XX
La expectación desmedida dio paso a la euforia y esta, al pesimismo en tan sólo unas horas. Para Spiros, sus máximos anhelos se habían visto cumplidos cuando en aquel anochecer, Forrester, su arqueólogo, había desescombrado la puerta de la tumba. Su desaforada pasión por las culturas ancestrales parecía encontrar su culminación con aquel hallazgo, un descubrimiento con el que hubiera soñado cualquier excavador y que él, y sólo él, había conseguido. La pista que un día iniciara en busca de Neferkaptah había pasado de constituir una quimera a convertirse en la más tangible de las realidades, y todo gracias a su tesón y al convencimiento de que, detrás de cada leyenda, se esconde una sombra de realidad. Él, Spiros, el hijo de un contrabandista del Egeo, se había convertido en el nuevo Schliemann al encontrar la tumba más fascinante que se pudiera imaginar.
Al tener conocimiento del espectacular descubrimiento, Spiros había llorado de emoción imaginando la repercusión mundial que habría tenido el hecho si la sepultura hubiera sido sacada a la luz por el Servicio de Antigüedades. Se figuró el semblante del doctor Hawass, responsable de dicho departamento, al dar la noticia ante los medios de comunicación, y también el incierto destino que hubiera corrido su ansiado papiro. De seguro que este habría acabado tras la fría protección de una lámina de vidrio, desposeído de todo su misterio y poder. Un triste final, sin duda, quizá el peor que se le pudiera desear a un manuscrito surgido de las manos de los antiguos dioses y concebido por aquel que detentaba la suprema sabiduría.
Por enésima vez en su vida, la Fortuna lo recibía como a uno de sus hijos predilectos. ¿Qué más podía pedir a la vida? ¿Qué le depararía esta que ya no le hubiera dado?
El triunfo final se encontraba, ahora, al alcance de su mano. El poder sobre la naturaleza y la muerte le esperaba en algún rincón de aquel túmulo milenario y nadie podría arrebatárselo. Sus múltiples negocios y riquezas nada significaban ante esto, simplemente, no eran más que oropeles vacuos que, a la postre, se consumirían.
Pero el destino es maestro en deparar sorpresas y desbaratar ilusiones, y Spiros fue testigo de ello en aquel anochecer.
La excitación sentida al ser el primero en traspasar aquella puerta después de tres mil años, y el asombroso mundo que se extendía al otro lado de ella, acabó por esfumarse para convertirse en mero humo de la pasión que lo devoraba.
Mientras en compañía de Forrester se adentraba por los corredores silenciosos del sepulcro, Spiros notaba cómo estos parecían desperezarse tras su letargo milenario. Alumbrados por potentes linternas, los muros cobraban vida, pues sus bajorrelieves despertaban pletóricos de colorido, tal y como si el tiempo no hubiera pasado para ellos. La fuerza que proyectaban iba más allá de la propia comprensión de aquellos dos hombres que se habían atrevido a perturbarlos. ¿Quiénes eran? ¿Por qué osaban interrumpir su descanso?
Forrester enfocaba con su luz las antiguas letanías que hablaban de muerte y resurrección, de protección y poder, y también de maldición. Para él, el mero hecho de admirarlas ya representaba el mayor de los premios al que podía acceder. Después de varios milenios, el arqueólogo tenía la inmensa fortuna de ser el primero en extasiarse, de nuevo, al recorrer con su mirada los símbolos sagrados inscritos con maestría en aquellas paredes. Hoy ya nada significaban para los hombres, sin embargo, él sabía de su misticismo, de su magia, de su complejidad. Aquellos jeroglíficos hablaban de un tiempo lejano en el que se honraba a los dioses procurando su sabiduría y protección en la búsqueda de la eterna armonía, la justicia y el equilibrio perfectos.
Para Forrester, aquellas representaciones significaban la mayor recompensa que hubiera podido recibir en su vida.
En uno de los pasillos, ambos hombres vieron los restos de lo que tres mil años atrás fuera una antorcha. El viejo hachón yacía sobre el polvoriento suelo como recuerdo del paso de los dos príncipes hacía tres milenios. El arqueólogo conocía la historia, y notó como el vello se le erizaba ante la posibilidad de que el mito que antaño Khaemwase y su hermano buscaran fuese cierto.
Como también les ocurriera a los dos hijos de Ramsés II, a aquellos hombres no les resultó fácil encontrar la cámara funeraria. Repitiéndose la vieja historia, Spiros y Forrester pasaron de largo en, al menos, dos ocasiones, confundidos por los dibujos tan hábilmente realizados en los muros por los antiguos maestros. Mas, finalmente, se percataron de la existencia de aquel pequeño corredor, casi enmascarado, que llevaba a la sala sepulcral.
Forrester volvió a recordar la leyenda y su mirada se cruzó con la del señor Baraktaris. Allí no se observaba luz alguna, ni tan siquiera un leve destello que hiciera pensar en la proximidad del mayor de los prodigios, pues las tinieblas resultaban tan espesas como las que señoreaban en los laberínticos corredores.
Con patente ansiedad, ambos entraron en la cámara que con tanto empeño el hombre había buscado durante siglos, con el terrible presentimiento de que el azar les tenía reservada una inesperada sorpresa.
Moviendo sus linternas con un nerviosismo difícil de imaginar, los haces de luz recorrieron aquella sala penetrando en una oscuridad pesada e impregnada de solemnidad en busca de sus más recónditos secretos. Al poco, estos comenzaron a mostrarse, lo cual logró arrancar exclamaciones de asombro, pues tal era la belleza de los objetos perdidos entre las sombras.
Allí se encontraban tres sarcófagos, uno mayor que los demás, y en derredor todo un ajuar funerario digno, sin duda, de un príncipe. Era tal la delicadeza y magnificencia de las piezas que se acumulaban en aquella habitación que Spiros a duras penas pudo ahogar una exclamación.
Espléndidas joyas, obras primorosas, el más rico mobiliario… Jamás había visto nada igual. Aquellos enseres sólo podían pertenecer a un grande de Egipto.
Pero pasada la primera impresión, el griego pareció sumirse en el peor de los presagios. Allí no había rastro del ansiado papiro.
—¡No puede ser! —exclamó en voz baja—. ¡Se trata de un engaño!
Forrester se movió con cuidado entre los objetos diseminados por el suelo, alumbrándolos con atención.
—Todo se halla tal y como nos cuenta la leyenda —dijo el arqueólogo—. Fíjese en ese juego de senet, y en la máscara de oro del sarcófago del príncipe. Es igual a la que nos explica el antiguo relato.
Spiros lo observó anhelante.
—¡Neferkaptah! —exclamó Forrester mientras sus dedos recorrían el nombre grabado en su ataúd—. ¡No hay duda de que es él! Los dos féretros más pequeños deben de ser los que corresponden a su esposa e hijo —continuó—. Finalmente, Khaemwase cumplió su palabra y los enterró junto al príncipe.
—Entonces… —balbuceó Baraktaris, esperanzado ante aquellas palabras.
—Cuando el príncipe Khaemwase estuvo aquí, dejó constancia de ello en un relato que siempre se ha considerado como falso. Sin embargo, esta es la prueba fehaciente de que, lo que nos contó, era cierto. El Libro debe de encontrarse en alguna parte.
—¿Pero dónde?
—No lo sé —señaló Forrester emocionado—. No debemos olvidar que Khaemwase fue un mago poderoso que, al parecer, padeció un sinfín de desgracias causadas por el papiro. Cuando, escarmentado, el príncipe volvió a cerrar la tumba, asegura que lo dejó en su interior. Estoy convencido de que lo escondió en alguna parte.
Spiros consideró aquello un momento.
—Pero esta tumba es enorme —subrayó el griego.
