CAPÍTULO SEGUNDO

1

Nell fue a visitar a la señora Curtis, comandante de la Cruz Roja, la cual se mostró simpática y afable. Muy satisfecha de la importancia que el cargo llevaba consigo, parecía segura de poder demostrar que era una organizadora nata. En realidad, sucedía precisamente lo contrario. Lo que nadie podía discutir, eso sí, eran sus modales. Accedió con gesto condescendiente a la solicitud de Nell.

—Veamos, señora… ah, sí, señora Deyre. ¿Tiene usted en regla su certificado de ayudante voluntaria?

—Sí.

—¿Y el de enfermera?

—También.

—¿Pero no está adscrita a ningún departamento local?

Ambas estudiaron con cierto detenimiento la situación exacta en que Nell se encontraba.

—Bueno, pues ya veremos qué podemos hacer por usted —dijo la señora Curtis—. El personal hospitalario está completo de momento; pero, como comprenderá usted, siempre hay bajas. A los dos días de llegar el primer envío de heridos recibimos diecisiete renuncias. Todas eran mujeres de cierta edad, disconformes con el trato que las monjas les dispensaban. Admito que quizás éstas no fueran todo lo corteses que debieran ser, pero no pueden perder tiempo. Las dimisionarias pertenecían a la clase adinerada y no tenían costumbre de ser tratadas sin miramientos. Espero que no sea usted exageradamente susceptible, señora Deyre.

Nell le repuso que no lo era y que estaba dispuesta a aceptar la situación tal como se presentara.

—Ésa es la actitud correcta —aprobó la señora Curtis—. Por mi parte, lo que creo imprescindible es acatar las normas disciplinarias. ¿Dónde estaríamos todos si la disciplina flaqueara?

Nell creyó intuir que la señora Curtis nunca había estado bajo las órdenes de nadie, lo cual quitaba sin duda autoridad a lo que tan enfáticamente afirmaba; pero la siguió escuchando con atención.

—Tengo una lista de jóvenes que se han ofrecido como asistentas y, por ahora, están en la reserva. Agregaré su nombre a esa lista. Dos veces por semana preséntese en el servicio de admisiones externas en el Town Hospital. Así irá usted ganando experiencia. Están faltos de personal, de modo que se mostrarán contentas de poder contar con usted. Además, usted y la señorita… —consultó su lista— la señorita Cardner, creo… Eso es, Cardner. Usted y ella acompañarán a la enfermera de distrito en sus revistas, los jueves y viernes, ¿tendrá usted su uniforme, supongo? Pues muy bien.

Mary Cardner era una agradable muchacha, algo regordeta, cuyo padre era carnicero, aunque ya se había retirado de los negocios. Se mostró muy amistosa con Nell y le dijo que los días de revista no eran los jueves y viernes, sino los miércoles y sábados.

—La vieja Curtis siempre se equivoca.

Agregó que la enfermera de distrito era encantadora.

—No es una de esas marimandonas, que siempre te están diciendo lo que tienes que hacer.

En cuanto a la hermana Margaret, afirmó, constituía el terror de los hospitales.

Llegado el miércoles, hizo la primera ronda con la enfermera de distrito, una mujer pequeñita, desbordada de trabajo. Al final de la jornada dio a Nell unas palmadas en el hombro.

—Me alegro de que colabore conmigo alguien que tiene la cabeza en su sitio. Puedo asegurarle que muchas de las jóvenes que me envían parecen tontas de capirote. Se lo digo en serio. Las ves y te impresionan, pues son mujeres distinguidas, de gran sensibilidad y ternura… Lo malo es que la idea a que tienen sobre enfermería es muy sumaria. Piensan que se trata de airear un poco las almohadas y alimentar a los pacientes con uvas selectas. Creo que eso no sucederá en su caso y que en poco tiempo llegará a comprender cómo son en verdad las cosas.

Estimulada por aquellas palabras, Nell se presentó en el servicio de admisiones externas a la hora que le habían indicado, sin demostrar demasiada inquietud. Una monja alta y de rostro demacrado, cuya mirada no era, por cierto, benevolente, fue la encargada de recibirla.

—Otra novata —gruñó—. Supongo que la ha enviado la señora Curtis. Esa mujer me tiene harta. No hace más que mandarme niñas tontas. Me lleva más tiempo enseñarles a hacer las cosas que hacerlas yo misma. Y llegan haciendo gala de conocimientos. Al oírlas, cualquiera diría que lo saben todo.

—Lo siento —dijo Nell en voz baja.

—Ostentan un par de certificados, asisten a una docena de conferencias y ya se creen capacitadas —agregó la hermana Margaret con acento irritado—. Pues que sigan viniendo; pero se lo advierto a usted: no se cruce en mi camino a menos que sea absolutamente imprescindible.

Cerca de ellas había un grupo variado y típico de heridos. Un hombre muy joven mostraba grandes ulceraciones en ambas piernas; un niño presentaba quemaduras originadas por una olla de líquido hirviente que se había derramado sobre él; una pequeña se había clavado una aguja en un dedo, muchos otros necesitaban cuidados en los oídos, las piernas o los brazos.

—¿Sabe usted hacer un lavaje de oídos? —le preguntó secamente la hermana Margaret—. Supongo que no. Pues mire.

Nell la observó trabajar.

—La próxima vez tendrá que apañárselas usted sola —dijo la monja—. Quite el vendaje del dedo de ese niño y sumérjalo en ácido bórico y agua. Ya le veré luego con más detenimiento.

Nell se sentía torpe. La hermana Margaret la ponía nerviosa, quitándole desenvoltura para actuar. Le pareció que apenas habían transcurrido unos instantes cuando la vio volver a su lado.

—Mire usted, no tenemos todo el día para hacer cada cosa. Ya está bien, déjeme a mí. Se diría que todas ustedes son obtusas. Moje los vendajes que lleva aquel niño en la pierna y quíteselos. Agua tibia.

Nell llenó de agua tibia un recipiente y arrodillándose ante el pequeño, que apenas tendría unos tres años, comenzó a mojarle la pierna con una esponja. Había sufrido una quemadura profunda, de modo que, por más que Nell trataba de hacerlo con la mayor delicadeza, el niño se puso a gritar desesperadamente; tanto que Nell advirtió que sus fuerzas le flaqueaban.

Sintió náuseas y casi perdió el sentido. Nunca podría llevar a cabo tareas como aquélla. Nunca. Se echó un poco hacia atrás y al hacerlo se encontró con la mirada de la hermana Margaret, que la observaba con un brillo de malicioso placer en los ojos.

—Sabía que le faltaría valor para hacerlo —decía la mirada.

El desafío sirvió para que Nell se rehiciese, dispuesta a demostrar su eficiencia. Bajó la cabeza y, apretando los dientes, se dedicó a la tarea que se le confiara, tratando de desoír los chillidos del chaval. Finalmente terminó, tras lo cual se puso en pie, aunque pálida y algo temblorosa. Se sentía presa de vértigos.

