CAPÍTULO PRIMERO

En el patio del County Hotel de Wiltsbury, dos chóferes estaban ocupados con sus automóviles. George Green, al poner fin a su trabajo en las profundidades del gran «Daimler», restregó sus manos en un trozo de tela manchada de grasa y permaneció contemplando el coche, dejando escapar un suspiro de satisfacción. Era un muchacho alegre y sonreía porque estaba contento con su faena: había conseguido localizar y arreglar la causa de que el motor fuera mal. Se dirigió hacia su compañero que estaba terminando de embellecer su «Minerva».

El hombre le saludó.

—Hola, George. ¿Has terminado?

—Sí.

—Oye, ¿tu patrón es yanqui? ¿Qué aspecto tiene?

—Como todo el mundo. Es buena persona, aunque con sus manías. Se niega a que supere las cuarenta millas.

—Pues tienes la suerte de no trabajar para una mujer, chico —dijo el otro, que se llamaba Evans—. Siempre están cambiando de parecer y no tienen ni idea de lo que es la hora de las comidas. A veces prefieren el picnic. Muchas veces, en realidad. Y ya sabes lo que eso significa: un huevo duro y dos hojas de lechuga.

Green se sentó sobre un barril cercano.

—¿Por qué no la plantas?

—No es tan fácil conseguir el trabajo que quieres en estos tiempos.

—Cierto —confirmó Green con aspecto reflexivo.

—Y tengo mujer con dos críos, amigo. ¿Recuerdas aquellas majaderías sobre «una tierra adecuada para que en ella vivan los héroes»? La verdad es que, en 1920, si tienes trabajo, lo mejor que puedes hacer es aferrarte a él.

Permaneció un momento silencioso.

—Si lo miras bien, eso de la guerra es un asunto curioso. A mí, me hirieron dos veces. Granadas. Luego dejan algo extraño. Mi mujer me dice a veces que la asusto, que parezco chiflado. La verdad es que suelo despertar a mitad de la noche aullando y sin saber bien dónde estoy.

—Ya sé como te sientes —dijo Green—. A mí me sucede algo parecido. Cuando me recogieron, en tierras de Holanda no podía recordar nada. Sólo mi nombre.

—Pero eso fue cuando la guerra ya había terminado, ¿no es así?

—A los seis meses del armisticio. Trabajaba en un garaje por allí. Unos tíos borrachos me atropellaron una noche. Iban en un camión. Por suerte el accidente los puso sobrios y decidieron llevarme a un hospital, donde me atendieron. Llevaba un gran golpe en la cabeza, pero los médicos se lucieron conmigo. Luego, los que me habían atropellado me buscaron un buen trabajo y llevaba dos años allí, cuando se presentó el señor Bleibner. Éste alquiló coches en nuestro garaje un par de veces, y yo le servía de chófer. Simpatizo conmigo, terminando por ofrecerme el puesto de chófer particular suyo.

—¿Quieres decir que nunca habías pensado volver a Inglaterra por tu cuenta?

—Nunca. No quería volver, en realidad. Carecía de parientes aquí. Al menos, no recordaba a ninguno. Sólo creí saber que, de tenerlos, con ellos se mezclaba algún jaleo extraño.

—Pues yo no diría que eres de los que se meten en jaleos compañero —comentó Evans riendo.

También George Green se rió. Era un hombre joven y alegre, alto, moreno y de anchos hombros. Parecía estar sien predispuesto a reír.

—La verdad es que desde entonces no tengo preocupaciones —alardeó—. Supongo que siempre he sido de los que la toman la vida a la ligera.

Se ausentó sin dejar de sonreír. Debía notificar al señor Bleibner que su «Daimler» estaba ya listo para seguir viaje.

El patrono de Green era un norteamericano alto, de rostro macilento. Parecía sufrir de dispepsia. Al hablar, se esforzaba por usar un lenguaje puro y claro.

—Muy bien, Green. Ahora llévame a casa de Lord Datchet donde me esperan a comer. Ya sabes, en Abingworth Friars. Está a unas seis millas.

—Sí, señor.

—Después del almuerzo he de ir a una propiedad llamada Abbots Puissants. Abbotsford es el nombre de la aldea más cercana. ¿Sabrás ir?

—El nombre no me es extraño, señor, aunque no podría decir dónde se encuentra exactamente el lugar. Miraré el mapa.

—Eso. No creo, sin embargo, que se encuentre en un radio mayor de veinte millas. Me parece que está de camino a Ringwood.