—El Libro de Thot está en esta cámara, estoy seguro de ello. No cabe otra explicación.
—De existir, no será fácil dar con él. Khaemwase debió de ocultarlo apropiadamente —sugirió Spiros con pesimismo.
—Debe de haber alguna clave que nos ayude a encontrarlo. Quizá el papiro que desapareció en la excavación podría…
—¡Claro! —exclamó Baraktaris—. Siempre he tenido el presentimiento de que ese manuscrito estaba íntimamente relacionado con lo que buscábamos. Puede que en él se halle la respuesta. Pronto lo averiguaremos.
La noche era tan oscura y el aire se encontraba saturado de tan extraños presagios que parecía que los antiguos dioses de Egipto, reunidos en cónclave, señalaban con su dedo acusador hacia la tierra que, un lejano día, los adorara.
Estos habían abierto las puertas del infernal Amenti permitiendo que sus genios lo abandonaran para asolar el viejo País de la Tierra Negra. Las más maléficas criaturas vagaban aquella noche por la necrópolis de Saqqara, lanzando terribles aullidos en compañía del viento. Este ululaba al compás de las lastimeras voces emitidas por las atormentadas ánimas, que se alzaban para reclamar el más terrible castigo.
Los hombres se aprestaban a cruzar la invisible línea que un día fuera trazada por el Creador para delimitar lo terrenal de lo divino, y todas las fuerzas del cosmos se confabulaban en aquella hora ante tamaño sacrilegio, dispuestas a descargar el peso de su ira sin piedad.
Para Henry, la sensación que experimentaba no podía ser más desagradable. El fuerte viento se oponía a su avance adhiriendo la ropa a su cuerpo tal y como si le encorsetara con ferocidad. Su figura quedaba, así, perfilada sobre las desiertas dunas en tanto las ráfagas levantaban rociones de arena que le golpeaban inmisericordes. Él se protegía de aquella furia desmedida como podía, pero la arena era tan fina que penetraba por cada resquicio cual si fuera un ejército de alfileres, mordiéndole con una voracidad que laceraba cada pliegue de su piel.
Visto en la distancia, bien hubiera podido asegurarse que se trataba de algún espíritu errante surgido de las entrañas de la milenaria necrópolis penando por sus culpas. Nada había en él de nobleza, pues su espectral silueta no parecía de este mundo, sino más bien hija de las tinieblas.
Sin embargo, Henry no se hallaba solo. Su amigo Barry y un fellah envuelto en una frazada lo acompañaban en medio de la tempestad, balanceándose cual barcos a la deriva en aquel mar de arena.
Avanzar en medio de semejante temporal no era tarea fácil, pues sus pies se hundían en las caprichosas dunas haciendo que cada paso requiriera de un esfuerzo mayor que el anterior. Los zapatos desaparecían bajo la tierra para volver a surgir cargados como si fueran palas.
Sólo los locos o los desesperados se hubieran atrevido a desafiar el vendaval para aventurarse en el desierto en una noche como aquella, y Henry pensó que quizá fueran ambas cosas. Sin duda, el escenario en el que se representaría el último acto no podría haber sido mejor elegido; todos los demonios parecían andar sueltos, íncubos sedientos de venganza cual heraldos del Apocalipsis.
Mas tanto él como Barry poco tenían que ver en tan macabra elección. Simplemente, habían sido invitados a aquella representación como el último eslabón de una cadena a punto de cerrarse.
No obstante, ambos amigos acudían a la cita con la esperanza de cumplir su función. Cuando aquella misma tarde la ansiada llamada telefónica les avisara de que debían prepararse, ellos se habían sentido alborozados, confiados en que, por fin, pudieran remediar parte de los males que habían provocado.
—Supongo que no hace falta decirte que la vida de la señora depende de ti —le había advertido Spiros al aristócrata desde el otro lado de la línea—. Puedes salvarla si me devuelves lo que me pertenece.
—¿Qué garantías tengo de que cumplirás lo que dices? —había inquirido Henry.
—En esta ocasión deberás confiar en mi palabra. Si me restituyes ambas piezas, te prometo que podréis iros libremente.
—De acuerdo —le había contestado el inglés, al que no le quedaban demasiadas opciones.
—En ese caso, esta noche os dirigiréis a Abusir y aparcaréis vuestro vehículo a la salida del pueblo. Una vez allí, esperaréis hasta que alguien vaya a buscaros. Es imprescindible que tu amigo, el profesor, te acompañe. ¿Comprendido?
—Perfectamente.
—Bien, no creo que haga falta decirte que si la policía mete la nariz en esto, tu amiga morirá. Ah, y procura que, en esta ocasión, tanto el papiro como el escarabeo sean auténticos.
Esta había sido toda la conversación mantenida aquella tarde con Baraktaris; más bien parca, aunque también esperanzadora.
Henry se había limitado a actuar tal y como le habían dicho, y ambos amigos se habían dirigido a la localidad de Abusir, en la carretera que conducía a Saqqara, donde estacionaron su vehículo. Al poco, un fellah surgió de la oscuridad para invitarles a que le siguiesen; luego, este les había conducido a través del infierno.
Los imaginarios senderos que recorrieron les hicieron adentrarse más y más en el reino de Set. La violencia del dios de las tormentas y el caos se hacía patente aquella noche a cada paso que daban. Su iracundo carácter consiguió que tomaran conciencia de quiénes eran y dónde se encontraban, así como de su frágil naturaleza. Eran seres a la deriva zarandeados por la cólera divina en medio de la mayor tempestad que recordaran los tiempos.
El cómo consiguieron alcanzar su destino constituyó un misterio para Henry, mas de repente este vio como el hombre que les acompañaba les hacía gestos para que le siguieran a las profundidades de la tierra. Allí, sacudido por el vendaval, su imagen parecía grotesca, como extraída de la fantasía de un cuadro del Bosco, señalándoles el pozo por el que al poco desapareció.
Al fin la necrópolis les daba la bienvenida, invitándoles a compartir sus secretos; entonces, el viento pareció arreciar, y Henry tuvo la impresión de que el aire se llenaba de palabras extrañas, incomprensibles para él, como si pertenecieran a una lengua olvidada por los siglos.
Cuando los dos amigos penetraron en la tumba, creyeron encontrarse en un oasis de paz. Era una de las paradojas que ofrecía el desierto; en medio de la mayor desolación, a veces regalaba al desventurado la visión de una tierra feraz y fresca donde guarecerse de su inclemente carácter. Aquella noche, la tumba representó el mejor de los regalos, aunque no hubiera agua con la que refrescarse ni palmeras bajo las que poder descansar. Simplemente, les ofrecía refugio de la cólera de los elementos y la sensación de que habían retrocedido tres mil años en el tiempo.
Henry miró a su amigo, que, alelado, observaba absorto los primeros bajorrelieves mientras se sacudía el polvo de encima. Con labios temblorosos, el profesor le señalaba las paredes con los ojos muy abiertos.
—¡Mira, Henry, es el Libro de las Puertas!
El aristócrata asistía enmudecido a la mayor manifestación de arte mural que había visto jamás. Los muros de lo que parecía un interminable corredor le ofrecían un espectáculo único e indescriptible que nunca podría olvidar. Aquel era arte en estado puro, fresco, elegante, significativo, y con una vivacidad tal que parecía haber sido realizado hacía apenas unos días. ¿Cómo era posible que la obra de un artista, plasmada hacía más de tres milenios, permaneciera tan nítida y hermosa como cuando se pintó? ¿Qué tipo de hechizo obraba en aquel lugar para que todo se conservara como si en verdad el tiempo no hubiera pasado?
Boquiabierto y abrumado, el aristócrata examinaba todo aquello con verdadera reverencia, como si se hallara en presencia de alguno de sus artistas preferidos.
