XIX

Era noche cerrada y ni el viento ni las estrellas se asomaban a la tierra de Egipto. El cielo, encapotado, aparentaba ser una continuación de aquel paraje yermo y baldío, pues se mostraba infecundo, sin vida, como si los luceros lo hubieran abandonado a su suerte.

En aquella hora, el cielo y la Tierra se abrazaban desvergonzadamente como dos amantes apasionados que, por fin, podían volver a quererse. Geb y Nut burlaban así la orden del dios Ra que evitaba que pudieran unirse fuera de los cinco días epagómenos al situar a Shu entre ellos. Mas aquella noche el viento parecía perdido y Geb y Nut aprovecharon para estar de nuevo juntos, como ocurriera al principio de los tiempos, antes de que Ra sintiera envidia y los separara.

Aquella atmósfera saturada por las caricias de los dos enamorados resultaba extrañamente pesada y misteriosa, envuelta en los susurros de quienes llevaban amándose toda la eternidad y aún se deseaban. Ellos habitaron aquella tierra antes que nadie, aunque pocos fueran ahora los que recordaran sus nombres.

Una a una, las berlinas se adentraron en aquel ambiente irreal, como de otro tiempo, en dirección a Aluisir. Lo hacían con el respeto propio de quien conocía la ancestral relación entre aquellos dioses, reverenciando la fidelidad que después de los milenios seguían manifestándose.

Envueltos por los velos de la oscuridad, uno tras otro los vehículos entraron en la apartada villa situada en los lindes con el desierto. A apenas unos metros, las dunas de la antigua necrópolis formaban su caprichoso oleaje de arena y, un poco más allá, las pirámides erigidas por los faraones de la V Dinastía aguantaban el paso de los milenios soportando el hálito del tiempo cual orgullosos baluartes de una edad irrepetible.

Seis hombres salieron de sus automóviles y se dirigieron al interior de la lujosa casa rodeada por las sombras de las últimas palmeras que podían encontrarse antes del baldío desierto.

Allí alguien les esperaba para darles la bienvenida, abrazándolos como si todos fueran hermanos. Luego, tras las salutaciones, entraron en una gran sala cuyas paredes parecían hallarse revestidas de siglos de sabiduría.

Miles de volúmenes dormitaban en las estanterías protegidas por mamparas de vidrio. Refugiados en sus urnas a una temperatura y humedad constantes, los libros permanecían ajenos al paso de los años, como si en verdad fueran intemporales. Códices, tratados, manuscritos… Ejemplares escritos por la mano de los grandes pensadores de los siglos pretéritos; autores olvidados hacía ya milenios; obras que se consideraban perdidas o que nunca llegaron a ver los hombres, escondidas con celo a la curiosidad de sus ojos; ajenas a un mundo que había pasado de largo sin saber de ellas; archivos rebosantes de textos que hablaban de lo que realmente ocurrió, y de lo que posteriormente se decidió contar; y luego estaban los ancestrales papiros, almacenados en los templos durante miles de años, impregnados de misticismo y sabiduría, escritos en la época en la que los dioses gobernaban Egipto.

Todo un conocimiento enciclopédico que aquellos siete hombres se encargaban de mantener alejado de los demás, como antes habían hecho otros durante siglos. Juntos formaban la cúpula de una hermandad cuyos orígenes se perdían en la memoria de los tiempos.

Durante muchos años, otros grupos los habían imitado en diferentes lugares, creándose oscuras cofradías dedicadas a parecidos propósitos. Mas no era posible la comparación, su hermandad había recogido el legado de un hermetismo ancestral que era necesario guardar para evitar que los dioses y los hombres se confundiesen en una sola naturaleza, pues más allá el abismo no tendría fin.

Los asistentes se sentaron en silencio alrededor de una gran mesa de ébano cuyas siete patas tenían forma de ibis. En uno de sus extremos, el anfitrión tomó asiento para presidir la reunión bajo la tutela de un enorme bajorrelieve en el que se encontraba representado Thot, el dios de la sabiduría del antiguo Egipto.

Los presentes se miraron un momento con circunspección. Todos se conocían desde hacía mucho tiempo y pertenecían a mundos tan variopintos como el del ejército, las letras, las altas finanzas, la judicatura o la política, si bien se encontraban unidos por un compromiso adquirido bajo juramento que les hacía ser hermanos y garantes de su cumplimiento.

—Caballeros —dijo el que parecía presidir la reunión con gravedad—. Me hallo en disposición de adelantarles la pronta solución del caso que tanto ha venido preocupándonos durante los últimos meses.

Sus seis invitados lo observaron con curiosidad.

—Como hemos podido constatar —prosiguió—, nuestros peores temores se han visto alimentados durante este tiempo por una serie de hechos terribles que no vienen sino a demostrar de lo que es capaz la locura del hombre, y la importancia de nuestra misión.

Los allí reunidos asintieron en silencio.

—Sé la paciencia que hemos tenido que mantener en todo este asunto —continuó—, pero hoy más que nunca queda demostrado que era necesaria. Si algo debe enseñarnos el paso de los siglos, es a valorarla. Ella, junto a la prudencia, es capaz de reconducir una situación, como bien sabemos.

—En esta ocasión hemos tenido que soportar la pérdida de dos de nuestros hermanos, general —se lamentó el hombre sentado a su izquierda—. Hacía siglos que no ocurría algo semejante.

—Así es, Abou —dijo el presidente con pesar—. Ahmed y Saleh se sacrificaron por librar a la humanidad de la demencia, cumpliendo su juramento; pero gracias a ellos podemos ser optimistas.

—¿No crees que la situación ha ido demasiado lejos? —se lamentó otro de los allí reunidos—. Ha habido demasiada gente inmiscuida, incluso hay quien se ha interesado por nosotros.

—Eso no es nada nuevo —indicó el general sonriendo—. Hemos estado en boca de no pocas personas desde hace más de mil años. Nos han bautizado con todo tipo de nombres, algunos ciertamente curiosos, e incluso han llegado a escribir libros acerca de la hermandad.

—«Los Hombres de Negro» —subrayó otro de los miembros, divertido.

—Dejemos que desvaríen; dan pábulo a los rumores con facilidad —continuó el general—. Hoy en día cualquier leyenda del pasado prende sin dificultad en el hombre; este parece dispuesto a creer en ellas. Hace mucho que nos pusieron ese nombre, pero da igual que nos llamen los Hombres de Negro o de cualquier otra forma. El simple hecho de referirse a nosotros así hace que pasemos a formar parte de alguna de esas leyendas a las que me refería; en todo caso, alimentaremos sus entelequias.