—Muy bien, señor.

Green se llevó la mano a su gorra y volvió donde se hallaba el coche.

2

Nell Chetwynd atravesó las grandes puertas ventanas del salón para salir a la terraza de Abbots Puissants.

Era uno de esos días en que comienza a sentirse la llegada del otoño y en los que el aire está tan inmóvil que no se alcanza a percibir signo alguno de vida. La naturaleza parecía querer fingirse inconsciente. El cielo tenía un color celeste muy claro, y una ligerísima bruma poblaba la atmósfera.

Nell, apoyada en una gran urna de piedra, paseó la mirada por el silencioso panorama. Todo cuanto veía era muy hermoso y muy inglés. Los grandes jardines, perfectamente cuidados, armonizaban con la casa que, tras importantes y expertas reparaciones, mostraba su mejor imagen.

Aunque no era muy dada a las emociones, al detener los ojos sobre los muros color rojo pálido de la casona, sintió una leve sensación de congoja. Todo era tan solemnemente bello que hubiese querido que Vernon se hallase allí para compartir con él tanto esplendor.

Sus cuatro años de matrimonio la habían tratado bien, aunque los cambios en su aspecto eran evidentes. Nada quedaba, por ejemplo, de aquella ninfa: de encantadora muchacha se había convertido en hermosa mujer. Se la veía reposada y segura. Sus rasgos se habían asentado en un definido tipo de belleza inalterable. Sus movimientos delataban cierta actitud deliberada y no, como antaño, la inmadurez. Estaba un poco más gruesa. En conjunto, podría decirse que era como la rosa en su plenitud.

Una voz la llamó desde la casa.

—¡Nell!

—Aquí estoy, George. En la terraza.

—Allá voy.

¡Qué bueno y simpático era George! Una suave sonrisa, cruzó por su rostro. El marido perfecto. Tal vez el hecho derivara de ser norteamericano. No en vano se decía con frecuencia que ellos eran los mejores esposos del mundo. Decididamente, George no podía ser mejor. Su boda, pensaba, había sido un indudable acierto. Claro que Nell nunca llegó a sentir por George lo que por Vernon; pero, casi a pesar suyo, se decía que tal vez fuera mejor así. Las tempestuosas pasiones que devastan y arrasan no suelen durar. A cada paso constataba la verdad de aquel tópico.

Sus rebeldías estaban acalladas. Ya no se preguntaba por qué Vernon le había sido arrebatado. Dios sabía la razón. Los seres humanos se levantaban a veces contra Él, para llegar finalmente a la conclusión de que todo había sido para bien.

Ella y Vernon supieron lo que, en realidad, era la suprema felicidad. El recuerdo estaba en el corazón de Nell, encerrado allí para siempre, impoluto e imperecedero, como propiedad preciosa y secreta, como una joya oculta. Ya podía pensar ahora en él sin dolor ni ansiedad. Se habían amado arriesgándolo todo para poder estar juntos. Luego sucedió la desgarradora separación y finalmente podía decir que había conquistado la paz de espíritu.

Sí. Tal era el rasgo predominante de su vida actual: la paz. George se la había dado, al rodearla de comodidades, lujo y ternura. En cambio, Nell se consideraba una buena esposa, aunque, desde luego, no estuviera tan pendiente de él como de Vernon. Le tenía afecto, naturalmente. Mucho afecto, que es el sentimiento más seguro para transitar a lo largo de la vida junto a otro ser.

La dualidad confianza-dicha venía a simbolizar y a resumir lo que sentía. Hubiese querido que Vernon lo supiera, pues de seguro se habría alegrado.

George Chetwynd salió a su encuentro. Vestía elegantes prendas deportivas inglesas y era la verdadera estampa del aristócrata hacendado. Los años no parecían haber pasado por él. No sólo no aparentaba más años sino que se hallaba más joven.

En una mano llevaba cartas.

—He aceptado salir de caza con Drummond. Creo que lo pasaremos bien.

—Naturalmente.

—Debemos decidir a quiénes vamos a invitar.

—Bueno, ya hablaremos de este asunto por la noche. Entretanto, me alegro que los Hays no hayan podido venir a cenar. Tendremos la noche para nosotros solos, temía que te cansaras en la ciudad, Nell.

—Oh, cierto que hemos ido de un lado para otro sin parar, pero es bueno moverse un poco. Así se aprecia más esta extraordinaria quietud del campo.

—Es maravillosa —repitió George.

Echo una mirada apreciativa por todo el paisaje.

