I

Arrebujada entre las sábanas, Julia observaba la oscuridad. El tenue haz de luz que, desde el exterior, pugnaba por abrirse paso entre las gruesas cortinas le permitía hacerlo, a la vez que le invitaba a tomar una difusa conciencia de cuanto la rodeaba. Sin embargo, los párpados todavía le pesaban, como si fueran de plomo, animándola de esta forma a continuar con su sueño. Sólo aquella velada preocupación que desde su interior porfiaba por manifestarse le hacía pestañear una y otra vez, ayudándola inconscientemente en su sorda lucha contra el sopor.

La creciente claridad que anunciaba la llegada del nuevo día vino a asistirla en su antinatural esfuerzo, y así, al poco, sus ojos fueron capaces de permanecer abiertos casi sin dificultad.

De inmediato, la vaga sensación de angustia que había experimentado durante su despertar se hizo plenamente presente, haciéndole buscar instintivamente el reloj junto a su mesa de noche.

—Las siete y diez —se dijo, mientras observaba la hora.

Al punto su preocupación no hizo sino aumentar mientras se refugiaba de nuevo bajo las sábanas. Junto a ella, Juan, su marido, parecía ausente a su desasosiego, pues no había duda de que disfrutaba del más plácido de los sueños.

Julia se incorporó levemente para observarlo mejor y no tuvo ninguna duda de ello. Mientras dormía, las facciones de su rostro, particularmente distendidas, le daban una expresión bondadosa, casi rayando en lo beatífico, que hacían pensar que el lugar donde se encontraba su marido debía de hallarse más cerca del cielo que de la tierra, pues hasta la saliva fluía levemente por la comisura de sus labios en forma de un pequeño hilillo. Y luego estaba su respiración, regular y acompasada, y tan profunda que era capaz de componer toda una sinfonía de los más variados ronquidos sin ninguna dificultad.

Julia odiaba los ronquidos, aunque con el tiempo no hubiera tenido otra alternativa que dormir junto a ellos. Sin embargo, acostumbrarse a estos le había resultado de todo punto imposible; por eso, cuando el estrépito se le hacía insoportable, no tenía más remedio que jalear a su marido tal y como si fuera un equino, para ver si así se calmaba, aunque en la mayoría de las ocasiones tuviera también que moverle, eso sí, con suavidad.

Semejante estrategia solía darle buenos resultados, y en aquella ocasión también sucedió así; Juan se dio la vuelta y continuó su placentero sueño, respirando, esta vez, con angelical suavidad.

Julia se acurrucó entonces junto a él experimentando cierto fastidio. El hecho de sentirse preocupada mientras su marido dormía a pierna suelta la molestaba irremediablemente. Sobre todo porque la causa de dicha preocupación no le era ajena en absoluto a su cónyuge, ya que, al fin y al cabo, se trataba de sus hijos.

No obstante, justo era reconocer que aquel sin vivir no era nada nuevo, pues se presentaba invariablemente cada fin de semana, justo cuando sus hijos salían a divertirse. Sus escapadas nocturnas no acababa de comprenderlas, sobre todo porque solían iniciarlas sobre la una de la madrugada, casi a la hora en que ella y su marido se iban a dormir. Mas el principal problema estribaba en que nunca regresaban antes de las siete, lo cual se traducía en el hecho de que hubiera tiempo más que suficiente para que la intranquilidad acabara por apoderarse de Julia, impidiéndole descansar.

En ocasiones se despertaba a media noche sobresaltada, creyendo haber oído sonar el timbre del teléfono insistentemente, como sólo ellos saben hacerlo cuando guardan una mala noticia. Luego, tras tomar conciencia de su espejismo, trataba de conciliar el sueño de nuevo aun a sabiendas de que la desazón volvería a llamar otra vez a su puerta.

Aunque no se tuviera por el paradigma de las madres protectoras, aquella preocupación por lo que pudiera ocurrirles a sus hijos era algo que no podía remediar. Para ella, la noche se encontraba plagada de peligros que iban mucho más allá de la propia comprensión de sus vástagos, quienes, obviamente, solían hacer burlas sobre lo que ellos consideraban «rancias exageraciones». Por el contrario, Julia se tenía por lejana a la mojigatería; nunca lo había sido, y en sus años mozos gustaba de divertirse como el que más, aunque jamás encontró la necesidad de regresar a su casa a la hora del desayuno.