La hermana Margaret, que momentáneamente se había alejado para atender a otros heridos, volvió. Al observar el trabajo de Nell, se llevó un chasco.

—Oh, ha conseguido hacerlo —tuvo que admitir.

Se volvió a la madre del niño.

—Tendrá usted que ser más cuidadosa en el futuro cuando cocine y el niño se encuentre cerca —le dijo.

La mujer se limitó a balbucear que le era imposible hallarse simultáneamente en todas partes.

Nell tuvo que atender luego a alguien con un dedo infectado y más tarde ayudó a la hermana a poner una inyección al pequeño de la pierna quemada. También sirvió de asistente a un joven médico que extrajo la aguja que se había clavado la niña que antes viera allí. Al cortarle la piel con el bisturí, la chica quiso retirar su mano con brusquedad. El hombre pareció enfadarse mucho.

—Quédate quieta, ¿entiendes?

Nell pensó que jamás había conocido la medicina hospitalaria. Ella estaba acostumbrada al estilo del médico de la familia, que, en casos así, te decía con voz muy afectuosa: «Me parece que esto va a doler un poquitín, chiquilla. A ver si puedes permanecer quietecita».

Al próximo paciente, el joven médico le extrajo un par de muelas, que tiró despreocupadamente al suelo. Siguió el caso de un individuo que se había aplastado una mano en un accidente.

El facultativo no carecía ciertamente de destreza, pensó Nell; eran sus maneras bruscas, las que contrariaban tanto la imagen que ella siempre había tenido del médico. La hermana Margaret venía constantemente a su lado, festejando como una colegiala las bromas que, de vez en cuando, el hombre intercalaba en su trabajo. En ningún caso, éste prestó atención a Nell.

Finalmente llegó la hora de marcharse a casa. Nell sintió un inmenso alivio al despedirse con un poco de timidez de la hermana Margaret.

—¿Qué le ha parecido? —le preguntó la monja sarcásticamente.

—Bueno, me parece que soy un poco tonta.

—¿Y cómo podría usted ser otra cosa? Mucha gente anda por ahí proclamando su admiración por las voluntarias de la Cruz Roja, sin comprender que una novata no entiende ni sabe nada. De todos modos, es probable que poco a poco vaya perdiendo su torpeza.

Tal fue todo el estímulo que Nell recibió tras su debut hospitalario.

Sin embargo, sus tareas fueron haciéndose más llevaderas con el tiempo. La hermana Margaret se mostraba menos antipática y menos propensa a las actitudes defensivas de lo que en ella habitual. Hasta accedió a responder a alguna que otra pregunta.

—Usted no es tan inepta como la mayoría —llegó a confesarle.

Nell, por su parte, admiraba la capacidad de la hermana Margaret no sólo para trabajar sin descanso durante largas horas, sino para realizar eficientemente tareas que requerían conocimientos técnicos considerables. Y todo lo hacía con la máxima premura. Nell llegó incluso a comprender, al menos en parte, la rudeza de la religiosa en lo referente a las novatas.

Lo que más llamaba la atención de Nell era la cantidad de miembros deformados que requerían asistencia. Los aquejados por tal tipo de dolencias parecían resultar familiares para quienes trabajaban en el hospital. Un día indagó sobre el punto.

—Generalmente no puede hacerse nada por ellos —le explicó la hermana Margaret—. Sufren en su mayoría enfermedades hereditarias. Taras. Lo llevan en la sangre.

También asombró a Nell el callado heroísmo de los pobres, que soportaban tratamientos muy dolorosos, para marcharse luego andando hasta sus hogares, a veces a varias millas de distancia.

La misma actitud mostraban cuando se les visitaba en sus casas. Nell y Mary Cardner se encargaron de un sector correspondiente a la enfermera de distrito, que no daba abasto con sus tareas. Así bañaban a ancianas paralíticas, cuidaban de deformaciones en las piernas que impedían a los pacientes acudir al hospital y atendían a muchos bebés cuyas madres enfermas no estaban en condiciones de hacerlo. Las casas de aquellas personas eran reducidas, tristes y mal ventiladas, porque en general las ventanas se mantenían herméticamente cerradas. Allí dentro, Nell sentía una sensación de ahogo, que llegaba a hacerse insoportable.

La mayor y más desagradable sorpresa se la llevó a las dos semanas de desempeñar sus tareas. Al entrar en el dormitorio de una casucha, Nell y Mary constataron que el anciano que iban a cuidar, estaba muerto en su cama. Entre ambas tuvieron que amortajarle. Sin la presencia de ánimo de Mary, que nunca perdía del todo el denuedo, Nell tal vez no hubiera podido cumplir aquella lúgubre función.

Al enterarse, la enfermera del distrito las felicitó.

—Sois de las buenas y nos estáis ayudando de manera muy eficiente.

Las dos jóvenes se marcharon a sus casas muy satisfechas. Al llegar a la suya, Nell consideró que nunca había llegado a valorar tanto un buen baño de inmersión, generosamente sembrado de sales aromáticas.

Hasta entonces sólo le habían llegado dos tarjetas postales de Vernon, escritas ambas a la carrera, en las que apenas le decía nada. Se encontraba bien y añadía que todo era magnífico. Ella le escribía a diario, contándole cosas de su trabajo en el hospital con el mayor humor posible. Poco después recibió carta de Vernon.

En algún lugar de Francia.

Querida Nell:

Estoy muy bien. Me siento en plena forma, porque ésta es una fantástica aventura. Sin embargo, te echo muchísimo de menos y me gustaría verte. Quisiera que no fueses a esas chozas miserables ni te mezclaras con enfermos. De seguir así, no dudo que terminarás cogiendo vete tú a saber qué peste rara. No entiendo por qué te ha dado por ahí, pues estoy seguro de que tu asistencia no es tan necesaria. Por favor, cambia de ocupación.

En lo que más pensamos por aquí es en la comida. Los muchachos sueñan con un buen té a la inglesa; tanto que correrían el riesgo de volar en pedazos por merendar según sus costumbres, y beberse una taza caliente. Trabajo a veces como censor. Días pasados leí una carta que terminaba así: «Tuyo hasta que el infierno se congele». Plagiaré la despedida, haciéndola mía.

Te quiero,

Vernon.

Cierta mañana Nell recibió una llamada telefónica de la señora Curtis.

—Necesitamos cubrir una plaza de encargada de limpieza en el hospital, señora Deyre. Trabajo por las tardes. Preséntese a las dos y media.

La sede del ayuntamiento de Wiltsbury había sido transformada en hospital. Era un edificio grande y nuevo, situado en la plaza de la catedral. La torre de la iglesia arrojaba su sombra sobre el improvisado centro asistencial, cuando Nell llegó allí. Un guapo militar de uniforme, que tenía una pierna de palo y el pecho cubierto de medallas, la recibió amablemente.