Todos rieron con suavidad.

—Fijaos que hay quien asegura que tomamos parte en la destrucción de la gran biblioteca de Alejandría cuando, en realidad, salvamos no pocos manuscritos de su interior —dijo el presidente señalando hacia lo que parecía la puerta de una cámara acorazada.

Hubo unos instantes de silencio antes de que el anfitrión continuara.

—Después de tantos siglos, no seremos nosotros los que pretendamos hacerles comprender determinados conceptos o la importancia de la simbología. ¿Os imagináis las burlas de la mayoría si les explicáramos, por ejemplo, el significado que le damos al número siete? Para ellos, el hecho de que la Creación fuera realizada en siete días, que la semana tenga siete días, que el arco iris esté formado por siete colores o que las notas musicales sean siete siempre será una casualidad. El siete está por todas partes. Las Siete Maravillas del mundo antiguo, la danza de los siete velos, e incluso los siete enanitos.

Ahora hubo una carcajada general.

—Sí, ya sé, ya sé que a veces mi incontinencia verbal me juega malas pasadas —señaló el general intentando aplacar las risas—. Pero creo no equivocarme al hablar así. Es un pequeño ejemplo, pero muy significativo. Que el gran Pitágoras de Samos se refiriera al siete como el número perfecto es algo que hoy en día carece de importancia para la mayor parte de la gente, aunque, obviamente, no para nosotros.

—¿Qué pasará con la profesora? —preguntó de repente uno de los hermanos sentados al otro lado de la mesa.

Al general pareció sorprenderle la pregunta.

—Bueno —apuntó tras considerar la cuestión unos segundos—, ella ha obrado al margen de toda esa locura a la que estamos acostumbrados. Es una persona de bien y haremos cuanto podamos por ella.

—Rescatémosla, entonces —subrayó el hermano.

—Me temo que no tengamos más remedio que esperar.

Su interlocutor pareció no estar de acuerdo.

—Como tú has comentado, su participación ha resultado decisiva. Debemos ayudarla.

—Y así se hará, mas hemos de aguardar un poco. ¿Recuerdas lo que dije al principio referente a la paciencia? Si actuamos precipitadamente, no resolveremos nuestro problema.

—Pero… es posible que la señora muera a manos de esos criminales.

—Lamentablemente, nos vemos obligados a correr ese riesgo, aunque personalmente estoy seguro de que, de momento, su vida no corre peligro.

El hermano movió la cabeza, apesadumbrado.

—Todo se encuentra dispuesto. Cada elemento que conforma el plan tiende a darle equilibrio y a que todo confluya en el momento adecuado. La señora es una parte fundamental en el plan, y por tanto ha de cumplir su función, como todos los demás.

—¿Confías en el comisario?

El presidente rió suavemente.

—Absolutamente. Su astucia es digna de asombro. No sabe quiénes somos, pero le da lo mismo. Intuye perfectamente la dimensión del caso y no tiene duda sobre cómo debe actuar. Nada y guarda la ropa con la pericia propia de un político consumado. Su concurso ha sido clave a la hora de evitar la injerencia de otros departamentos. ¿Os imagináis lo que hubiera ocurrido si el Servicio de Antigüedades hubiera intervenido?

—Una hecatombe —aseguró Abou.

—En efecto. Hawass habría sacado la tumba a la luz a bombo y platillo.

—¿Estás seguro de que el comisario resolverá el problema como esperas?

—Sí, aunque lógicamente jamás conocerá nuestros motivos. He hablado telefónicamente con él y sabe lo cerca que se encuentra de abrir las puertas que dan acceso a los puestos de relevancia dentro de la Seguridad Nacional. No actuará hasta que se lo ordenemos.

Los asistentes parecieron convencidos.

—No hay duda de que, desde tu posición de privilegio dentro de ese estamento, eres la persona indicada para llevar este asunto —comentó de nuevo el invitado situado al fondo—. Por ese motivo me gustaría saber lo que tienes pensado hacer con los caballeros ingleses.

El anfitrión sonrió.

—Nada. Son dueños de su suerte, y la correrán —indicó encogiéndose de hombros—. Las piezas que poseen regresarán al lugar que les corresponde y del que nunca debieron salir. Eso es lo único que debe preocuparnos.

Su interlocutor lo miró con atención, tal y como si esperara una explicación más esclarecedora.

—Querido Sayed —dijo el general en un tono más jovial—, el mundo no nos pertenece, dejemos que los que se mueven en él afronten su destino. Nuestra labor es de otra índole y, desde luego, en ella no está el interferir en la vida de los demás.

Sayed no pareció quedar convencido por aquellas palabras.

—Todos conocemos tu amistad con el aristócrata, y te aseguro que no sentimos ninguna animadversión hacia él; lo que el futuro le depare será sólo voluntad de Alá. Es cierto que, particularmente, no siento la más mínima simpatía por los británicos, y en esto, claro está, incluyo a su nobleza. Tuvimos que sufrirlos en nuestro país demasiado tiempo, aunque, eso sí, nuestras relaciones ahora sean buenas. Obviamente, tú debes de opinar de diferente manera, pues no en vano te educaste en Inglaterra, en el mismo colegio que nuestro querido lord Bronsbury.

El invitado se inclinó levemente hacia la mesa y su figura se recortó en la suave luz proyectada por una lámpara próxima; sus generosas orejas destacaron de entre todo lo demás.

—Confío en que el Todopoderoso proteja a esos hombres —subrayó observando al general fijamente—. Yo, Sayed Khalil, rezo por ello.

Tras unos segundos de silencio, el oficial hizo un gesto con sus manos.

—Todos lo deseamos, Sayed; mas, en último caso, que sea Alá quien decida. Sólo en él se encuentra la verdadera justicia.

Hubo un murmullo de aprobación entre los asistentes.

—Señores —dijo súbitamente el anfitrión—. Debemos dar por concluida esta reunión. Todo está preparado.

El despertar de Julia fue tan desagradable como el anterior, aunque en esta ocasión su ánimo se encontrara mucho más maltrecho. A la angustia, mareos y náuseas, tenía que añadir el dolor del engaño, el de los sentimientos zaheridos, el de la traición más vil y el de la burla a su propia esencia. Ella se había arrastrado por el peor de los fangos al renunciar a todo su pasado por perseguir una estúpida quimera, aunque ello la hubiera conducido a vivir la aventura de su vida.

