CAPÍTULO PRIMERO
Seis meses más tarde, Sebastián Levinne recibía carta de Joe.
St. George’s Hotel, Soho.
Querido Sebastián:
Me encuentro en Inglaterra por unos días y me encantaría verte.
Saludos de
Joe.
Sebastián leía y releía la carta. Estaba en casa de su madre, pasando unos días de permiso, así que la breve nota le había llegado sin tardanza. No le era difícil sentir los ojos de su madre, fijos en él, mientras ambos desayunaban. Le maravilló, y no era la primera vez que esto le sucedía, la extraordinaria perspicacia de aquella mujer y el inusitado aunque discreto celo maternal que siempre le deparara. Ella sí que podía leer con claridad en el rostro de su hijo, inescrutable para casi todo el mundo. Era capaz de leer en él con la misma claridad con que su hijo desentrañaba las pocas palabras contenidas en el papel que sostenía entre sus dedos.
Pero cuando habló, lo hizo con la mayor naturalidad.
—¿Un poquito más de mermelada, hijo?
—No, gracias, mamá.
Ésta fue la contestación a la pregunta expresada. Luego respondió a la que le estaban haciendo los ojos de su madre.
—Es de Joe.
—Joe —repitió la señora Levinne.
Su voz no expresaba absolutamente nada. Se produjo un breve silencio.
—Ya veo —dijo la señora Levinne.
En su tono seguía faltando la expresión; pero Sebastián podía advertir que en el pecho de su madre se agrupaba un tumulto de sentimientos. Le bastaba con aquella actitud. No era preciso que exclamara: «¡Hijo, hijo! ¡Pensar que ya comenzabas a olvidarla! ¿Por qué vuelve a entrometerse así en tu vida? ¿No puede dejarte en paz esa muchacha que no tiene nada que ver con nosotros, que no es de los nuestros? ¡Ella nunca será la esposa que tú te mereces!».
Sebastián se puso en pie.
—Creo que iré a verla.
La señora Levinne apuntó en el mismo tono que antes empleara:
—Supongo que haces bien.
No dijeron nada más. Se entendían sin necesidad de largos intercambios verbales. Por otra parte, cada uno de ellos respetaba los puntos de vista del otro.
Mientras iba por la calle, Sebastián cayó en la cuenta de que Joe no le daba detalles sobre la identidad bajo la cual se alojaba en el hotel Saint George. ¿Figuraría en el registro como señorita Waite o como señora La Marre? Desde luego, la cosa carecía de importancia. No era más que una de sus tonterías convencionales, que sólo sirven para ponerle a uno molesto. Tendría que preguntar por ella dando dos nombres. Era muy propio de Joe eso de omitir algo así.
Pero el problema no se le planteó, puesto que la primera persona que apareció ante sus ojos al entrar por la puerta giratoria fue la propia Joe. Ésta le dio la bienvenida con una exclamación de alegría.
—¡Sebastián! ¡Nunca pensé que recibirías tan pronto mi carta!
Le condujo hasta una salita lateral.
Lo primero que pensó fue que su amiga había cambiado. Tanto tiempo fuera del país le había dado un aspecto diferente. Casi parecía una extranjera con su vestido superfrancés. Lo mismo podía decirse de su cara, cuidadosamente maquillada, en la que se veía una cremosa palidez muy de moda por entonces. Sus labios estaban escandalosamente pintados de rojo y una línea parda realzaba la belleza de sus ojos.
«Es una extranjera —pensó Sebastián—, pero sigue siendo Joe. La misma Joe de siempre, aunque la haya dejado de ver todo este tiempo».
Ninguna de aquellas reflexiones obstaculizó mucho la charla entre ellos, aunque uno y otro tantearan las distancias que les separaban, como deseosos de conocerlas bien. Éstas fueron acortándose gradualmente al desvanecerse la elegante parisina para dejar paso a Joe.
Hablaron de Vernon. ¿Dónde estaba? Nunca le había escrito una palabra.
—Está en Salisbury Plain, cerca de Wiltsbury. En cualquier momento podría ser enviado a Francia.