—No existe otro lugar en Inglaterra que hubiera deseado tanto poseer como éste. Hay una atmósfera especial por aquí.

Nell asintió con la cabeza.

—Sé a qué te refieres.

—Me hubiera disgustado mucho la idea de que todo esto hubiese ido a parar a manos como… las de los Levinne, por ejemplo.

—Te entiendo, aunque Sebastián es sumamente simpático e inteligente. Tiene un gusto excelente. Sabe elegir.

—Sí. Sobre todo cuando se trata de conocer las inclinaciones del público. No sé si tiene gusto o no; pero nadie discutirá que conoce el gusto ajeno.

George hablaba en tono seco.

—Un éxito tras otro —añadió—. Y apenas algún raro «succès d’estime», que le viene bien para simular que no va únicamente detrás del dinero. Su apariencia responde a la perfección a su carácter. Cada vez está más zalamero y relamido. Hay una caricatura suya en el Punch de esta semana. Muy justa.

—Sebastián ha de ser la delicia de los caricaturistas —dijo Nell sonriendo—. Con sus enormes orejas y sus pómulos prominentes y muy altos… De niño tenía ya un aspecto especial.

—Me causa gracia pensar en todos vosotros jugando por aquí cuando erais críos. A propósito, te tengo reservada una sorpresa. Una amiga, a quien hace tiempo que no has visto, vendrá a almorzar hoy mismo.

—¿No será Josephine?

—No. Jane Harding.

—¡Jane Harding! Pero ¿cómo…?

—Me la encontré ayer en Wiltsbury. Está de gira con una compañía de teatro.

—¡Jane! Sabes, George, ignoraba que la conocieras.

—Pues sí. Fuimos presentados cuando yo estaba en Servia, durante la campaña de socorros de guerra. Salimos juntos algunas veces. Te escribí contándotelo.

—¿Sí? Pues no lo recuerdo.

Algo en la entonación de su voz pareció sobresaltar a George.

—No te disgusta, ¿verdad, cariño? —dijo ansiosamente—. Pensé que al invitarla te daría una sorpresa agradable. Siempre pensé que erais buenas amigas. Si te desagrada el programa podría llamarla por teléfono, y…

—No, no. Claro que no me disgusta. Por el contrario. Estaré encantada de verla otra vez. Sólo que la noticia me cogió desprevenida. Quiero decir que no la esperaba.

George se tranquilizó.

—Pues ya está. Jane me ha dicho que un norteamericano llamado Bleibner, a quien conocí mucho en Nueva York años atrás, se encuentra casualmente en Wiltsbury. Quisiera enseñarle las ruinas de la abadía. Se especializa en esta clase de antigüedades. ¿Te importaría que le invitara también a él?

—Naturalmente que no me importa. Dile que venga con Jane.

—Veré si puedo localizarle por teléfono ahora. Tenía idea de llamarle anoche, pero se me olvidó.

Dejándola, fue de nuevo al interior de la casa. Nell frunció el ceño al quedar sola.

George había reaccionado correctamente, cuando notó el efecto que el nombre de Jane Harding producía sobre su esposa. Por alguna razón no explicable, le disgustaba que Jane fuera a almorzar con ellos aquel día. En verdad, no tenía interés alguno en ver a Jane. La sola mención de su nombre parecía haber alterado la serenidad de la mañana. «Todo era tan bello —pensó— y ahora…».

Estaba fastidiada. Sí, fastidiada. Temía a Jane. Siempre la había temido. Era de esa clase de personas de las que nunca se puede estar segura. Se las arreglaba para…, ¿cómo expresarlo?, para complicar las cosas. Todo lo complicaba. Y Nell no quería ninguna complicación en su vida presente.

Inadvertidamente pensó: «¿Cómo se las habrá arreglado George para conocerla en Servia? ¡Qué situaciones tan molestas suelen presentarse de improviso!».

—Sin embargo, era absurdo sentirse atemorizada por Jane. Ahora ya no podía hacerle daño alguno. No era más que una fracasada. De lo contrario, no integraría un elenco que actuaba en provincias.

Según se dice, hay que ser leal con los viejos amigos, y Jane lo era. Ahora vería cómo Nell entendía la lealtad. Con un brillo de seguridad en los ojos, subió las escaleras para cambiar su vestido por otro de crêpe, de suave color gris, que armonizaba magníficamente con el collar de perlas que le regalara George en el último aniversario de bodas. Puso especial cuidado en su maquillaje, dando rienda suelta a oscuros instintos femeninos.