Julia suspiró con fastidio en tanto se acomodaba mejor junto a su marido. De ordinario él no compartía sus temores, y casi siempre quitaba importancia a sus inquietudes, a veces incluso delante de sus hijos, hecho este que a ella la exasperaba irremediablemente.

Sin embargo, él era un buen hombre. Levaban casados veinte años, aunque juntos estos resultaran muchos más. Ella había conocido a Juan en una fiesta del colegio mayor donde este residía, cuando cursaba su segundo año en la universidad. En aquella época, mediados de los ochenta, Julia era una chica llena de ilusiones, con una idea muy clara de cómo le gustaría que fuera el mundo que la rodeaba, y la necesidad imperiosa de aportar su granito de arena para conseguirlo. Como además era de carácter resuelto, enseguida se apuntó a todos los movimientos estudiantiles habidos y por haber, en defensa de esto o aquello. Esta circunstancia causó no poca perplejidad a su padre, don Sócrates, aunque también ternura e íntimo orgullo, pues si existía alguien con la fuerza suficiente para acometer la difícil tarea de mejorar aquel mundo de Dios, esos eran los jóvenes. A don Sócrates le parecía bien que su hija poseyera tan elevadas inquietudes, ya que si a los dieciocho años estas no se tenían, no se tendrían jamás. Eso sí, él, muy circunspecto, se cuidaba de hacer comentario alguno en público, dejando que sólo su corazón compartiera tales opiniones; entre otros motivos porque don Sócrates era catedrático de Historia Antigua en aquella universidad.

Ni que decir tiene que Julia adoraba a su padre. Para ella representaba el compendio de todos los valores que debían poseer los hombres, incluido ese pequeño toque excéntrico que les daba un singular atractivo. Su propio nombre, poco común, no era sino una minúscula parte de una peculiar personalidad que podía causar de todo menos indiferencia. Sus padres, grandes aficionados al mundo clásico, habían decidido llamarle así debido a la profunda admiración que sentían por el filósofo griego del mismo nombre y, cosa curiosa, como ocurriera con los progenitores del gran pensador de la antigüedad, se dedicaban a los mismos oficios, puesto que él era escultor y ella, comadrona.

Con semejante ascendente es fácil comprender que don Sócrates se sintiera atraído por la antigua civilización griega ya desde temprana edad, aunque también, justo es reconocerlo, en él confluyeran una capacidad de síntesis y una memoria prodigiosas, que a la postre conseguirían hacer de él una verdadera enciclopedia andante de todas las culturas clásicas del Mediterráneo.

En realidad su forma de ser parecía, en no pocas ocasiones, una extrapolación de todo aquel pensamiento clásico, crisol de futuras civilizaciones. Era aficionadísimo a las tertulias y discusiones, y como poseía una hábil dialéctica, se regocijaba creando confusión entre sus contertulios, a veces con pensamientos contradictorios.

Julia tenía que reconocer que, a menudo, resultaba agotador, ya que la actitud de su padre podía llegar a resultar extravagante, particularmente cuando intentaba trasladar las costumbres de aquellas antiguas culturas a la actualidad. Su propio nombre, Julia, era una buena prueba de ello, pues don Sócrates lo había elegido en recuerdo de la hija que tuviera Julio César, personaje por el que sentía una verdadera fascinación. En muchas ocasiones, Julia había pensado en ello, y también en el hecho de que su madre se llamara Cornelia, como la esposa del dictador romano.

Este aspecto le había llegado a intrigar sobremanera, pues le parecía mucha casualidad la coincidencia de nombres tan poco comunes. ¿Habría sido su padre capaz de casarse con su madre por el simple hecho de que se llamara Cornelia? Julia reconocía que esta cuestión se la había formulado más veces de las que hubiera deseado, y hubo ciertos momentos en los que creyó a don Sócrates perfectamente capaz de hacerlo.

Luego se arrepentía de haber pensado semejante dislate, sobre todo al comprobar lo felices que habían sido sus padres y el amor que siempre se habían profesado. Ella fue el resultado de dicho amor, un fruto inesperado y algo tardío que vino a completar la ventura de su pequeña familia.