—Se ha equivocado usted de puerta, señorita. El personal ha de entrar por la puerta reservada a tales efectos. Allí un portero le indicará a quién debe dirigirse.

El portero, un hombre muy menudo, le mostró el camino. Bajaron unas escaleras hasta encontrarse en una cripta mal iluminada. A un lado, podía verse a una mujer de cierta edad vestida con el uniforme de la Cruz Roja y rodeada de fardos de ropa blanca. Llevaba encima varios chales de lana, a pesar de lo cual temblaba de frío. Doblando hacia una esquina de la estancia se internaron en un corredor con piso de piedra, que recorrieron hasta llegar a una cámara de triste y oscura apariencia. Allí les recibió la señorita Curtain, directora de los departamentos hospitalarios. Era una mujer alta, de porte aristocrático y maneras encantadoras.

Impartió a Nell las instrucciones que debían guiar su nueva asignación, la cual no era particularmente compleja. En cambio implicaba trabajar duro. Debía fregar parte de los corredores de piedra y también de las escaleras; servir el té a las enfermeras, levantar luego las mesas, y lavar la vajilla. A continuación, disfrutaría de un descanso para merendar y más tarde serviría la cena, ocupándose nuevamente de lavar los platos y los cubiertos empleados.

Nell no tardó en adquirir destreza para desempeñar sus nuevas competencias. Era preciso lidiar con todo lo que era cocina y dar con el tipo de té que apetecía a las monjas.

En el comedor se extendía una larga mesa donde las enfermeras voluntarias tomaban sus alimentos. Al llegar, se precipitaban sobre éstos, con feroz apetito, y los engullían sin detenerse un instante. Lo malo era que los víveres resultaban siempre insuficientes, de modo que las rezagadas solían quedarse a dos velas, con el único recurso de dirigirse a la cocina en busca de algún bocadillo. Allí se les solía decir, sin embargo, que la ración prevista para cada una había sido enviada al comedor y que no era fácil disponer de mayores cantidades de pan y mantequilla. Alguna o algunas habían comido más de la cuenta, y las que lo habían hecho se enzarzaban en discusiones, sosteniendo que aquello no era cierto. Todo transcurría, a pesar de la estrechez, dentro de un tono de amable camaradería. Las voluntarias se tuteaban.

—Te juro que no he comido tu parte de pan, Jones. ¿Crees que hubiera hecho algo semejante? Lo que sucede es que de la cocina no vienen todas las raciones previstas.

—¡Eh, vosotras! Catford tiene que comer algo. Dentro de media hora tiene que ayudar en una operación.

—Muévete, gordinflona, que aún debes lavar toda aquella ropa.

Muy diferente era el clima reinante en las comidas de las monjas. La mesa de éstas se encontraba en el otro extremo de la espaciosa habitación y las comensales cuidaban mucho la urbanidad de sus actitudes. Hablaban en voz baja, casi en secreto. Ante cada una de ellas podía verse una taza de té que Nell debía preparar teniendo presente el gusto de cada una, pues a algunas les gustaba más cargado que a otras, aunque todas lo preferían fuerte. Llevar el té «aguado» a una monja equivalía a caer en desgracia con ella.

Los susurros no cesaban un momento.

—Fue entonces cuando le dije: «Pues naturalmente que los casos que requieren intervención quirúrgica tienen preferencia».

—Me limité a pasar por alto la observación, sabe usted.

—Siempre con las mismas ansias de pasar por delante de los demás…

—Aunque no lo crea, olvidó tener lista la toalla cuando el cirujano terminó de lavarse las manos.

—… Le advertí al especialista esta mañana…

—Pasé la información a la enfermera, que es la responsable de…

Una y otra vez, la frase volvía: «Pasé la información a…». Nell se acostumbró tanto a oírla que apenas reparaba en ella. De todos modos, en cuanto se acercaba a la mesa, los murmullos se tornaban casi inaudibles y las monjas le dirigían miradas recelosas. Las conversaciones tomaban un tono confidencial, sin que las interlocutoras perdiesen su dignidad, extraordinariamente cuidadosas de las formas, se ofrecían té unas a otras.

—¿Quiere usted un poquito del mío, hermana Westhaven? Aún me queda mucho.

—Si es usted tan amable de pasarme el azúcar, hermana Carr. Le ruego que me perdone por la molestia.

Poco a poco Nell se iba familiarizando con la atmósfera del hospital, con sus hostilidades, sus celos, sus intrigas, las mil y una corrientes subterráneas que determinaban conductas, a veces inesperadas.

Poco después fue cambiada de sección, con el fin de que supliera a una enfermera que debió marcharse por razones de salud.

Sus nuevas funciones incluían el cuidado de doce enfermos, la mayor parte de los cuales habían sido operados o se aprestaban a serlo. Su compañera se llamaba Gladys Potts y era una joven menuda que casi permanentemente se reía. Inteligente y capaz, no era, sin embargo, trabajadora. La dirección del departamento corría a cargo de la hermana Westhaven, mujer alta, flaca y avinagrada, que parecía supervisarlo todo con gesto de censura. Cuando vio a la monja, a Nell se le cayó el alma a los pies, pues la conocía del comedor. Pero sólo creía conocerla, porque no tardó en darse cuento de que la había juzgado mal. La hermana Westhaven era con mucho la más agradable y comprensiva directora de departamento con que contaba el hospital, y resultaba muy grato trabajar a sus órdenes.

Había allí cinco monjas. La hermana Carr, gorda y de aspecto bonachón, era la predilecta de muchos pacientes, con quienes solía reír y bromear, aunque por tal causa no era raro que se atrasara en las demás tareas que le estaban asignadas. Al advertirlo, se apresuraba a recuperar el tiempo perdido. Se dirigía a las voluntarias llamándolas «queridas» y dándoles pequeñas palmadas en los hombros con ademán afectuoso. Sin embargo, su humor era variable y en conjunto no se podía una fiar del todo. Siendo persona poco puntual y bastante descuidada, lo que se le encargaba salía con frecuencia mal; y entonces, sus «queridas» voluntarias debían cargar con las culpas. Era enervante trabajar bajo su dirección.

La hermana Barnes era absolutamente insoportable, como todo el mundo decía. No hacía más que rezongar y reñir de la mañana a la noche. Detestaba a las voluntarias y, desde luego, no lo ocultaba.

—Ya les enseñaré yo a presentarse aquí pensando que todo lo saben.

Con esta frase, una de sus favoritas, declaraba constantemente la guerra a las jóvenes que se presentaban a trabajar a sus órdenes. A pesar de su ácido sarcasmo, era una buena enfermera, razón por la cual muchas voluntarias preferían trabajar a sus órdenes, prestando oídos sordos a sus ataques.