—Menos mal —dijo casi en voz alta— que estará presente ese otro americano. Contribuirá a hacer las cosas más fáciles.

¿Por qué suponía que la situación iba a ser difícil? No encontró respuesta a su pregunta.

George subió a buscarla cuando se aplicaba un último toque de polvos.

—Jane ha llegado —dijo—. Está en el salón.

—¿Y el señor Bleibner?

—No podrá venir. ¡Lástima! Tenía un compromiso para almorzar. Pero vendrá más tarde.

—¡Oh!

Bajó lentamente hasta la planta baja. Era ridículo, pero sentía aprensión. Pobre Jane, se decía a sí misma, sólo merece lástima y es preciso ser amable con ella. Ha de ser terrible perder la voz y llegar a encontrarse en la situación en que está.

Pero Jane no parecía necesitar la piedad de nadie. Repantigada en el gran sofá, con expresión despreocupada, miraba en torno suyo.

—Hola, Nell —exclamó al verla—. Bueno, parece que has encontrado un sabroso agujero donde enterrarte.

A Nell le pareció una frase ultrajante. Endureció un poco su propia actitud. De momento no supo qué responder, situación que no mejoró al encontrar los ojos de la visitante, que parecían hervir maliciosamente de burla. Se estrecharon las manos y, en aquel mismo momento, a Nell se le ocurrió decir:

—Creo no haberte entendido bien.

—Pues me refería a todo esto —repuso Jane paseando una mano por el aire—. A esta prodigalidad palaciega, a los corteses lacayos, a la cocinera de gran sueldo que sin duda tienes, a los demás sirvientes de silencioso andar, entre los cuales habrá, supongo, una doncella francesa, a los baños aromatizados que te darás cada día con ayuda de las últimas novedades en materia de sales, a los cinco o seis jardineros, a los lujosos automóviles, a tus caros vestidos y a tus perlas que, a la legua se ve, son genuinas. ¿No te pegas una vida fenomenal? Oh, estoy segura de que sí.

—Cuéntame de ti —dijo Nell tomando asiento junto a ella en el sofá.

Los ojos de Jane se entrecerraron.

—Astuta respuesta que me estaba mereciendo —dijo—. Lo siento, Nell; estuve mal. Pero es que te veo tan regia y ceremonial… Me cuesta enfrentar a personas como tú.

Poniéndose en pie, comenzó a recorrer el gran salón.

—Así que ésta era la casa de Vernon Deyre —murmuró—. No la había visto nunca. Sólo la conocía de oídas.

Guardó silencio un momento.

—¿Has cambiado muchas cosas? —preguntó de pronto con cierta brusquedad.

—Lo menos posible. Hemos dejado la casa como era. Pero se han hecho reparaciones y modificaciones de cierta importancia para dejarla más cómoda.

Continuó explicándole que las cortinas, los empapelados, los tapices, etcétera, habían sido cambiados. Por lo demás cada vez que George encontraba en algún sitio algo que armonizaba con la casa, solía comprarlo.

Mientras hablaba, Jane no dejaba de escrutarla con atención. Nell estaba nerviosa. Era incapaz de descifrar lo que aquellos ojos expresaban.

Antes de que terminaran de intercambiar aquellas frases iniciales, George entró en la habitación, invitándolas a pasar al comedor.

Primero se habló de Servia y de los amigos que Jane y George habían hecho por allí. Luego el matrimonio mostró interés en la vida de Jane y en su teatro. George dijo algo sobre la voz de la visitante y, con gran tacto, deploró lo que lo había sucedido. No pasó de los lugares comunes y Jane no dramatizó innecesariamente su problema.

—Todo sucedió por mi culpa —dijo—. Me empeñé en cantar partituras que no eran para mí y mi voz no quiso acompañar mis deseos.

Sebastián Levinne, siguió diciendo, se había portado como magnífico amigo. Ahora insistía en darle el papel principal en una obra que tal vez montara en Londres; pero Jane le había dicho que antes necesitaba aprender cabalmente el oficio.

—Cantar ópera significa, desde luego, actuar —agregó—, pero diferencias que es preciso dominar. La graduación de la intensidad vocal, por ejemplo. Además los efectos varían. En el teatro son más sutiles, menos amplios.

En otoño pensaba debutar en Londres con algo que no le resultaba demasiado desconocido. Se trataba de una versión puramente teatral, no musicada, de Tosca.