Huelga decir que la educación que recibió Julia estuvo plagada de toda una pléyade de héroes antiguos y personajes mitológicos, así como de las doctrinas de los más grandes pensadores. «Hombres de otro tiempo —solía repetirle a menudo su padre— sin cuyos elevados ideales aún nos hallaríamos en las cavernas».

Por tal motivo la pasión que don Sócrates sentía por las humanidades prendió en ella con facilidad y así, al llegar a la edad en la que debía decidir qué estudios cursaría, la elección ya estaba tomada: sería historiadora.

Independientemente de que Julia creciera dentro de aquel universo, don Sócrates puso especial cuidado en que su educación fuera la adecuada a los tiempos que corrían. Según el parecer del catedrático, el aprendizaje de las lenguas era fundamental en cualquier formación humanística, no circunscribiéndose esta al mero conocimiento del latín y el griego. Don Sócrates quería que su hija hablara correctamente algún idioma moderno, por lo que la matriculó desde bien pequeña en un centro bilingüe, enviándola además todos los veranos a estudiar a los mejores colegios ingleses que se pudo permitir. Así fue como Julia aprendió el inglés, lengua que llegó a hablar con fluidez ya desde la adolescencia.

—Algún día ese idioma te será de gran utilidad —le dijo orgulloso don Sócrates—. Es la lengua de los dioses del nuevo imperio.

Don Sócrates recibió la alegría de su vida el día en que su hija se matriculó por primera vez en la universidad, y luego aprovechó para hacer sus acostumbrados chistes y mostrar su natural inclinación hacia las travesuras, al hacerle ver que, finalmente, él sería quien debería aprobarla.

—Je, je —reía don Sócrates—. Tendrás que estudiar más que el resto; mi reputación también está en juego.

Julia nunca defraudaría a su padre, pues desde el primer día demostró ser una estudiante brillante que, en poco tiempo, habría de ser bien conocida en el campus universitario, aunque por motivos bien diferentes.

No cabía duda de que a los dieciocho años Julia era toda una belleza. Su padre le decía que sus rasgos eran el vivo ejemplo de las formas clásicas.

—Si hubiera sabido que ibas a ser tan bella, te hubiera puesto por nombre Helena —aseguraba orgulloso—. Aunque también te prevengo para que te cuides de los Paris y Menelaos que, de seguro, se cruzarán en tu vida.

Julia ya sabía que era hermosa. Su rostro se asemejaba al de las antiguas diosas que los artistas griegos inmortalizaran en el más excelso mármol del Pantélico. Además, era poseedora de una figura de armoniosas formas en la que las proporciones también parecían seguir las pautas de los escultores de la admirada Hélade; y luego estaba su cabello, oscuro y abundante, que caía como una cascada hasta su cintura enmarcando aquellas facciones que parecían haber sido sacadas de los antiguos talleres de Praxíteles, Escopas o Lisipo, ya olvidados por los siglos; nariz recta, labios carnosos, rasgos simétricos, y unos ojos almendrados de ese mismo color, que desbordaban toda la fuerza que la joven albergaba en su interior.

No era de extrañar que Juan se enamorara de ella el primer día en que la vio. En realidad, media facultad ya lo estaba, y los anhelos, deseos y suspiros eran algo común cuando se la veía pasar. Lo verdaderamente insólito fue que la joven se fijara en él, sobre todo porque Juan se encontraba lejos de parecerse a las criaturas que, como Julia, podían habitar en el Olimpo. Él era un simple mortal, muy normalito, en el que la naturaleza no había puesto demasiado entusiasmo, aunque, eso sí, le distinguiera con una más que aceptable inteligencia y considerable bondad.

Cuando se conocieron, Juan apenas pudo balbucear tres palabras seguidas. Fue durante una fiesta de disfraces celebrada en su colegio mayor, a la que Julia también había sido invitada. La joven había decidido hacer honor a su fama y llevaba puesta una clámide, de un blanco inmaculado, que dejaba al descubierto uno de sus hombros a la vez que colgaba grácilmente sobre su espalda. Tocada con un elaborado peinado, Julia parecía una auténtica heroína de los tiempos de Herodes Ático, y ante aquella visión Juan creyó desfallecer.