No existía galería de arte capaz de ofrecer una visión semejante, y él pensó que con gusto atravesaría cien desiertos cada día con tal de poder extasiarse ante tanta belleza.
Henry notó que le tiraban de la manga y al instante regresó de su abstracción.
—Henry, Henry, vamos. Debemos continuar.
Lord Bronsbury pestañeó levemente y vio como su amigo le observaba con una sonrisa en los labios.
—Debemos continuar —insistió, mientras señalaba hacia el fellah, que, unos metros más adelante, hacía gestos para que le siguieran.
—Apenas puedo dar crédito a lo que veo —musitó Henry.
—¡Es el Libro de las Puertas, Henry! —volvió a exclamar el profesor sonriendo—. Hace referencia a las doce horas de la noche que Ra debía traspasar en su viaje nocturno, como así mismo los difuntos antes de alcanzar la otra vida.
—¡Es un universo fascinante!
—Y cargado de conjuros, amigo mío. Magia en estado puro, diría yo; nunca nadie ha sido capaz de igualar algo así.
Los siseos del hombre que les había llevado hasta allí les hicieron tomar conciencia de la situación. No se encontraban en aquel lugar para admirar su enigmática belleza, sino para ser partícipes del colofón a un misterio que había comenzado hacía más de tres mil años.
Ambos amigos observaron de nuevo al enjuto egipcio que les instaba a seguirle a través del corredor. El suelo de este se hallaba salpicado de pequeñas lamparitas de aceite que lo iluminaban, creando una atmósfera mágica, como salida de una irrealidad de otro tiempo. El pasillo parecía perderse en las profundidades del sepulcro, dando la impresión de no acabar nunca, como si en verdad fuera una parte más de los ritos mistéricos grabados sobre sus paredes; letanías para toda la eternidad.
Los dos ingleses avanzaron por el pasadizo en medio de un respetuoso silencio, conscientes de la solemnidad del momento y de que, aun sin pretenderlo, eran partícipes de la violación de aquella tumba. Eran saqueadores en busca de tesoros que a nadie debían pertenecer más que al difunto y a los dioses a los que estaban consagrados; vulgares ladrones revestidos por el barniz que la ciencia o el mero coleccionismo les había proporcionado; un motivo que ellos consideraban suficiente para expoliar la eterna morada de un príncipe de Egipto. No tenían derecho a estar allí, y ellos lo sabían.
Vieron la vieja antorcha caída en el suelo y Barry recordó la historia de cómo los murciélagos hicieron que se escapara de las manos del príncipe Anhurerau, apagándose súbitamente. Había permanecido en el corredor durante todos aquellos milenios, y eso le emocionó.
El hombre que les precedía giró a la izquierda por un estrecho pasadizo tan enigmático como el anterior, y al poco se escucharon voces. El fellah se detuvo frente a una puerta e hizo una señal a sus acompañantes para que entraran; estos parecieron dudar unos segundos, pero enseguida traspasaron aquel umbral, sabedores de que más allá les aguardaba una leyenda.
—Por fin llegan nuestros invitados —dijo alguien dándoles la bienvenida.
Henry y el profesor no pudieron ocultar su sorpresa ante lo que vieron sus ojos, pues ni en el mejor de los sueños hubiera imaginado que existiera un lugar así.
Sin embargo, apenas fueron capaces de articular palabra alguna. Embobados, miraban a su alrededor, incrédulos e impresionados por cuanto se mostraba a sus ojos. Una visión que parecía surgida del pasado, extraída de sus páginas más recónditas, y que hubiera sido imposible de imaginar. Un sueño cargado de tesoros de otra época, tan deslumbrantes que se tornaban espejismos, como si no pertenecieran a este mundo.
Ajuares dignos de un príncipe, muebles de singular belleza y, por todas partes, el brillo del oro.
Barry se acordó de aquellas palabras, las mismas que dijera Carter cuando descubrió la tumba de Tutankhamón, y pensó en la magnificencia de cuanto le rodeaba. Sus ojos se fijaron en el hermoso sarcófago y en su dorada máscara. «¡Neferkaptah!», dijo para sí mientras observaba los otros dos féretros pertenecientes a su esposa e hijo.
Aquel príncipe había existido y su mito parecía más próximo a la realidad que nunca.
Henry también se había sentido deslumbrado ante semejante esplendor. En aquella cámara había joyas capaces de hacer enmudecer de asombro a cualquier artista; obras sublimes de los maestros de la orfebrería del antiguo Egipto que habían concebido diseños imposibles, dignos de su señor, para que le acompañaran durante toda la eternidad.
Mas pasados aquellos primeros instantes de fascinación, Henry reparó en el grupo de personas que les aguardaban. Allí estaba Spiros, sonriéndole con desdén, y junto a él la joven rubia que viera en la subasta de Madrid, y el tipo que evitó que continuara pujando en ella. Había dos hombres más situados cerca del griego, reconociendo en uno de ellos al acompañante del individuo que le sujetara la paleta en la casa de subastas; además había un egipcio de aspecto nervudo, vestido con una galabiyya, que mantenía una expresión ausente y que exhibía el porte típico de los reis, los famosos capataces egipcios.
Sin embargo, su mirada pasó por todos ellos con evidente desinterés hasta detenerse en la otra mujer que les acompañaba. Al verla, a Henry se le iluminó la cara soltando una exclamación.
—¡Julia!
Sin pensarlo, el aristócrata avanzó con paso presto hacia ella, lleno de alborozo.
—¡Ni un paso más! —tronó la voz de Baraktaris—. Milord se quedará donde está.
El inglés lo miró con desprecio y luego volvió su vista hacia la española sonriéndole, mas esta parecía afligida.
—No te preocupes, cariño. He venido a buscarte.
La profesora clavó sus ojos en el aristócrata y este leyó en ellos el tormento por el que había pasado.
Spiros rió suavemente.
—¡Qué escena tan emotiva! Digna de un cuento. Aunque me temo que para salir de aquí su señoría deberá entregarme algo.
Henry hizo un gesto de displicencia.
—Suelta a la señora y tendrás lo que quieres.
Baraktaris volvió a reír.
—No estás en posición de exigir nada. Si quieres a tu amiguita, tendrás que darme primero lo que es mío.
El inglés miró a su interlocutor sin inmutarse y acto seguido extrajo una pequeña bolsa del zurrón que llevaba colgado. Luego lo agitó con suavidad.
—Aquí tienes lo que buscas. Ahora permite salir a la señora.
—Claro —dijo Spiros a la vez que hacía un gesto a Mirko para que se acercara al aristócrata—. Pero primero comprobaremos lo que hay dentro, ¿no te parece?
Henry vio como aquel hombre de aspecto simiesco se le aproximaba y lo miraba siniestramente.
—¿Me recuerdas? —le preguntó, acercándose aún más a él.
—¡Oh, por supuesto! No siempre se tiene oportunidad de coincidir con un homínido como tú.
Mirko pestañeó algo confundido. Él ignoraba lo que era un homínido, aunque tenía pensado de antemano lo que iba a hacer. Antes de que el inglés pudiera evitarlo, le lanzó un puñetazo al estómago que hizo que Henry se doblara de dolor, y acto seguido volvió a golpearle en el mentón derribándolo, en tanto Julia gritaba asustada.
Barry corrió hacia su amigo, pero Mirko se anticipó sujetándolo con una mano por el cuello para levantarlo como si fuera un pelele.
—Sé más gentil con el profesor —dijo Spiros divertido—. Esta noche necesitaremos de su concurso.
Mirko lo empujó de mala manera y luego cogió del suelo la bolsa que Henry les había mostrado; después le arrebató el zurrón, curioseando en su interior. Al energúmeno se le dibujó una sonrisa maliciosa mientras extraía un revólver.