Ahora, al abrir sus ojos de nuevo a la realidad en la que se encontraba, estos se llenaron de lágrimas de impotencia, de rabia y de desesperación. Sentía que le dolía el alma, y su corazón, oprimido por la desventura, parecía una fuente incontenible de donde surgían todas aquellas lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

Los dorsos de las manos no eran pañuelo suficiente para enjugarlas, pues no tenía consuelo.

¿Por qué había ocurrido aquello? ¿Cómo era posible que Henry la hubiera vilipendiado así? ¿Qué le había impulsado a hacerlo?

Julia sacudió su cabeza, incrédula, intentando hallar alguna explicación que le insuflara un hálito de esperanza. Mas las palabras de Anna habían llenado su razón de sospechas, y el amargo veneno de la intriga vertido por la joven corría libremente en su interior, como impulsado por fuerzas malignas, recorriéndole las entrañas.

Henry la había engañado, por mucho que se resistiese a creerlo. De alguna manera, el inglés le había cambiado el escarabeo por una falsificación sin que ella lo advirtiera. ¿Pero cómo?

Recordó las noches en las que se amaron apasionadamente hasta quedar exhaustos. Seguramente él aprovechara su sueño para intercambiar las piezas, pues no encontraba otra explicación.

A su memoria acudieron las palabras de Abdul. El viejo mercader le dijo en su presencia que ya tenía su encargo listo, y ahora comprendía a qué se refería. Él tuvo que ser quien fabricara la réplica, pues sólo un maestro como Abdul podía realizar una copia tan buena.

A solas con el llanto, Julia se ahogaba en su desgracia. La única luz de la que disponía era la que entraba por debajo de la puerta, y esa de poco valía a su discernimiento.

Entre las tinieblas de su antro, Julia se imaginó el discurrir del día. Los olores más espantosos volvieron a acompañarla, abofeteándola una y otra vez inmisericordes. Llegaron a hacérsele tan insoportables que en ocasiones la profesora estuvo a punto de perder su consciencia en tanto las arcadas parecían no acabar nunca.

En su angustia se tiró al suelo de bruces para intentar aspirar el poco aire que entraba por debajo de la puerta, pero al poco desistió, pues la fetidez parecía provenir del exterior, lo que la llevó a apartarse, recostándose en la pared del fondo de su sórdida mazmorra.

Así, apoyada sobre el muro, Julia se sumió en un sueño ligero lleno de pesadillas y malos presagios que empezaban y acababan con cada una de sus cabezadas. Tras despertarse de uno de ellos la profesora creyó escuchar ruido de gente y, olvidándose por unos instantes de los fétidos efluvios, se arrastró hasta la puerta y escuchó con atención.

A sus oídos llegaron entonces los ecos de lo que parecían lamentos. Eran como gemidos quejumbrosos que venían acompañados por el llanto. Se oían rumores de voces, como si hubiese un grupo de personas reunidas no lejos de allí. Ella no podía entender lo que decían, pero su tono parecía ser de desconsuelo. Sin embargo, los lamentos resultaban desgarradores, y el coro de sollozos que los acompañaban, un concierto de despedida para las ánimas. Entonces, Julia comprendió dónde se hallaba.

Ella recordó las últimas palabras que Anna le dijera poco antes de que volviese a drogaría: «Esto no es el infierno, bonita; sólo es su antesala».

Pocas veces unas palabras podían resultar tan reveladoras. Ahora las entendía, como también entendía el origen de tan espantosa pestilencia; un hedor desconocido para ella hasta entonces, pero que jamás olvidaría. Olía a muerte.

La impresión de encontrarse recluida en un cementerio hizo que un sudor frío la empapara sin remisión. Julia creyó que las fuerzas la abandonaban, y volvió a recostarse contra la pared buscando donde apoyarse. Aquellos desalmados la habían ocultado en un cementerio, seguramente en el interior de alguna tumba vacía.

Le vino entonces a la memoria la imagen del patio, y las escaleras situadas en uno de sus laterales que se perdían bajo el suelo, camino del reino de las sombras. Julia comprendió que aquella escalinata conducía a la entrada de una tumba, y que los llantos y lamentos escuchados no eran sino parte inherente a cualquier entierro; de ahí el hedor insoportable que llegaba del otro lado de la puerta.

Con toda seguridad, aquel sepulcro se hallaría repleto de cadáveres envueltos en sus sudarios, colocados horizontalmente para aprovechar todo el espacio posible del túmulo. Al abrirlo para dar entrada al nuevo difunto, el ya de por sí pestilente olor que exhalaban sus paredes salía libremente, inundándolo todo para recordar cuál sería el triste sino de nuestra naturaleza.

Julia se sintió horrorizada al notar por primera vez el aliento de la muerte, y la macabra cercanía de los que ya habían sido llamados por ella. Aquello era más de lo que podía soportar, y sin poder contenerse comenzó a sollozar. Si en verdad se había precipitado en un insondable abismo, ella se encontraba ya en el fondo del mismo, pues no podía concebir tanta desgracia. En ese momento dio rienda suelta a sus emociones, llorando desconsoladamente hasta que se le acabaron las lágrimas.

Para cuando estas cesaron, su razón fue capaz por un momento de librarse de su congoja. El mundo parecía haberse confabulado contra ella condenándola a toda suerte de desgracias, pero se encontraba viva, y eso era lo que importaba.

Desde lo más profundo de su ser, Julia escuchó aquella voz con claridad. Era la llamada de la razón, que, por fin, parecía ser soberana; o simplemente la de la supervivencia, que nunca acaba por abandonarnos. Se hallaba con vida, independientemente de su estado de ánimo o de la naturaleza de sus vecinos. Justo entonces se dio cuenta de que no muy lejos de su horrible celda había gente, y que aunque se encontraran celebrando un sepelio, podían ayudarla; fue en ese instante cuando Julia se puso a gritar, emitiendo unos chillidos tan desgarradores que parecían aullidos de ultratumba proferidos por almas atormentadas.

Sacando fuerzas de donde ignoraba tenerlas, Julia pidió auxilio a la vez que golpeaba la puerta con sus puños.