De inmediato él mismo se avergonzó de su aspecto, pues se había disfrazado de torero y el traje le quedaba francamente mal. Con la chaquetilla algo descolorida y la taleguilla más bien apretadita, Juan era todo un espectáculo que no dejaba indiferente a nadie, sobre todo porque el joven estaba un poquito entradito en carnes, y con aquel atuendo parecía un embutido de los que solían manufacturarse en su tierra, ya que él era de Salamanca.

A Julia le hizo tanta gracia que incluso llegó a bailar con él tres veces, ante la algarabía general. Al verse frente a semejante sílfide, Juan se puso colorado como el capote que le acompañaba, y sintió tal vergüenza que hasta se le olvidó quitarse la montera.

Sin embargo, aquello fue el principio de su relación y, ante la incredulidad del campus universitario, acabaron por hacerse novios.

Para don Sócrates resultó un auténtico enigma el que su hija pudiera enamorarse de aquel joven. En su opinión, Julia debía estar predestinada para algún semidiós reencarnado, algo de lo que, obviamente, Juan se encontraba lejano. Que el muchacho fuera estudioso y muy formal no ayudaba a mejorar la impresión que tenía de él, pues, en su opinión, era una persona gris y, además, estudiante de ciencias, con lo que eso significaba, pues era por todos conocida la poca consideración que don Sócrates sentía por tal disciplina.

—Los tecnócratas acabarán con nuestra sociedad —decía a menudo.

Sin embargo, nunca se manifestó en contra de aquella relación, dejando que fuera su hija la soberana de su vida. Si ella decidía casarse algún día con aquel futuro ingeniero, a él le parecería bien.

Lo que no pudo imaginar don Sócrates fue la forma en que se casarían. Después de tres años de noviazgo, Julia se quedó embarazada, algo que, por otra parte, se veía venir, pues Juan se enardecía con suma facilidad en cuanto se quedaban a solas. Las precauciones que de ordinario solían tomar no surtieron efecto en aquella ocasión, y la joven se quedó en estado.

Cuando Julia se lo contó a sus padres, estos la abrazaron con lágrimas en los ojos asegurándole que no debía preocuparse, al tiempo que le hacían ver que la vida daba sorpresas de aquel tipo. Juan ya había terminado su carrera y se encontraba buscando trabajo, por lo que se podrían casar, aunque don Sócrates le advirtió que sólo lo hiciera si estaba enamorada del joven.

—Veo en él lo que los demás no veis —le respondió Julia con un cierto tono enigmático—. Es un hombre bueno y le quiero. Estoy segura de que seré feliz a su lado.

Pero todo el ánimo y comprensión que la joven recibiera de sus padres no fue correspondido por sus suegros cuando estos se enteraron de la noticia. A su suegra, doña Virtudes, mujer de moral intachable que hacía honor a su nombre, no le gustó en absoluto que su hijo, ya ingeniero, se tuviera que casar de penalti con aquella jovencita que había resultado ser una fresca.

—Esta ha cazado a nuestro Juan —le aseguraba muy compungida a su marido.

Para Julia aquel fue el principio de una mala relación con su familia política, que con el tiempo no haría sino deteriorarse aún más. Doña Virtudes llegó a resultarle insufrible, y sólo la distancia, al vivir la señora en Salamanca, le ayudó a sobrellevarlo mejor.

Así fue como ambos jóvenes iniciaron su vida en común. Julia terminó sus estudios el mismo año en que dio a luz a una niña, a la que puso por nombre Aurora, sintiéndose feliz como nunca, y convencida de que los dioses mitológicos de los que tanto hablaba su padre la habían señalado con la fortuna.

De hecho, al año de haber nacido Aurora, ambos decidieron tener otro niño. Quizá el que los dos cónyuges fueran hijos únicos les animara a hacerlo, pues deseaban que la niña creciera junto a un hermanito con el que poder jugar.

De este modo vino al mundo el segundo de sus retoños, al que llamaron Juan, para gran disgusto de don Sócrates, que sin duda hubiera preferido bautizarle con el nombre de Aquiles o incluso Héctor.