—¡Vaya, esto sí que es una sorpresa! —exclamó Baraktaris al verlo—. ¿Qué pensabas hacer con él? ¿Tenías algo tramado?
—Vete al infierno —masculló Henry en tanto trataba de incorporarse.
—Creo que es el lugar más indicado para ti. Es posible que ya te estén esperando —señaló Spiros, lanzando una risotada.
Luego abrió la bolsa y su semblante se transfiguró al sacar el escarabeo. La luz de una de las lámparas situadas alrededor de la sala arrancó de sus preciosas alas destellos de inusitado fulgor.
—¡Es más hermoso de lo que imaginaba! —murmuró el griego con la voz quebrada por la emoción.
Después volvió a introducir su mano en la bolsa para extraer lo que parecía un papiro. Con evidente excitación se lo entregó a Forrester.
El arqueólogo lo desenrolló con cuidado, estudiándolo durante unos instantes.
—Parece auténtico —dijo mientras trataba de traducir el texto.
Spiros miró a Henry entrecerrando los ojos.
—Este papiro estaba en el interior de una caja de ébano; supongo que la habrás traído, ¿verdad?
—No sé de qué caja me hablas. Tú me pediste el papiro, y eso es todo cuanto puedo ofrecerte —indicó Henry con su tono más glacial.
—Desde luego, eres un pirata, como todos los británicos. Habéis expoliado medio mundo y encima tenéis la desfachatez de exhibir las obras en vuestros museos. He de reconocer que tenéis una innegable habilidad para hacerlo.
El aristócrata hizo caso omiso a aquellos insultos.
—Ya tienes lo que querías; ahora la señora vendrá conmigo —dijo, invitando con su mano a Julia para que se le acercara.
Spiros se encogió de hombros mientras volvía a admirar el escarabeo.
—Después de lo que le has hecho, dudo que quiera algo de ti.
Henry frunció los labios sin decir nada, extendiendo sus brazos hacia ella.
Julia había asistido al desarrollo de aquella escena como hipnotizada. Sobrecogida por lo que había soportado, en su razón no había sitio más que para los malos presagios, pues resultaba imposible esperar un feliz desenlace de todo aquello. Ella había perdido la fe en todo, incluso en sí misma, sintiéndose extraña por momentos de su propia identidad.
Durante los últimos días había derramado las pocas lágrimas que le quedaban al pensar en lo que había hecho con su vida, sintiendo cómo le invadían la rabia y la amargura cada vez que la imagen de Henry acudía a su memoria.
Sin embargo, al verle entrar aquella noche en la cámara donde se encontraba, su corazón dio un vuelco, y todo el odio y el rencor que había alimentado durante los terribles días de aislamiento se desvanecieron como por ensalmo. Al mirarse de nuevo a los ojos y escuchar su nombre en sus labios, el pulso se le aceleró irremisiblemente, igual que le sucediera la primera vez que lo vio.
Él venía a reclamarla, y eso era cuanto le importaba; por ello, al verle caer derribado por aquel energúmeno, no pudo reprimir un grito de angustia, tal y como si el golpe lo hubiera recibido ella.
Ahora su caballero le tendía la mano desafiando a aquellos criminales, dispuesto a ofrecer la joya más espléndida por recuperarla. Julia notó como algo en lo más profundo de su ser explotaba para extenderse por todo su cuerpo, reconfortándola. Entonces salió corriendo al encuentro del hombre que amaba, abrazándole con todas sus fuerzas. Él le susurró al oído las más dulces palabras, suplicándole su perdón, mientras captaba todo su sufrimiento y el horror por el que había tenido que pasar.
—Es una escena llena de ternura. Vais a conseguir conmoverme —se mofó Baraktaris.
Henry se deshizo del abrazo con suavidad.
—Ahí tienes tus juguetes, Spiros. Por mí puedes jugar a ser Dios.
El aristócrata se giró dispuesto a marcharse, y entonces se escuchó el sonido inconfundible de un arma al amartillarla.
—No tan deprisa, amigo —dijo el griego con tono imperativo.
Henry se dio la vuelta y vio como los hombres del magnate les apuntaban con sus pistolas.
—Me temo que vuestra misión no haya concluido todavía. No conviene apresurarse.
—Nada nos queda por hacer aquí —contestó Henry conteniendo su ira.
—Eso será algo que yo decidiré.
Entonces hizo una seña al arqueólogo para que se aproximara con el papiro.
—El texto está escrito en hierático, y no entiendo bien lo que quiere decir, aunque parece un acertijo —dijo Forrester, señalando con un dedo las inscripciones.
Henry miró al griego con uno de sus habituales gestos burlones.
—Parece que tu plan se complica, ¿eh, Spiros?
Este lo fulminó con la mirada.
—Ya hemos perdido demasiado tiempo en estúpidas conversaciones. Estoy convencido de que conoces el valor que tiene el tiempo para un hombre como yo. Es lo único que no puedo controlar.
A renglón seguido hizo una leve seña a Mirko para que se encargara de Barry, y al punto lo trajo a empujones, de muy malas formas.
—¡Oiga! ¿Cómo se atreve? —protestó el profesor mientras aquel energúmeno lo zarandeaba.
—Ruego que lo disculpe —terció Spiros—. Mirko nunca se ha caracterizado por sus buenos modales.
—¡Pero esto es un atropello! ¡Resulta intolerable!
—Quizá tenga razón, aunque debo advertirle que no nos encontramos en su universidad. Aquí yo soy el rector, y usted dará una clase para mí.
—Eso ni lo sueñe —repuso el profesor con el rostro congestionado por la indignación.
—En tal caso, me veré obligado a prescindir definitivamente de uno de ustedes; por ejemplo, de la señora. Ella no me resulta ya de ninguna utilidad —a un ademán suyo, Mirko encañonó a Julia con su arma—. Está bien, mátala.
Barry se quedó lívido al ver como aquel individuo armaba su revólver.
—¡Está loco! —gritó apresurándose a interponerse entre Julia y el hombre dispuesto a ejecutarla.
—Me temo que sea usted el que esté a punto de perder la cabeza —señaló Baraktaris—. En todo caso, la decisión es suya.
Barry soltó un juramento y se llevó las manos a los cabellos con desesperación.
—De acuerdo —dijo, haciendo un gesto a Mirko para que bajara el arma—. ¿Qué quiere que haga?
—Su actitud me parece ahora más juiciosa —subrayó el griego en tanto ordenaba a Mirko que dejara de apuntarles—. Lo que necesito es simple: sólo quiero que traduzca el papiro. Usted es una autoridad en el conocimiento del hierático y no le será difícil hacerlo. Por favor, aproxímese.
Barry se acercó y el arqueólogo le entregó el papiro.
—No hace falta —señaló el profesor rehusando con la mano—. Conozco el texto.
A Spiros se le iluminó el semblante.
—¡Magnífico! —exclamó—. Así no perderemos el tiempo, ya sabe lo valioso que me resulta.
—El manuscrito contiene dos partes bien diferenciadas —dijo el egiptólogo, sin ocultar su decepción—. La primera habla de lo que parece un acertijo, y la segunda es una advertencia.
—¿Qué clase de acertijo? —quiso saber Spiros.
—No tengo ni idea, las adivinanzas siempre fueron mi punto flaco.
Baraktaris lo miró malhumorado.
—¿Qué es lo que dice exactamente?
Barry lo repitió, pues se lo sabía de memoria:
Bajo la eterna custodia del pilar y el replicante, Osiris vigilará desde Oriente aquello que Anubis guarda.
Spiros parpadeó desconcertado en tanto miraba a Forrester.
—¿Qué quiere decir?
