CAPÍTULO CUARTO

1

—Necesitaremos otro hombre —dijo la señora Vereker.

Sus cejas, ligeramente maquilladas, se unieron en una línea al mirar a Nell.

—Es fastidioso que el joven Wetherill no pueda venir —agregó.

Nell asintió moviendo con desgana la cabeza. Estaba sentada sobre el brazo de un sillón. Aún no se había vestido. Su pelo rubio dorado le caía en cascadas sobre el kimono rosa pálido que llevaba. Parecía muy joven, muy hermosa y algo indefensa.

La señora Vereker, sentada ante su pequeño escritorio, frunció aún más el ceño mientras mordía pensativamente el extremo del lápiz que sostenía en la mano. La dureza de sus rasgos, que siempre fue carácter predominante en ella, resultaba acentuada y en cierto modo cristalizada. Era una mujer que había luchado con firmeza y sin pausas durante toda su vida; pero ahora estaba empeñada en la mayor batalla que jamás librara. Alquilaba una casa que no estaba en condiciones de sostener y vestía a su hija con vestidos que no podía darse el lujo de pagar. Compraba a crédito; y no, como otras, acudiendo a zalamerías, sino poniendo en juego su fuerte personalidad. Nunca solicitaba nada de sus acreedores: les imponía sus deseos.

Como resultado de aquella estrategia, Nell iba a todas partes y hacía todos los programas que eran propios de sus amigas ricas, vistiendo mejor aún que éstas.

Mademoiselle es encantadora —decían las modistas, intercambiando con la señora Vereker alguna mirada significativa.

Una muchacha tan hermosa y con tanta gracia se casaría seguramente en el transcurso de su primera temporada de fiestas y, en el peor de los casos, en la segunda. Luego vendría la tarea de cosechar lo sembrado. Estaban acostumbradas a correr riesgos. Mademoiselle era encantadora y madame, su madre, una mujer de mundo que estaba además acostumbrada aparentemente a lograr lo que se proponía.

Tenía el firme propósito de que su hija hiciera un buen casamiento y no que se uniera a un don nadie.

Sólo la señora Vereker conocía la verdad de su historia, sus dificultades, sus fracasos, las degradantes derrotas que le infligieran.

—Tenemos al joven Earnescliff —dijo con expresión dubitativa—. Pero carece de prestigio y de dinero como para considerarle adecuado al caso.

Nell miró sus uñas pintadas.

—¿Qué tal Vernon Deyre? —sugirió—. Me ha escrito diciéndome que vendrá a Londres este fin de semana.

—Podría ser —repuso la señora Vereker.

De pronto contempló a su hija con dureza.

—Nell, no te dejarás llevar por la atracción que pueda tener para ti ese chico, ¿verdad? Me parece que le hemos visto demasiado últimamente.

—Baila bien —dijo Nell— y es extraordinariamente servicial.

—Sí —contestó la señora Vereker—. Es verdad. Lástima.

—¿Por qué lástima?

—Porque carece de suficientes bienes terrenales, hija. Tendrá que casarse por dinero si pretende conservar Abbots Puissants. La propiedad, como sabes, está fuertemente hipotecada. Claro que el día que muera su madre… Pero con eso no puede contar; tiene todo el aspecto de ser de esas mujeres fuertes y sanas que llegan a los ochenta o noventa. Por otra parte, no es vieja y si de pronto decide casarse de nuevo… No, Vernon Deyre no puede considerarse como un buen partido. Lo siento, porque parece estar muy enamorado de ti.

—¿Te parece? —preguntó Nell en voz baja.

—Pues claro. Cualquiera puede advertir eso. Se le ve en la cara, que es lo habitual en los jóvenes de su edad. Bueno, los amores infantiles han de pasarse. De todos modos, que se enamore él, pero no tú, Nell. Nada de tontadas.

—Oh, madre, si es apenas un muchacho. Muy agradable y todo, pero un chico.