Julia suspiró al recordar aquellos años mientras escuchaba la respiración pausada de Juan. Había sido un buen marido, sin duda, siempre atento y considerado a la vez que respetuoso con las decisiones que, de ordinario, ella tomaba. De ningún modo podía quejarse de la vida que había llevado, pues Juan siempre había procurado su felicidad, dentro de sus posibilidades.

Por otro lado, Juan había resultado ser un trabajador incansable y, tras estar empleado en varias empresas del sector de las comunicaciones, se había colocado definitivamente en una multinacional dedicada a la informática, donde estaba muy bien considerado, ejerciendo unas funciones que le obligaban a viajar con frecuencia por Europa.

Ella, por su parte, se había doctorado, y en la actualidad impartía clases como profesora de Historia Antigua en la universidad, algo que enorgullecía enormemente a su casi octogenario padre.

Aunque sin ostentaciones, su vida podía considerarse como desahogada. Vivían en un piso junto al Retiro madrileño y poseían un pequeño apartamento en la costa, donde solían disfrutar los días de puente y parte de sus vacaciones.

Fuera de estos lujos, sus ingresos no daban más que para la vida diaria. La educación de sus dos hijos y los gastos habituales dejaban poco margen para el ahorro, como también ocurriera con la mayoría de las familias.

Mientras notaba cómo los párpados comenzaban a pesarle de nuevo, Julia tuvo un último pensamiento para su marido. Su vida junto a él apenas había sufrido sobresaltos. Los años habían acabado por convertir su convivencia en algo rutinario, en donde la monotonía era señora absoluta de sus vidas. Lejos quedaba el frenesí que desbordaba a Juan cada vez que la veía y, por qué no decirlo, a ella misma. Hacía muchos años que sus relaciones sexuales no eran sino una parte más de aquella monotonía, y la pasión había acabado por consumirles con su propio fuego, cual pira funeraria, haciéndoles olvidar llevar el óbolo para que Caronte, el barquero, los llevase a la otra orilla del Aqueronte.

Quizá fuese ese el motivo por el que el ardor y el arrebato se hubieran diluido para siempre, como si en verdad se encontraran en el Hades.

Luego pensó que debía de haber otra explicación que tal vez concerniera sólo a la condición humana, pues aquel hecho le ocurría a la mayor parte de las parejas que conocía. Al final, sólo quedaba la ternura y un amor que podía ir mucho más allá que el propio deseo, con suerte, o quizá la destrucción.

Sus ojos se cerraban al ritmo de su respiración acompasada, y otra vez aquella velada preocupación se acomodaba en sus entrañas.

Su despertar fue tan repentino como convulso. Jadeante, Julia se incorporó en la cama justo para escuchar cómo alguien cerraba la puerta de la casa. A su lado, Juan había recobrado nuevos ánimos y roncaba a pierna suelta, emitiendo una especie de estertores sumamente desagradables. El brío de su marido la invitó a levantarse definitivamente y, tras ponerse una bata, salió de la habitación.

Julia entró en la cocina en el momento en que su hija se preparaba un café.

—Hola, mamá, ¿quieres que haga para ti?

Julia negó con la cabeza mientras se disponía a llenar un cazo de agua para hacerse una de las infusiones a las que era tan aficionada. Miró de soslayo a su hija y acto seguido puso el agua a hervir.

Hacía tiempo que Aurora vivía su vida. Llevaba saliendo con un chico un par de años, y el mes anterior le había dicho que deseaban irse a vivir juntos. A ella, como madre, no le gustó nada la idea, sobre todo porque su novio no le parecía el hombre más indicado para su hija. El muchacho había estudiado informática, y Juan le había colocado temporalmente en su empresa proporcionándole, así, su primer trabajo. El joven era buena persona, pero tan apocadito que Julia no se lo imaginaba haciendo frente a los duros avatares que la vida acostumbraba a plantear.

Al principio de conocer la relación de su hija, ella se disgustó mucho, aunque luego tuvo que reconocer que tampoco a su padre, don Sócrates, le había gustado en su día su futuro marido y, no obstante, no puso objeciones a su decisión de casarse con él.

Después, pasado algún tiempo, Julia se consoló pensando que el chico era trabajador y no parecía proclive a vicios tales como el alcohol o las drogas, tan habituales entre buena parte de los jóvenes.