—¡Y después de todo se casó con Nell! Sabes, Sebastián, creo que me he portado muy mal con ella. Nunca pensé que llegara a reunir el valor suficiente para casarse con Vernon. Aunque pensándolo mejor, estoy segura de que, si no hubiese sido por la guerra, jamás habría tomado tal decisión. ¿Verdad que es maravillosa esta guerra, Sebastián? Bueno, lo que esta guerra cambia a las personas quiero decir.
Sebastián contestó que no veía diferencia entre esta guerra y las demás. De inmediato, Joe se puso a argumentar con vehemencia.
—No, no. De ninguna manera. Es una guerra diferente. La gente se confunde en esto. Un mundo completamente nuevo surgirá cuando llegue la paz. La gente comienza a ver cosas que nunca había visto antes: la crueldad, la perversidad y el despilfarro que la guerra implica. Y todos los pueblos se unificaran para que esto no vuelva a suceder.
Su rostro estaba un poco colorado y en sus ojos brillaba la exaltación. Sebastián pronto advirtió que la guerra la apasionaba como a tantas otras personas. Precisamente, poco antes había estado hablando con Jane al respecto y él había deplorado aquel estado de ánimo, lleno de simpleza, que inspiraba charlas precipitadas y hasta editoriales de periódicos serios, donde se hablaba de «un mundo propio de héroes» y «una guerra que terminará con las guerras». No menos pueril era el slogan de la «lucha por la democracia». A fin de cuentas, estaban ante el viejo negocio sangriento e inmemorial, ante la misma carnicería. ¿Por qué no decir la verdad?
Jane no se había mostrado de acuerdo con él. Sostenía que la música celestial que se entonaba a propósito de la guerra, era mera música celestial, sí; pero que resultaba imprescindible al constituir un fenómeno paralelo e inseparable de la guerra misma. Era el instrumento manejado por la naturaleza para brindar una vía de escape. Se necesitaba aquella cortina de ilusiones y mentiras para hallarse en condiciones de enfrentar la dura realidad. Para Jane era patético y casi bello repertorio de utopías en las que se deseaba creer y que uno se recitaba a cada instante.
Parcialmente, Sebastián comprendía sus puntos de vista.
—Pero ya veremos lo que le sucede al país cuando se apaguen los ecos de la ilusión, y la utopía quede incumplida.
Ahora, ante los argumentos, ya gastados para él, que Joe esgrimía con su vehemencia característica, sintió tristeza y cierto desencanto. Los entusiasmos de su amiga no sabían de paños tibios. Una vez que tomaba partido, no tardaba nada en inflamarse. El tiempo y la vida no habían conseguido cambiarla: la verdad y la índole del partido que tomaba era lo de menos, porque Joe tanto podía ser una ardiente pacifista como una no menos ardiente partidaria de la guerra. Lo único constante y verdadero era su apasionamiento.
—¿No estás de acuerdo conmigo, eh? —le preguntó en tono acusatorio—. Crees que luego todo seguirá igual.
—Siempre ha habido guerras, Joe, y siempre ha seguido luego todo igual.
—Pero ésta es completamente distinta, te digo.
Sebastián sonrió débilmente. No pudo evitarlo.
—Mi querida Joe, lo que sucede a cada uno de nosotros parece siempre distinto.
—Ah, no tengo paciencia contigo. Es la gente como tú que…
Se detuvo.
—Decías, Joe, que la gente como yo…
—Antes no eras así. Tenías ideas. En cambio ahora…
—Ahora estoy forrado en dinero. Soy un capitalista, y todo el mundo sabe lo puercos que son los capitalistas.
—No te hagas el tonto. Lo que te digo es que el dinero es… bueno, algo que te ahoga.
—Es cierto; bastante cierto, al menos, en general. Pero la fortuna surte efectos distintos, según los individuos. En principio no discrepo contigo si sostienes que la pobreza constituye un estado digno de alabanza. Es como el abono para la tierra, si quien se halla en dicho estado es un artista. Si no lo es, los efectos variarán, naturalmente. De todos modos no es eso lo que está en discusión. Me limito a recordarte que no por poseer dinero estoy incapacitado para intentar diagnosticar lo que puede pasar una vez que la guerra termine. Precisamente, mi riqueza me habilita para ser un buen juez, puesto que las guerras, como sabes, tienen mucho que ver con el dinero.