—Un chico sumamente guapo —dijo su madre con sequedad—. Me limito a hacerte la advertencia: enamorarse es algo muy penoso cuando sabes que no podrás casarte con el hombre que amas. Y lo peor…

Calló. Nell ya sabía por dónde corrían sus pensamientos. El capitán Vereker también había sido en sus tiempos un joven de ojos azules, guapo y carente de dinero, a pesar de lo cual su madre cometió en su momento la locura de casarse con él. Un matrimonio por amor que iba a lamentar amargamente durante el resto de su vida. El atractivo capitán fue convirtiéndose poco a poco en un fracasado, un débil y un borracho. La desilusión de su mujer fue completa.

—Los hombres enamorados siempre son serviciales —dijo la señora Vereker volviendo a su punto de vista práctico—. Pero no puedes permitir que Vernon Deyre comprometa tus posibilidades de encontrar hombres mejor situados que él. Supongo que eres demasiado lista como para caer en ese riesgo y no permitirás que te monopolice. Bueno, pues escríbele diciéndole que le esperamos a cenar el domingo próximo.

Nell asintió. Poniéndose en pie fue hasta su dormitorio, donde se deshizo del kimono y comenzó a vestirse. Con un cepillo de cerdas duras peinó en todas las direcciones sus cabellos dorados antes de unirlos y enroscarlos en un moño sobre su encantadora cabeza.

La ventana estaba abierta. Un gorrión londinense de plumas pardas pió desde una planta cercana con la arrogancia propia de su especie.

Nell sintió algo en el corazón. ¡Oh! ¿Por qué todo era tan… tan…?

¿Tan qué? Ella misma no podía traducir en palabras el sentimiento que la inundaba. ¿Por qué las cosas no podían ser favorables en vez de adversas? A Dios tanto le daba hacer las cosas de un modo o de otro.

Nell nunca pensaba mucho en Dios pero sabía, naturalmente, que estaba allí. Quizá Dios se ocupara de su caso después de todo e hiciera que las cosas saliesen bien.

Los modales de Nell Vereker y sus pensamientos eran bastante infantiles aquella mañana de verano.

2

Vernon se hallaba en el séptimo cielo. Por mero azar se había encontrado con Nell en el parque aquella mañana y tenía por delante toda una gloriosa velada junto a ella. Tan feliz se sentía que casi era capaz de albergar afecto por la señora Vereker.

En lugar de decirse «esa mujer es una bruja», que era lo habitual, se encontró pensando que acaso no fuera tan mala como parecía cuando se llegaba a conocerla lo suficiente. De todos modos, era indiscutible que adoraba a Nell.

Durante la cena pasó revista al resto de los invitados. Una chica como tantas, vestida de verde, que no resistía la comparación con Nell. Un militar alto y moreno, mayor del ejército colonial, que hablaba mucho sobre la India. Estaba impecablemente vestido y parecía insoportablemente vanidoso. Vernon le odió nada más verle porque le parecía que no cesaba de pavonearse. Una garra helada pareció oprimirle el corazón. Nell se disponía, de seguro, a casarse con aquel tipo, que se la llevaría con él a la India. Lo sabía, estaba seguro de que así sería. Rehusó el plato que le pusieron delante y apenas respondió con algún monosílabo a los esfuerzos desplegados por la niña vestida de verde para animar la conversación.

El otro hombre era un individuo hecho y derecho. Casi viejo para Vernon. Muy serio y tieso, parecía tener un rostro de madera. Su pelo era ya gris, pero la mirada de sus ojos azules parecía muy vivaz, armonizando con su aspecto decidido. Poco después se enteró de que era norteamericano, lo que no se notaba en su acento, pues era el de un inglés educado.

Hablaba con frases cortas y hechas de expresiones muy concretas. Su aspecto daba a entender que se trataba de alguien rico. Un acompañante muy adecuado para la señora Vereker, sin duda, pensó Vernon. Acaso hasta llegase a casarse con él, lo que sería magnífico, pues de esa manera dejaría de importunar a Nell y de obligarla a llevar aquella vida frívola.

El señor Chetwynd parecía admirar mucho a Nell, lo cual era perfectamente lógico. En alguna oportunidad le dirigió elogios en términos un poco anticuados, que Vernon pudo escuchar pese a no hallarse junto a ellos. (El americano estaba sentado entre Nell y su madre).

