía de la mujer española. Aquel era un recorrido que se había hecho popular durante los últimos años, sobre todo entre los intelectuales occidentales, siempre sensibles a tales remembranzas. A él le parecían estúpidas, como tantas otras costumbres que practicaban aquellas gentes. Pocos eran los egipcios a los que se les ocurriría visitar las calles que el maestro plasmara en sus páginas. Incluso estaba convencido de que el mismo Mahfuz, si viviese, se sentiría lejano a tales itinerarios.
La figura de la española había sido motivo de sus reflexiones durante algún tiempo. Su concurso en toda aquella representación resultaba ciertamente anacrónico y daba la impresión, a la postre, de no ser más que una desventurada víctima de las circunstancias.
Sobre este particular el policía albergaba pocas dudas; la profesora se hallaba en lo más inhóspito del desierto occidental y, además, rodeada de las peores alimañas, aunque fuera incapaz de darse cuenta.
Al parecer, ella y el inglés mantenían una relación, ya que, por lo que le habían dicho, paseaban cogidos de la mano mirándose tiernamente a los ojos, como harían los enamorados.
—¡Ay, el amor, el amor! —exclamó para sí Gamal, suspirando. Conquistar el corazón de una mujer puede abocar a esta a su destrucción. Cuando había sentimientos por medio todo se volvía etéreo, hasta el aire que circulaba entre los amantes—. ¿Sería aquel un amor verdadero?
Indudablemente, Gamal no era la persona adecuada para dar respuesta a esta cuestión, y en caso de que así fuera, ello supondría una explicación a la presencia de la dama en todo aquel enredo, aunque…
El comisario también había sopesado la posibilidad de que aquellos sentimientos que la pareja parecía demostrarse se hubieran fraguado recientemente. Esto era plausible, y el hecho de que tuvieran habitaciones separadas en el hotel le hacía contemplar dicha posibilidad. Las parejas de turistas que llegaban a Egipto solían compartir el mismo dormitorio, ¿por qué ellos no?
En ese caso, ella sería una pieza más del juego y cumpliría una función; entonces volvió a imaginarse a la señora en aquel inhóspito desierto rodeada de peligros.
Gamal miró distraídamente a su izquierda, como por casualidad, justo para observar como dos de sus inspectores se aproximaban por el estrecho callejón abriéndose paso entre un nutrido grupo de turistas; les acompañaban dos figuras que enseguida reconoció, algo que le llenó de satisfacción.
—Espero que mis hombres no les hayan incomodado —dijo Gamal levantándose de su silla a la vez que hacía un ademán con el que los invitaba a sentarse.
—¡Oh, no! ¡En absoluto! —aseguró Henry enfatizando su acento—. No veo cómo pueda incomodarme el colaborar con la justicia.
—Me alegra escuchar eso —apuntó Gamal mientras hacía una señal a los dos policías para que se marcharan. Luego llamó al camarero para que les sirviera té.
—Aunque, francamente, no deja de sorprenderme la premura de su requerimiento —prosiguió el inglés muy serio.
El comisario le miró complacido.
—¿Quizá hubiera sido más oportuno citarles mañana?
—Creo que mañana hubiese sido un día muy apropiado —respondió el inglés—. Así hubiéramos acabado nuestro agradable paseo, e incluso habríamos almorzado. Definitivamente, hubiese sido mejor el vernos mañana.
Gamal no pudo evitar sonreír ante la desfachatez de aquel hombre.
—Lamentablemente, la justicia no puede aguardar al día que le venga a usted mejor, milord —dijo el policía con sarcasmo—. ¿Le puedo llamar así?
—No tengo ningún inconveniente; incluso puede resultar adecuado —corroboró Henry con aquel tono que podía hacerle parecer insufrible.
—Je, je, lo suponía —comentó el comisario, para llevarse seguidamente la taza a sus labios.
—Bien, señor Abdel Karim, usted dirá en qué podemos ayudarle.
