XXII

Un ronquido más potente que los habituales le hizo sobresaltarse. Jadeante, Julia se incorporó en la cama presa de extraños presentimientos, totalmente desorientada.

En su confusa percepción de cuanto la rodeaba, observó el tenue haz de luz que, desde el exterior, pugnaba por abrirse paso entre las gruesas cortinas, y a su derecha el reloj de su mesilla de noche, que le indicaba que ya era hora de levantarse.

Se llevó las manos al rostro intentando convencerse de lo inconcebible. Era la antología del absurdo hecho sueño, lo insólito, lo inverosímil.

En aquel momento un nuevo ronquido vino a sacarla de sus vacilaciones. De inmediato miró a su lado y vio como Juan, su marido, dormía a pierna suelta ofreciéndole una de sus habituales sinfonías.

Ella ahogó un grito y de inmediato se tocó el camisón. Este se encontraba empapado, como si hubiera sudado un fuerte resfriado. Entonces se llevó las manos a sus partes más íntimas; se sintió mojada, y con la sensación de haber hecho el amor durante toda la noche, pero…

No era posible. Aquello no tenía sentido. Sólo era un sueño. En realidad ella se encontraba muy lejos de allí…

El ruido de una puerta al cerrarse le hizo volver a considerar su situación. Era la puerta de su casa, y alguien había entrado en ella.

Julia volvió a esconder el rostro entre sus manos, intentando arrojar un poco de luz a su razón. Mas esta se negaba a admitir lo que sus sentidos le decían. Aquella era la habitación de su casa, y quien dormía junto a ella no era ningún hombre llamado Henry, sino Juan, su marido.

Presa de la excitación, Julia se puso su bata y salió del dormitorio, tal y como si buscara un camino que la llevara de nuevo a aquel barco. Sin saber muy bien por dónde iba, entró en la cocina justo en el momento en el que su hija se preparaba un café.

—Hola, mamá, ¿quieres que haga uno para ti?

Julia negó con la cabeza con el rostro demudado, como si todavía se encontrara a más de tres mil kilómetros de distancia.

—¿Te ocurre algo, mamá? —le preguntó su hija al ver su expresión.

Julia no fue capaz de decir nada, tan sólo se sentó mientras negaba con la cabeza.

—Por si lo quieres saber, esta noche vi a Juanito. Estaba con sus amigos en la misma discoteca que nosotros; no creo que tarde mucho en llegar.

Julia levantó el rostro hacia su hija y la miró como embobada.

—¿De verdad que te encuentras bien?

Julia volvió a pasarse las manos por la cara y luego parpadeó repetidamente.

—No te preocupes, Aurora, estoy bien. Voy a ducharme, hoy quiero desayunar en la calle.

Julia salió de su casa sin saber muy bien lo que sería de ella. Era una mañana de sábado, de finales de abril, y el día lucía espléndido, colmado por el generoso regalo que le otorgaba la primavera.

Caminó hacia una cafetería cercana y pidió un café con leche mientras se sentaba en una de las mesas situadas junto a las cristaleras que daban a la acera. La gente iba y venía por ella, pero Julia era incapaz de verla.

En tanto removía el azúcar en la taza, la profesora trató de poner algo de cordura en aquella suerte de enajenación que se había apoderado de ella. Todo había sido un sueño, un sueño increíble, sin duda, pero a la postre sólo eso; una fantasía para recordar, o acaso un espejismo.

Julia se tomó el café y sintió que un sordo malestar agitaba su conciencia. ¿Quién era en realidad? Ella conocía muy bien la frustración que había sentido al regresar de su ensueño y no podía engañarse. ¿Cómo podía haber deseado traicionar a los suyos? ¿Cómo era posible?

Se sintió avergonzada, y también desorientada. Ella había sido infiel a su marido con otro hombre, y lo peor de todo era que la imagen de este se encontraba tan nítida en su cabeza como si lo hubiera visto hacía apenas unas horas aunque sólo se tratara de un sueño.

Sin embargo, se resistía a pensar que hubiera sido así; era imposible. En su mente todo parecía tan real que se sentía ajena al lugar en el que se encontraba. Como si se tratara de una extraña en su propia vida.

Abandonó la cafetería y se dirigió hacia el parque del Retiro, por el que tanto le gustaba pasear. Mas en aquella mañana Julia era incapaz de apreciar su colorido, ni de aspirar los aromas que en él dejaba la primavera. Simplemente lo atravesó cual si fuera una autómata, tratando de buscar una razón que la devolviera de nuevo a la auténtica realidad.

Entonces tuvo una idea, y al instante su pulso se le aceleró irremediablemente. Avivando el paso, Julia se encaminó hacia aquella calle tranquila que confluía en una de las vías más importantes del barrio. Cuando torció hacia ella, pensó que el corazón se le saldría del pecho sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Casi a la carrera, recorrió los últimos metros que la separaban del lugar donde soñó que se encontraba la galería de arte. Sin embargo, los grandes escaparates se hallaban tapizados de papel marrón y en el cristal de la puerta había un cartel en el que se anunciaba el traspaso del local.