—Debe usted llevar a la señorita Nell a Dinard este verano, señora Vereker —dijo—. Realmente, debe hacerlo. Gran parte de mis amigos estarán allí. Es un lugar encantador.

—La perspectiva me entusiasma, señor Chetwynd; pero no sé si podremos porque hemos prometido a tantas personas que las visitaríamos…

—Ya sé que mucha gente las solicita constantemente y que es difícil conseguir que ustedes prefieran a algunos en perjuicio de otros. Sin embargo, me sentiría muy feliz si las viese a ambas en Dinard. Espero que su hija no me oiga cuando le doy mi enhorabuena por ser la madre de la mayor belleza de esta temporada, señora Vereker.

—Y entonces dije al coronel…

Era la voz del mayor Dacre.

Todos los Deyre habían sido militares. ¿Por qué no lo era él? ¿Por qué prefería liarse con los negocios en Birmingham? Rió para sí. Era absurdo ser tan celoso. ¿Había algo peor que ser un subordinado de sueldo miserable? En tal caso no le quedaría ninguna esperanza de casarse con Nell.

Por cuanto oía, los norteamericanos no se quedaban fácilmente sin aliento. Ya comenzaba a cansarse de oír la voz del señor Chetwynd y esperaba con ansiedad que la cena terminase para invitar a Nell a dar una vueltecita por el parque, aunque no sería fácil burlar la estrecha vigilancia a que siempre la tenía sometida la señora Vereker. En cuanto les veía solos, les interrumpía con cualquier pretexto. A menudo usaba la excusa de interesarse por su madre o por Joe, y Vernon carecía de experiencia para bloquear sus maniobras. Se quedaba, pues, inmóvil, contestando las preguntas de la madre de Nell y tratando de parecer interesado en su conversación.

No pudo salir con ella al parque. Sin embargo, le servía de consuelo constatar que el que lo consiguió no era el mayor Dacre, sino aquel anciano de los piropos a la antigua.

Les seguía con la vista y vio que se encontraban con otras personas, con las cuales se detuvieron a conversar. Allí estaba su oportunidad y no tardó en aprovecharla. Poco después se encontraba junto a Nell.

—Ven conmigo —le dijo—. Rápido, ahora.

¡Lo había conseguido! Ya estaba la muchacha fuera del alcance de los demás. Tanta prisa llevaba Vernon que Nell tuvo que correr para no quedar rezagada. Sin embargo, no dijo nada. Ni protestó ni hizo bromas.

Las voces de los otros se escuchaban cada vez más lejanas mientras la respiración de Nell se tornaba progresivamente más ruidosa e irregular. ¿Era tan sólo a causa de la carrera? Vernon, sin saber por qué, se inclinaba a pensar que no.

Poco a poco fue retardando su paso, hasta detenerse. Estaban solos, por fin. Solos en el mundo. Tan solos como si se encontraran en una isla desierta.

Debía decir algo… algo simple y convencional. De otro modo, acaso ella se volviese con los demás, actitud que él no hubiese podido soportar. Felizmente Nell nunca sabría de qué modo desordenado le latía el corazón. Los golpes le llegaban a la garganta, obstaculizando su respiración.

Dijo abruptamente:

—He comenzado a trabajar en el negocio de mi tío Sydney, sabes.

—Sí, lo sabía. ¿Estás contento?

Su voz era dulce y fresca. No se advertían signos de agitación en ella.

—No mucho, de momento; pero pienso que me acostumbraré.

—Supongo que el trabajo te resultará más interesante cuando llegues a conocerlo mejor.

—No creo que llegue a interesarme nunca. Tengo que ocuparme de las tareas de un aprendiz.

—Ya veo. No, realmente, se diría que eso no suena muy interesante.

Se hizo un silencio.

—¿Estás muy a disgusto allí, Vernon? —dijo ella con voz muy suave.

—Me temo que sí.

—Lo lamento muchísimo. Ya entiendo cómo te debes sentir.

Que alguien le entendiera suponía una enorme diferencia para él. ¡Adorada Nell!

—Sabes —dijo precipitadamente—. Lo que has dicho es muy considerado de tu parte. Eres muy buena.

Otro silencio. Pero esta vez era un silencio cargado con el paso de dos grandes emociones latentes. Nell pareció atemorizarse.