—Tal y como el profesor nos adelantara, parece un acertijo —indicó el arqueólogo, acariciándose la barbilla—; aunque, personalmente, creo que puede que haga referencia al lugar donde posiblemente se encuentre el Libro.
—No sé… Debería estudiar esta cámara para intentar averiguarlo, aunque para ello necesitaré de varios días —apuntó Barry.
—Tiene usted diez minutos. Si no es capaz de hacerlo en ese tiempo, empezarán a ocurrir desgracias. Lamentablemente, estas serán irreparables.
Barry tragó saliva y volvió la cabeza hacia su amigo, que le sonrió dándole ánimos.
—Forrester, mi arqueólogo, le ayudará, si no tiene inconveniente —apuntó el griego.
Forrester se aproximó al profesor y cruzó con él una mirada de simpatía.
—Siento verle en esta situación, créame —le dijo en voz baja—. Intentaremos resolver el enigma para que puedan marcharse.
—¿Piensa en serio que el texto es un código con el que encontrar el Libro de Thot?
—Estoy convencido de ello, profesor. El papiro lo hayamos cerca de numerosos restos con el nombre del príncipe, y eso prueba su autenticidad. El libro debe de encontrarse en algún lugar de esta cámara.
Barry lo miró un instante y pareció reflexionar.
—Veamos, el acertijo habla de replicantes —dijo como para sí, en tanto buscaba con la vista las pequeñas figuritas—. ¿Ha encontrado algún ushebtis? —preguntó a su colega.
—¿Ushebtis?… —Forrester lo miró pensativo—, claro —dijo sonriéndole—. Ya sé a lo que se refiere, venga conmigo.
Ambos se dirigieron hacia el sarcófago del príncipe. Junto a él había varias cajas que contenían pequeñas figuras de este tipo.
—Son las únicas que he visto, pero seguramente habrá muchas más —indicó el arqueólogo.
Barry miró en rededor en busca de algún pilar que le pudiera dar una pista, pero el suelo se hallaba repleto de objetos y enseres personales que habían pertenecido en vida al difunto.
—Esto no puede ser —dijo el profesor sacudiendo la cabeza.
—¡Le quedan cinco minutos! —oyó que le recordaba Spiros.
Barry hizo caso omiso de la advertencia e intentó concentrarse.
—¿Dónde queda el Este? —preguntó repentinamente.
Forrester lo miró durante unos segundos, y al instante extrajo una pequeña brújula de uno de los bolsillos de su chaqueta.
—Ahí —dijo, señalando la pared situada a su espalda.
Barry dirigió su vista hacia donde le indicaban, en busca de alguna referencia al dios Osiris; mas, como ocurriera anteriormente, el suelo se encontraba cubierto de objetos pertenecientes al ajuar funerario.
El profesor se sentó unos instantes, tratando de dar significado a las palabras de aquel texto. Los elementos a los que hacía alusión no podían estar entre un amasijo de cestos, cajas o cerámica; la respuesta debía ser más sencilla.
Desde detrás, alguien le anunció que sólo le quedaba un minuto. Barry miró hacia la pared que tenía enfrente, recorriéndola con ansiedad; entonces, casi por casualidad, lo vio.
El profesor dio un respingo a la vez que se levantaba dirigiéndose hacia el muro. Allí estaba, no había duda; en ese momento lanzó una carcajada, golpeándose la frente con la mano por no haberse dado cuenta antes.
—¡Aquí está! —exclamó triunfalmente, mientras señalaba la pequeña figura que representaba al Señor del Más Allá, situada en el interior de un pequeño nicho en la pared.
Forrester se acercó presuroso.
—Es cierto —masculló.
Mas el profesor ya corría hacia el muro de la cámara orientado hacia el Norte.
—¡Fíjese! —volvió a exclamar sin poder dejar de sonreír—. ¡Es un ushebtis!, y también se encuentra en un nicho.
Luego se dirigió a la pared situada enfrente para comprobar cómo en el interior de otra hornacina aparecía la figura de un pilar djed.
—¡Cómo no se me había ocurrido! —dijo enfervorizado—. La clave del texto son «los ladrillos mágicos».
Barry se puso a dar saltitos mientras cantaba una cancioncilla, entusiasmado por su descubrimiento.
—¿Ladrillos mágicos? ¿A qué se refiere? —preguntó Spiros presa de la excitación.
—Es un conjunto formado por cuatro ladrillos que se solían colocar en las paredes de las tumbas. Su función era la de proteger al difunto, y estaban dispuestos en los cuatro puntos cardinales. Cada uno solía tener una forma determinada, aunque esta podía variar, y durante la época del Imperio Nuevo fue frecuente colocarlos en el interior de nichos excavados en los muros de la cámara funeraria —explicó el arqueólogo.
—El texto lo decía con claridad —aseguró Barry—. Desde sus hornacinas situadas en las paredes Norte y Sur, el pilar y el replicante son custodios. Desde Oriente Osiris vigila a Anubis; justo en el muro contrario.
Forrester se dirigió allí para comprobarlo.
—¡Es cierto! —exclamó, mostrando la figurita que representaba al dios con forma de chacal.
—Él es nuestra auténtica referencia —señaló Barry sin poder contenerse—. ¡Desde Oriente Osiris vigilará aquello que Anubis guarda! Magnífico.
Spiros se aproximó sin ocultar su euforia.
—¡Es usted un genio, profesor! Quizá debería pensar en emplearle —dijo lanzando una carcajada.
Acto seguido examinó el lugar.
—¡El Libro debe de estar enterrado junto a la pared en la que se halla la figura de Anubis! Vamos, debemos empezar a excavar. No hay tiempo que perder —exclamó exultante.
La cámara funeraria se convirtió en un lugar dominado por la expectación. Todos, sin excepción, observaban cómo el capataz egipcio enterraba su pala, conteniendo la respiración cada vez que extraía la tierra. Durante largos minutos, los allí presentes clavaron sus ojos en la herramienta, como hipnotizados, esperando que se produjera el milagro.
De repente, un ruido metálico les hizo sobresaltarse.
—Aquí hay algo, effendi —indicó el egipcio—. Parece de metal.
Spiros creyó que el corazón se le salía del pecho.
—Con cuidado, Ali —advirtió aquel—. El señor Forrester le ayudará.
Tras varios minutos de trabajo, quedó al descubierto lo que parecía la parte superior de un cofre.
—Es de hierro —señaló Forrester, golpeándolo suavemente.
—Cavad alrededor para poder sacarlo —ordenó Baraktaris jubiloso.
Con mano experta, ambos excavadores dejaron al descubierto en poco tiempo un cofre que enseguida extrajeron con sumo cuidado para ponerlo junto a la pared. Parecía muy antiguo y, tal y como habían adivinado, era de hierro.
Forrester lo examinó con atención.
—No contiene ninguna inscripción —dijo en voz alta—. Ni ningún cierre para poder abrirlo.
Spiros frunció el entrecejo.
—¡Espere! —exclamó casi al instante el arqueólogo—. Hay una hendidura en uno de sus lados que tiene forma de escarabajo alado.
Al griego se le iluminó el semblante.
—Quizá sea la forma de abrirlo —dijo mirando a Anna—. Dale el escarabeo.
La joven se lo entregó, y acto seguido el arqueólogo lo puso sobre la hendidura.
—¡Encaja perfectamente! —exclamó sorprendido.
Luego giró suavemente el cuerpo de la joya y, al instante, se escuchó un pequeño sonido metálico. De inmediato, la tapa del cofre se abrió.
—¡El escarabeo era una llave! —musitó Anna sorprendida.
Hubo un murmullo de expectación y Spiros pareció presa de un frenesí incontrolable.
—¡Dentro hay otro cofre! —dijo Forrester mirando al griego.
—Otro cofre… —masculló—. Está bien, habrá que sacarlo.