—Y por eso sostienes que siempre habrá guerras. Como todo lo calculas en términos de libras, chelines y peniques…
—No me has comprendido. Espero que algún día todas las guerras sean borradas del planeta. Tal vez dentro de unos doscientos años.
—Admites que para entonces nuestras ideas serán más puras. Que los ideales de los seres humanos…
—No, Joe; los ideales no tendrán probablemente nada que ver, sino, por ejemplo, los transportes. La rapidez y frecuencia de las comunicaciones que eliminarán diferencias entre los hombres, llevándoles a conocerse mejor. Las naciones se mezclarán y los negocios sufrirán transformaciones revolucionarias. Desde el punto de vista práctico, este mundo nuestro se va reduciendo porque el tiempo anula cada vez más las distancias. No creo que eso que ahora se llama «fraternidad» llegue nunca a plasmarse en ideas practicables. Lo que espero es que triunfe el sentido común.
—Oh, Sebastián…
—Te estoy aburriendo, lo sé. Lo siento, querida.
—No; lo que sucede es que eres un ateo, aunque esta palabra ya no esté de moda. En la actualidad volvemos a creer. Creemos en algo. Personalmente me siento muy satisfecha con Jehová. De todos modos creo comprender tu posición y he de decirte que no la comparto. Creo, creo en la belleza, en la creación, en cosas como la música de Vernon y soy incapaz de ver qué relación tienen con la economía. Estoy completamente segura del papel preponderante que esas cuestiones desempeñan en el mundo. Fíjate que, a veces, hasta me siento dispuesta a contribuir con mi propio dinerillo para que triunfen… Aunque comprendo que un judío nunca podría entenderme.
Se rió a pesar suyo y luego prosiguió, diciendo:
—Pero háblame de La Princesa en su torre. ¿Qué tal es? Dime la verdad, Sebastián.
—Mira, su desarrollo hace pensar en el paso de un gigante que apenas echa a andar. No convence; pero lo indudable es que estamos ante algo que no se parece a nada de lo ya conocido.
—De modo que, según tú, algún día…
—Seguro. De nada estoy tan seguro en el mundo como del triunfo final de este nuevo lenguaje musical. Siempre que no maten a Vernon en esta maldita guerra.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Joe.
—Es espantoso —murmuró—. He trabajado en los hospitales de París. No sabes los espectáculos que he visto.
—Sí, me lo imagino. Si al menos quedara tullido, la desgracia no afectaría sus posibilidades, puesto que es compositor y no violinista, por ejemplo. Quienes tocan algún instrumento ven sus carreras interrumpidas para siempre si sufren algún accidente en sus manos. En cambio quien escribe música puede seguir su actividad por mucho que su cuerpo sufra. A condición, claro, de que su cerebro no resulte dañado. Sé que lo que digo es bastante brutal, pero ya me comprendes.
—Pero a veces, aun así…
Parecía muy afectada. De pronto abandonó toda reserva y dijo bajando la voz:
—Sabes, me he casado.
Si la revelación sobrecogió a Sebastián, su rostro no lo de mostró.
—¿Cierto? ¿Consiguió el divorcio La Marre?
—No lo sé. De todos modos mi marido no es él. Tuve que dejarle. Es un animal, Sebastián. Un verdadero animal.
—Algo de eso me imaginaba.
—No es que deplore nada. Lo importante es vivir la vida y recoger experiencia. Cualquier cosa antes que dar la espalda a los hechos. Eso es lo que la gente como tía Myra no alcanza a comprender. Ni siquiera pienso acercarme a su casa de Birmingham. No me arrepiento de nada.
Miró a su amigo con ojos desafiantes. Sebastián recordó la infancia de ambos en Abbots Puissants y en Deerfields, y se dijo: «Es la misma de siempre. Alocada, rebelde y adorable. Era previsible, ya por entonces, que terminaría haciendo lo que me está contando».
—Siento mucho saber que has sido desgraciada —le dijo con ternura—. Porque lo has sido, ¿no es así?