La hermana Dunlop pertenecía a una generación anterior. Ya estaba retirada cuando se solicitó su concurso. Se limitaba a hacer lo menos posible, mientras bebía grandes cantidades de té.

La hermana Westhaven era sin duda la enfermera más competente del hospital. No sólo le entusiasmaba su trabajo y lo cumplía a conciencia, sino que juzgaba justa y desapasionadamente el trabajo del personal subordinado a ella. Si una voluntaria tenía condiciones, se mostraba relativamente amistosa; pero en caso contrario le hacía difícil la permanencia.

Al cuarto día dijo a Nell: le confieso que al principio consideré que no valía usted gran cosa, enfermera. Ahora veo que es capaz de asumir tareas de importancia.

La declaración dio ánimo a Nell, que por entonces ya se estaba acostumbrando al trabajo hospitalario y que se sentía interesada en él. Volvió a su casa muy contenta.

Poco a poco se fue metiendo en el engranaje de la rutina. Al principio la sola vista de los heridos le hacía sentirse mal, y la primera curación que tuvo que efectuar le produjo un malestar físico casi intolerable. Pero con el tiempo, y casi sin advertirlo, sus emociones quedaron a un lado. Sangre, heridas y sufrimientos eran cosa de cada día.

Los pacientes le tenían mucho afecto. Cuando le quedaba algo de tiempo escribía cartas que ellos le dictaban y en algún caso les prestaba libros que pensaba que podían interesarles, cogiéndolos de los anaqueles colocados a un extremo del departamento. También acostumbraba a oírles hablar de sus familias o de las chicas a quienes amaban. Nell, como otras voluntarias y enfermeras, tomaba partido por los hospitalizados, evitando que se les hiciese sufrir inútilmente o que fueran tratados sin consideración por parte de quienes pretendían hacerse pasar por expertos.

Los días de visita llegaban numerosas ancianas al pabellón de Nell, en el que se atendía a los heridos de guerra. Se sentaban junto a la cama y hacían lo posible por «dar ánimos a nuestros valerosos soldados».

Menudeaban los convencionalismos.

—Supongo que estarás ansioso por volver al frente, ¿no es así, hijo?

—Claro, mamá.

Invariablemente los hombres caían en aquella pequeña trampa del coraje verbal.

A veces se programaban conciertos. Algunos, previstos con anticipación y debidamente organizados, resultaban muy exitosos. Otros…

La enfermera encargada de las doce camas contiguas a las doce de Nell resumió acertadamente lo que eran esos malos conciertos.

—Todo el que cree que puede cantar y que nunca fue tolerado en familia parece haber encontrado su alternativa.

Eran numerosos los sacerdotes y pastores que frecuentaban el hospital. Nell nunca había visto antes a tantos juntos. Sin embargo, a muy pocos se les tenía aprecio. Éstos eran los más delicados en el trato; aquellos que, más allá de la cordialidad y la simpatía, desplegaban mayor tolerancia y comprensión. Los soldados preferían a los que mostraban tacto, absteniéndose de hacer hincapié en los deberes religiosos. Era de lamentar que fuesen tan pocos.

—Enfermera.

Nell tenía prisa, porque la hermana Westhaven le acababa de reprochar que algunas de sus camas estaban deshechas y que el número siete tenía una pierna fuera.

—Sí. ¿Qué sucede?

—¿No podría usted lavarme?

Nell se sorprendió ante la extraña solicitud.

—Aún falta para las siete y media.

—Es que el párroco accedió a confirmarme. Ha de estar ya en camino.

Nell se apiadó del hombre. Al llegar, el reverendo Edgerton encontró a su proyectado converso separado de él por biombos y jofainas de agua.

—Gracias, enfermera —le dijo el herido—. No se puede regañar mucho a un individuo cuando no puede facilitarle un poco su labor, ¿verdad?

Lavar personas, lavar y fregar el pabellón, lavar ropa. Lavar, siempre lavar.

Y siempre el lavado parecía insuficiente.

—Enfermera, esas camas. Las sábanas cuelgan en la número nueve y el número dos la ha movido a un costado. ¿Qué pensará el médico al pasar revista?

Los médicos, los médicos… Mañana y tarde, médicos. El médico del hospital de sangre era Dios. Una simple enfermera ni siquiera podía hablarle; sería un delito de lesa majestad que la hermana no pasaría por alto. Algunas voluntarias lo cometían por inocencia, fuera porque, siendo de Wiltsbury, conocían al facultativo, o porque le tomaban por un mortal cualquiera. Pero sólo una vez daban alegremente los buenos días al médico. De inmediato comprendían que tal actitud equivalía a «querer pasar por delante de las demás». Mary Cadner pretendió «pasar por delante de las demás» cuando un cirujano le pidió unas tijeras y ella le tendió las suyas sin pensárselo mucho. La hermana le explicó de inmediato la grave falta que acababa de cometer, terminando así:

—Observa bien que no digo que te abstuvieras de darle tus tijeras. Pero al constatar que un médico te solicita algo, que tienes precisamente a mano para tu propio uso, has de decirme en voz muy baja, desde luego: «¿Es esto lo que pide, hermana?». Entonces yo misma cogeré lo que él pide y se lo entregaré. Si esta vez hubieses obrado así, no se podría decir nada en tu contra.

Resultaba tediosa hasta la palabra «doctor» incesantemente repetida. No había comentario o instrucción que saliera de boca de una monja que no estuviera atestado de tal título.

Siempre recurrían a él.

—Sí, doctor.

—Tenía treinta y ocho esta mañana, doctor.

—No lo creo, doctor.

—¿Qué ha dicho, doctor? ¿Le importaría repetírmelo, doctor?

—Enfermera, tenga lista la toalla para el doctor.

Y Nell tenía que estarse allí, con porte modesto, sosteniendo la toalla hasta que el doctor, al cogerla para secarse, la dejaba escapar de sus sacrosantas manos. Había que inclinarse, recogerla y traer otra.

Nell debía alcanzar el jabón al médico, echar agua para que enjuagara sus manos, tenderle la toalla para que se las secara. Finalmente, otra orden:

—Enfermera, abra la puerta al doctor.

—Lo peor es que son cosas que ya te quedan para siempre —le dijo cierto día Phillis Deacon con ira—. Ya nunca podré tratar a los médicos como antes. En el futuro me sentiré sirvienta hasta del más insignificante matasanos. Si alguno viniera un día a cenar, ya me veo precipitándome a las puertas antes de que él llegue a tender la mano para abrirla.