El comisario chasqueó un instante la lengua relamiéndose.
—Me temo que tenga usted el don de la oportunidad —señaló mirándole a los ojos—. ¿O mejor deberíamos decir de la omnipresencia?
—Tampoco conviene exagerar, señor comisario. Me atribuye usted unos poderes que se encuentran lejanos a mi naturaleza.
El camarero llegó para servirles sendas tazas de té, y Gamal soltó una risita. En el fondo, el cinismo de aquel tipo le hacía gracia.
—Se ve que Alá, el Todopoderoso, ha debido de obrar en milord algún milagro.
—No creo que Alá sienta una particular predilección por mí —dijo Henry después de dar el primer sorbo.
Gamal se recostó en su silla mientras observaba en silencio a la pareja. En el rostro de la mujer se adivinaba cierta expresión de preocupación, y también de ignorancia ante lo que ocurría; sin embargo, el caballero aparentaba una tranquilidad absoluta.
—A estas alturas le supongo enterado de los últimos acontecimientos —indicó Gamal endureciendo su tono.
Lord Bronsbury hizo un gesto de desconocimiento en tanto Julia lo miraba asombrada ante su descaro.
—¿De verdad no se ha enterado? —le preguntó el comisario, clavando su mirada en él.
—Quizá deba ser usted más explícito. ¿A qué se refiere exactamente?
—Sin duda milord ya se ha percatado de que sus sarcasmos pueden llegar a parecerme divertidos, aunque no creo que convenga ir más allá.
—Señor comisario, como le dije, estoy a su entera disposición.
—Yo diría que se encuentra en una posición mucho más delicada, ¿no le parece? Primero el viejo Mustafá, luego Mohamed y el pobre Ali… Y usted siempre tan cerca. Demasiadas casualidades.
—Ahora comprendo —dijo Henry esbozando una media sonrisa—. Esta misma mañana nos hemos enterado del triste suceso. Abdul nos lo comunicó. Todo El Cairo parece consternado.
—¿Visitaron hoy a Abdul-al-Fatah?
—Así es. Como seguramente ya sabe, mantenemos una amistad desde hace muchos años. Es un hombre honorable al que estimo sobremanera.
Ahora fue Gamal el que esbozó una sonrisa.
—¿Acaso fueron a despedirse de él? ¿Tienen pensado, quizá, dejarnos ya?
El inglés negó con la cabeza.
—Aún no hemos decidido cuándo nos marcharemos de El Cairo. Esta es una ciudad fascinante, qué le voy a contar, aunque como comprenderá, mis asuntos particulares me obligarán a regresar a Londres uno de estos días.
—Y dígame, ¿qué opinión le merecen estos dos nuevos crímenes? —preguntó el comisario cambiando de conversación.
—Es algo lamentable. Abdul nos contó algunos detalles que nos resultaron particularmente desagradables; al parecer, se cometieron actos de barbarie con una de las víctimas.
—En efecto —confirmó Gamal fingiendo un gesto de pesar—. Al infortunado Ali le rebanaron las plantas de los pies.
—Una atrocidad —subrayó el inglés.
—¿Se imagina lo que tuvo que sufrir el pobre hombre?
—Me temo que no me pueda imaginar tanto horror.
El comisario asintió.
—Ali anduvo descalzo gran parte de su vida. Por este motivo las plantas de sus pies estaban encallecidas, por lo que hubo que cortarlas poco a poco; debió de resultar laborioso para quien lo hizo.
Julia no pudo reprimir un estremecimiento.
—Espantoso, ¿verdad, señora?
—Ni las bestias harían algo semejante —respondió esta.
Gamal pareció considerar aquellas palabras durante unos instantes.
—Más que bestias, enviados del Demonio —musitó.
Luego se dirigió a Henry.
—Usted ha debido de sentirlo particularmente. Según tengo entendido, tuvo algún contacto con las víctimas.
