VI

Durante los siguientes dos días, Julia fue incapaz de salir de su casa. Su marido, Juan, había iniciado la misma tarde de la subasta un viaje por Europa que le mantendría ausente durante casi dos semanas. Sus hijos, como de costumbre, no eran más que ánimas errantes que entraban y salían del hogar de forma caprichosa, sin pararse a considerar demasiado los sentimientos ajenos. Julia se sentía sola, más sola que nunca, pues tampoco le apetecía llamar a su amiga Pilar para hacerla partícipe de su desventura. Al principio se sorprendió a sí misma mirando cada cinco minutos por la ventana, ocultándose detrás de los visillos. Esperaba encontrarse de nuevo con el repugnante rostro de aquel hombre al que ya nunca olvidaría, escondido en alguna esquina, observándola disimuladamente, quizá esperando el momento propicio para asaltarla. Las mismas sirenas de la policía la sobresaltaron, pues no en vano había sido testigo de un crimen, y era posible que su presencia en el lugar de los hechos pudiera llegar a involucrarla.

En un principio, aquellos pensamientos la preocuparon, aunque terminó por desecharlos al comprender que significaban el menor de sus problemas. Si acudía a la policía a denunciar el caso, su vida, y quién sabe si la de los suyos, correría aún más peligro, aunque en su fuero interno estuviera convencida de que, en cualquier caso, ya lo estaba.

Nadie podía ayudarla, y mucho menos Juan, que enseguida hubiera acudido a notificarlo a la comisaría más cercana. Ella recordaba una y otra vez las palabras que Ahmed le dirigiera poco antes de morir, como si hubieran quedado grabadas a fuego, comprendiendo que aquel hombre moribundo tenía razón. Desgraciadamente, era un asunto que la sobrepasaba.

Durante aquel fin de semana, su único compañero resultó ser aquel escarabeo que de forma involuntaria había terminado por entrar en su vida.

Julia se sorprendió a sí misma al pasarse las horas muertas contemplando ensimismada la antigua reliquia. Unos lazos sutiles parecían haberse tendido entre ellos, creando un vínculo difícil de definir. Julia ya lo había sentido la primera vez que lo vio, aunque acabara por atribuirlo al simple deseo de poseerlo. Ahora se daba cuenta de que aquel sentimiento abstracto iba mucho más allá. Sus dedos recorrían incansables cada forma de la milenaria figura, casi con reverencia, como si a través de ellos fuera capaz de percibir los arcanos más remotos; insondables misterios ya olvidados hacía siglos que resultarían poco menos que incomprensibles en nuestro tiempo.

Sin embargo, al cerrar sus ojos, Julia sentía cómo las yemas de sus dedos eran capaces de captar aquel lenguaje, más propio del espíritu, perdido para siempre, aunque al cabo no lo comprendiera. Los mismos jeroglíficos, tan exquisitamente grabados en el reverso de la pieza, eran una prueba de ello. No tenía la menor idea de lo que significaban, y aunque intentó averiguarlo consultando un viejo libro de gramática egipcia de Wallis Budge, que había pertenecido a su padre, fue incapaz de encontrar un sentido a tales inscripciones.

Al desistir acabó por convencerse de que no hacía falta, pues detrás de aquellos símbolos, en la sombra, había quien no dudaría en matar por recuperar la joya. Fuera lo que fuese lo que contaran, tenía la ocasión de disfrutarlo para ella sola, como si en verdad le pertenecieran.

Por la noche, en la soledad de su habitación, Julia rememoraba la mirada de Ahmed, que, suplicante, le pedía cumplir su último deseo. Ahora, Julia era capaz de darse cuenta de la desesperación que había en sus palabras, y del compromiso que, sin pretenderlo, había contraído. Era la última voluntad de un moribundo, y ella no tenía ni idea de cómo la llevaría a cabo.

Por fin, en la mañana del lunes, Julia decidió salir de su casa. Lo hizo no sin temor, escudriñando desde el portal antes de poner un pie en la calle, aunque, como enseguida comprobó, todo estuviera tan tranquilo como de costumbre.

Aun así, Julia no pudo evitar el volver temerosa su cabeza de vez en cuando, buscando entre los rostros de los transeúntes aquellas horribles facciones que ya nunca olvidaría.