—Sí. Mucho. Pero he encontrado por fin mi verdadero camino. Conocí a un soldado en el hospital, que llegó malherido. Estaba muy grave y sufría horriblemente, de modo que se le administró morfina con cierta regularidad. Por fin se curó, aunque fue licenciado porque ya no estaba en condiciones de luchar. Pero se convirtió en adicto a la morfina, hasta tal punto que no puede dejarla. Por eso me… casé con él. Hace quince días. Lucharemos juntos contra la droga.
Sebastián prefirió callar por miedo a decir algo desagradable. Aquello era muy propio de Joe. ¿Por qué, santo cielo, no conformarse con personas con defectos físicos? Morfina. Feo asunto.
De pronto, un gran pesar le inundó. Asistía al fin de su última esperanza. Los caminos de él y de Joe iban definitivamente en direcciones opuestas. El de Joe se internaba en el mundo de las causas perdidas, mientras que el suyo era cada vez más el de quienes triunfan y no dejan de ascender en la vida. Cierto que quizá resultara muerto en la guerra; era una posibilidad. Sin embargo, no creía que eso llegara a suceder. Ni siquiera pensaba llegar a ser herido, así fuera levemente. Algo dentro de él le aseguraba que haría toda la guerra sin sufrir un rasguño y que acaso llegara a distinguirse con alguna acción valerosa. Volvería a sus negocios para reorganizarlos e infundirles nueva vida. Alcanzaría grandes éxitos en un mundo que no toleraría las chapuzas porque sería más técnico, más exigente, más apto para los perfeccionistas. Pero, naturalmente, cuanto más alto llegara, más lejos dejaría a Joe.
Amargamente pensó que era bastante fácil encontrar a una mujer cuando uno estaba en el fondo del pozo. Esa mujer no sólo te acompaña, sino que incluso te ayuda a salir. En cambio, nadie vendrá a escoltarte si te encuentras en la cumbre de la montaña, de modo que podría suceder que te encontraras allí muy solitario, mientras a nadie se le ocurre siquiera compadecerte.
No sabía qué decir a su amiga; desde luego, nada que la deprimiera, pobrecilla.
—¿Cómo se apellida tu esposo? —dijo con voz débil.
—Valniére. François Valniére. Me gustaría que le conocieras. Yo vine a Londres para poner en orden unos tediosos papeles. Papá murió hace un mes, sabes.
Sebastián asintió. Recordaba haber leído algo sobre la muerte del coronel Waite.
—Quiero ver a Jane —siguió diciendo Joe—, y también a Vernon y a Nell.
Antes de despedirse, Sebastián le prometió que pasaría a buscarla al día siguiente, para llevarla en automóvil a Wiltsbury.
2
Nell y Vernon vivían en una pequeña casita a una milla, más o menos, de Wiltsbury. Vernon, cuyo rostro tostado tenía un excelente aspecto, abrazó con entusiasmo a Joe.
Todos entraron en el interior. La sala estaba llena muebles cubiertos por fundas. Para comer había cordero con salsa de alcaparras.
—Tienes un aspecto espléndido, Vernon —exclamó su prima—. Yo diría que hasta guapo. ¿No lo crees así, Nell?
—Será por el uniforme —repuso Nell.
Estaba cambiada, pensó Sebastián al mirarla. No la veía desde la boda, celebrada cuatro meses antes; pero ese breve espacio de tiempo bastaba para que la mutación fuera evidente. Para él, Nell había encarnado siempre un tipo concreto de mujer, el de la joven encantadora. Ahora la veía fuera de toda clasificación. La verdadera Nell ya no era crisálida, sino una mujer.
Irradiaba una especie de suave resplandor. Siempre había sido más bien callada, pero ahora lo era aún más. Sin embargo, parecía más vivaz que antes.
Eran felices. Bastaba verles. Durante la visita pocas veces se cruzaron sus miradas. No obstante, esas raras ocasiones demostraron la intensidad de la comunicación entre ambos. Era como si en tales casos algo fuera de uno al otro, algo delicado, evanescente e inconfundiblemente revelador.