Una camaradería especial reinaba entre las enfermeras. Las distinciones de clase se consideraban algo perteneciente al pasado. La hija del decano, la del carnicero, la señora Manfred, esposa del empleado de la mercería, Phillis Deacon cuyo padre era baronet, y todas las demás, se tuteaban compartían el mismo ansioso interés por saber qué había para merendar, deseando que no hubiese trampas en el reparto de las raciones individuales. En algunos casos, sin embargo, la trampa estaba en las propias filas: se supo que sonriente Gladys Potts se había metido en las cocinas cierta mañana, a primera hora, para apoderarse de un trozo de pan con mantequilla que no le correspondía; y que otra vez pudo obtener por el mismo procedimiento un plato de arroz.

—Sabes —dijo Phillis Deacon—. Ahora entiendo a los sirvientes y estoy del lado de ellos. Antes me preguntaba por qué parecían vivir tan sólo para la comida y ahora, hete aquí que yo estoy en las mismas. Es en lo único que pienso. Casi me eché a llorar anoche, al ver que los huevos revueltos se agotaban antes de llegar a nosotras.

—Es que nunca debieran servirse huevos revueltos —opinó Mary Cardner con enfado—. Tendrían que hacerse hervidos, fritos o pochés. Ya se sabe que revueltos son tentadores para las personas sin escrúpulos, a quienes brindan oportunidades magníficas.

Al hablar miraba significativamente a Gladys Potts, que sonreía nerviosamente y que terminó por marcharse.

—Esa chica es tramposa —dijo Phillis Deacon—. Siempre está ocupada cuando se la requiere para algún trabajo duro, y no para de hacer la pelota a las monjas. Con Westhaven no importa, porque a ella no le gusta que la adulen; pero con Carr siempre consigue lo más fácil.

Gladys Potts no era popular, ciertamente. Muchas veces sus compañeras habían tratado de hacerle entender que a veces no quedaba otro remedio que hacer de tripas corazón y enfrentarse a los trabajos desagradables. Todo fue inútil. La regordeta siempre encontraba el modo y manera de eludir el compromiso. Sólo Phillis Deacon conseguía de vez en cuando impedir que abusara de sus compañeras.

Por otra parte, entre los mismos médicos había rencillas, a veces por celos. Y todos querían para sí los casos quirúrgicamente más interesantes. Siempre que se hacía el reparto de pacientes por pabellones o departamentos se producía algún roce entre ellos.

Nell no tardó mucho en conocer a todos y, por tanto, de estar en condiciones de juzgarlos. El doctor Lang, alto, desaliñado y desgarbado, tenía unas manos inconfundibles, de largos y nerviosos dedos. Era el mejor cirujano del plantel. Solía hablar con sarcasmo y no era raro que se mostrara rudo y antipático; pero había que reconocer su valía. Las hermanas le veneraban sin excepción.

El doctor Wilbraham era el médico de moda en Wiltsbury y atendía a las familias acomodadas de la localidad. Corpulento y saludable, se mostraba benevolente y de buen humor cuando las cosas iban bien; pero cuando sucedía al revés se conducía como un niño malcriado. Ésta era la actitud que asumía cuando se prefería a otro para un trabajo que él quería para sí. Y si estaba cansado y de mal humor se volvía descortés y hasta grosero. En esos momentos Nell le odiaba.

El doctor Meadows era el internista, y podía decirse que, dentro de lo suyo, resultaba eficiente. Satisfecho de no tener que realizar operaciones quirúrgicas, prestaba a cada caso que se le sometía una solícita atención. Al dirigirse a las voluntarias usaba un lenguaje atento. Sus toallas nunca se caían al suelo, quizá porque no tuviera la intención de humillar a nadie.

Del doctor Bury nadie esperaba gran cosa, aunque él creía saberlo todo. Anhelaba poner en práctica nuevos sistemas y experimentar por su cuenta; pero era incapaz de seguir un tratamiento por más de dos días seguidos. Cuando alguno de los pacientes moría, se acostumbraba a decir en el hospital:

—¿Qué tiene de extraño, si el doctor Bury era su médico?

Finalmente estaba el doctor Keen, que antes había ocupado cargos en los campos de batalla. Se le llamaba doctor, pero aún no había concluido sus estudios, lo cual no obstaba para que se sintiera importante. Hasta llegaba a rebajarse, charlando con las voluntarias de tanto en tanto para explicarles, lleno de condescendencia, lo delicado de una operación recién finalizada.

—No sabía que el doctor Keen operara —dijo Nell a la hermana Westhaven—. Le confundí con el doctor Lang.

—No, no le ha confundido usted —repuso la monja—. El doctor Keen era quien sostenía la pierna del paciente.

Al principio, las operaciones fueron un martirio para Nell. En el transcurso de la primera que presenció, hubiese dicho que el piso se elevaba por los aires para echársele luego encima, de modo que una enfermera hubo de acompañarla fuera del quirófano. Su preocupación giraba en torno a lo que diría la hermana; pero ésta se mostró indulgente.

—En parte, la razón está en la falta de ventilación y en el olor del éter —le dijo bondadosamente—. La próxima vez no asista usted a una intervención larga, enfermera. Ya verá cómo termina habituándose.

La segunda vez, Nell fue presa de mareos, pero no tuvo que abandonar la sala de operaciones. En adelante, nunca se mareó.

Un par de veces se le pidió que ayudase a la enfermera de limpieza en la tarea de poner orden en el quirófano tras alguna larga operación. El lugar parecía un auténtico matadero. Se veía sangre por doquier. La enfermera de limpieza era una joven de dieciocho años, muy pequeña y delgada. Dijo a Nell que al principio creía que no iba a poder hacer este trabajo.

—La primera operación fue de una pierna —explicó—. Amputación. La hermana me dio instrucciones para que limpiara y pusiese en orden todo esto. Pues bien, de pronto me encontré con la pierna. Tuve que llevarla yo misma al horno. Fue una tortura.

Los días de salida Nell iba a veces a merendar con amigas. No todas eran de su edad. Algunas ancianas simpáticas se conmovían al enterarse de lo que la joven llevaba a cabo en el hospital. Le decían que era admirable.

—¿Y trabaja usted los domingos?

—Sí.

—Pero eso no está bien. El domingo ha de ser día de descanso.

Nell decía a la buena señora que a los soldados también había que lavarles y alimentarles los domingos. Sus amigan replicaban que eso era razonable, aunque insistían en que el problema no estaba satisfactoriamente resuelto y que la organización dejaba bastante que desear. Deploraban, asimismo, el hecho de que Nell tuviera que ir andando todas las noches hasta su casa, al salir del hospital, a las doce.

Otras eran menos agradables.

—Tengo entendido que las enfermeras tienen grandes ínfulas y que se divierten dando órdenes a diestro y siniestro. Es algo que personalmente no puedo tolerar. Estoy dispuesta a hacer lo que sea en esta guerra horrorosa, con tal de colaborar; pero no admito impertinencias. Así se lo dije a la señora Curtis, hasta que ella misma consideró que era preferible que no me dedicase al trabajo hospitalario.