Extrajeron el nuevo cofre, que era de bronce, mas este no disponía de cerradura y podía abrirse con facilidad.
—¿Qué contiene? —preguntó Baraktaris con la ansiedad reflejada en el rostro.
Forrester sacudió la cabeza.
—Me temo que sea un nuevo cofre.
Spiros pareció desesperarse y miró a Barry, que se mantenía apartado en compañía de sus amigos.
—¿Qué significa esto, profesor? ¿Qué explicación tiene? Usted debe de saberlo.
—La que nos cuenta la leyenda. Según esta, el príncipe Neferkaptah encontró siete cofres, cada uno dentro de otro y en el último se hallaba el anhelado Libro de Thot.
Baraktaris tragó saliva con dificultad.
Henry y Barry se miraron un instante, y este último le sonrió extrañamente.
—Creo que todo ocurrirá según asegura la leyenda, amigo mío —susurró misteriosamente.
Tal y como había advertido el profesor, salieron a la luz los siete cofres. Tras el de bronce apareció uno de madera de sicómoro, luego otro de ébano, después uno de marfil, más tarde otro de plata y, por último, uno de resplandeciente oro. Al quedar expuesto a la luz, su fulgor iluminó aquella cámara de forma cegadora.
—¡Es una maravilla! —gritó Spiros sin poder contener por más tiempo su entusiasmo—. Apartaos, apartaos —ordenó con gesto imperioso.
Todos se hicieron a un lado y Baraktaris se arrodilló sobre la adorada joya.
—¡Este es el momento esperado! —exclamó eufórico—. Durante milenios, el hombre lo ha estado buscando infructuosamente y yo, Spiros Baraktaris, he sido el único capaz de encontrarlo.
A continuación, lanzó una carcajada que retumbó en la cripta de manera siniestra.
—Por fin el Libro de Thot está a punto de caer en mis manos. Soy hijo de la Fortuna, y ella ha decidido que me equipare a los antiguos dioses.
Los dos ingleses, que observaban la escena impertérritos, se miraron de nuevo, y Barry esbozó otra sonrisa.
—Ha llegado mi hora —dijo Spiros con solemnidad.
Entonces, con manos temblorosas, el griego abrió con cuidado aquella tapa dorada que le separaba de la inmortalidad y, al hacerlo, un ruido espantoso se apoderó de la tumba, tal y como si miles de condenados gritaran al unísono su desesperación tras ser castigados por el tribunal de Osiris a permanecer durante toda la eternidad en el Infierno.
Sobrecogidos, todos los allí presentes se miraron sin poder comprender lo que pasaba; luego, apenas unos segundos después, aquel terrible lamento cesó por completo, dejando la cámara funeraria sumida en un extraño silencio.
Spiros pareció recuperar el aliento, ya nada le podía detener; ni siquiera un ejército de condenados que viniera en su busca para llevarle al inframundo sería capaz de contenerle. De nuevo sus manos asieron la tapa del cofre, y esta vez la abrió con decisión.
Entonces, ocurrió lo inesperado.
La diosa del Bajo Egipto surgió, súbitamente, como mensajera divina. En aquella hora de terribles blasfemias y sacrilegios, la enviada de los dioses se presentaba para hacer justicia con todo el poder que estos le habían conferido. Wadjet, representante del reino del Norte y del ojo izquierdo del dios Ra, deidad tutelar de los reyes de Egipto a quienes desde su corona defendía de sus enemigos, la gran protectora de los faraones, se alzaba con toda su majestad como el heraldo de la muerte.
Haciendo contener la respiración de cuantos se hallaban presentes, la cobra se elevó desde el interior de su escondite hasta quedar situada a escasos centímetros de Spiros. Este la miró hipnotizado.
Era una serpiente enorme, de un tamaño inusual, a la que los destellos producidos por el cofre de donde había salido le daban un aspecto fantástico, como surgida de la antigua mitología. Sin embargo, no se trataba de una ilusión.
La cobra se balanceó sacudiéndose suavemente, tal y como si se desperezara de un milenario letargo. Su mera estampa infundía respeto, y al levantarse mostraba su vientre amarillento salpicado de dibujos negros, el mismo color con el que cubría el resto de su cuerpo. Con la majestuosidad de una diosa miró a su alrededor, observando durante algunos segundos el extraño cónclave que había venido a recibirla. Todos la contemplaban atemorizados, rindiéndole inconscientemente su pleitesía como soberana del Delta; la temían, y ella lo sabía.
Como si tomara conciencia de la situación, el reptil se agitó incómodo para volver a concentrarse en la persona que tenía delante. Su lengua bífida exploró durante unos segundos el aire que la rodeaba captando sus mensajes. Luego, sus extraños ojos se clavaron en los de Spiros, que la observaba petrificado.
—No se mueva, effendi —oyó que le decía su capataz—. Es mejor que permanezca quieto.
Spiros escuchó aquella advertencia como si le llegara desde un mundo remoto. Apenas podía desviar su vista de los ojos de aquella serpiente que parecía leerle el pensamiento. Su mirada lo atravesaba, demoledora, sin que pudiera ponerle resistencia. Era una sensación que nunca había experimentado en su vida y que le hacía parecer insignificante. No tenía explicación para ello, pero aquellos glaciales ojos le hacían ver dentro de sí mismo, mostrándole toda la maldad que encerraba.
En su infinita soberbia había pretendido convertirse en dios desafiando las leyes no escritas que jamás pueden ser transgredidas por los hombres. Había intentado alcanzar la completa sabiduría, equiparándose al que todo lo conoce, sin reparar en su naturaleza mortal.
En su mundana prepotencia, Spiros había despreciado las milenarias leyes que un día se escribieran en Egipto, insultando a sus dioses, que, aunque ya olvidados, un día rigieron los destinos de una civilización que se extendió durante tres mil años.
Sin embargo, su esencia aún se encontraba allí, impregnándolo todo. Desde sus remotos reinos del pasado, continuaban velando por su querido Kemet, el País de la Tierra Negra, a pesar de la perfidia de los hombres y su irreverencia.
Spiros fue consciente de todo aquello leyendo en su corazón. Toda su vida había sido una carrera en pos del poder sin importarle el precio que tuviera que pagar por ello, mas sin embargo…
Ahora su alma estaba tan negra como la noche que se cernía en el exterior. Era tan pesada que aliviarle de su carga hubiera supuesto para el griego tener que volver a nacer para así resarcirse de sus terribles pecados; una solución imposible que vino a confirmarle que su suerte estaba echada.
La cobra no le quitaba los ojos de encima, y él creyó verla sonreír en un rictus cargado de terrible determinación.
En una reacción desesperada, Baraktaris intentó balbucear algunas palabras.
—¡Matadla! ¡Disparadle! —reclamó amedrentado.
Mas allí no sonó ningún disparo.
Mirko hizo un acto reflejo levantando su arma, pero inmediatamente la mano de Anna se posó sobre su muñeca para mirarle después a los ojos.
—Su destino ya no nos pertenece —le dijo secamente.
Él la observó como anonadado, y acto seguido bajó la pistola, dando órdenes a los demás para que se mantuvieran quietos.
Entonces la cobra pareció levantarse un poco más todavía y su cuello se dilató desplegando su capilla y anunciando así la inminencia de su ataque. Spiros Baraktaris comprendió que debía prepararse, que su fin se hallaba próximo. Él ya estaba condenado, y su alma inclinaría la balanza. De nada serviría su poder en la tierra al enfrentarse al contrapeso; la pluma de la diosa Maat jamás podría equilibrar el fiel, y Ammit, «la devoradora de los muertos» considerados culpables por sus pecados, daría fin de él.