Sus clases en la universidad la ayudaron a intentar convencerse de que, a la postre, su vida continuaba por los habituales senderos de su rutina diaria.

Aquel día, almorzó con su amiga Pilar, aunque se abstuviera de comentarle nada de lo ocurrido. Como de costumbre, su amiga no paró de hacer referencia a lo ingrata que era la vida con ella, y la batería de medidas que iba a tomar contra el cabrón de su exmarido.

Ya en el autobús, de vuelta a su casa, Julia se abstrajo pensando en Pilar y en el mundo en el que se hallaba instalada, así como en el hecho de que, a nuestra manera, todos acabemos por forjarnos uno propio, en el que en demasiadas ocasiones somos incapaces de encontrar la felicidad.

Paseó junto a la valla del Retiro camino de su casa, permitiendo que el sol de media tarde acariciara su rostro. Después del calor sufrido durante todo el mes, la temperatura se había suavizado, siendo sumamente agradable el poder pasear disfrutando de aquella soleada tarde de primavera.

Al torcer por la calle donde vivía, Julia se encontraba más animada e incluso había dejado de mirar hacia atrás vigilante en busca de sus temidos perseguidores. Sentía que algo en su interior, desconocido hasta entonces para ella, surgía para reconfortarla; como si le insuflara fuerzas.

Julia vio unas luces de colores que fluctuaban al fondo, y al poco reparó en lo que se trataba. Un coche de la policía se encontraba estacionado junto al portal de su casa, y enseguida tuvo un mal presentimiento.

Lo primero que pensó fue en que algo le había ocurrido a alguno de sus hijos. La imagen de Juanito fue la primera que le vino a la cabeza, como si en alguna parte de su interior estuviera esperando que, antes o después, alguna desgracia le tuviera que pasar. Luego, molesta consigo misma, apartó semejante idea de sí sintiéndose injusta con su hijo, reprochándose a la vez los constantes temores que sentía por él. Quizá en esta ocasión fuera ella la verdadera causante del problema, y aquel coche no representara sino el preámbulo de las pesquisas que se avecinaban.

Pensó en ello un momento, mientras sus pasos la llevaban mecánicamente hacia el portal. En los tres días que habían transcurrido desde la muerte de Ahmed, ningún periódico se había hecho eco de la noticia, algo que a Julia le había parecido extraño.

Pudiera ser que la policía llevara toda aquella investigación en secreto, o simplemente que aquel coche patrulla nada tuviera que ver con ella.

Con creciente ansiedad, Julia entró en el ascensor de su casa. El portal se hallaba vacío, y ello le hizo conferir la idea de que se preocupaba excesivamente. Sin embargo, cuando las puertas del ascensor se abrieron al llegar a su piso, Julia comprendió que su presentimiento era cierto. La puerta de su vivienda se encontraba abierta y junto a ella un agente de la policía parecía tomar notas. Al verla acercarse, dejó de escribir.

—¿Vive usted aquí, señora?

Julia notó como las piernas se le aflojaban y se sintió desfallecer.

Al observar la palidez de su rostro, el agente la sujetó con suavidad por un brazo.

—No tema, señora. Afortunadamente, no hay que lamentar ninguna desgracia personal —se apresuró a decirle.

Julia lo miró con un nudo en la garganta, incapaz de articular palabra. El agente, un joven amable, pareció compadecerse.

—¿Le ha ocurrido algo a mis hijos? —acertó a preguntar por fin Julia, angustiada.

—Ya le he dicho que no hay que lamentar ninguna desgracia. Me temo que han sido ustedes objeto de un robo.

—¿Un robo? —acertó a balbucear Julia mientras entraba en su casa. Esta se encontraba sumida en el caos.

—Debe comprobar si le falta algo antes de interponer una denuncia —señaló el agente mientras la acompañaba.

Visiblemente conmocionada, Julia creyó que un huracán había atravesado su piso. Muebles, lámparas, ropa, enseres personales; todo yacía por el suelo en el más caótico de los amasijos, boquiabierta, entró en el salón, donde se encontró a su hija Aurora fumando un cigarrillo con síntomas de haber llorado. Al ver a su madre, la joven corrió a abrazarla.