Nell no respondía a esa clase de comentarios.

Rumores sobre «los rusos» invadieron de pronto Inglaterra. Todo el mundo sostenía haber visto a alguno. Y, cuando no era así, resultaba que la prima segunda de la cocinera sí que lo había visto, lo cual venía a ser lo mismo. El runrún lardó en disiparse, acaso porque era divertido.

Un día, cierta mujer muy vieja le dijo en el hospital que quería hablarle a solas.

—No creas nada de eso, querida. Es cierto; pero la cosa es de otra manera.

Nell la miró inquisitivamente.

—¡Huevos! —exclamó la anciana tratando de contener un grito—. ¡Huevos rusos! Millones de huevos para salvarnos de morir de hambre…

Nell escribía a Vernon contándole todos los episodios de su vida en el hospital. Le echaba terriblemente de menos. Las cartas de su marido no eran demasiado extensas ni abiertas. En ellas continuaba repitiendo que consideraba equivocado que ella trabajara en un hospital y la instaba a irse a Londres a pasar el tiempo de la mejor manera posible.

Qué extraños son los hombres, pensaba Nell. Parecen no entender. Detestaba hasta la idea de engrosar las filas de quienes sostenían las ventajas de «conservar el buen humor para cuando lleguen los muchachos». «¡Con cuánta rapidez se separan mentalmente las personas —pensaba— cuando se ocupan de cosas diferentes!». Nell no podía compartir la vida de Vernon ni comprender su entusiasmo, y él ya no comprendía la suya.

Felizmente, aquella trágica sensación de que le matarían en la guerra, tras obsesionarla algún tiempo, terminó desvaneciéndose. Ahora se sentía una esposa más en espera de su marido. A los cuatro meses de marcharse, Vernon ni siquiera había sufrido un rasguño. Así sería durante todo el tiempo que la contienda durara. Estaba convencida de ello. Todo iría bien.

A los cinco meses, Vernon telegrafió para decirle que le acababan de dar permiso y que pronto volvería a Inglaterra. Al leer el mensaje, creyó sentir que su corazón se paralizaba. Estaba excitadísima. De inmediato solicitó a su vez permiso a la dirección del hospital, que se lo concedió.

Se dirigió a Londres, sintiéndose extraña con sus ropas de calle. ¡Las primeras vacaciones de ambos!

2

¡Era cierto! ¡Era cierto! Al llegar, el tren descargó una multitud de soldados. Nell no tardó en verle. Allí estaba Vernon en carne y hueso. Abrazados, ninguno de los dos acertaba a pronunciar palabra. Vernon apretaba nerviosamente la mano de Nell. Fue entonces cuando ella advirtió el miedo que había soportado hasta entonces.

Fueron cinco días fugaces. Todo transcurrió como si de un extraño y delirante sueño se tratara. Nell sólo sabía que adoraba a Vernon y que éste la adoraba a su vez, aunque de alguna extraña manera se comportaran a veces como dos desconocidos. Al preguntarle Nell sobre Francia, Vernon se limitaba a decir que estaba muy bien. En realidad todo estaba bien, muy bien. Lo que convenía hacer era bromear y evitar tratar los problemas con seriedad.

—Por Dios, Nell, no te pongas sentimental. No es posible llegar a casa y encontrar caras largas. Y no vayas a referirte, por favor, a nuestros bravos soldados que entregan sus vidas en aras de lo que sea. Ese tipo de palabrería me enferma, y tú lo sabes. Hala, compremos entradas para otro teatro.

Nell advirtió inquieta que en sus maneras había algo de despiadado. Sin duda no era razonable tomarse las cosas a la ligera, cuando tantas atrocidades tenían lugar en el mundo. Vernon hizo algunas preguntas sobre lo que había estado haciendo en su ausencia y ella sólo pudo responderle con noticias y anécdotas del hospital. Pero pronto advirtió que nada de aquello le interesaba ni atraía. Por si le cupieran dudas, a cierta altura, él mismo le pidió que hablara de otra cosa.

—Eso de trabajar de enfermera es asqueroso. No quiero ni pensar que dedicas tu tiempo a esa tarea.

Un escalofrío la recorrió y tuvo la sensación de sentirse chasqueada; pero no tardó en cambiar de talante. Estaban de nuevo juntos. ¿Qué más importaba?

Se divirtieron muchísimo. Salieron cada noche. Iban a ver alguna revista musical y luego a bailar. Durante el día se dedicaban a hacer compras. Vernon le compraba todo cuanto a ella le pasaba por la cabeza. En una casa francesa de alta costura se sentaron entre altivas y jóvenes duquesas envueltas en muselinas tenues. Vernon adquirió para ella el modelo más costoso, y aquella misma noche, sintiéndose ambos culpables de haber hecho aquella locura, pero muy felices, Nell se lo puso para ir a bailar.

Cuando ésta le dijo que tendría que ir a ver a su madre, Vernon rechazó la idea.

—No, querida. No me apetece en absoluto. Tenemos muy poco tiempo y cada minuto es precioso. No puedo desperdiciarlo.

Nell insistió. Le dijo que pensara en lo desilusionada que se mostraría Myra y en el dolor que, sin duda, le iba a provocar el enterarse de que había estado en Inglaterra y no había ido a verla.

—Bueno. Acepto. Pero has de venir tú conmigo.

—No. Creo que no estaría bien.

Finalmente Vernon se dispuso a hacer una visita relámpago a Birmingham, donde su madre hizo un gran despliegue de extroversiones. Le daba la enhorabuena con el rostro bañado en lo que ella llamaba «felices y orgullosas lágrimas», y no cesaba en sus alharacas. También vio brevemente a la familia Bent antes de volver a Londres con la satisfacción del deber cumplido.

—Eres un demonio, Nell. Me has hecho perder un día entero. Dios, cuánto me han besuqueado… Por no hablar de las majaderías que he tenido que oír.

De inmediato un sentimiento de vergüenza le invadió. ¿Por qué su madre le era tan indiferente? Cierto que ella se las arreglaba para actuar siempre a contrapelo en sus relaciones con él. Por buenas que fuesen las intenciones de Vernon, no había modo de congeniar.

Estrecho a Nell entre sus brazos.

—No quise decir eso. Me alegro de que me hayas rogado que fuera a Birmingham. Qué buena eres, Nell… Nunca piensas en ti. Esto de estar otra vez contigo es fabuloso. No sabes…

Esa noche Nell volvió a ponerse el vestido francés que Vernon le regalara dos días antes y juntos fueron a cenar con la ridícula conciencia de haberse portado como niños modelos merecedores de una recompensa.

Casi habían terminado de comer, cuando Nell vio que el lustro de Vernon adquiría súbitamente una expresión cada vez más extraña. Parecía estar ansioso.

—¿Qué sucede?

—Nada.