—Nada especial —aseguró Henry sin inmutarse—. Tan sólo coincidí con ellos en una ocasión.
—¿Sólo coincidió?
—Se trató de una visita de cortesía. Fueron extremadamente amables conmigo, hasta me ofrecieron té.
—Un lugar acogedor, sin duda, Shabramant. Muy adecuado para tomar una infusión.
Henry le miró en silencio.
—Supongo que su interés por ese pueblo iría más allá que el de conversar con Ali y Mohamed.
—Mire, señor comisario. Yo me dedico a coleccionar obras de arte, se encuentren en la galería Gagosian de Nueva York o en Shabramant, y las piezas que adquiero se hallan, invariablemente, dentro de la legalidad.
—¿Encontró lo que buscaba en esta ocasión?
—Me temo que no —mintió Henry—. Mis anfitriones fueron muy precavidos.
—¿Precavidos? ¿Qué quiere decir?
—Muy sencillo. Tras conversar un rato, debieron de recelar de mí, pues comenzaron a divagar sobre la posibilidad de conseguir alguna pieza que pudiese interesarme.
Gamal miraba al inglés sin perder detalle de cuanto decía.
—¿Alguna obra en especial? —preguntó el comisario.
—Como le comenté, divagaban. Me hablaron acerca de unos amuletos, algunas cajas de marquetería y varios papiros; piezas de poca importancia. Pero enseguida me di cuenta de que su procedencia no reunía ninguna garantía de legalidad y di por terminada la reunión.
—¿Acudió usted solo? —quiso saber el comisario.
—Puedo resultar verdaderamente extravagante, aunque no tanto como para aventurarme en un lugar como ese sin compañía.
Gamal hizo un ademán con el que le invitaba a proseguir.
—No hay mucho más que contar, comisario.
Este arrugó el entrecejo.
—Me sería de gran ayuda el conocer los nombres de sus acompañantes, si milord no tiene inconveniente.
—¡Oh, en absoluto! Mi amigo Barry tuvo la bondad de brindarse para la ocasión, y también un chófer perteneciente a la embajada de Su Majestad, O’Leary creo que se llamaba, y otro funcionario de nombre Jennings. Ambos tuvieron la amabilidad de conducirnos hasta el pueblo en su día libre; loable, sin duda.
Al escuchar aquello, Gamal se quedó perplejo y Henry le sonrió mientras estiraba cómodamente las piernas y volvía a sorber su té.
—¿Satisface esto su curiosidad? —preguntó al cabo el aristócrata.
Gamal parpadeó repetidamente en tanto regresaba de sus pensamientos. Aquel inglés era un individuo muy listo, capaz de urdir un buen plan pensando en la posibilidad del encuentro que hoy estaban manteniendo. Ya no albergaba ninguna duda de que tenía intereses ocultos en todo aquel asunto.
—¿Podría decirme dónde estuvo anoche, milord? —preguntó, haciendo caso omiso del anterior comentario.
—Durmiendo plácidamente.
—¿Solo?
—Me temo que esa pregunta sea un poco impertinente —contestó Henry en un tono glacial.
—Creo que no se da cuenta de lo delicado de su situación —le dijo Gamal con suavidad.
—Nunca sospeché que el Fishawy se convirtiera algún día en un lugar en el que fuera interrogado —señaló lord Bronsbury.
—Je, je —rió Gamal—. En eso se equivoca. Esto no es más que una conversación amistosa. Le aseguro que mis interrogatorios son bien diferentes.
Ambos hombres se mantuvieron unos instantes la mirada sin apenas pestañear.
—Sin coartada, su posición se me antoja francamente difícil.
—Haga lo que estime oportuno —indicó el inglés.
Gamal enarcó una ceja ante semejante audacia, recordándole los tiempos en los que los británicos campaban por Egipto como si fuera de su propiedad.
Julia intuyó que la reacción del comisario podría traer problemas mayores, y decidió zanjar la cuestión.
