XXI

El barco se mecía suavemente al resguardo de la corriente del río. La brisa del atardecer traía indescifrables mensajes desde el lejano Norte, saturando el ambiente de delicados perfumes. A aquel céfiro los antiguos egipcios lo llamaban «el aliento de Anión», el hálito divino encargado de paliar, en parte, los rigores del ardiente sol de Egipto. Su frescor resultaba delicioso e invitaba a abandonarse cerrando los ojos para intentar averiguar lo que traía escrito.

Todos los olores del milenario País del Nilo estaban en él, y resultaba fácil embriagarse de ellos, dejándose llevar de su mano hasta un lejano pasado que parecía renacer.

Julia se dejó envolver por todas aquellas sensaciones que la hacían flotar, libre de cualquier prejuicio mundano o preocupación. Por primera vez en su vida se sentía feliz, sin ninguna sombra que amenazara su espíritu, tal y como si se hubiera liberado de su naturaleza material.

Aspiró con fruición aquel aire y luego abrió sus ojos para ver el atardecer. El sol se ponía por entre los palmerales de la otra orilla, recortando sus exóticas siluetas como si se tratara de ilusiones. Todo aquel paisaje era una fantasía, pues parecía formar parte de un tiempo ya casi olvidado. Sin embargo, era real, y transmitía la verdadera esencia de la gloriosa civilización que un día cobijara.

Aquel era el Alto Egipto, tierra de faraones guerreros y príncipes orgullosos que un día extendieron su poder por todo el mundo conocido. Mirando los márgenes del río, resultaba fácil imaginarse aquella época. Las mismas casas de adobe, los palomares, los hombres trabajando los campos o arreando el ganado, los niños, semidesnudos, bañándose alegremente en las orillas; allí el tiempo parecía haberse detenido, como si el Nilo impusiera sus leyes inmutables. Quizá su naturaleza continuara siendo sagrada, o puede que el dios Hapy, el señor de sus aguas, habitara en él todavía aunque nadie ya lo creyese.

Durante una semana, Julia había recorrido aquel río en compañía del hombre al que amaba. A bordo de una dahabiyya habían navegado desde Asuán hasta Abydos disfrutando, como dos enamorados, de las maravillas que aquella tierra les ofrecía con magnanimidad.

El legado de una cultura milenaria, sus grandiosos monumentos, el espectáculo de lo inconcebible. Al caminar entre sus altivas ruinas, Julia tuvo el convencimiento de hallarse ante una civilización de gigantes, de hombres y mujeres sin parangón, capaces de dar vida a los mitos de sus ancestrales dioses.

Ella estaba conmovida, y sentía que todo aquel universo le había impreso un sello indeleble que llevaría el resto de sus días, acompañándola dondequiera que fuese.

Julia recordaría aquella última semana como el colofón a una aventura que la había hecho cambiar por completo, tal y como si hubiera vuelto a nacer. Henry había insistido en mostrarle la otra cara de Egipto y recorrer el Nilo tomo si fueran dos turistas más. Para ello, su amigo Sayed se había brindado a prestarles su lujosa dahabiyya, una embarcación de vela tradicional de cinco camarotes, con la tripulación incluida y un servicio digno de reyes; así la pareja podría navegar el río deteniéndose donde decidieran, disfrutando de un crucero memorable.

Julia había dicho adiós a Barry con los ojos velados por las lágrimas y un abrazo cargado de sentimiento.

—Espero que sea sólo un hasta pronto, querida colega —le había respondido el profesor con la voz quebrada—. Una aventura como esta bien merece una celebración.

—Pero esta vez será en Madrid, y correrá de mi cuenta —le había dicho Julia.

—¡Oh, espléndido! La comida española es mi preferida, y vuestros vinos, un néctar divino —había asegurado Barry suspirando—. Ya estoy deseando que llegue el momento, y espero que, en esta ocasión, su señoría no nos meta en nuevos problemas.

Como de costumbre, Henry le había sonreído burlonamente.

—Te veré pronto, amigo mío. Cuídate.

Después de despedirse emocionadamente de Barry, Julia y Henry se embarcaron en el Dyehuti, nombre con el que estaba bautizada la embarcación, para iniciar la última singladura de su increíble aventura.

Al enterarse del significado del nombre del barco, la pareja tuvo la sensación de que, en cierto modo, nunca podrían librarse del influjo del antiguo dios de la sabiduría, pues Dyehuti era el modo en que los egipcios denominaban a Thot, que es su traducción griega.

Mas el barco resultó un regalo para los sentidos, un lugar donde abandonarse y poder leerse el alma durante las interminables noches de pasión. En la toldilla de la pequeña embarcación, a la luz de las velas, Henry le declaró su amor mientras la música de Antonio Carlos Jobim les envolvía suavemente con una de sus famosas bossanovas. Las manos del aristócrata se entrelazaban con firmeza a las suyas transmitiéndole lo que sentía por ella, a la vez que le aseguraban que su vida empezaba en ese momento. Igual que ella, Henry había nacido de nuevo; una ancestral leyenda les había dado el hálito de la vida para unirles bajo el cielo de Egipto, y esa unión resultaría inquebrantable.