Nell, volviéndose, miró el salón. Sentada ante una mesa pequeña estaba Jane.

Una mano helada pareció por un momento comprimir su corazón; pero se rehízo y exclamó con tono desenvuelto:

—¡Pero si es Jane! Vayamos a hablar con ella.

—Preferiría quedarme aquí.

Nell se sorprendió un poco por la vehemencia, apenas controlada, con que Vernon dejara escapar aquella frase. Su marido pudo captar su asombro.

—Soy un tonto, cariño. Lo que sucede es que quiero tenerte a ti y a nadie más. Me molestaría compartir mis emociones con otras personas. Si has terminado podríamos marcharnos. Venga, que no me quiero perder el comienzo de la obra.

Pagaron y salieron. Al pasar cerca de Jane, ésta les saludó descuidadamente con la cabeza y Nell respondió agitando la mano en dirección a su exrival. Llegados al teatro, faltaban aún diez minutos para el comienzo.

Más tarde, mientras Nell se deslizaba dentro del camisón, Vernon dijo abruptamente:

—¿Crees que volveré a escribir música alguna vez?

—Naturalmente. ¿Por qué no?

—Oh, no lo sé. A veces pienso que nunca volveré a escribir nada más.

Nell le contempló intrigada. Estaba sentado en una silla, con la mirada perdida. Fruncía el ceño.

—Creía que era lo único que te interesaba.

—Interesarme… interesarme… No es el modo de expresar el problema. Las que importan no son las cosas que te interesan, sino aquellas que no te puedes quitar de encima; aquellas que te tienen cogido y no te dejan escapar; las que te obsesionan. Esto es como un rostro del que no eres capaz de apartar la vista, por mucho que lo intentes.

—Vernon querido, no te…

Fue hacia él y se arrodilló a su lado. Vernon la estrechó con fuerza.

—Nell, cariño… Nada importa en el mundo más que tú. Bésame…

Sin embargo, no tardó nada en volver a su tema.

—Las armas marcan un ritmo, sabes; una estructura musical rítmica, quiero decir. No se trata del ruido que uno oye, sino del dibujo rítmico que el sonido produce en el espacio. Oh, creo que estoy delirando. De todos modos, sé lo que quiero decir.

Poco después insistió:

—Si yo pudiese captarlo adecuadamente…

Con mucha cautela, ella apartó su cuerpo del de Vernon. Su gesto parecía el de una mujer que desafía a su rival. Aunque nunca llegara a reconocerlo abiertamente, temía en serio la música de Vernon. Hubiese querido que ésta no significara tanto en su vida.

Sea como fuere, aquella noche Nell era la triunfadora. Vernon volvió a atraerla hacia él y, estrechándola con fuerza entre sus brazos, la cubrió de besos.

Pero mucho después de dormirse ella, Vernon permanecía en plena vigilia, con los ojos perdidos en la penumbra. Veía, a pesar suyo, el rostro de Jane y las líneas de su cuerpo envueltas en una tela gris verdoso contra la cortina carmesí del restaurante.

«Maldita sea», se dijo muy en secreto.

Sabía, sin embargo, que no era posible deshacerse fácilmente de Jane.

Hubiese preferido no verla.

Algo muy perturbador aleteaba siempre en torno a Jane.

Al día siguiente la olvidó. Era el último de su permiso y pasó con tremenda rapidez.

Antes de que lo advirtiera, ya había pasado.

3

Fue un sueño y ahora, despierta, Nell apenas atinaba a comprender que el episodio pertenecía al pasado.

Estaba de nuevo en el hospital y le parecía no haberse ausentado de él. Esperó desesperadamente carta de Vernon y no tardó en recibirla. Su contenido era más ardiente y expansivo que nunca. El censor no pareció intimidarle esta vez. La colocó sobre su corazón, y tan cerca de él estaba que los trazos, escritos nerviosamente con lápiz, se imprimieron en su piel. Al responderle, le contó aquello.

La vida continuó su curso como antes. El doctor Lang fue enviado al frente, siendo reemplazado por un médico ya anciano que gastaba una pequeña barba y repetía incesantemente: «Gracias, gracias, hermana», en cuanto se le tendía una toalla o se le ayudaba con la bata. Luego siguió un periodo de poco trabajo y muchas camas quedaron vacías, razón por la cual Nell se encontraba desocupada y aburrida.

Cierto día, para su sorpresa y regocijo, Sebastián fue a visitarla al hospital. Se encontraba de permiso en Inglaterra y aprovechó para verla, accediendo a pedidos de Vernon.

—¿De modo que le has visto?

Sebastián asintió. Su compañía había recibido el permiso al expirar el de la compañía de Vernon.

—¿Está bien?

—Oh, sí. Está bien.

Algo, en el modo en que Sebastián pronunció aquellas palabras, causó cierta alarma a Nell, la cual insistió para que aquél se explicara mejor. El hombre frunció el ceño evidenciando perplejidad.

—No es fácil explicar el punto, Nell. Vernon es un individúo muy especial. Siempre lo ha sido. No quiere mirar los problemas de frente.

Levantando una mano, ahogó la vehemente respuesta que asomaba en labios de ella.

—Lo que yo quiero decir no es lo que tú crees que significa. No tiene miedo a los problemas. En general hay que reconocer su absoluto desconocimiento de lo que es el miedo. En eso le envidio. Yo me refería a otra cosa. Esta vida de soldado… Resulta asquerosa, sabes. Suciedad, sangre, barro y ruido. Sobre todo ruido, a todas horas. Te aseguro que tengo los nervios deshechos, de modo que imagino cómo estarán los de Vernon.

—Sí, sí; ¿pero qué decías sobre la incapacidad suya para encarar los hechos de frente?

—Pues simplemente que nunca admitirá que exista algo a lo que se deba enfrentar. Detesta las preocupaciones, así que insiste en que no hay nada de qué preocuparse. Si reconociera la existencia de todo este maldito enredo, como yo, todo iría mejor. Pero no; le sucede como con el piano de su niñez. Se niega a mirarlo y a enterarse de lo que se trata. Me parece pueril sostener que lo que te desagrada no existe; pero tal ha sido siempre el credo de Vernon. Se encuentra muy bien, si eso es lo que quieres saber. Está contento y alegre. Y eso es precisamente lo que no parece natural. Temo su… Oh, demonios, no sé bien lo que temo. Bueno, de todos modos, creo que contarse a sí mismo cuentos de hadas es lo peor que puede hacerse. Vernon es músico y tiene el temperamento de un músico. Pero no lo sabe. Ignora todo cuanto tiene que ver consigo mismo. En eso no ha cambiado.

Nell le miraba sin comprender bien todo aquello.

—¿Qué crees que puede suceder, Sebastián?

—Oh, nada, probablemente. Lo mejor para él sería que le hiriesen de poca consideración y le enviaran a Inglaterra.