Luego Jane, dejando a un lado su propia vida, se puso a hablar de Abbots Puissants, preguntando a George sobre sus planes e ideas. El marido de Nell se vio obligado a desempeñar el papel de caballero rural.

Aparentemente no había burla en los ojos de Jane, a pesar de lo cual Nell se sentía incómoda. Hubiese preferido que George no diera detalles. Había algo de ridículo en su manera de hablar. Como si su padre y los padres de su padre hubiesen poseído aquella propiedad desde tiempos inmemoriales.

Bebieron café y salieron luego a la terraza. Pero alguien llamó a George por teléfono, de modo que las dejó, excusándose. Nell propuso a Jane que diesen una vuelta por los jardines.

—Quisiera ver todo esto —dijo la invitada al aceptar—. Me parece estupendo.

«Lo que tú quieres ver es el hogar de Vernon —pensó Nell—. Por eso has venido. Pero él nunca significó para ti lo que para mí».

Sentía un apasionado deseo de venganza. Que Jane viera… ¿Que viera qué? Ni ella misma lo sabía. Sólo estaba segura de que Jane la juzgaba… y que la declaraba de algún modo culpable.

De pronto, cuando transitaban por un sendero bordeado de flores, se detuvo. Por un lado del mismo corría una pared, en cuyos ladrillos de color rosáceo se recortaban las margaritas.

—Jane, quiero decirte…, explicarte…

Se detuvo, como para reunir valor. Jane se limitaba a mirarla inquisitivamente.

—Seguramente opinas que me porté mal, casándome…, casándome tan pronto.

—Por el contrario —se apresuró a responderle Jane—. Creo que hiciste algo muy sensato.

Nell no quería aquella respuesta. No era lo que esperaba.

—Adoré a Vernon. Le adoré. Cuando le mataron, el corazón casi se me rompió en pedazos. No hablo en imágenes. Es la verdad. Pero yo sabía bien que él no hubiese deseado verme sufrir. Los muertos no quieren que padezcamos.

—¿No?

Nell la miró fijamente.

—Sabía que te afiliabas a tan popular idea —prosiguió Jane—. Pero lo que los muertos probablemente desean es que sepamos ser fuertes y sigamos adelante como antes. Todo el mundo sostiene que no quieren que seamos desgraciados. Sin embargo, no puedo ver en qué se funda semejante actitud, aunque comprendo su carácter acomodaticio y reconfortante. En realidad, pienso que la frase, tan popular hoy en día, ha sido acuñada con el objeto de que todo resulte más fácil. Pero hay quienes no la ventilan con tanta alegría. Y si no hay unanimidad entre los vivos, no alcanzo a ver la razón de que la haya entre los que no viven. Todos sabemos que es muy probable que haya muertos egoístas. Si tienen entendimiento, acaso sean en el más allá tan ególatras como lo fueran en este valle de lágrimas. ¿Por qué habrían de rebosar de sentimientos maravillosos y altruistas de un día para otro? Me hace mucha gracia ver a un despreocupado viudo sumergiendo la galleta en su chocolate al día siguiente del funeral y exclamar: «Mary no hubiese querido que me privara de mi chocolate». ¿Cómo puede saberlo? Quizá Mary no pare de llorar y de rechinar los dientes (astrales, por supuesto), al verle actuar como si ella nunca hubiese existido. Miles de mujeres desean que sucedan cosas en torno a ellas y que sus seres queridos se agiten un poco. ¿Por qué hemos de sugerir que una vez muertas han de variar?

Nell permaneció silenciosa. No podía coordinar sus pensamientos.

—No quiero decir que Vernon haya sido egoísta ni que se solazara con el pesar ajeno —continuó diciendo Jane—. Tal vez no deseara verte sufrir, realmente. No lo sé. Supongo que tú estarás más capacitada que yo para pronunciarte sobre sus deseos de ultratumba, ya que le has conocido más íntimamente que nadie.

—Sí —se apresuró a apuntar Nell—. Eso es. Sé que él quería mi felicidad, y también que yo viviese en Abbots Puissants. Me consta que se sentiría plenamente satisfecho de verme aquí.

—Lo que él quería era vivir aquí contigo. No es lo mismo.

—No es lo mismo, porque vivir aquí con Vernon y con George son cosas muy dispares para compararlas. Oh, Jane, quisiera poder explicarte. George es muy bueno, pero no representa para mí lo mismo que Vernon.

Se produjo una larga pausa.

—Eres muy afortunada, Nell —dijo Jane.