Fue un almuerzo alegre y feliz. Hablaron de los viejos tiempos y, por cierto, de Abbots Puissants.
—Y luego de tantas vueltas y revueltas, aquí estamos otra vez los cuatro —dijo Joe.
Un sentimiento de gratitud invadió a Nell. Por primer vez Joe la incluía. «Otra vez los cuatro», había dicho. Recordaba que, en cierta ocasión, Vernon había hablado sobre «nosotros tres», y la pena que le había causado aún permanecía viva en ella. Ahora era uno de ellos y la satisfacción se le antojaba como una recompensa; una de tantas, por haberse casado con Vernon. Hasta entonces la vida parecía querer mostrarse pródiga en premios.
En realidad, era muy feliz, lo cual sucedía un poco por azar, ya que le había faltado poco para casarse con George Chetwynd al estallar la guerra. ¿Cómo pudo haber sido tan insensata? ¿Por qué vaciló cuando la verdad resplandecía ante ella, tornando absurdas las vacilaciones? Sólo una cosa importaba: casarse con Vernon. A eso debía su felicidad presente, la dicha continua que venía a demostrar, de una vez por todas, que Vernon tenía toda la razón cuando afirmaba que la pobreza no constituía obstáculo alguno, si un hombre y una mujer se aman.
Por otra parte, ella no era la única que había optado por aquella solución. Muchas de sus amigas tiraban en aquellos momentos convenciones y conveniencias por la borda para casarse con el hombre que amaban, sin reparar en su pobreza. Después de la guerra, se producirían los cambios. Tal era la actitud general, aunque la misma se fundara en un optimismo gratuito, que excluía una consideración seria de la realidad, por temor a que los cambios fuesen para mal. Se decía que no era posible predecir «lo que» iba a suceder, pero que sucederían «cosas».
«El mundo está cambiando rápidamente —había pensado Nell—. Ahora todo es distinto y seguirá siéndolo. Nunca volverá lo de antes».
Miró a Joe a través de la mesa. En cierto modo estaba muy cambiada, como si encarnara los aires de la época. Su aspecto era un poco raro. Parecía una mujer «no del todo…» como se decía antes de la guerra. ¿Qué habría hecho desde que se vieran por última vez? Aquel La Marre… Una mala persona, seguro. Bueno, lo mejor era no pensar. Ahora nada importaba mucho.
Se mostraba muy simpática con ella; su actitud, por cierto tenía poco que ver con la de antes, que siempre le inspiraba a Nell la sensación de ser alguien despreciable y frívolo. Pensándolo mejor, acaso Joe estuviera en lo cierto: sin duda era cobarde. Sí que lo era.
La guerra era una catástrofe, por supuesto. Pero todo parecía verse ahora un poco más claro y simple. Su madre, por ejemplo, no ofreció la resistencia que era de esperar en tiempos de paz. Claro que se desilusionó al verse privada de un yerno como George Chetwynd. (Pobre George; era adorable y te has portado tan mal con él, querida). Sin embargo, se rehízo con cierta rapidez, haciendo gala de un admirable sentido común y evitando disputas estériles.
—¡Ay, estos casamientos de guerra! —Solía decir con un ligero encogimiento de hombros—. Pobres chicos, es imposible censurarlos. Tal vez no actúen sabiamente; pero ¿de qué sirve la sabiduría en estos tiempos?
La señora Vereker hizo alarde de verdadera pericia en el arte de vérselas con sus acreedores y, en consecuencia, pudo salir razonablemente bien parada de tan amargo trance. Algunos de ellos hasta demostraron una comprensión inimaginable.
Si bien era cierto que ella y Vernon nunca llegaron a simpatizar del todo, ambos se las arreglaron para enmascarar bastante bien la situación real la única vez que se vieron después de la boda. Todo resultó fácil.
Quizá los problemas requirieran simplemente valor para enfrentarlos. Se diría que con arrojo, la vida era más sencilla de lo que se esperaba. Quizás estuviera allí el secreto.
Nell dejó bruscamente de cavilar para intervenir más activamente en la reunión.
Estaba hablando Sebastián.