Desesperada, gritaba y gritaba pidiendo socorro con la confianza de que alguien la oyera, y viniera a liberarla de aquel infierno. Por fin, al cabo de unos minutos, oyó claramente pasos que se acercaban, y cómo una mano descorría el cerrojo. Acto seguido la puerta chirrió sobre sus goznes abriéndose quejumbrosamente, y Julia miró esperanzada hacia la luz que entraba a raudales. Una figura se recortó en ella, y la profesora adivinó de inmediato a quién pertenecía. Entonces su aliento se desvaneció como por ensalmo, pues entraba el mismísimo Diablo.

—Ya sabía yo que necesitabas aprender modales —rugió mientras entraba en la celda con una vara en la mano.

Al verlo aproximarse, Julia gritó desesperadamente.

—¡Cállate, zorra! —bramó Mirko mientras le propinaba un zurriagazo en las piernas— o despertarás a todos los inquilinos.

Aquel comentario le causó satisfacción, pues lanzó una estruendosa carcajada que vino a callar los lamentos de la mujer.

—Ya has adivinado dónde te encuentras, ¿verdad? —dijo acercando su simiesco rostro hacia ella—. Es un lugar adecuado para ti, y si por mí fuera, no saldrías nunca.

Aquellas palabras volvieron a causarle gracia, haciéndole reír de nuevo. Luego se aproximó más a la profesora y comenzó a toquetearla. Esta volvió a gritar a la vez que le lanzaba patadas y puñetazos.

—Grita, pécora, grita —reía Mirko divertido—. Me gusta que te defiendas. Antes de que mueras te sodomizaré, te lo prometo.

Julia intentó librarse de aquel monstruo, pero este la inmovilizó mientras la miraba con aquellos ojos malignos que tan bien conocía.

—¿No te lo han hecho nunca? —susurró acercándole los labios al cuello—. Verás como te gusta —murmuró antes de deslizar la lengua por su piel.

Al sentir el contacto, Julia volvió a gritar presa del pánico, debatiéndose infructuosamente. Entonces aquel bruto se incorporó sin dejar de reír.

—Si no dejas de gritar ahora mismo, vas a recibir un adelanto de cuanto te he prometido, ¿comprendes? —dijo sonriéndole.

Julia gimió lastimeramente apartando su vista de él.

—Sí —continuó Mirko con suavidad—. Creo que ha llegado el momento de que intimemos un poco, ¿no te parece?

Aquel energúmeno se alzó amenazante con el ánimo dispuesto a cumplir lo que decía, y ya comenzaba a enardecerse cuando la voz de Anna resonó en la celda.

Como un verdadero homínido presto para la cópula, Mirko se volvió hacia la joven con disgusto, justo para verla aproximarse con una jeringuilla en la mano.

—Me temo que tendréis que dejar vuestras pasiones para otro momento —apuntó con tono glacial.

Mirko la miró frunciendo el entrecejo, pues tenía una erección.

—Nuestro querido Mirko cree que continúa en la guerra de los Balcanes, ¿no es así? —dijo Anna muy seria—. ¿La echas de menos, Mirko?

Este pareció retraerse y se incorporó alejándose de su víctima en tanto observaba a Anna.

—Así me gusta —señaló esta satisfecha—. Harás lo que te ordene; sé que deseas complacerme.

El aludido emitió una especie de gruñido que parecía surgir de lo más profundo de su monstruosa naturaleza.

—Sé que te excitan estas situaciones, pues conozco tus inclinaciones. Sin embargo, no deseo que malgastes tus fuerzas con ella. Yo decidiré cómo ha de ser tu comportamiento; ¿acaso ya olvidaste nuestro trato?

Mirko pareció confundido, y apenas se atrevió a levantar su vista hacia ella en tanto se apartaba a un lado para dejarla pasar.

Anna lo dominó con la mirada, altivamente.

—Bueno, bonita —dijo con tono suave, mientras se agachaba—. Ya has visto lo que puedo ocurrirte si te portas mal. Él no entiende más que de instintos, y los tiene muy desarrollados. Es un espécimen poco común.

—Sois monstruosos —murmuró Julia a la vez que intentaba recomponerse la ropa.

—Y tú un poco traviesa —subrayó la joven, acariciándola con la mirada—. No obstante, me gustas —aseguró adelantando una mano para rozarle el cabello.

Julia le dio un manotazo, y Anna volvió a sonreír.

—¿No te caigo bien? Te advierto que aquí soy la única amiga que tienes.

La española hizo un gesto de repulsa.

—En ese caso déjame marchar —dijo mirándola a los ojos.

Anna rió divertida.

—Lamentablemente, eso no está en mi mano, pero en otras circunstancias creo que podríamos llegar a ser buenas amigas.

—Estás soñando.

—No. Pero tú sí que lo harás si vuelves a originar un escándalo. Me temo que no sea capaz de sujetar a Mirko por segunda vez; claro que quizá prefieras que vuelva a inyectarte —indicó mostrándole la jeringuilla.

Julia retrocedió instintivamente.

—No —gimió sin apartar sus ojos de la amenazadora aguja—. Por favor…

—¿Quiere eso decir que no volverás a gritar?

—No gritaré más, pero, por favor, no me droguéis otra vez —exclamó la española angustiada.

La joven rusa paseó la jeringuilla ante sus ojos, lentamente, y luego observó a la profesora con satisfacción.

—Si eres buena, esta noche te sacaré de paseo y no regresarás más a este asqueroso lugar.

Julia abrió sus ojos con incredulidad. Anna aproximó su rostro hacia ella y puso los labios junto a su oído.

—Quién sabe, quizá hasta puede que te libre de todo este infierno, aunque ello depende de ti —susurró rozándole el lóbulo con suavidad.

La española cerró los ojos sujetando su cólera.

—Ahora dejaremos que descanses un poco. Esta noche serás testigo de maravillas.

Dicho esto, Anna volvió a reír e hizo una señal a Mirko para que la siguiera. Luego, la pareja abandonó aquel antro cerrando la puerta con el pesado cerrojo.

Anna Orloff detestaba aquel lugar. Era sucio, peligroso y tan macabro que le resultaba imposible comprender cómo podían habitar en él casi medio millón de personas. Sin duda la desesperación es autora de los mayores milagros, pero aquello sobrepasaba, con mucho, cualquier expectativa. La Ciudad de los Muertos, nombre con el que vulgarmente se conocía aquel paraje, no hubiera podido ser bautizada más acertadamente, pues en su opinión daba cobijo no sólo a los difuntos, sino también a familias enteras que bien hubieran podido ser consideradas como muertos en vida, tal y como si fueran encarnaciones de Nosferatu.