—¡Mamá! —prorrumpió en sollozos—. Mira lo que han hecho…

Julia la besó y acto seguido se volvió hacia el otro agente que las miraba con cara de circunstancias.

—Cuando llegó su hija, ya se habían ido, señora. Ella fue la que nos avisó.

—Te llamé al móvil, mamá, pero lo tenías apagado.

«El móvil» —pensó Julia recordando que se lo había dejado olvidado en casa. Luego echó otro vistazo alrededor observando el desastre.

—Creemos que se trata de una banda de albano-kosovares que se dedica al robo de joyas —aseguró uno de los agentes—. Han cometido varios delitos por esta zona. ¿Guardaban joyas en casa?

Julia negó con la cabeza.

—Bueno, las normales. Pero nada que tuviera excesivo valor. Tampoco solemos tener mucho dinero.

—¿Podría ver si le falta alguna? —la invitó el policía.

Julia parpadeó un instante, y acto seguido se dirigió a su dormitorio, que se hallaba en un estado lamentable.

Apartó su ropa interior, que se encontraba tirada sobre los cajones del aparador, y comprobó que sus enseres más valiosos se hallaban guardados en sus cajas. Relojes, pulseras, anillos… Todo estaba allí.

—No sé… —murmuró Julia—. Aparentemente no parece que se hayan llevado ninguna joya. Aunque con el estado en el que se encuentra el piso, tardaremos en saberlo.

—Han tenido suerte, señora —subrayó el agente que parecía estar al mando—. Estos individuos son muy peligrosos, verdaderos profesionales. Han forzado la puerta de su casa con suma facilidad, seguramente esperando encontrar a alguno de ustedes para que les indicara dónde guardan sus objetos de valor.

Julia miró al agente en tanto una sombra de terror se apoderaba de ella.

—Créame, señora. A alguno de estos tipos les hemos llegado a detener hasta veinte veces, pero enseguida vuelven a estar en la calle.

La profesora se acarició los cabellos mientras intentaba poner orden en sus ideas.

—En cuanto organicemos un poco este caos, iré a la comisaría a interponer una denuncia, agente —dijo Julia suspirando abatida.

Los agentes se miraron con la misma resignación que mostraba la señora, sabedores de que, desgraciadamente, aquello era lo de todos los días.

Cuando madre e hija se quedaron solas, Julia escondió la cara entre sus manos reprimiendo un sollozo.

—No llores, mamá —susurró Aurora—. Los agentes tienen razón, al menos no nos ha ocurrido nada.

Julia levantó el rostro y miró a su hija a través de sus ojos velados, abrazándola de nuevo.

—Es verdad, Aurora. Ahora tendrás que ayudarme a poner orden en todo esto.

Los peores augurios hicieron acto de presencia en el nuevo universo que se abrió para Julia. Las últimas palabras de Ahmed acabaron por tomar una consistencia insospechada, pesándole como una losa en su maltrecho ánimo. Suponían mucho más que una advertencia, aunque ella no hubiera sido capaz de percatarse de ello hasta ese momento. Había sido una ilusa, y lo peor de todo era que no se sentía a la altura de las circunstancias.

Para cuando terminó de poner un poco de orden en su casa, Julia ya tenía una idea clara sobre quiénes habían sido los autores de aquel desastre. También sabía lo que andaban buscando, como pudo comprobar al constatar que no faltaba ningún objeto de valor. La aterradora mirada del individuo que la había asaltado en el aparcamiento vino a presentársele tan vivida como si en realidad se encontrara allí, sobresaltándola.

Mientras se preparaba una infusión, no dejó de pensar en el asunto. Obviamente, debía tomar alguna determinación, y cualquiera de ellas le resultaba, como poco, complicada. Ir a la policía era lo que menos le apetecía, pues sospechaba las inconveniencias a las que debería hacer frente hasta que se acabara el caso; eso si por cualquier circunstancia no se veía imputada en él. Pensó también en la posibilidad de dirigirse a la sala de subastas y devolver la obra, aunque finalmente se inclinara a desecharla. Lo ocurrido le hacía recelar de la familia Orloff, cuyo papel en todo aquel embrollo se encontraba lejos de estar claro. Ella había sido la última persona que atendiera a Ahmed en los instantes anteriores a su muerte, con lo cual nadie podía asegurar que este no hubiera hablado más de la cuenta antes de morir. Si la casa de subastas se hallaba implicada, no dudaría en tomar medidas contra ella. Mientras removía el azúcar en su taza, a Julia incluso se le ocurrió que quizá hubieran sido ellos los causantes de aquel desastre, pues conocían su dirección.