—¡Cómo me gustaría eso!

—¡Pobrecilla! Pensar que hoy en día uno desea ser herido… Todo esto es una atrocidad para gente como vosotros. Me alegro de ser soltero.

—Si tuvieses una esposa, ¿qué preferirías? ¿Qué trabajara, como yo, en un hospital o que no hiciese nada?

—Todo el mundo tendrá que trabajar tarde o temprano. Será mejor que la gente se ponga a hacerlo cuanto antes.

—Pues a Vernon no le gusta que yo esté aquí.

Muy propio de su sistema, que consiste en esconder la cabeza, como el avestruz. Es su carácter, empeorado por el tipo de educación aristocrática que ha recibido. Algún día tendrá que admitir que las mujeres trabajan; pero, si lo hace, será cuando sea tan claro como la luz del día. Hasta entonces sostendrá que no es así.

Nell suspiró.

—Qué complicado es todo.

—En efecto. Y yo he venido a complicarte aún más la vida. De todos modos, tú sabes lo mucho que aprecio a Vernon. Es el amigo a quien más quiero. Y por lo mismo he creído conveniente hablar contigo, ya que explicándote cómo son las cosas, acaso tú puedas hacer algo, estimulándole para que… bueno, para que cambie un poco. Pero, ahora que lo pienso, quizá contigo se muestre más razonable.

Nell negó con la cabeza.

—Lo único que cuenta de la guerra son episodios divertidos.

Sebastián silbó por lo bajo.

—Pues trata de que se muestre un poco más serio, e insiste en ello.

—¿Crees que hablaría con más franqueza si su interlocutora fuera… Jane? —preguntó Nell de repente, en tono seco.

—¿Jane? —Sebastián pareció embarazarse un poco—. No lo sé. Tal vez. Depende…

—Piensas que sí, Sebastián. Pero ¿por qué? Quizás opines que Jane es más comprensiva que yo.

—Mujer, qué tonterías dices. Jane no es, exactamente hablando, una mujer muy comprensiva. Estimulante, tal vez: y franca, también. Si te enfadas un poco con ella, te dirá sin rodeos lo que piensa. Creo que podría servirle a Vernon en estos momentos, aunque no estoy seguro. No porque sea comprensiva, sino porque es de las que te obliga a mirarte tal como eres y no como crees o quisieras ser. Nadie como Jane para obligarte a bajar del pedestal en el que tú mismo te has instalado.

—¿Y crees que podría influir sobre Vernon?

—Te repito que no estoy seguro. Por otra parte, olvidaba decirte que importa poco. Se ha alistado en los servicios de socorro y hace quince días que se encuentra en Servia.

—Oh… —comentó Nell.

Suspiró hondamente y en seguida pudo verse en su rostro una sonrisa.

En cierto modo se sentía más feliz.

4

Querida Nell:

Sueño cada noche contigo. Muchas veces te muestras simpática y tierna; pero otras sucede al revés. En estos casos me parece tenerte lejos, muy lejos, y te siento áspera y poco amistosa. ¿Verdad que nunca serás así conmigo? Al menos no lo seas por ahora. ¿Qué hay de aquellas letras que se quedaron impresas en tu piel? Quisiera que fuesen indelebles.

Nunca he creído que llegaran a matarme en esta guerra, Nell; pero ¿qué importa si así ocurre? Hemos tenido nuestra parte de felicidad y siempre pensarías en mí como en alguien que te amó y te hizo feliz, ¿verdad? Por mi parte, te seguiría amando, aun después de muerto. Ese sentimiento es lo único que perduraría. Te quiero, te quiero, te quiero…

Nunca Vernon le había escrito en aquellos términos.

Aquel día desarrolló sus tareas en el hospital con la mente en blanco. Olvidaba instrucciones y descuidaba deberes. Los pacientes lo advirtieron.

—La enfermera está como en un ensueño —decían en voz alta para que ella les escuchara.

Le hacían bromas y ella tuvo que reír.

Era tan, tan magnífico sentirse amada hasta aquel punto… La hermana Westhaven estaba de mal humor y la enfermera Potts holgazaneaba más de la cuenta; pero no importaba. Nada importaba.

Hasta la monumental hermana Jenkins, a quien le correspondía uno de los turnos de noche, y que por regla general se mostraba pesimista, le pareció alegre y contenta. No consiguió contagiarle su tristeza.

—¡Ah! —Solía decir la monja poniéndose bien la cofia y metiendo, en la medida de lo posible, su triple papada dentro del cuello de su bata—. ¿De modo que el número tres hoy está con vida? Pues me sorprende. No pensé que pasara el día. Bueno, supongo que morirá mañana, el pobre.

La hermana Jenkins se pasaba pronosticando muertes y, de fallar sus profecías, su ánimo, lejos de entonarse con actitudes más esperanzadoras, parecía empeorar.

—No me gusta el aspecto del número dieciocho. La última operación no sólo no le sirvió de nada, sino que lo ha agravado. En cuanto al número ocho, pronto empeorará si mucho no me equivoco. Se lo dije al médico que le atiende, pero no quiso prestarme atención. ¡Enfermera! —decía de pronto, interrumpiendo su fúnebre recuento para dar rienda suelta a su hostilidad—. ¿Qué hace usted ahí? ¿No encuentra nada en qué ocuparse?

Pero no tardaba en dulcificar el tono.

—Está bien. Ha terminado su turno. Puede marcharse ya.

Nell aparentaba aceptar con agrado la concesión, sabiendo que si no hubiese hecho gala de encontrarse desocupada, la hermana Jenkins hubiese exclamado al verla partir:

—¿Qué es eso de precipitarse a la salida? ¿Es que no puede quedarse un minuto más?

Aquella noche tardó veinte minutos en llegar andando hasta su casa. El cielo estaba claro y estrellado y el aire corría límpido. Nell gozó con el paseo. Sólo faltaba que Vernon caminara a su lado.

Al llegar, entró silenciosamente, como era su costumbre, abriendo la puerta con la llave. Sobre la mesa del vestíbulo divisó un sobre color naranja.

Supo…

Se decía que no era así; que no era posible que sucediera; que sin duda le habían herido, nada más… Sin embargo, supo…

Una de las frases contenidas en la carta de Vernon, que había recibido aquella misma mañana, pareció saltar ante ella. La retenía textualmente:

Nunca he creído que llegaran a matarme en esta guerra, Nell; pero ¿qué importa si así ocurre? Hemos tenido nuestra parte de felicidad…

Permaneció en pie, inmóvil, con el telegrama en la mano. Vernon… su amor… su marido… Durante un largo rato siguió en la misma posición…

Por fin se decidió a abrir el telegrama.

En él, un superior le decía que le era preciso cumplir con el penoso deber de informarle que su esposo, el teniente Vernon Deyre, había resultado muerto en acción.