Allí la gente vivía con la sombra de la muerte siempre presente, haciéndole regates en su propio territorio para poder sobrevivir. Era un lugar muy peligroso, en el que los desesperados se apoderaban de las tumbas ajenas para poder guarecerse a la espera de que Thanatos les llamase a su presencia. Entre cadáveres centenarios y nuevos difuntos, las gentes que allí habitaban trataban de llevar una vida normal. Sacaban luz de los tendidos eléctricos más próximos, agua de las conducciones cercanas e incluso instalaban antenas parabólicas en las cúpulas de los antiguos mausoleos para poder ver los encuentros de la Champion League, tal y como correspondía a los tiempos que corrían.

En las calles que separaban las miles de sepulturas, los niños jugaban al fútbol y sus mayores se buscaban la vida sin parar en prendas sobre lo que era de ley.

Bajo la bóveda del invisible olor a cadaverina, miles de familias habían constituido un municipio que traspasaba las fronteras de la realidad y se adentraba en un universo fantástico que no tenía parangón. Las fúnebres moradas pasaban de padres a hijos por medio de testamentos no escritos que se cumplían a rajatabla y que hablaban por sí solos de la naturaleza de sus habitantes y las leyes a las que debían obediencia.

Se calculaba que en los cinco grandes cementerios de El Cairo llegaban a congregarse hasta dos millones de personas. Demasiada gente, sin duda, para un territorio gobernado por la muerte.

A Anna le repugnaba semejante costumbre, no comprendiendo su práctica ni los motivos de desesperación que pudiesen llevar a ella.

Sin embargo, su misma presencia en el Cementerio Septentrional era una buena muestra de lo que el ser humano podía verse obligado a hacer. Ella había sido enviada al infierno forzosamente, y lo inapelable de la situación le había hecho sacar sus propias conclusiones.

Pese a su juventud, Anna era una superviviente. Ella sabía que su suerte estaba echada y que Spiros la había condenado para siempre. El sorprendente conocimiento que, para su edad, poseía de la vida, y su amplia experiencia con los hombres, la habían alertado sobre lo precario de su posición.

Desde pequeña, Anna había concebido su existencia como una partida en la que cada día había que participar. Sobre el inmenso tablero debía mover sus fichas, posicionándolas adecuadamente para conseguir sus intereses. Así era como había aprendido a situarlas, y también a comprender el valor de la estrategia y las armas que podía utilizar en cada momento. Unas veces ganaba y otras perdía, pero siempre sacaba conclusiones sobre sus derrotas para hacerse más fuerte.

Se había criado en un ambiente que no pocas veces transgredía los límites de la ley. Su padre, un consumado estafador, había sido para ella un maestro en el oficio, a la vez que había supuesto una fuente inagotable de donde beber hasta hartarse de sus conocimientos sobre el negocio de las antigüedades. Anna estaba acostumbrada desde niña a moverse en él y a acompañar a su padre a citas clandestinas con personas poco recomendables que representaban el lado más oscuro de aquel negocio.

Enseguida se vio que Anna era una alumna aventajada, y en pocos años llegó a desarrollar una sagacidad que llenó de orgullo a su padre, haciéndole concebir grandes esperanzas para ella.

Pronto comprendió la joven la importancia del dinero, así como lo mucho que le gustaba. El lujo y la buena vida pasaron a ser un referente para ella, y comenzó a moverse por los ambientes frecuentados por las personas adineradas.

Anna tenía alma de embaucadora, y a no mucho tardar se dio cuenta de la facilidad con que podía vender a los coleccionistas de arte obras de dudosa procedencia a precios elevados.

Viajaba por todo el mundo en busca de incautos a los que engañar, llegando a desarrollar un olfato especial para dicho cometido.

Mas, con todo lo anterior, si había un don que destacara en Anna sobre todos los demás, era el de la belleza. Alta, rubia, de hermosas facciones y formas proporcionadas; la rusa era una mujer espectacular que llamaba la atención allá donde se encontrara. Un arma más que añadir a su arsenal, y que siempre llevaba cargada, pues la joven solía vestir provocativamente, haciendo resaltar sus interminables piernas y su cuerpo de vértigo.

No había duda de que Anna era capaz de sacar el máximo partido de su artillería, y sus bellísimos ojos azules y sus labios carnosos levantaban suspiros entre los hombres.

Para ella, estos no tenían secretos. La habían acosado desde la adolescencia, y conocía muy bien su naturaleza y cómo tratarlos. Ellos la perseguían como machos en celo, y Anna sacaba el máximo partido a cada situación. En su fuero interno los detestaba, aunque le resultaran muy útiles para alcanzar sus propósitos.

Podría asegurarse, en este sentido, que era una persona carente de moral alguna. Para ella el sexo era una función más que trataba de rentabilizar. La joven era una gran amante, y poseía un lado oscuro que la llevaba a experimentar prácticas que no resultaban comunes. Los hombres se volvían locos con ella, y la rusa gustaba de dominarlos para hacerles esclavos de sus caricias. Sin embargo, su auténtica pasión la constituían determinadas mujeres. Le gustaba ser amada por las de edad madura, con las que podía volverse frenética.

Así era Anna, y su vida se había desarrollado con arreglo a sus previsiones; hasta que Spiros Baraktaris se cruzó en su camino.

Con él, todas sus artes y dilatada experiencia habían saltado por los aires, hechas añicos como si fueran delicada porcelana. Era el problema de enfrentarse a un hombre como aquel. Con los tipos como el griego las habilidades que atesoraba no resultaban suficientes. No se puede intentar engañar a los poderosos sin luego sufrir las consecuencias, y estas solían resultar demoledoras.

Anna había utilizado el escarabeo en su beneficio, y pagaría por ello. Su situación actual entre tumbas y difuntos era una buena prueba de lo anterior; pero lo peor estaba por llegar, pues estaba convencida de que Baraktaris la destruiría. Lo supo desde la primera vez que se acostó con él. Spiros la poseyó como si fuera de su propiedad, haciéndole sentir que aquello sólo era una forma de pago por todo lo que le debía. La había tratado peor que a las putas de la Quinta Avenida con las que solía acostarse, arrebatándole su libertad. Ni sus artes amatorias ni sus vicios inconfesables habían servido para conquistarle, y únicamente había conseguido alimentar su desprecio.