Julia intentó buscar algún rótulo en el que todavía pudiera leerse el nombre del establecimiento, pero no encontró nada, ni siquiera alguna referencia que le indicase que allí había habido una sala de subastas.

Decepcionada, se apoyó en la pared, junto a la puerta de entrada, y entonces esta se abrió y unos hombres enfundados en monos de trabajo salieron de su interior.

—Buenos días, señora —dijeron mientras sacaban unas cajas de embalaje.

Julia reparó entonces en la furgoneta aparcada en la misma puerta, en la que introducían la mercancía.

Sin perder un instante, la profesora se acercó a los trabajadores.

—Disculpen, ¿podrían decirme si en este establecimiento existía una sala de subastas?

Los operarios se miraron con cara de no tener ni idea de lo que les preguntaban.

—Mire, señora, no sabríamos decirle. Nosotros sólo hemos venido a por unas cajas que había que recoger, las últimas que quedaban, contienen ordenadores y material informático.

Julia se les quedó mirando pensativa.

—Nos han pedido que las llevemos a un almacén, pero poco más podemos indicarle. Creo que se trata de un traslado. Al parecer, la encargada las recogerá más adelante.

Los trabajadores terminaron de cargar las cajas y cerraron el portón trasero. Luego se subieron en el vehículo y arrancaron el motor.

—Aguarden —gritó Julia, aproximándose al conductor.

Este la miró con extrañeza.

—¿Dice usted que una señora será la encargada de retirar las cajas?

—Sí. Es una señorita, rubia por más señas.

Julia se sobresaltó.

—¿Podría ser tan amable de entregarle esto? —dijo dándole una de sus tarjetas de visita.

—Bueno, señora, yo…

—Si lo hace, le quedaría eternamente agradecida —señaló con gesto suplicante.

—Está bien, señora —repuso el conductor sonriéndole—. A una mujer tan guapa como usted no puedo negarle lo que me pida.

Los días pasaron con la monotonía propia de los tiempos pasados. Julia se refugió en sus clases de la universidad, volviendo a su lucha diaria por conseguir que su hijo Juanito sentara la cabeza. La vida en su matrimonio transcurrió como de costumbre, con su marido viajando frecuentemente y, en todo caso, siempre cansado.

Una tarde quedó con su amiga Pilar y no pudo evitar contarle lo que le había pasado. A fin de cuentas, necesitaba desahogarse de alguna forma, aunque sólo fuera para hacer partícipe a alguien de su locura.

—No me extraña que estés así —exclamó Pilar al escuchar el relato—. Yo en tu caso ya me habría tirado por la ventana.

—Qué exagerada eres.

—Ay, hija, qué quieres. Menuda historia. Sólo de oírla me ha subido la libido.

Julia lanzó una carcajada.

—Por un hombre como ese, yo sería capaz de cualquier cosa.

—Yo me olvidé de los míos —apuntó Julia sin ocultar su pesar.

—Yo en tu lugar los hubiera empaquetado a todos juntos y los habría mandado al Nepal. Menuda bicoca, y hasta tenía un avión privado.

—Qué cosas dices, mujer.

—Sí, sí. Lo malo es que uno como ese no se presenta así como así. Aunque tendrás que ir haciéndote a la idea de que lo tuyo con Juan tiene poco futuro; a no ser que quieras acabar amargada.

Se despidieron como siempre, con las sabidas recomendaciones de Pilar para que se liberara. Julia le dio un par de besos y luego se fue caminando a su casa.

Atardecía, y la temperatura resultaba deliciosa, quizá un poco alta para aquella época del año. Sin embargo, Julia parecía más animada. Caminaba por las calles disfrutando de cuanto veía, convenciéndose de que, al fin y al cabo, aquella era su verdadera vida, con la que debía convivir a diario. Era un presente demasiado valioso para desperdiciarlo amargándose por culpa de infantiles entelequias y sueños imposibles. Su esposo llevaba junto a ella toda su vida y era con él con quien debía disfrutar de aquel maravilloso regalo. Era necesario que ambos dieran un giro al rumbo de sus vidas para volver a unirlas en un mismo camino en el que pudieran ser felices.

Ella, al menos, estaba dispuesta a luchar por ello.

Más confortada, Julia entró en el portal de su casa tarareando una cancioncilla. Suspirando, se aproximó al buzón de correo y abrió su pequeña puerta. Había tres cartas en su interior, y una de ellas le produjo un extraño presentimiento. Lentamente, se dirigió hacia el ascensor mientras abría el sobre con dedos temblorosos; dentro había una tarjeta que enseguida reconoció:

La firma de anticuarios Orloff se complace en invitarle a la subasta que se celebrará en su sala el próximo viernes, día 27 de abril, a las 20 horas.

Anna Orloff

Julia guardó de nuevo la invitación en el sobre y luego lo oprimió contra su pecho emocionada.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Acaso se trataba de alguna suerte de encantamiento?

Las puertas del ascensor se abrieron y la luz de su interior se desparramó por el portal languideciendo. Entonces, el rostro de Julia esbozó la más enigmática de las sonrisas, como nadie recordaba haberla visto nunca, surgida quizá de lo más profundo de un sueño milenario; ¿o acaso no era un sueño?