—¿No ibas a…? Quiero decir, yo pensaba que te dedicarías a estudiar música.

—He dejado los estudios.

—¿Por qué? Me parece que has hecho mal.

—Era lo que más me interesaba en el mundo; pero no me servía. Me era preciso ganar dinero de algún modo.

¿Se lo diría? ¿Era aquél el momento apropiado? No; le faltaba coraje, simplemente.

—Abbots Puissants, sabes —dijo desordenadamente—. ¿Recuerdas Abbots Puissants, verdad?

—Pues claro, Vernon. De ello hablábamos hace pocos días.

—Lo siento. Estoy muy tonto esta noche. Bueno, pues deseo con todas mis fuerzas volver a vivir allí algún día.

—Creo que eres maravilloso.

—¿Maravilloso?

—Sí. Maravilloso al abandonar todo lo que te interesa y ponerte a trabajar como lo haces. Un gesto magnífico de tu parte.

—Me encanta oírte hablar así. Suponte… oh, no sabes la diferencia que representa para mí, oírte decir…

—¿Sí? —dijo Nell en voz muy baja—. Me alegra saberlo.

La muchacha pensó para sí: «Debo regresar. De cualquier modo debo regresar. Mamá se enfadará. ¿Qué estoy haciendo? He de volver junto a George Chetwynd, aunque es tan tedioso… ¡Dios mío, que mamá no se enfade demasiado!».

Caminaba muy cerca de Vernon. Se sentía sin aliento. Era extraño. ¿Qué le sucedía? Si al menos Vernon hablara… ¿En qué pensaba?

Trató de decir algo ajeno a ellos.

—¿Cómo está Joe?

—Muy entregada al arte, de momento. Pensé que os veíais a menudo, puesto que ambas vivís en Londres.

—Creo haberla visto una vez, eso es todo.

Se detuvo para agregar luego con cierta reserva:

—No creo despertarle muchas simpatías.

—Bobadas.

—No. Ella piensa que soy frívola y que sólo me interesan las fiestas.

—Nadie que te conozca realmente puede pensar cosa semejante.

—No lo sé. A veces me siento tan tonta…

—¿Tonta tú?

Qué encantadora la incredulidad de Vernon, pensó Nell. Era adorable. De modo que la consideraba lista y también atractiva, sin duda. Su madre llevaba, pues, la razón.

No tardaron en alcanzar un pequeño puente, tendido sobre un hilo de agua. Subieron por él y se inclinaron sobre la baranda para mirar hacia abajo. Estaban muy juntos.

—Se está bien aquí —dijo Vernon con voz ahogada.

—Sí.

¿Era de Nell aquel extraño sí?

—Oh, Nell…

Tenía que decirle lo que pensaba. Simplemente, era necesario que se lo dijera. Nell, por su parte, sentía acercarse algo importante. Se acercaba… No hubiera podido expresar con palabras lo que sentía. Era como si el mundo se hubiese detenido, disponiéndose a dar un salto.

—Nell…

—¿Sí?

Ahora fue a ella a quien sorprendió aquel «sí».

—Te amo. Te amo tanto…

—¿Es cierto?

Qué respuesta tan tonta, pensó Nell. Sin embargo, repitió la frase. Su voz sonaba dura y afectada.

La mano de él encontró la suya. La de Vernon estaba caliente, mientras la de Nell parecía helada. Ambos se sobrecogieron.

—¿Crees que… piensas que algún día llegarás a amarme?

—No lo sé —repuso ella, sin saber casi lo que decía.

Permanecieron inmóviles, como niños deslumbrados, con las manos entrelazadas, perdidos ambos en una especie de encantamiento que se parecía al miedo.

Algo tenía que suceder y sintieron que así sería, aunque no supiesen decir qué.

De la oscuridad salieron dos figuras. Se oyó una risa ronca y también otra, un poco tonta.

—De modo que estabais aquí. ¡Qué sitio tan romántico!

Eran la chica vestida de verde y el tonto de Dacre. Nell dijo algo bastante ingenioso, sin perder en absoluto la compostura. Las mujeres son maravillosas para fingir, pensó Vernon. Se adelantó hacia los recién llegados y la luz de la luna dio de lleno sobre ella. Se la veía tranquila, segura y casi indiferente.