—¿Por qué? ¿Piensas que me interesa mucho este lujo? ¡Vaya si tuviera que elegir entre esto y Vernon, no dudaría un instante!

—Me lo pregunto.

—¡Jane! Tú, tú…

—Yo creo que piensas eso pero que, llegada la hora de la verdad…

—Ya lo hice una vez.

—No, Nell. Sólo renunciaste a la perspectiva de tener todo esto. Es diferente. El bienestar no formaba parte de tu vida real como ahora.

—¡Jane!

Los ojos de Nell se llenaron de lágrimas. Se volvió.

—Amiga —dijo Jane—. Te estoy tratando desconsideradamente. No hay mal alguno en lo que has hecho. Hasta quizá tengas razón cuando afirmas que Vernon hubiese preferido que obraras así, puesto que no ignoraba lo importante que es para ti la comprensión y el sentirte protegida. Pero tendrás que reconocer que uno se habitúa a la vida fácil. Si no lo admites hoy, ya verás como mañana me darás la razón. Por otra parte, has tomado como un insulto mis palabras, cuando te expresé que eras afortunada. No pretendí herirte. Sólo pensaba que has logrado coger lo mejor de ambas partes. Si te hubieses casado antes con George, en toda tu vida habrías conseguido librarte de un secreto pesar. Ante cualquier contrariedad hubieses pensado que, de estar casada con Vernon, todo sería mejor, que habías hipotecado tu vida por cobardía. Por otra parte, si hubiese vivido Vernon, acaso los aprietos os hubieran ido separando, hasta hacer que os odiarais. En cambio, tal como salieron los dados, tuviste a Vernon y te sacrificaste. Él está ahora donde ya nada ni nadie podrá tocarlo, mientras tú vives en la abundancia pensando que el amor será para siempre un recuerdo sublime. Bien puedes alimentar esa dicha secreta rodeada de todo esto.

Al terminar sus palabras hizo un amplio gesto con la mano, abarcando la propiedad entera.

Pero Nell no había prestado atención a las frases finales de Jane, porque tenía los ojos bañados por el llanto.

—Sí. Siempre se dice lo mismo: que todo ha de ser para bien. Te lo afirman cuando eres pequeña y vives para confirmar que así es. Dios sabe lo que hace.

—¿Qué sabes tú de Dios, Nell Chetwynd?

Había un deje de agresividad en su pregunta que movió a Nell a mirarla sorprendida. Jane tenía, en efecto, un aspecto amenazante, casi furioso. De repente, su amabilidad se había esfumado.

—¡La voluntad de Dios! La estás confundiendo, me parece, con tu deseo de vivir cómodamente. Para hablar como has hecho has de ignorar mucho sobre Dios. Él no es un espíritu conciliador que te da golpecitos en el hombro para que te pases una existencia despreocupada. Sabes, la Biblia contiene una frase que siempre me aterrorizó: Esta noche, pedirán cuentas de tu alma. Cuando Dios te llame, asegúrate de tener un alma disponible.

Hizo una pausa.

—Me marcharé —agregó—. No debí haber venido. Si lo hice fue por ver la casa de Vernon. Siempre tuve curiosidad por saber cómo era. Te pido perdón por lo que te he dicho. La verdad es que necesitas como nadie un lugar tibio y acogedor, una vida regalada que no te exija esfuerzos y te ahorre dificultades. Para ti la vida se llama Nell. Tu persona es lo que más te importa. ¿Qué hay de Vernon? ¿Piensas que le agradó la idea de morir cuando acababa de conocer la felicidad?

Nell echó hacia atrás la cabeza con un gesto de desafío.

—Le hice feliz.

—No pensaba en su felicidad contigo, sino en su música. Tú y Abbots Puissants no erais lo más importante. Vernon era un genio o, mejor dicho, pertenecía a su genio. Y éste es el peor amo que existe: todo ha de serle sacrificado. Tu felicidad apenas hubiese sido una baratija para él. ¿Crees que habría contado para Vernon? En absoluto. Su apetito es voraz y todo lo exige sin darte nada a cambio. La música necesitaba a Vernon, y Vernon está muerto. Ésa es la verdadera tragedia. Sin embargo, tú nunca has considerado el asunto desde ese ángulo, lo cual es explicable, porque eso es algo que temes, pues no aporta nada en bien de tu felicidad y de tu anhelo de situaciones seguras. Pero yo te digo que el genio es un monstruo insaciable, y para él no cuentas nada.