—De vuelta en Londres iremos a ver a Jane. Ni siquiera he oído hablar de ella últimamente. ¿Y tú, Vernon?
Vernon movió negativamente la cabeza.
—No, yo tampoco.
Trató de seguir hablando en un tono despreocupado, sin lograrlo del todo.
—Es muy simpática —dijo Nell—. Pero… algo difícil de tratar, ¿no creéis? Me da la impresión de que nunca sé lo que está pensando.
—Sí; ocasionalmente puede llegar a desconcertarte —admitió Sebastián.
—Es angelical —afirmó Joe con su habitual vehemencia.
Nell vigilaba la actitud de Vernon, deseando que dijese algo, lo que fuera. Temía de veras a Jane, desde que la había conocido. Pensaba que era un verdadero demonio.
—Probablemente —dijo Sebastián— se haya marchado a Rusia, a Timbuctú o a Mozambique. A mí nada que venga de Jane me extrañaría.
—¿Cuánto hace que no la has visto? —le preguntó Joe.
—Oh, no sé con exactitud. Tres semanas, tal vez.
—¿Nada más? Pensé que hablabas de años.
—Oh, no.
Comenzaron a hablar del hospital de París en el que trabajaba Joe, y también de la madre de Vernon, sin omitir al tío Sydney. Myra se encontraba perfectamente. Hasta fregaba pisos, cumpliendo así las tareas de guerra que le asignaron al presentarse como voluntaria; y dos veces a la semana servía en una cantina de soldados. En cuanto a su hermano Sydney, iba en camino de doblar su fortuna, pues se dedicaba a la fabricación de explosivos.
—Pronto habrá ganado muchísimo dinero —comentó Vernon—. Y seguirá así, puesto que esta guerra durará al menos tres años.
Discutieron sobre este último punto. Los días en que se pensaba con optimismo que todo estaría terminado a los seis meses habían quedado atrás; pero hablar de tres años resultaba para muchos asumir una postura demasiado pesimista. Sebastián se extendió sobre el tema de los armamentos, la situación en Rusia, la problemática de los suministros alimenticios y la guerra submarina. Hablaba en tono ligeramente autoritario, porque se sentía seguro de llevar la razón.
A las cinco, Sebastián y Joe, después de despedirse calurosamente de los anfitriones, subieron al automóvil para volver a Londres. Vernon y Nell se quedaron en medio de la calle saludándoles con el brazo hasta que se perdieron de vista.
—Bueno —dijo finalmente Nell—. Se han ido.
Pasó su brazo bajo el de él.
—Me alegro de que hayas podido disponer del día. Joe hubiera sufrido un gran desencanto si no hubiese podido verte.
—¿Te ha parecido cambiada?
—Un poco, ¿y a ti?
Decidieron dar un paseíto, caminando un poco al azar.
—Sí —repuso Vernon suspirando—. Supongo que era inevitable.
—Me alegro de que se haya casado. Y creo que su decisión resulta altruista y noble.
—Oh, claro. Si algo ha sido siempre Joe es compasiva y generosa.
Hablaba con acento un poco indiferente, como con desgana, y Nell advirtió que no se había mostrado muy locuaz aquel día. Eran los demás quienes más habían hablado.
—Me alegro mucho de que hayan venido —repitió ella.
Vernon no dijo nada. Nell presionó ligeramente su brazo y él respondió de la misma forma; pero su silencio persistía.
Las sombras de la noche ya comenzaban a extenderse y podía sentirse el húmedo y frío aire crepuscular; pero prefirieron seguir el paseo. Ninguno hablaba, circunstancia bastante común en ellos. Les gustaba saborear en silencio la felicidad que les embargaba. No obstante, esta vez las cosas eran distintas.
Hasta que, de pronto, Nell, comprendió.
—¡Vernon! ¡Te ha llegado la notificación! Tienes que presentarte a…
Su marido le estrechó un poco más la mano, sin responder.
—¿Cuándo, Vernon?
—El martes que viene.
Nell lanzó una pequeña exclamación mientras sentía la alarma apoderarse de ella. El temido momento se presentaba. Era evidente que no había nada de insólito en el hecho. Ninguno de ellos ignoraba que la llamada podía llegar en cualquier momento. Sin embargo, Nell quiso evitar desde el principio que la amenaza perturbara su felicidad. Ni siquiera había previsto qué iba a sentir cuando se cumpliera.