Todo ocurrió con la velocidad del pensamiento, pues Spiros ni siquiera la vio venir. Tan sólo un dolor agudo, como el de un picotazo, y luego la sensación inequívoca de que la muerte fluía ya por sus venas.
El griego lanzó un alarido y se llevó las manos al cuello, el lugar donde la cobra le había clavado sus colmillos. Después se derrumbó en el suelo, presa de la desesperación.
La serpiente se volvió hacia el resto del grupo, mirándolos por última vez; acto seguido se echó a tierra y comenzó a reptar sinuosamente. Sin poder contenerse por más tiempo, los hombres de Spiros desenfundaron sus armas y se pusieron a disparar. Los proyectiles pasaron junto al negruzco cuerpo que serpenteaba tranquilamente ajeno a la furia de aquellos hombres que no eran capaces de acertarle. Al poco, la cobra alcanzó uno de los muros y desapareció por un agujero, perdiéndose de vista. Los allí presentes parecían sobrecogidos.
Ali, el capataz egipcio, fue el primero que acudió a socorrer al griego.
—Effendi, tranquilo, no se mueva —dijo intentando ver la herida.
Mas el griego se agarraba el cuello con una desesperación difícil de imaginar. La cobra que le había picado era descomunal, de un tamaño fuera de lo corriente en Egipto, un ejemplar único. Aquel reptil le había inyectado casi 350 miligramos de su veneno, una dosis mortal de necesidad, sobre todo al haberlo inoculado en su cuello. Tan sólo 50 miligramos podían resultar letales, y la serpiente le había administrado siete veces esa cantidad. Cuando Ali pudo, al fin, ver la mordedura, supo que no había nada que hacer.
—Si le hubiera picado en alguna extremidad, podría tener posibilidades; pero ahí… Era una Naja Haje, no podemos hacer nada.
Todos se miraron un momento, como intentando asimilar lo que estaba ocurriendo. Spiros se moría y la situación tomaba una nueva dimensión.
Mientras Baraktaris yacía en el suelo presa de las primeras convulsiones, Anna alzó su voz amenazadoramente. La suerte se había puesto de su parte, inesperadamente, y ella no desaprovecharía el regalo que parecía dispuesto a ofrecerle el destino.
—Nosotros concluiremos la misión que nos trajo aquí —señaló elevando su tono—. Mirko, asegúrate de que se comportan como corresponde.
El brutal esbirro dirigió una de sus características sonrisas malignas a todos los allí presentes, y los situó seguidamente junto a los ingleses y la profesora. Luego ordenó a su acompañante habitual que los vigilase.
Anna sonrió satisfecha.
—Justo es que todo termine en las mismas manos en las que comenzó —dijo con suavidad.
Luego se aproximó hacia el cofre de oro, mientras Spiros daba muestras de sufrir una insuficiencia respiratoria debido al veneno neurotóxico que lo devoraba.
Impresionada por cuanto estaba ocurriendo, Julia tomó con fuerza la mano de Henry.
—Va a morir —susurró, horrorizada.
—Me temo que sí, querida —repuso Henry.
—Pero…
Hubo unos momentos de silencio y Barry reclamó su atención.
—¡Mirad! —exclamó en voz baja—. ¿No veis la luz que surge del cofre?
Sus amigos observaron con atención y vieron cómo, en efecto, del fondo de aquel misterioso cofre surgía una suave luz azulada, de una pureza desconocida para ellos.
—Dios mío, ¿qué es eso? —preguntó Julia.
—No conocemos ninguna palabra capaz de definirlo —respondió Barry, esbozando una sonrisa—. Pero yo creo que encierra la absoluta sabiduría.
Julia lo miró asombrada y luego dirigió su vista de nuevo hacia el cofre, justo para comprobar cómo el rostro de Anna parecía transfigurarse al inclinarse sobre él. Entonces, súbitamente, una voz tronó en la cripta, obligando a que todos volvieran sus cabezas.
—Tiren sus armas, caballeros. Por favor.
Desde la entrada de la cámara funeraria, Gamal Abdel Karim y dos de sus agentes les apuntaban con sus revólveres.
Gamal se encontraba en un estado de excitación próximo al colapso. Ahora entendía aquellas películas occidentales en las que los protagonistas sufrían infartos debidos al estrés, una palabra desconocida para él cuyo significado, sin embargo, había entendido perfectamente aquel día.
Su trepidante actividad durante toda la jornada no había podido terminar de forma más desagradable. Gamal se había visto obligado a cruzar una buena parte de la necrópolis de Saqqara en medio de la mayor tormenta de arena que recordaba haber visto en su vida.
Precisamente esa tarde había recibido una llamada del Departamento de Seguridad Nacional para advertirle de la necesidad de que actuara aquella misma noche.
—Todo deberá quedar resuelto esta noche a nuestra satisfacción, ¿comprende?
El comisario se había quedado de piedra, sobre todo por el significado que encerraban tales palabras. Nada debía trascender más allá de su departamento.
Durante toda la tarde había extremado la vigilancia en el Cementerio Septentrional. Con discreción, sus agentes habían seguido al vehículo en el que iba la profesora junto con sus secuestradores hasta la misma entrada de la tumba. Gamal había experimentado un indudable alivio al comprobar que la española continuaba con vida, congratulándose por haber tenido la serenidad suficiente de no haber intervenido con anterioridad para liberarla. Seguramente la mujer debía de haber soportado un gran sufrimiento, pero en breve todo se solucionaría y él lograría un triunfo completo al detener a toda la organización criminal en pleno; resolvería un caso sin precedentes y en la Seguridad Nacional lo recibirían con los brazos abiertos.
Pero atravesar la necrópolis había supuesto para su inmensa humanidad una prueba de consideración. La ventisca se ensañó con él de forma virulenta, azotándole sin compasión ni la menor consideración a su rango. Tan irrespetuoso trato le había irritado sobremanera, particularmente porque el polvo se le había introducido hasta en los calzoncillos, y eso era más de lo que podía soportar. Por todo ello, al hallarse por fin al abrigo de la tumba, había dado rienda suelta a su mal genio, propinando algunos cogotazos a los tipos que guardaban la entrada antes de detenerlos. Acto seguido, se había introducido por aquel corredor tan misteriosamente iluminado en compañía de varios agentes.
Sin lugar a dudas, todos aquellos buscadores de tesoros le resultaban de lo más extravagante y, sin temor a equivocarse, pensaba que deberían estar encerrados para así evitar a los verdaderos creyentes quebraderos de cabeza como los que estaba sufriendo. Resopló resignado mientras recorría con su mirada las milenarias paredes cubiertas de inscripciones que no comprendía y por las que tampoco sentía ningún interés.
Ahora todos aquellos individuos se encontraban reunidos en una especie de cónclave trascendental en el interior de alguna cámara.
«Je, je», se sonrió para sí. Finalmente, semejante atajo de criminales no sería capaz de salirse con la suya. Él, Gamal Abdel Karim, resultaría más listo que ellos, demostrándose una vez más lo difícil que era engañarle.
Las voces que venían de uno de los pasadizos laterales le condujeron hasta la puerta de la cámara funeraria. Allí, Gamal fue testigo de cuanto ocurrió, maravillándose de la estupidez que le demostraba aquella gente, así como de su falta de escrúpulos.
La escena protagonizada por la cobra lo dejó estupefacto, aunque se cuidara mucho de intervenir. Si aquellos rufianes eran incapaces de ayudar a su jefe, no sería él quien les enmendaría la plana; al fin y al cabo, las cobras también cumplían una labor beneficiosa.
Sólo cuando vio el cariz que tomaba el asunto se dijo que era el momento de actuar, pues tampoco era cuestión de que murieran personas inocentes.
Acompañado por sus hombres, entró en la sala para acabar de una vez con aquello.