Durante los días que había pasado en el hotel, Anna había pensado detenidamente en todo esto. Su vida empezaba a escapársele como el agua entre los dedos sin que ella pudiera controlarlo, y aquello sólo era el principio.

Su situación se tornaba desesperada, y eso mismo fue lo que le llevó a observar por enésima vez el tablero del juego en el que desde hacía muchos años movía sus fichas. Vio la posición de estas y estudió sus opciones; entonces fue cuando concibió un plan.

Anna se convenció de que, dadas las circunstancias, era el único al que se podía aferrar. Era peligroso, pero tenía posibilidades.

La maquinación en sí era sencilla, aunque sería necesario maniobrar con cuidado para llevarla a buen fin. La clave de todo era otro hombre, como no podía ser de otra forma.

La joven sabía perfectamente que Mirko la deseaba con locura. Cada vez que sus miradas se cruzaban, veía cómo la lascivia de aquel energúmeno lo consumía.

Él la observaba taimadamente, y ella se imaginaba la obscenidad de sus pensamientos y cómo debían de atormentarle.

Como era su costumbre, Anna lo soliviantaba cada vez que se hallaba próximo a ella, percibiendo cómo su deseo crecía mortificándole. El campo se encontraba más que abonado, y llegaba el momento de la recolección.

Anna aprovechó su estancia en la Ciudad de los Muertos para poner su plan en práctica. A solas con Mirko lo torturó con su sensualidad hasta llevarlo al paroxismo. Su mirada penetraba en él desarbolándolo con la fuerza de un huracán. El ejército de las pasiones se encontraba en orden de batalla dentro del corazón de aquel hombre, y ella lo dirigía.

Todo resultó mucho más sencillo de lo que se imaginaba; simplemente, aquel ser simiesco se volvió loco. Nunca en su vida hubiera podido soñar con poseer a una mujer como Anna, y se rindió a ella desde el primer momento.

La joven leyó enseguida el alma de aquel individuo. Era malvada, abyecta, lujuriosa, brutal, pero también simple. Ella adivinó lo que le gustaba e introdujo su daga hasta el fondo. Lo hizo berrear de placer como si fuera un verraco, hasta apoderarse de su voluntad, y luego lo dejó tan exhausto que se tornó dócil como un corderito.

Fue entonces cuando destiló el veneno de sus palabras en sus oídos. Lentamente, con la habilidad propia de la reina de los intrigantes, Anna le hizo ver el terrible futuro que se cernía sobre él.

Ella había sido amante de Baraktaris y conocía cuáles eran sus planes para cuando regresara a Nueva York.

—Tú no estás en ellos, querido —le musitaba al oído mientras no dejaba de juguetear con su miembro ya tumefacto.

Mirko apenas podía comprender el alcance de aquellas palabras, pues las escuchaba extenuado.

—El señor Baraktaris te hace responsable de todo lo que ha ocurrido, y te lo hará pagar.

Mirko pareció considerar las palabras de la joven, y en sus ojos apareció la duda.

Anna lo miró tiernamente y le hizo ver que no debía preocuparse, pues ella se ocuparía de él.

—Me vuelves loca, Mirko —le mintió con suavidad—. Ando buscándote desde hace años, ¿sabes? Ya no hay hombres como tú. Quiero que me pertenezcas.

Mirko se sintió enardecido como nunca en su vida.

—Dime que serás mío. Dame tu alma —le susurró ella al oído en tanto notaba cómo su miembro volvía a hincharse desaforadamente.

Mirko gruñó mostrando sin ambages al animal que llevaba dentro, y se abrazó a ella como un poseso.

—Sí… —balbuceó—. Seré tuyo y de nadie más. Te lo juro.

Ella le manoseó con habilidad y vio la súplica de su mirada cual si estuviera hipnotizado. Casi de inmediato sintió sus convulsiones y cómo eyaculaba descontroladamente.

Anna se sintió satisfecha; ahora le pertenecía.

Durante los días siguientes, la joven se había dedicado a preparar a Mirko adecuadamente. No disponía de mucho tiempo, pero resultó tan persuasiva como había previsto. Con habilidad le hizo creer que el futuro les pertenecía y que ningún hombre podría jamás interponerse entre ellos, ni siquiera Spiros Baraktaris.

Toda la brutalidad de aquel tipo desaparecía cuando ella lo miraba, y le juró que sería su esclavo para siempre.

—Conozco tu alma vil —le había musitado Anna mientras hacía el amor sentada sobre él—. Sé que te gustan las prácticas abyectas, pero si me sirves bien, te las permitiré.

Mirko casi perdió la razón ante lo que escuchó y bramó como una bestia entre estertores frenéticos. Él sería suyo y de nadie más.

Aquella misma tarde Anna recibió la llamada que estaba esperando, y al llegar la noche se dirigió hacia la triste celda donde se encontraba la profesora. Al abrir la puerta, Julia se sobresaltó al verse deslumbrada por una linterna.

—Hola, bonita —dijo Anna entrando en el cuchitril—. Como verás, cumplo mi palabra. Has sido buena y mereces que te saque de paseo.

Julia retrocedió instintivamente.

—¿Qué tramáis? ¿Adónde queréis llevarme? —preguntó angustiada.

—Ya te lo adelanté. Esta noche serás testigo de maravillas.

La española se levantó atemorizada.

—Toma, póntela —dijo Anna entregándole una chaqueta—; en el desierto las noches son frías.

Barry observaba a su amigo con gesto cariacontecido. Se sentía abatido, apesadumbrado y con la mirada cargada de tristeza, como no recordaba haberla tenido. Sus sentimientos hablaban por ella, manifestando toda su pena, y también su impotencia.

Para un hombre como él, aquel tipo de situaciones no eran comprensibles. Al fin y al cabo, era un científico que no entendía de asaltos ni intrigas, y mucho menos de secuestros.

El profesor sentía un gran afecto hacia su colega española, a la que también respetaba, habiéndole causado una dolorosa impresión la noticia de su desaparición. Ese particular formaba parte de lo incomprensible, como también lo eran la violencia o los crímenes que se habían desatado a causa de una leyenda. Su interés por Neferkaptah y todo cuanto le rodeaba había sido, desde el principio, meramente histórico y, en todo caso, enfocado en aras del conocimiento. Se trataba de un personaje misterioso, a caballo entre el mito y la realidad, de gran interés para la egiptología, cuya posible existencia, no obstante, no justificaba nada de lo que había ocurrido.