—El señor Archibald ha pasado toda la noche conmigo —dijo suspirando.
Gamal la miró con curiosidad.
—En realidad no nos hemos separado desde entonces —recalcó Julia.
—Ya veo —dijo el comisario volviendo a sonreír—. A la postre, milord, tiene una envidiable coartada —continuó—. Indudablemente, la señora merece todos mis respetos.
Henry hizo ademán de levantarse.
—Ha sido un encuentro interesante. ¿Podemos dar la entrevista por finalizada, comisario?
—Por supuesto. Ha sido un placer conversar con ustedes, créanme. Milord es libre de ir donde quiera, aunque para abandonar el país antes deberá requerir mi permiso. Seguro que lo comprenderá.
Aquella noche Julia y Henry se amaron hasta la extenuación. Como dos náufragos en medio de la tempestad, ambos se asieron a la tabla salvadora de una pasión que capeaba las enormes olas entre las que se encontraban sin más compañía que ellos mismos y la incertidumbre.
Al despertarse por la mañana, Julia vio que se encontraba sola. Junto a ella, sobre la almohada, había una escueta nota en la que Henry le daba los buenos días y la emplazaba para cenar. «Estaré con Barry tratando algunos asuntos», decía como posdata.
Julia suspiró resignada y luego desayunó en la terraza, admirando una vez más la fascinante vista de la ciudad atravesada por el milenario Nilo. Parecía no cansarse nunca de hacerlo, aunque aquella mañana tuviera una vaga sensación de vacío, como de abandono, que colmaba su ánimo de melancolía. El rumbo de su vida le parecía particularmente incierto, y le dio por pensar en el puerto abrigado del que había salido, aunque este siempre hubiera estado cubierto por un cielo gris.
Tras tomar su café, Julia corrió a refugiarse en su talismán, el amuleto que había terminado por convertirse en compañero y confidente de emociones desbordadas a las que había acabado por sucumbir. Lo sacó de su bolsa de terciopelo y lo acarició con suavidad durante un rato, ensimismada en sus pensamientos, a veces encontrados.
Sin embargo, Julia notó que algo había cambiado. Al cabo de unos minutos percibió que aquella comunicación que ella aseguraba mantener con el escarabeo no existía; se había volatilizado, como si fueran dos extraños sin nada que contarse. Ya no había calor en el lapislázuli, que sólo era capaz de transmitirle la frialdad de la piedra inerte, como si la joya hubiera perdido su alma.
Julia sintió entonces que su vacío se hacía mucho mayor y como los fantasmas de su conciencia salían al unísono para mostrarle lo que había hecho y en lo que se había convertido. Ahora era la amante de un aristócrata inglés al que había conocido apenas una semana atrás.
Semejante visión la deprimió irremediablemente, devolviéndola a la antigua lucha entre lo que sentía y lo que debía hacer.
Mas Julia plantó cara a todos aquellos espectros surgidos de sus propios escrúpulos que trataban de remorderla sin piedad, y al poco un rayo de esperanza vino en su ayuda para aliviar su pesar. Era como si se hubiera abierto una ventana en su interior por la que la luz se abría paso para mostrarle cuál era el camino y acallar su conciencia. Tal y como si se hubiera liberado de un engañoso velo, fue capaz de leer en su corazón. En un instante entendió quién había sido, quién era y quién debería ser, dónde estaba el lugar que le correspondía y la necesidad de que todos aquellos fantasmas creados a lo largo de su existencia desaparecieran para siempre. En ese instante, Julia comprendió cuáles eran las reglas de la vida: un regalo maravilloso que había que disfrutar siendo fiel a uno mismo y a los dictados de su corazón.
Sin pretenderlo, le vino a la mente uno de los consejos admonitorios que el sabio Ptahotep dejara escritos hacía cuatro mil quinientos años: «En caso de duda, sigue a tu corazón».
El sabio tenía razón. Ahora Julia sabía lo que debía hacer.