—He dicho que tiren sus armas —repitió el comisario con su habitual tono melifluo.
Mirko lanzó un rugido y, sin previo aviso, disparó contra los agentes mientras corría a refugiarse detrás de uno de los sarcófagos. Entonces Gamal le apuntó sin inmutarse, pegándole un tiro en una pierna. Mirko cayó al suelo gruñendo como una bestia en tanto se llevaba ambas manos a la herida.
—¿Alguien más quiere recibir un disparo? —preguntó el comisario.
Todos le miraron desde el suelo, donde se habían tirado al iniciarse el tiroteo.
—Bien, en ese caso tengan la bondad de levantarse —ordenó Gamal.
En aquel preciso momento la sala se llenó de un rumor sordo que hizo estremecerse a los allí reunidos. Parecía provenir de las mismas entrañas de la Tierra, produciendo extraños ecos en las paredes, igual que si estas estuvieran a punto de resquebrajarse; un sonido terrible, como de ira contenida, que fue tomando cuerpo hasta transformarse en vibraciones. Entonces, el suelo tembló.
Julia se aferró a Henry con todas sus fuerzas, mirándolo con ansiedad, en tanto todos los presentes se observaban desconcertados.
Barry abrió los ojos desmesuradamente.
—Debemos salir de aquí cuanto antes —dijo a su amigo, presa de la excitación.
Este parecía tan sorprendido como todos los demás.
—¡Ahora lo entiendo, Henry, es la maldición! —exclamó tirando del brazo del aristócrata para que le acompañase—. Ya sé a quién se refería Khaemwase al hablar sobre el «heredero de los dioses». Este no es otro que Geb, la Tierra.
Henry lo miró confundido, en tanto los temblores se intensificaban.
—El príncipe aseguraba en su advertencia que la risa del «heredero de los dioses» estallaría para engullirlos a todos, ¿lo recuerdas? —señaló el profesor fuera de sí.
Henry asintió.
—«La risa de Geb» —gritó Barry para hacerse oír entre el estruendo—. Así es como los antiguos egipcios llamaban a los terremotos.
—Dios mío —murmuró el aristócrata, abandonando su habitual calma—. Esto va a venirse abajo.
Henry agarró con fuerza la mano de Julia y la obligó a seguirlo.
—Tenemos que abandonar este lugar de inmediato, comisario —gritó el inglés para hacerse oír—. Es un terremoto; si no lo hacemos, moriremos.
Gamal ordenó a todo el mundo que lo siguiera y salió por la puerta corriendo en compañía de sus hombres. En ese instante, el suelo comenzó a agrietarse.
—Vamos, deprisa —gritó Henry mientras abandonaba la sala junto a sus amigos.
El fantasmagórico corredor se llenó de voces y carreras precipitadas en busca de la salida, en tanto difusas cortinas de polvo se desprendían del techo en medio de un bramido aterrador. La Tierra temblaba, y lo hacía con toda la ira que el príncipe Khaemwase vaticinara tres mil años atrás. Desde las profundidades de aquella tumba, Geb reía lanzando carcajadas que resultaban sobrenaturales mientras los hombres corrían con su vileza a cuestas intentando escapar a un destino que ellos mismos habían provocado.
Anna Orloff observaba extasiada la luz azulada que se desbordaba desde el precioso cofre. Ajena a estruendos y temblores, se empapaba de aquel mágico resplandor intentando comprender cuál era su prodigiosa fuente. Puso una mano sobre aquel haz y dibujó imaginarias figuras en el aire, como intentando adivinar la naturaleza de semejante milagro. Luego se asomó al interior de aquel arcón y vio un papiro enrollado descansando en el fondo, del que parecía surgir toda aquella claridad. Al verlo, apenas pudo reprimir una exclamación, pues jamás había contemplado nada semejante.
«¡Es el Libro de Thot!», se dijo como hechizada. «¡El Libro de Thot!».
Acto seguido el suelo se agrietó aún más junto a ella, y Anna regresó de la abstracción en la que se encontraba. Debía irse de aquella misteriosa cámara antes de que esta la atrapara.
La joven cerró el cofre y salió corriendo hacia la puerta; en ese momento vio como Mirko imploraba su ayuda desde el suelo.
—Sácame de aquí, seré tu esclavo para siempre —suplicaba.
Anna lo miró con gesto inexpresivo, reparando en el cuerpo de Spiros Baraktaris tendido sin vida cerca de él.
—No quiero esclavos, Mirko. Lo siento, no puedo ayudarte.
Acto seguido abandonaba la sala y se precipitaba hacia el pasadizo que la debía conducir hacia la salvación. Con el dorado cofre sujeto entre las manos, la joven trataba de correr con toda la velocidad que le permitían sus largas piernas. Mas el arca pesaba demasiado como para poder avanzar con la rapidez que hubiera deseado, haciéndole padecer de angustia.
A sus espaldas, la rusa escuchaba el sonido producido por las grietas sobre los muros, y cómo el techo se derrumbaba en algún lugar del sepulcro. Ella se apresuraba cuanto podía, pero le era imposible ir más deprisa. Entonces, del fondo de aquel interminable corredor, pareció surgir una figura que le daba ánimos.
La joven reconoció en ella a Henry, que desde la entrada de la tumba le hacía gestos inequívocos para que dejara el arcón y así poder salvarse. Pero ella continuó aferrándose a él como al mayor de los tesoros; la salida se encontraba cerca, y su desmedida ambición le hacía resistirse a tener que abandonarlo.
Mas eran tan sobrecogedores los temblores que la rodeaban que, finalmente, no tuvo más remedio que reconsiderar su postura, y Anna se detuvo un instante para abrir el cofre de oro. Después, introdujo una mano en él y extrajo el precioso papiro, abandonando seguidamente el arcón en el suelo para volver a emprender de nuevo su carrera.
Sin embargo, no había dado el primer paso cuando un terrible estruendo se apoderó de la tumba. El corredor se llenó con el estrepitoso fragor producido por los derrumbes, y entonces el aire se saturó de espesas capas de arena que le impedían respirar. Fue en ese momento cuando en el pasadizo resonó un espeluznante alarido, y el suelo se abrió bajo sus pies.
Anna Orloff apenas tardó un segundo en comprender que la Tierra se la tragaba; Geb la engullía finalmente, tal y como había predicho el milenario papiro. En su caída hacia el inframundo, la joven creyó escuchar una risa espantosa; luego todo terminó.
Desde la entrada de la tumba, Henry asistió demudado al desenlace de aquella tragedia. La Tierra se había abierto despiadadamente en la peor de las venganzas o, simplemente, para reclamar lo que era suyo.
Nunca lo sabría, aunque al menos viviría para intentar encontrarle alguna explicación, por disparatada que esta pudiera ser.
Bajo las pequeñas ráfagas de viento que todavía soplaban, Henry estrechó a Julia entre sus brazos para sentirla parte de él. Luego, cuando deshizo el abrazo, se encontró con la oronda figura de Gamal que les observaba, mientras sus agentes se llevaban a los hombres de Spiros.
El comisario se le acercó para darle unas palmaditas en la espalda.
—Ahora todo ha quedado aclarado, milord. Espero que disfrute de su estancia en Egipto.
El vendaval casi había amainado, y Henry no necesitó protegerse de él para mirar a Gamal, esbozando uno de sus característicos gestos burlones.
—Es un país estupendo —dijo el inglés exagerando su acento—, y muy tranquilo.
Gamal Abdel Karim lanzó una carcajada, y volvió a dar unas palmadas cariñosas al aristócrata. Este volvió su mirada hacia sus amigos y juntos observaron la necrópolis.
Allí la tierra extendía una alfombra cubierta por el espeso manto del polvo milenario, y ellos siempre formarían parte de él.