Durante los últimos dos días, Barry había estado sumamente afectado por lo acontecido. Él no era la persona adecuada para deshacer aquel entuerto, mas no por ello era capaz de desinhibirse.

En ese tiempo, el profesor había observado los cambios acaecidos en su gran amigo. Sin duda, la desaparición de Julia había supuesto un serio golpe para Henry. Él lo conocía bien y sabía de su sentimiento de culpabilidad, así como de su impotencia contenida.

No obstante, el egiptólogo asistía admirado a la transformación que se operaba en su entrañable amigo. Para un gran señor, como era lord Bronsbury, no debía de resultar sencillo el admitir el sinfín de desaires a su persona que había tenido que soportar por parte del comisario, así como su incómoda situación entre secuestradores y criminales de la peor especie, aunque también fuera justo admitir la frivolidad que había demostrado en todo aquel asunto que, como bien sabía, no dejaba de formar parte de la extravagancia que algunos miembros de la rancia aristocracia británica seguían atesorando, aun encontrándose a principios del siglo XXI.

En demasiadas ocasiones estos se comportaban como si hubieran sido acuñados en una misma ceca y no pocas veces hacían gala de unas maneras que parecían trasnochadas para los tiempos que corrían, dejando siempre patente aquel sello otorgado desde la cuna que tanto molestaba a la mayoría de las personas, incluso en Inglaterra.

Mas no cabía duda de que Henry había sido fabricado de una pasta especial. A la férrea educación recibida, debía añadirse aquel rasgo característico que no pocas personas decían había heredado de su madre. Su sangre española le daba un encanto al que era difícil resistirse, pues el aristócrata poseía un ingenio y una picardía que presentaban el contrapunto perfecto a la rigidez y solemnidad con las que se presuponía debía comportarse. Aquel hombre tenía alma de artista, y una capacidad poco común para admirar la belleza de las cosas allá donde se encontraran. Sin duda, su madre le había dejado el mejor legado posible: el de la sensibilidad ante lo que nos rodea; un título tan valioso como el resto de los nobiliarios que poseía.

Barry percibía perfectamente cuáles eran los sentimientos que embargaban a su amigo, así como la lucha denodada que este había mantenido consigo mismo para encontrar una solución. Esa constituía, sin duda, otra de las características del vizconde de Langley; era pragmático y sumamente camaleónico, amoldándose a cada situación con el fin de conseguir salirse con la suya, algo que generalmente solía ocurrir.

Por eso no le resultó extraño el observar el cambio paulatino en su humor, como si todo hubiera sido reconsiderado sin el menor esfuerzo. Las circunstancias eran las que eran, y el aristócrata trataba de adaptarse a ellas más allá de sus sentimientos, para sacar el mayor beneficio posible de la situación. Henry tenía sus metas bien definidas, y trataría de alcanzarlas sin renunciar por ello a nada; siempre había sido así.

Aquel día, al profesor le había sorprendido que su amigo insistiera en animarle a descifrar el enigmático papiro.

—Sólo tú eres capaz de saber lo que el príncipe Khaemwase quiere decirnos —señalaba lord Bronsbury—. Debes esforzarte un poco más.

Barry lo había mirado boquiabierto, sorprendido por semejantes palabras carentes de tacto y prudencia.

—Yo no soy un adivino —le había respondido—. Sólo soy profesor de Egiptología de la Universidad de Oxford.

Henry, como siempre que incomodaba a su buen amigo, se apresuró a disculparse con la mejor de sus sonrisas.

—Lo siento, Barry, pero me temo que el significado de ese texto sea la clave para poder recuperar a Julia, y también para conocer cuál fue el verdadero destino del príncipe Neferkaptah.

Al egiptólogo, semejantes razones lo desarmaron, por lo que se había pasado todo el día devanándose los sesos en busca de una solución plausible para la escritura hierática inscrita en aquel viejo manuscrito.

—Estoy seguro de que muy pronto alguien se pondrá en contacto con nosotros; quizá hoy mismo. Debemos conocer el alcance de las palabras del príncipe. ¿No te das cuenta?

—¡Claro que me doy cuenta! —exclamó Barry muy ofendido—, pero tu ignorancia sobre el asunto hace que no seas capaz de comprender la complejidad de lo que me pides. ¡Esto no son matemáticas!

Henry asintió, como haciéndose cargo de cuanto su amigo le decía, aunque no por ello perdió su sonrisa.

—Te comprendo, amigo mío, créeme. Pero estoy seguro de que serás capaz de sacar alguna conclusión al respecto.

Barry lo miró con un brillo particular en sus ojos.

—Bueno —dijo después de carraspear—. Algunas conclusiones ya he sacado de él. Se trata de aspectos que saltan a la vista, pero que pueden resultarnos de indudable utilidad.

Henry lo miró arqueando una de sus cejas en uno de sus gestos habituales.

—Espero que, dadas las circunstancias, puedas resultar conciso, aunque sólo sea por esta vez.

Barry frunció el entrecejo e hizo un ademán displicente con la mano.

—Quién diría que te enseñaron buenos modales —indicó sacudiendo la cabeza—. Según parece, tú también te has sentido atraído por eso que hoy en día llaman globalización; aunque sea de las malas maneras.

—Esperaba que dijeras algo así, pero no me importa.

—Ya lo supongo. Milord posee una naturaleza cáustica como pocas, si me permite decírselo.

Henry lanzó una risita, animándole a continuar.

—No pienso perder más el tiempo en tan pueriles discusiones —señaló Barry como si esgrimiera la peor de las amenazas—. Sólo deseo de su excelencia que me preste un poco de atención.

—¡Oh, la tienes!; te lo aseguro, querido —apuntó Henry con afectada mofa.

El profesor lo fulminó con la mirada y acto seguido continuó con sus explicaciones.

—La primera parte del texto trata, sin lugar a dudas, de una clave. Hace referencia a algo que permanece oculto en una tumba, probablemente la de Neferkaptah, pues habla de «replicantes».

Henry lo interrogó con la mirada.

—¿No has oído nunca hablar de ellos? —inquirió el profesor regocijándose de que su amigo desconociera aquella cuestión.

—Seguro que tú me lo aclararás pormenorizadamente, estimado amigo.

Barry rió quedamente.

—Los antiguos egipcios los llamaban ushebtis, y podríamos definirlos como pequeñas figuras, en general hechas de madera o loza, que cumplían determinadas funciones en el interior de las tumbas.