—Nell… Nell… No debes preocuparte demasiado. Por favor, no te inquietes —exclamó él con palabras entrecortadas—. Todo saldrá bien, ya verás. No creas que van a matarme. Eso es imposible ahora, puesto que me amas y estamos casados. Algunos creen hallarse sentenciados cuando les llega el momento de formar filas y marchar al frente, pero yo no. Tengo la seguridad de que nada ha de sucederme y quiero que la compartas.
Ella se detuvo, paralizada. Así era la guerra: te arrancaba el corazón del cuerpo, te vaciaba las venas. Se agarró a él, que a su vez la oprimió contra sí.
—Bueno, Nell. Sabíamos que esto había de llegar pronto. Por mi parte, te diré que, si no fuese por ti, me incorporaría con verdadero entusiasmo. A ti no te gustaría que yo pasara la guerra cuidando de un puente, aquí en Inglaterra, ¿verdad? Además no debes olvidar que de tanto en tanto te conceden licencias y puedes volver a casa. Ya verás qué bien lo vamos a pasar tú y yo en los períodos de permiso. Tendremos todo el dinero del mundo para gastarlo en diversiones. Te aseguro, querida Nell, que nada malo puede suceder, ahora que me quieres.
Ella se mostró de acuerdo.
—Claro que nada ha de sucederte, Vernon. Eso es imposible… Dios no podría ser tan cruel…
Pero la idea de que Dios permitía que pasasen cosas muy crueles la contuvo.
—Todo saldrá bien —dijo, resuelta a ser fuerte y reprimiendo las lágrimas—. También yo estoy segura de que todo saldrá bien.
—Y en caso de que así no fuera, mi amor, has de recordar siempre lo grande y maravilloso que ha sido nuestro amor. Porque has sido feliz conmigo, ¿verdad?
En respuesta Nell le tendió sus brazos. Se besaron, estrechándose con fuerza… La sombra de la primera separación se cernía amenazante sobre ellos.
Ni ellos mismos supieron en verdad cuánto tiempo pasaron en aquella actitud.
3
De vuelta en casa, se sentaron en los sillones de la sala, dedicándose a hablar alegremente de muchas cosas. Vernon tocó sólo una vez el tema del futuro.
—¿Qué harás cuando yo me haya marchado, Nell? ¿Te quedarás, aquí o prefieres vivir con tu madre?
—Me quedaré aquí. Hay mucho que hacer en Wiltsbury. Está el hospital, la cantina…
—Es que yo prefiero que no hagas nada. Pienso que estarías mejor en Londres. Podrías distraerte yendo a teatros y a otras partes.
—No, Vernon. Debo hacer algo útil. Son tiempos de trabajo.
—Pues si realmente quieres trabajar, puedes tejerme calcetines. No me gusta nada la idea de que estés en los hospitales, aunque admito que es necesario que haya quien se ocupe de ellos. ¿No te gustaría ir a Birmingham?
En tono muy decidido, Nell repuso que prefería no ir allí.
Llegado el momento de la partida, la cosa no resultó tan desgarradora. Vernon la besó casi con displicencia.
—Bueno, hasta la vista. No pierdas el ánimo. Ya verás como todo sale bien. Te escribiré tanto como me sea posible, aunque me temo que no nos permitan decir cosas de interés. Cuídate mucho, Nell, amor mío.
La estrechó entre sus brazos y luego se deshizo bruscamente de ella.
Minutos después se había marchado.
«No podré dormir», pensó Nell.
Pero, llegada la noche, durmió profundamente. El sueño la devoró como si fuese un abismo. Al principio sufrió una pesadilla que la llenó de espanto y angustia; pero sus malos sueños no tardaron en dejar paso a la inconsciencia causada por el agotamiento.
Al despertar, le pareció que una aguda espada de pesadumbre le atravesaba el corazón.
«Vernon se ha marchado a la guerra —pensó—. Ahora he de hallar algo en qué ocuparme».