De pronto su rostro se relajó y el otrora familiar y sarcástico destello de sus ojos hizo de nuevo su aparición. Nell odiaba particularmente aquella mirada.

—No te preocupes, Nell. Eres sin duda la más fuerte entre todos nosotros. «Tiene magníficas defensas», recuerdo que me dijo cierta vez Sebastián. Hace ya tiempo de esto, pero lo he retenido porque es exacto. Sobrevivirás cuando todos hayamos perecido. Adiós. Siento haberte causado perturbaciones pero es que soy así.

Nell se quedó mirándola mientras se alejaba. Cerró sus puños mientras murmuraba:

—Te odio. Desde siempre.

3

El día había comenzado apacible y Jane lo había arruinado. Con los ojos llorosos, Nell se preguntaba por qué la gente no la dejaba tranquila. Jane era desagradable, con sus horribles ojos burlones y sus palabras impertinentes, hechas para herir donde más te doliera.

A la mismísima Joe le había parecido muy razonable que se casara con George. Ella había comprendido perfectamente la situación. Nell se sentía agraviada y herida. ¿Por qué tendría Jane que ser tan molesta? Qué frases tan inoportunas las suyas… tan poco religiosas… Todo el mundo sabe que los muertos quieren que seamos valientes y joviales.

¿Y el descaro con que le había citado la Biblia? Nada menos que ella, la concubina de aquel ruso, pecadora e inmoral. Nell sintió el agradable calorcillo de la virtud y la superioridad de su íntegra templanza. Dijeran lo que dijesen hoy en día, seguía habiendo dos clases de mujeres: ella encarnaba a una y Jane a la otra. Era atractiva, como todas las de su especie, y quizás ésta fuera la causa de que la atemorizara en el pasado. Desplegaba un extraño poder sobre los hombres. Era mala de arriba abajo.

Mientras cavilaba, Nell recorría la senda en uno y otro sentido, sin resolverse a volver a la casa. Prefería tranquilizarse antes. De todos modos, aquella tarde no tenía que hacer nada especial, aparte de escribir unas cartas, en absoluto urgentes. Pero no estaba con ánimos para escribir nada.

Del norteamericano, amigo de su marido, ni se acordaba, de modo que se sorprendió al ver a George que se acercaba a ella acompañado de su viejo amigo, el señor Bleibner. Era un hombre alto y delgado, de aspecto muy pulcro. Le tributó comedidos elogios por la elegancia y belleza de la casa, agregando que sentía gran curiosidad por ver las ruinas de abadía. George pidió a Nell que les acompañara hasta allí.

—Id primero que ya me reuniré con vosotros —respondió ella—. Antes iré a buscar un sombrero. El sol calienta demasiado.

—¿Quieres que te lo traiga yo, cariño?

—No, gracias. Prefiero que sigas con el señor Bleibner. Tardarías mucho en encontrar el que quiero ponerme.

—En eso tiene usted, sin duda, toda la razón, señora Chetwynd. Me explicaba su esposo que tienen idea de restaurar la abadía. Creo que ha de ser algo muy interesante.

—Sólo es uno de nuestros muchos proyectos, señor Bleibner.

—Son ustedes muy afortunados. Esta propiedad es maravillosa. Es un gran placer pasear por aquí. A propósito, me he tomado la libertad de permitir a mi chófer que recorriera los jardines. Espero que a usted no le moleste. Se traía de un hombre muy inteligente y, a su estilo, un caballero.

—Ha hecho usted muy bien. Si acaso deseara ver la casa, diré al mayordomo que se la enseñe.

—Vaya, eso es muy bondadoso de su parte, señora Chetwynd. Cuando pregunté a su esposo si no tenía inconveniente en permitir al hombre que recorriera la propiedad, lo hice guiado por la idea de que todas las clases sociales han de tener la posibilidad de apreciar la belleza. Es algo que, sin duda, contribuirá a unir a los pueblos en la Liga de las Naciones.

Nell decidió no detenerse a oír al señor Bleibner, que amenazaba con una conferencia, larga y llena de énfasis sobre la utilidad y ventajas de la Liga de las Naciones. Se excusó y se puso en camino hacia la casa.

Algunos norteamericanos son muy tediosos. Gracias a Dios George no era de ellos. Su marido era casi perfecto. De nuevo la invadió el grato y cálido sentimiento que se adueñara de ella durante la mañana.

Qué tonta había sido al dejarse trastornar por Jane. Nada menos que por ella. ¿Qué importaba lo que Jane dijera o pensara? Nada, naturalmente. Sólo que tenía el extraño don de sacar a la gente de sus casillas.