Apuró de varios sorbos la infusión, reflexionando sobre el particular sin saber qué pensar. Incuestionablemente, la pieza no podía permanecer más tiempo en sus manos, y menos aún en su casa.

Parpadeó ligeramente mientras sonreía para sí. Era preciso reconocer que había sabido tomar sus precauciones, pues fueran quienes fuesen sus asaltantes, estos no habían podido encontrar el escarabeo.

Julia dejó la taza y avisó a su hija de que iba un momento al portal. Con cierta excitación se observó un instante en el espejo del ascensor, en tanto este bajaba con su habitual lentitud, algo que a ella siempre le había exasperado. Cuando por fin llegó al piso bajo, Julia abrió las puertas dirigiéndose después con paso presto hacia el lugar donde se encontraban los buzones del correo.

Antes de abrirlo, ella miró a uno y otro lado, como una niña mala a punto de cometer una travesura. Luego introdujo la llave en la cerradura del buzón, y su puerta se abrió mostrando el abultado sobre que se encontraba en su interior. Julia no pudo evitar sonreír abiertamente, en tanto volvía a cerrar la puerta de nuevo. En esta ocasión había resultado ser más lista que ellos.

Aquella noche, poco o nada pudo dormir. Cuando su marido la llamó, se abstuvo de contarle nada, conviniendo con su hija que era mejor no preocuparle. Julia conocía muy bien a Juan y sabía que este se pondría histérico si se enterase de lo que había pasado, regresando a casa en el primer avión que pudiera. Si había algo que Julia no necesitaba en ese momento, era una sobredosis de nerviosismo en su vida. Ella intentaría poner orden en todo aquello.

Por la mañana llamó a la facultad explicando lo ocurrido, ante lo cual la instaron a que se tomara varios días de descanso hasta que se sintiera con ánimos de volver a clase.

Julia aprovechó para cambiar la cerradura de su puerta, y después se dirigió a la comisaría para denunciar los hechos.

Era curioso, pero desde el momento en que sus pies tocaron la calle, tuvo el convencimiento de que la vigilaban. De vez en cuando, se paraba frente a algún escaparate para observar con disimulo a través del reflejo de sus cristales si alguien la seguía, como había visto hacer en las películas, mas no vio a nadie que le resultara sospechoso.

De regreso desde la comisaría caminó algo más despreocupada. Por ello se dejó llevar caprichosamente por sus pasos a donde estos quisieron llevarla hasta que, sin saber cómo, se vio paseando por una calle inusualmente solitaria. Al poco de encontrarse en ella, comprendió que se había equivocado.

Julia escuchó como el ruido del motor de un coche se aproximaba en la distancia. Era un sonido poderoso que se hizo aún más patente en el fragmento de tiempo que tardó en volver su cabeza hacia él. Para cuando quiso tomar conciencia de lo que pasaba, una lujosa berlina de color negro paró junto a ella y se abrió una de sus puertas traseras.

Entonces dio un paso atrás dispuesta a salir corriendo calle arriba, con un grito de socorro presto en su garganta; sin embargo, sus pies permanecieron quietos, y su voz muda cual si viera una aparición.

Atónita, Julia observó cómo aquel hombre descendía del lujoso automóvil y le regalaba la más seductora de las sonrisas. Era tal y como lo recordaba la tarde del viernes, cuando lo vio por primera vez en la subasta, sólo que en esta ocasión se dirigía hacia ella.

Julia vio a aquel extraño hacer un ademán con sus manos, invitándola a tranquilizarse. Acto seguido su voz le llegó pausada y embaucadora.

—Señora, le ruego que no se asuste, pero creo que necesita ayuda.