A Henry aquello le pareció divertido.

—Sí, no pongas esa cara. Se trata de emociones que desconoces, pero que resultan interesantes y muy esclarecedoras acerca del concepto que tenían sobre la magia y el Más Allá en el antiguo Egipto. Los ushebtis eran figuritas antropomorfas que solían colocarse en el interior de las tumbas para que sirvieran al difunto en la otra vida.

Henry puso cara de no comprender bien aquella explicación.

—Los antiguos egipcios pensaban que en el Más Allá se les podían imponer determinados trabajos, algunos ciertamente penosos. Por tal motivo se hacían sepultar con este tipo de estatuillas, que tenían la misión de desempeñar cualquier tarea que pudiera ser encomendada al finado. Por esta razón, muchas de estas figuritas llevan azadas o herramientas con las que ejecutar los susodichos trabajos.

—Me resulta un concepto un tanto pueril —se sonrió Henry.

—Para un noble de tu naturaleza sin duda lo es —replicó Barry, malhumorado—, pero para un pueblo como el del antiguo Valle del Nilo, tan sumamente influenciado por la magia en todas sus facetas de la vida, no lo era en absoluto.

—Ruego que me disculpes, caro amigo. ¿Y cómo se suponía que cumplían con sus funciones? —quiso saber Henry.

—Muy sencillo. Cuando el difunto fuera reclamado en la otra vida para hacer algún trabajo, los ushebtis replicarían: «Aquí estoy», y le reemplazarían. Por ese motivo se les conoce con el nombre de «replicantes».

—Comprendo —murmuró el aristócrata pensativo.

—Hum, no estoy tan seguro —intervino Barry, todavía molesto—. Con el paso de los siglos estas figuritas acabaron por acaparar funciones más amplias. Cumplieron labores de protección y se inscribieron en ellas toda suerte de conjuros mágicos para librarle de cualquier peligro, incluyendo, claro está, el de los propios saqueadores de tumbas.

—¿Cuántos de esos ushebtis podía llegar a albergar una tumba? —preguntó Henry interesado.

—Eso dependía de la categoría del difunto, pero como ejemplo significativo te puedo decir que en la tumba de Tutankhamón se encontraron nada menos que cuatrocientos trece ushebtis. A saber: trescientos sesenta y cinco obreros, uno por cada día del año, treinta y seis capataces, uno para cada semana de diez días, y otros doce de relevo, uno para cada mes.

El aristócrata lo miró asombrado.

—Así es, amigo mío, y eso que el citado faraón no fue relevante en la historia del antiguo Egipto; imagínate los que pudieron tener reyes de la importancia de Ramsés II o su padre, Seti I.

—Eso significa que estas figurillas custodian el Libro de Thot, tal y como advierte el texto —señaló Henry como pensando en voz alta.

—Pudiera ser —subrayó Barry—. Aunque el significado parece más complejo. Aquí —dijo señalando la cuartilla donde había traducido los caracteres originales—, se hace mención a otros conceptos a los que no encuentro una explicación tan clara. Por ejemplo, el acertijo alude a un pilar, exactamente lo cita como djed, que es como los antiguos egipcios lo definían. Era una representación de la columna vertebral, y simbolizaba la estabilidad, aunque con el transcurso de los siglos llegó a englobar connotaciones mucho más abstractas, entre otras la de la propia resurrección.

—En tal caso podríamos referirnos a él como un amuleto.

—En efecto, aunque no para proteger al difunto. El pilar djed no es un amuleto de protección, sino que confiere poder al que lo posee.

Henry asintió en tanto miraba a su amigo.

—Bueno, al menos sabemos cuáles eran las funciones de dioses como Osiris y Anubis —apuntó el aristócrata—, ambos relacionados con la muerte y el Más Allá.

—Así es, aunque no entiendo su correspondencia con el papiro perdido —señaló el profesor rascándose la cabeza—. Me temo que sólo estando en el interior de esa tumba podamos averiguarlo; si es que finalmente existe.

—Existe, Barry. De eso no me cabe ya ninguna duda.

Ambos se miraron en silencio durante unos segundos, como calibrando cuanto acababan de comentar.

—¿Y qué me dices de la segunda parte del texto? —inquirió Henry repentinamente.

—Como bien supusiste la primera vez, se trata de una maldición —indicó el profesor encogiéndose de hombros—. Hace referencia a conjuros comunes a la mayoría de los sepulcros; desgracias que acaecerán a quienes osen violarlos.

—Khaemwase hace mención al «heredero de los dioses» —puntualizó Henry.

—Exacto. Aunque me temo que nos hallemos ante una idea un tanto ambigua. El príncipe podría referirse a Geb, divinidad que encarnaba a la tierra, y que por ser hijo de Shu, el aire, y Tefnut, la humedad, era a veces llamado de esta forma; o simplemente a su augusto padre, el gran Ramsés II, que como reencarnación del dios Horus era tenido también por heredero divino.

Henry asintió, en tanto parecía continuar sumido en sus reflexiones.

—¡Qué quieres! —exclamó el profesor a modo de disculpa—. La religión del antiguo Egipto es, con toda seguridad, una de las más complicadas en las que ha creído el hombre. A través de estas líneas, Khaemwase podría sorprendernos con cualquier truco. No olvides que él era mago entre los magos de Egipto; lo que hoy en día definiríamos como un especialista de la magia antigua. El príncipe creía en conceptos que en la actualidad ya nada significan para nosotros.

—Ya veo —señaló Henry, quien trataba de formarse una idea aproximada del manuscrito.

—Si todas nuestras esperanzas están basadas en este texto —indicó Barry—, me parece que tenemos pocas posibilidades de salir con bien del asunto.

—¡Vaya, Barry, no te creía tan derrotista! —protestó Henry.

—Se necesitarían más datos, y un estudio profundo para poder elaborar una simple hipótesis. Y eso significa tiempo.

—Desde luego, algo que no poseemos —interrumpió el aristócrata—. Sin embargo, amigo mío, estoy convencido de que tenemos nuestras posibilidades.

Barry lo observó un instante y vio aquella expresión burlona que tan bien conocía. Henry parecía de nuevo seguro de sí mismo, como era habitual en él, y sospechó que guardaba alguna sorpresa. En ese preciso momento sonó el teléfono de la habitación, y el profesor volvió a mirar a su amigo.

—Es la hora —dijo este mientras cogía el aparato—. Pero no temas, Barry; verás que no estaremos solos.