De todos modos, la entrevista estaba concluida. La dulce ola de tranquilidad volvía a envolverla, brindándole su protección. Abbots Puissants, George, la tierna memoria de Vernon… Todo iba de nuevo bien.

De vuelta en la casa, subió a su dormitorio y, con el sombrero en la mano, bajó alegremente las escaleras. Se detuvo un instante ante el espejo para ponérselo, antes de ir a reunirse con su marido y el señor Bleibner en la vieja abadía. Se mostraría amable con el señor Bleibner.

Descendió los peldaños que, de la terraza, llevaban a la senda que cruzaba el jardín. Era más tarde de lo que creía. El sol ya descendía majestuosamente, en medio de un terso cielo carmesí.

Junto al estanque de los peces dorados se encontraba un hombre joven vestido con librea de chófer. Le daba la espalda; pero, al oír sus pasos, se volvió, llevando una mano a su gorra a modo de cortés saludo.

Nell, al verle, quedó paralizada. Mientras permanecía allí, una misteriosa mano pareció oprimirle el corazón.

4

George Green la miraba intensamente.

Se dijo a sí mismo: «Vaya, esto sí que es extraño».

Al llegar a la propiedad, su patrón le había comentado:

—Green, va a ver una de las más antiguas e interesantes residencias campestres de Inglaterra. Estaré aquí, por lo menos, una hora. Acaso algo más. Solicitaré al señor Chetwynd que le permita recorrer el lugar.

Buena persona, aquel anciano, pensó Green con indulgencia, aunque con un sentido algo tonto de las jerarquías, y cierta tendencia paternalista. ¿Por qué no le dejaría en paz? Él no necesitaba que le dijera a cada instante lo que debía o quería hacer. En cuanto a su extraordinaria reverencia por cuanto fuera viejo e histórico, suponía que era algo propio de todos los norteamericanos.

Había que reconocer, sin embargo, que, al elogiar el lugar, el viejo llevaba toda la razón. Bastaba echar un vistazo a la mansión y a sus jardines. Ya había visto en alguna parle fotografías de todo aquello, aunque no recordaba dónde. Decidió recorrer lo que podía ser recorrido, tal como le aconsejara su amo.

Cada detalle estaba minuciosamente cuidado. ¿Quién sería el dueño? Algún ricachón norteamericano, seguro. Aquellos tíos nadaban en pasta. Pero ¿a quién se la habría comprado?

Su dueño anterior había tenido que sufrir una barbaridad al vender aquella maravilla.

Reflexionó en lo mucho que le hubiese gustado ser millonario para tener algo parecido.

Vagó mucho tiempo por los jardines. A lo lejos pudo ver unas ruinas y, junto a ellas, dos siluetas, una de las cuales era la del señor Bleibner. Al viejo le encantaban aquellas cosas.

El sol comenzaba ya a declinar y, contra el cielo encendido, la imponente masa de Abbots Puissants se recortaba en todo su esplendor.

¡Gracioso cómo a veces le parecía a uno que determinados episodios ya le habían sucedido antes! Por un instante, Green hubiese jurado que ya había estado antes allí mismo, contemplando la casa bajo el rojizo cielo del atardecer. Y también pudo sentir que aquella extraña sensación de pesadumbre casi dolorosa, le era familiar: no la sufría por primera vez. Sin embargo, algo faltaba. Sí, faltaba una mujer de pelo rubio, cuyos reflejos tenían el mismo color que el cielo.

Miró en dirección contraria; pero a sus espaldas oyó pasos lejanos, de modo que volvió la mirada hacia la mansión. Momentáneamente le invadió una sensación de desengaño. Allí se encontraba una mujer joven y esbelta. Era rubia sí; pero sus cabellos no ostentaban los brillos rojizos de la imagen que se presentara poco antes a los ojos de su imaginación. El pelo que escapaba bajo el sombrero de la joven era dorado, no del color del cielo crepuscular.

La saludó llevándose cortésmente una mano a la gorra.

Extraña señora, pensó. Se había quedado inmóvil, como transformada en estatua de piedra, mientras todos los colores imaginables se sucedían en su rostro. Le miraba con ojos aterrorizados.

Luego, con una ligera exclamación, salió disparada por el sendero.

Entonces se dijo: «Vaya, esto sí que es extraño».

Tenía que ser algo chalada, pensó.

Volvió a pasear sin rumbo fijo.