Tendida junto a su enamorado, Julia observaba cómo la luz de la luna entraba por la ventana del camarote, iluminándolo con sus infinitos hilos de plata. Aquella noche parecían haber sido tejidos por los mágicos dedos de Isis, pues al bañar sus cuerpos desnudos, la luz creaba un efecto ilusorio que hacíales parecer figuras bruñidas creadas por las propias manos de la diosa.

Todavía jadeante después de haber sido amada por aquel hombre, Julia acariciaba el vello de su pecho enredando suavemente las yemas de sus dedos en él a la vez que creaba dibujos indefinidos.

Henry parecía dormido, y aquella luz fantasmal que la noche les regalaba perfilaba sus rasgos dándole la apariencia de un ser intangible, lejano a toda realidad. Sin embargo se encontraba allí, a su lado, y ella no lo dejaría marchar jamás.

Mientras escuchaba su respiración acompasada, le vino fugazmente a la memoria la imagen de Juan. Era una figura surgida de un pasado en el que ella ya no estaba. Sus propios hijos le resultaban unos extraños cuyo egoísmo ya no la sojuzgaba. Ella siempre los querría, pero habrían de aprender a recorrer sus caminos por sí mismos, pues a la postre su vida sólo les pertenecería a ellos.

El suyo propio tomaba derroteros insospechados, mas no sentía ningún temor en iniciar la marcha. Se sentía feliz como nunca, y ligera de equipaje para emprenderlo. Henry era el amor de su vida, estaba segura, y eso era todo cuanto le importaba.

Aquella imagen de su marido no era más que la conclusión de una historia que había muerto hacía ya mucho tiempo, aunque ella misma se hubiera resistido a reconocerlo. No había culpables en aquella ruptura, simplemente, la vida tenía sus propios planteamientos, independientemente de no haberse dado cuenta de ello.

Suspiró sin sentir pesar y volvió a observar la luna. Estaba pletórica, elevándose sobre los frondosos palmerales a los que envolvía con un aire enigmático. Ahora su luz alumbraba el mobiliario situado justo enfrente de ella. Sobre uno de los sillones, ella reconoció el zurrón que su enamorado solía llevar habitualmente. Le pareció que brillaba inusualmente para tratarse de una bolsa de cuero, y eso llamó su atención.

Se levantó con cuidado y se aproximó hacia él. La solapa del zurrón se hallaba entreabierta, y de su interior parecía surgir un objeto que era el que provocaba aquel inusitado fulgor. Ella abrió un poco más el morral y, entonces, se quedó petrificada.

Julia no podía dar crédito a lo que veía y, sin embargo…

Ante sus ojos, y bañado por la pálida luz de la luna, el escarabeo brillaba tal y como si tuviera vida propia, espléndido.

Estupefacta, la española se sentó en la cama mientras su mirada se perdía por entre las aguas del río. Era increíble. ¿Cómo había podido hacerse de nuevo con él?

Entonces repasó los terribles momentos vividos en la tumba.

Tras abrir el primer cofre con el escarabeo, este quedó sobre el piso, sin duda olvidado debido a la excitación que se desató luego, cuando ocurrió el tiroteo y todos se tiraron al suelo, Henry debió de apoderarse de él con la habilidad que le caracterizaba.

Julia parpadeó asombrada y de repente sintió deseos de reír. Aquel hombre resultaba verdaderamente obstinado. Era como un niño incorregible que, de uno u otro modo, siempre acababa por conseguir lo que quería. Finalmente, lord Bronsbury se había hecho con el escarabeo que tanto deseara desde el primer momento, obteniendo a su vez la preciosa caja de ébano y marfil en la que se guardaba el papiro.

Ella sonrió sin poder evitarlo, alegrándose en cierto modo de que todo hubiera acabado así. Aquel escarabeo había servido para que sus caminos se encontraran, uniéndolos para siempre, y ahora les acompañaría como el mejor de los amuletos, envolviéndolos con su magia de otro tiempo.

La luna rielaba ya sobre las aguas del Nilo formando una pátina plateada que la hacía asemejarse a un espejo. A él se asomaba el misterioso satélite y la miríada de luceros que la acompañaban. El vientre de la diosa Nut se hallaba aquella noche abarrotado de ellos, mostrando así su generosidad para quien quisiera contemplarlo.

Julia se asomó un momento a la ventana y se empapó de aquel ensalmo, luego regresó a la cama y se acurrucó junto a su amor. Este roncaba suavemente, como si se encontrara en un sueño profundo, pero ella no se inmutó.

Siempre le había molestado el hecho de que su marido roncara, pues le parecía insoportable, sin embargo, ahora todo era diferente. Henry roncaba a su lado y a ella poco le importaba, pues empezaban a pesarle los párpados. El sueño se apoderó de ella y Julia se durmió abrazada a Henry, feliz de poder amarle durante toda su vida.