Todos ellos caminaron hacia el lugar donde se encontraba el resto de los invitados charlando y haciendo bromas. Tornaron con George Chetwynd, que conversaba con la señora Vereker cerca de la terraza. El hombre, a pesar de sus esfuerzos por resultar cortés, no pudo esconder un gesto de enfado, según creyó advertir Vernon. En cuanto a la madre de Nell, no pretendió disimular con el muchacho, mostrándose absolutamente desagradable con él. Cuando Vernon fue a despedirse de ella, sus maneras llegaron a ser casi ofensivas.

Aquello le tenía sin cuidado. Todo cuanto quería en aquellos momentos era quedarse solo para entregarse a la fiesta de los recuerdos inmediatos.

¡Se lo había dicho, se lo había dicho! Había conseguido preguntarle si le amaba, reuniendo un coraje del que se creía desprovisto. ¡Y en lugar de reírsele en la cara, Nell le había respondido que no lo sabía!

Aquello significaba… significaba que… ¡Oh, era increíble! Nell, el hada, la maravillosa e inaccesible mujer de sus sueños… Nell le amaba o, al menos, aceptaba la eventualidad de amarle.

Quería caminar y caminar a través de la noche; pero no podía hacerlo porque debía coger el tren nocturno para Birmingham, que salía de la estación a las doce en punto. Maldito sea, pensó. Le hubiese gustado andar y andar hasta que llegase la mañana.

¡Con un sombrerito verde y una flauta mágica, como el príncipe de los cuentos!

De pronto vio toda la escena imaginada en términos muy reales. La torre a cuya ventana se asomaba la princesa de los cabellos de oro y el fantástico sonar de la flauta del príncipe que la invitaba a ir con él.

Sin que lo advirtiera, tal música estaba más de acuerdo con los cánones reconocidos que con las concepciones originales que alimentara hasta entonces. Se adaptaba a los límites de las dimensiones conocidas, aunque la visión interior permaneciera inalterada.

Pudo escuchar la música de la torre…, la otra música, redonda, esférica, propia de las joyas de la princesa…, la canción alegre, libre y no sujeta a leyes, del príncipe vagabundo que decía:

Sal, mi amor,

sal y vente conmigo.

Caminó por las calles desiertas y húmedas de Londres como si pertenecieran a algún reino encantado. La negra masa de la estación de Paddington se recortó en medio de la oscuridad.

En el tren no pudo dormir. En cambio escribió una serie de notas musicales con letra muy menuda en un sobre. Encima de ellas podía leerse de tanto en tanto: «trompetas», «cornos ingleses», «trompas». Unas líneas rectas y curvas representaban lo que oía.

Era feliz…

3

—Me avergüenzas. ¿En qué estabas pensando, si puede saberse?

La señora Vereker estaba de muy mal humor. Ante ella estaba Nell, muda y encantadora.

Su madre pronunció aún unas cuantas frases violentas e hirientes, para dejar luego la habitación sin desearle las buenas noches.

Diez minutos más tarde, mientras se disponía a meterse en la cama, su talante era, sin embargo, muy distinto. Rió interiormente.

«No debí haber mostrado tanta contrariedad ante la niña —pensó—. La verdad es que el episodio sentará bien a George Chetwynd. Ayudará a que se despabile. Necesita que le espoleen».

Apagó la luz de su mesita y no tardó en quedarse dormida.

En cambio Nell no pudo hacerlo. Constantemente repasaba en su mente los acontecimientos de aquella noche, tratando de revivir cada sentimiento, cada palabra de las que pronunciaran en el puente.

¿Qué había dicho Vernon? ¿Qué contestó ella? Era muy extraño; pero le resultaba imposible recordar las palabras de ambos.

Él le había preguntado si le amaba; pero ¿cuál fue su respuesta? No lo recordaba. En cambio toda la escena se repetía ante sus ojos en medio de la oscuridad. Sintió su mano entre las de Vernon, oyó su voz ahogada e insegura. Cerró los ojos, perdiéndose en un ensueño incierto y delicioso.

La vida era tan maravillosa… tan maravillosa…