Por otra parte, Aurora había cumplido ya veinte años y era lógico que tuviera sus ilusiones, aunque estas hubieran de ser compartidas con tan insulso muchacho. Ella cursaba el tercer año de Bellas Artes, y lo único que inquietaba a su madre era el que el día menos pensado le dijera que se había quedado embarazada. Lo último que deseaba Julia es que su hija repitiera su misma historia, por lo que no se cansaba de prevenirla para que tomara sus precauciones.

—Hija, no comprendo cómo podéis estar divirtiéndoos hasta estas horas. ¡Son las ocho y media! —exclamó Julia mientras se servía el té verde.

—Mamá, no seas antigua. Hoy todo el mundo sale por la noche.

Julia se llevó la taza a los labios en tanto volvía a mirar el reloj de la cocina.

—¿Has visto a tu hermano?

—Sabes que no frecuentamos los mismos lugares. Además él tiene otro tipo de amigos.

Julia conocía de sobra los amigos que tenía su hijo, que no eran sino parte destacada de su propia preocupación.

Su hijo, Juanito, la traía por la calle de la amargura. Con dieciocho años recién cumplidos, era el joven más vago e irresponsable que cupiera imaginar. Era un pésimo estudiante, y no parecía tener el más mínimo interés por nada que no fueran los videojuegos, y una música estridente que se inoculaba durante la mayor parte del día a través de unos pequeños auriculares. Cuando intentaba dialogar con él en busca de su opinión sobre lo que pensaba de la vida o su futuro, se limitaba a mirar con cara de ausencia sin molestarse siquiera en abrir los labios.

A Julia, en semejantes ocasiones, le parecía estar hablando con un selenita, e invariablemente terminaba por alterarse para decirle de todo, aunque a él le diera lo mismo, pues según acababa su madre con la perorata, volvía a ponerse sus auriculares como si nada fuese con él.

Claro que sus amigos no le iban a la zaga, ya que eran tan vagos y pasotas como él. Desconocían el significado de la palabra responsabilidad, y no digamos la de solidaridad. Lo que fuera a ocurrir con el planeta Tierra no era asunto suyo, y pensaban que ya que todos los actuales males del mundo habían sido originados por sus padres, era a estos a los que les correspondía solucionarlos. A Julia le parecían un atajo de redomados egoístas, sin criterio, cuyo único fin en esta vida era el de divertirse. Eso sí, con el dinero de sus padres.

Tanto su esposo como ella habían intentado comprender aquella mentalidad tendiendo un puente hacia su hijo, con la esperanza de poder ser considerados como sus amigos, mas esta estrategia había fracasado estrepitosamente. Juanito había terminado por coger la medida a sus padres, y la situación había acabado por írseles de las manos.

A Julia sólo le quedaba resignarse y sufrir, como madre suya que era. A la postre, su hijo no representaba sino un fracaso en sus vidas y, aunque su marido había decidido no mantener apenas relación con semejante bergante, ella no podía apartar su preocupación tan fácilmente. Además, en los últimos meses, Julia sospechaba que su hijo tomaba drogas en sus salidas nocturnas, pues un día había descubierto en uno de los bolsillos de sus pantalones unas pequeñas pastillas de color amarillo que llevaban grabado el logotipo de una serpiente, y que resultaron ser anfetaminas pertenecientes a las llamadas drogas de síntesis.

El escándalo que se originó fue mayúsculo, aunque el chico, impertérrito, se enfrentó a la ira de sus padres argumentando que dichas pastillitas pertenecían a un amigo, y que él sólo se las había guardado. A partir de aquel instante, Julia se convenció de que cualquier noche de fin de semana el teléfono de su casa sonaría para darles una mala noticia.

Eran más de las nueve cuando Juanito llegó aquella mañana. Como siempre, tuvo que aguantar el sermón de su madre mientras su cándida hermanita se terminaba la tostada con mermelada. Él optó por no entrar en discusiones, pues después de lo que había trasegado aquella noche no tenía el cuerpo para debates familiares, así que se tomó un vaso de Cola-Cao y se metió en la cama tan campante, ante la mirada furiosa de su madre. Ella nunca lo comprendería, pues no en vano vivía en un mundo cuya realidad era bien diferente.